LA RAÍZ DE TODO
Cita con Rosero.
Lunes, 14 de mayo, 17:45
Está usted muy callada hoy, pero me gusta que tome notas; es decir, siento que le concede importancia a todo esto, más de lo que creí. Porque al comienzo, cuando a Roberto se le ocurrió que la buscáramos para que contara mi vida, me pareció todo como muy absurdo, como traído de los cabellos. Pero verla ahí, frente a mí, en silencio y tomando notas, con la grabadora a su lado, me confirma que usted de verdad es una profesional. ¿Está encendida la grabadora? Pasa que la vez pasada tenía un bombillito rojo que por momentos titilaba, pero hoy no, parece apagada. Se dañó el led, entiendo. Antes de comenzar quiero asegurarme de que Roberto le haya consignado la parte que faltaba del adelanto. Qué bien. Todo en orden entonces. Lo estamos manejando a través de la empresa porque se facilitan muchas cosas. Como convinimos que viajara a Popayán para que hablara con la profesora Judith, recuerde guardar todos los recibos para que podamos reintegrarle su dinero. Es importante que hable con ella, entre otras cosas porque estoy seguro de que es la única mujer que me ha querido en la vida.
Tengo mucha curiosidad por leer lo que lleva escrito, esa primera parte que usted me indica; pero, la verdad, no sé si sea conveniente, así que a lo mejor me espero a que tenga un poco más, sobre todo aquellas cosas relacionadas con mi madre, que, me parece a mí, son la raíz de todo. En realidad no es solo que me parezca a mí o no, sino que en una de las últimas terapias vino también a confirmarlo el sicólogo al que asisto. Se me ocurre ahora que tal vez sea buena idea que hable con él; no sé, digo, como para que tenga otra perspectiva de lo que le cuento. El tipo es un genio. En las consultas suele estar así, como usted está hoy, que no suelta ni media sílaba, que no hace sino mirarme, bajar la cabeza y apuntar de vez en cuando. No me sienta en un diván ni se ubica de espaldas a mí, como uno ha visto en las películas o como me habían contado algunos amigos con los que conversé antes de decidirme a realizar las terapias. Porque, mire, no es fácil aceptar que muchas de las cosas que a uno le pasan en realidad son el resultado de que alguna conexión se esté arruinando dentro de la cabeza. Por eso vacilé, y en esa vacilación hablé con un pocotón de gente, y se extraña uno de ver la cantidad de personas que han tenido que recurrir al loquero, como los llamaba mi papá cuando estábamos en casa y mi mamá lo mantenía a punto de desquiciarse. Su mamá me quiere mandar donde el loquero, decía. Me voy ya para donde el loquero, repetía; mamá, que era una maestra en darle la vuelta a todo, comenzaba a llorar y se encerraba en su cuarto. No me comprende, decía; Alberto, usted no me comprende. Mi hermana y yo no hacíamos más que permanecer ahí, en silencio, pensando que si abríamos la boca tal vez nos agarrarían a palmadas; o peor aún, que nos darían con la correa, con esa blanca que mamá guardaba en su clóset y que un día le escondimos. En realidad no la escondimos, sino que tratamos de hacerla ir por el sanitario como si fuera un trozo de popó, un bollito de mierda; pero no se fue, en cambio de eso causamos un tapón en el baño y tuvimos que sacarla de nuevo, toda mojada, toda arrugada, y nos tocó esconderla mientras se secaba. Cuando mamá se dio cuenta nos castigó; es decir, no recuerdo en qué consistió aquel castigo, pero sí los correazos que nos dio, que dolían mucho más porque el cuero todavía estaba húmedo. Mi hermana fue la que llevó la peor parte, como sucedía todas las veces; de hecho, mientras vivió en la casa, antes de marcharse a los veintidós años y odiar a mamá para siempre, fue a la que le tocó lo más duro. Anote ahí, por favor, que debemos ahondar en esto. Sobre todo cuando mi hermana se fugó de casa siendo muy pequeña, ni siquiera llegaba a los veinte, cuando tuvimos que viajar por varios pueblos buscándola en clínicas, hoteles y burdeles, porque papá pensó que a lo mejor para sobrevivir se había metido de puta. Pero nada de eso. Se había alojado en un hotel de Cali, uno bastante suntuoso, justo con los lujos que le gustaba darse a mamá; pasa que en la huida se llevó sus joyas, me refiero a las de mamá, así que de pasar necesidades no hubo nada, como pensaba papá cuando se ponía a llorar en medio de la sala y yo no sabía qué hacer para contener su llanto. Pero le estaba contando que cuando ellos peleaban nos quedábamos callados en medio del pasillo, muertos de miedo, pensando que al chillido de mamá bien podría seguirle alguna afrenta hacia nosotros.
En situaciones así, cuando papá y mamá estaban agarrados, por lo general era como si nosotros no existiéramos. A veces papá bajaba la voz, miraba hacia los costados para verificar que no estuviéramos, y como nos veía ahí de pie, contra un rincón, llenos de pánico pensando que en algún momento comenzarían a agredirse, o haciéndonos los que nos entreteníamos con algo, como el Atari, un libro o algún juguete viejo, si nos veía ahí bajaba mucho más la voz y le decía a mamá: Los niños, Marlene, están los niños. Y en realidad siempre estábamos. ¿Dónde más íbamos a estar? Si no teníamos amigos, pues a mamá le parecía que el barrio no estaba a nuestra altura, una altura que, según papá, se había trazado mi mamá desde pequeñita, aferrada a una alcurnia imaginaria. Eso se lo escuché una vez a papá, cuando hablaba con su amigo Álvaro mientras yo correteaba por ahí, pegando alaridos como si fuera un carro de bomberos.
De tal manera que, como el barrio no estaba a nuestra altura, mamá no nos dejaba salir; le daba pánico, decía, que mi hermana terminara ennoviada con el hijo del lechero, o yo de amigo de la hija de un policía o un chancero. ¿Sí se da cuenta de lo que acabo de decir? ¿No? En realidad yo tampoco lo había advertido, pero el loquero al que asisto, que como le decía suele estar muy calladito y todo, pero por momentos interviene y hace unos apuntes buenísimos, geniales, sí se percató de una. La cuestión es que mamá siempre pensaba en mi hermana en términos de noviazgo, de matrimonio; cuando usted se case, mamita, se va a dar cuenta de…; vea, Lorena, no quiero que me vaya a salir con el cuento de que tiene novio, o que está saliendo con… Pero cuando se refería a mí para ella todo era amistad, como si la posibilidad del amor fuera un asunto que a mí no me competía en lo más mínimo, por eso el miedo de ella era que mi hermana se hiciera novia del hijo del lechero, y que yo me hiciera amigo de la hija de un policía o un chancero. Mi madre siempre me vio como alguien que nació para repartir amistad por todos lados, como uno de esos aspersores que riegan los jardines en todas las direcciones.
Le estaba diciendo, antes de irme por las ramas, que el tipo, el sicólogo, mi loquero, no se sienta en un diván ni de espaldas a mí; en realidad nos hacemos de frente y conversamos en una pequeña salita que tiene en su consultorio como si fuéramos amigos que están botando corriente. Cuando llego me pregunta si quiero un té o un cafecito, y como siempre quiero cafecito ahí mismo lo prepara, en una maquinita que tiene de lo más sofisticada. Después llega con la taza a la mesa y nos ponemos a charlar, y así se nos pasan las dos horas que duran las terapias. Es una maravilla, la verdad; además, me ha ayudado a entender un montonón de cosas, como esta que acabo de contarle, en cuanto a que mamá podría ser la raíz de todo, la primera de las Margaritas, y no la misma Margarita, aquella niña que me dio severo loncherazo en la cabeza. Pero quiero redondear la idea que dejé en el aire: era muy extraño eso de no tener amigos, porque por las tardes, después de hacer las tareas, oíamos afuera la algarabía de los otros niños, que comenzaba siempre a la misma hora; entonces mi hermana y yo nos hacíamos en el sofá de la sala y mirábamos por la ventana cómo eran de felices. Jugaban a la lleva, yeimi, ponchado. Lo curioso es que no nos daban ganas de salir ni nada, como si algo dentro de nuestra conciencia de niños, deformada por completo, nos asumiera ajenos a esas jugarretas. Pero siempre estábamos ahí, fieles a la cita; en cierta forma, cuando se acercaba la hora nos poníamos ansiosos, alegres, como si fuéramos nosotros quienes iban a jugar. Comenzábamos a merodear por la sala, en espera de que se escucharan las voces de los niños, sus risas. Cuando llegaba el momento abríamos una pequeña rendija entre los pliegues de las cortinas, para que nadie supiera que los estábamos espiando; pero aun así a veces algún niño lo notaba y señalaba en dirección a nosotros, que de inmediato cerrábamos la cortina, intimidados por haber quedado en evidencia. Otras veces alguno se acercaba unos cuantos pasos y nos hacía señas para que saliéramos. No nos dejan salir, decía mi hermana, que como era la mayor solía tomar la iniciativa para contestar. Entonces el niño corría de nuevo hacia sus compañeros gritando que no los dejan salir, y se metía de nuevo al juego y todos se olvidaban por completo de nosotros. Y ahí seguíamos, un par de niños pegados a la ventana viendo cómo la infancia transcurría afuera; dos hermanos de una cuna mucho más noble que la de aquellos que reían afuera, niños a quienes los peligros los acechaban con más saña, que debían estar siempre resguardados en las paredes de la casa.
Pero igual la infancia es algo a lo que a esa edad no se puede renunciar; niño es niño, así que mi hermana y yo nos dábamos mañas y la pasábamos genial, mientras nuestros padres estaban por fuera. Inventábamos coreografías. Ella ponía la grabadora y buscaba en los estantes de papá los casetes del grupo Menudo y nos poníamos a bailar, reproduciendo los movimientos de Xavier, Ricky, Charly, Johnny y Miguel. Si no teníamos micrófono, o algo que se le pareciera, íbamos a la cocina y tomábamos un banano. A mí la voz me salía maravillosa, así que siempre pensé que sería una estrella de la música, una figura legendaria del rock o un prestigioso baladista; varias veces me imaginé sobre una tarima, con miles de personas jubilosas escuchándome cantar, mientras mi hermana daba brincos en la parte de atrás, como si fuera una de las bailarinas del programa de Jimmy Salcedo. Así eran nuestros juegos, porque mi hermana siempre ha sido una mujer creativa. El único juego que no me gustaba era cuando le daba por vestirme de niña. Pero igual la dejaba, porque era mi hermana y además era la mayor. Me ponía unas mudas de lo que a ella ya no le quedaba, me peinaba con unos moñitos rosados y luego se tapaba la boca para contener la risa. Discúlpeme que cierre los ojos, pero es que me parece tenerla frente a mí; créame que siento sus manos pasando sobre mi cabello, los repelones que me daba para ajustarme los moños, su respiración tibia cayéndome en la cara. Todo lo hacía con mucha devoción, y yo se lo permitía. Después subíamos a la terraza y me ponía de pie, en un sector donde el muro de ladrillos era bastante bajo. Luego esperaba a que pasara alguien y nos mirara, par de niñas abrazadas; ella, la mayor, rodeando con el brazo a su hermanita, la rubia, de cabellito largo, porque a esa edad aún no me lo cortaban como varón. Esperábamos ahí hasta que sucedía lo que mi hermana quería que sucediera, y que sucedía siempre, que no era otra cosa que alguien pasara por la acera, mirara hacia arriba y dijera: Ay, tan bonita esa niñita. Ese era el juego, y a eso jugamos varias veces, hasta que una vez papá nos descubrió. Acabábamos de bajar de la terraza y ambos escuchamos las llaves de la puerta; eran las de papá, lo supimos de inmediato porque sabíamos reconocer su sonido, esa cadencia de llaves estrujándose al abrir. Quise salir a recibirlo para que viera cómo lucía; sin embargo, advertí de inmediato que a mi hermana se le dibujó un pavor genuino en la cara. Como el tiempo no le dio para más, me llevó a empujones y me escondió bajo el sofá de la sala. Papá entró y le estampó un beso en un cachete. Luego la alzó mientras le preguntaba por mí, que estaba ahí, casi bajo sus pies, contagiado de ese miedo súbito que le había entrado a Lorena. Ella no contestó. Papá la puso de nuevo en el suelo y al agacharse me alcanzó a ver. Se puso en cuclillas y me pidió que saliera. Luego me llevó hasta la habitación y me agarró a palmadas. Tenía la cara enrojecida por la ira. Nunca lo había visto pegarme de esa forma; porque lo que él solía hacer cuando alguna pilatuna nuestra lo ameritaba, era darnos un par de nalgadas. Un par, de verdad, con su mano abierta, jamás con la correa, pero fuertes para que se nos enrojeciera la piel. Pero esa vez me dio muchas, tantas que pensé que jamás se detendría. Luego me dejó ahí en la habitación y se fue para la sala, desde donde me llegó el sonido de las que le daba a mi hermana. Ese día, antes de acostarse, se lo veía derrotado, devastado por algo que sucedía dentro de su cabeza.
Me da pena acordarme de cuando le pegaban a mi hermana. No por las nalgadas de papá, era raro que lo hiciera, sino por las tundas que le daba mi mamá con la correa cuando éramos un poco más grandes. Era otra época, en la que se me hacía extraño que papá y mamá todavía no se hubiesen separado, pues seguían peleando al mismo ritmo. Los motivos por los que mamá le pegaba a mi hermana siempre eran diferentes; la verdad, no los recuerdo, o por lo menos no en este momento, aunque en esos años solía ser por cualquier babosada, pues todavía no se nos venía encima lo peor, que fueron los primeros noviazgos de Lorena. Lo que sí recuerdo es que cuando mamá lo hacía su rostro se desfiguraba, y no parecía que le pegara a ella, sino a papá, o a sí misma por haberse casado con él, por dejarse enamorar a punta de poemas, por haber creído que su familia era prestante, por haber supuesto tantas cosas al escuchar los estudios que sus hermanos tenían o lo cultos que eran, por haber convertido su vida en lo que la había convertido. Cuando eso pasaba yo corría a esconderme en mi cuarto, me tapaba la cara con la almohada y aun así cerraba los ojos, no porque pensara que a la tunda de mi hermana le seguiría la mía, sino porque me daba angustia que mi hermana le fuera a pegar a mamá. Siempre parecía a punto de hacerlo, pero no se decidía; en vez de eso la miraba desafiante, con rabia, con una mirada que parecía decir: La próxima vez te voy a mostrar cuál de las dos es más fuerte. En las primeras ocasiones quise permanecer alerta, atento a lo que pudiera pasar, pero era tan grande mi temor que después opté por evadirme. No tenía sentido inmiscuirse en aquellas faenas de violencia doméstica de mamá contra Lorena o mamá contra papá. No servía para nada. Alguna vez, cuando tenía cinco años, después de una discusión fuertísima entre mis padres, se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era casarlos de nuevo, para que comenzaran desde cero; entonces me apliqué a elaborar unos anillos con papel aluminio y los convoqué a la sala. Me tercié una toalla roja y oficié una ceremonia bastante solemne. Recuerdo que se rieron mucho, que me sentaron en sus piernas y juraron quererse por una eternidad que les duró dos días. Así que, de alguna manera, la vida me había curtido desde niño para afrontar ese tipo de tempestades; igual, después todo volvía a la normalidad, aunque esa normalidad antecediera a tormentas, borrascas y torbellinos peores.
De verdad que tengo mucha curiosidad por leer lo que lleva escrito. La semana pasada, cuando le conté lo del sommelier y aquel relato tan escabroso sobre esa otra Valentina, que sin embargo terminó siendo mi propia Valentina, me puse a pensar que todo se lo he ido contando de forma arbitraria, sin un patrón o una lógica, pero supongo que usted sabrá cómo articularlo todo. Déjeme ver, por favor. Me gusta el título: El primer pétalo de la Margarita. Yo estuve a punto de sugerirle uno, pero ahora que leo este, me parece mejor el suyo. El recuerdo le llega nítido, como ha llegado siempre. Pero ahora la imagen parece más vívida, lo suficiente para que él comience a sudar y se aferre a la silla como quien va en uno de esos vagones a punto de caer de forma estrepitosa sin desprenderse de los rieles, en un parque de atracciones similar al que iba con su padre cuando se instalaba la Ciudad de hierro. Era la única diversión de la ciudad y siempre llegaba en verano.……………. Está muy bien, me gusta como escribe, pero hay algo que no me cuadra mucho. Al final, me refiero al final, en esta parte donde dice: su padre, que acababa de zanjar una de las más violentas discusiones con su esposa, la madre de Roserito, tampoco advirtió ese cambio radical en la oración del niño.
Lo que pasa es que no creo que haya sido así, porque papá, así estuviera a punto de enloquecer por las peleas con mamá, siempre estaba pendiente de nosotros. Cuando nos acostaba no importaba qué tan agobiado estuviera, siempre nos miraba a los ojos con un amor infinito, de esos que parecen a prueba de todo; a prueba de la convivencia con mamá, por ejemplo, a prueba de la vida y sus más duros reveses, como esos amores que siempre se rebosan. Uno se daba cuenta de su agotamiento mental, de sus aflicciones, pero aun así se entregaba a nosotros, haciendo maravillas con el poco ánimo que le quedara, aunque estuviera devastado. No creo que no se haya percatado de ese cambio en mi oración. Sí se dio cuenta, claro, pero es tan prudente que no quiso preguntarme más. Unos días después sí lo hizo. Cuando veníamos del parque de jugar balón quiso saber de Margarita. Le conté lo que había sucedido y se rio. Ay, mijo, usted no se preocupe, que las mujeres son así, pero va a ver que después van a volver a ser amigos. Recuerdo que disfruté mucho su risa, porque justo esa tarde lo había notado como abstraído, con una de esas preocupaciones que se van cocinando a fuego lento, hasta que en algún momento algo echa humo o huele a quemado. Pero me gusta mucho ese primer capítulo, la verdad, me emocioné y todo.