Espero. Sentado en un banquillo, en la banda. Espero y pienso que este trabajo va de eso, de largas esperas. Horas y horas perdidas, vacías, hechas de charlas con los colegas, de cigarrillos y de idas y venidas. Sin horarios, suspendido en el tiempo con la esperanza de que el político de turno, la estrella o estrellita, el jugador o el entrenador, después de haber cumplido con su jornada laboral mínima, se dignen a decir unas pocas palabras. Y en vez de eso se escabullen por la puerta de atrás, te despachan con un «hoy no hablo», un «no comment», anuncian que no van a abrir la boca hasta final de temporada o retrasan la cita al día siguiente, a la semana siguiente, al mes siguiente, o sine die. Desfilan delante de las cámaras y de micrófonos impasibles: con el teléfono o los enormes auriculares pegados a sus orejas. O directamente te mandan a paseo.
Esta vez es diferente. La cita con Eduardo Castro Wolfe está fijada desde hace tiempo. También a él le interesa que nos veamos para que yo pueda terminar el libro. Es realmente extraña esta historia… Una noche me llamó una agencia de publicidad de Londres, Sport Stars, y me preguntaron si estaría dispuesto a escribir la biografía autorizada de un entrenador de renombre mundial. Hacer de negro, escribir por encargo. Como de costumbre dije que no perdía nada por intentarlo. Me convocaron en Barcelona, dos horas y media de AVE para una «audiencia» de quince minutos después de un evento de Nike: globos, zapatillas, modelos, jugadores, música atronadora y un torbellino de fans. John y Paul, los bosses de Sport Stars, me dijeron que habían leído dos o tres de mis libros, que les habían convencido, y me revelaron el nombre del entrenador: Castro Wolfe.
La reputación de Eduardo no era la mejor. Su estancia en el Tottenham había terminado de mala manera con la prensa, y en el Real Madrid tampoco se esforzaba por hacer amigos. Así que la biografía era idea de su agente, Felipe Masdeu, para hacerle un lavado de cara. En pocas palabras: cambiarle la imagen a aquel míster al que era difícil cogerle cariño. Y hablando de agentes, la mía, Sofía, me llamó un par de días después, eufórica.
—¡Veinticinco mil euros de anticipo! ¡El triple de lo que te han ofrecido por cualquier otro de tus libros! Lo publicaría Williamson, tu editor habitual. Vamos, que no veo razones para rechazarlo.
—Sinceramente a estas alturas de la vida no me apetece venderme y escribir una hagiografía.
—Pero sí te apetece pagar las facturas, ¿no?
A Eduardo lo había conocido y entrevistado durante su estancia en Udine y otra vez cuando estaba en Inglaterra. Entre él y yo no ha sido todo siempre de color de rosa, sobre todo después de aquella vez en la que soltó cosas duras sobre el dopaje en el fútbol. Lo escribí tal cual, pero cuando lo leyó publicado no le hizo ninguna gracia y…
¡BAM!
¡Dios santo!
Un balón se estrella a cinco centímetros de mi cabeza. Un tremendo golpe y la risa del grupo que está entrenando.
Qué simpáticos… Casi hacen diana en el periodista de turno. Míralos: son niños. Jugar, divertirse, bromear todo el tiempo. Y algo en lo que nunca reparamos: los jugadores son jovencísimos. Se comportan igual que una clase de estudiantes de secundaria en el viaje de fin de curso, solo que ellos ganan millones de euros, tienen millones de seguidores y millones de fans. Son, como me decía un sociólogo francés, modelos de referencia de la sociedad contemporánea, estrellas de rock que marcan tendencia y que pueden permitirse todo.
Fin del entrenamiento. Una tras otra, las prima donnas del balón son engullidas por las puertas de cristal del vestuario. Eduardo Castro Wolfe se ha quedado hablando con Claes Brouwer, su segundo. Se despide de él y viene hacia mí acompañado por un hombre de mediana edad y un joven. Hace las presentaciones: Henk Jansen, el embajador holandés, su hijo Jonas, aficionado, por supuesto, del Real Madrid. Al entrar en su oficina, con los campos de juego tras los grandes ventanales, y las cinco torres de Madrid en el horizonte, me entra la duda.
—¿Quieres que nos veamos en otro momento?
Eduardo contesta que no y me pregunta si me molesta que el embajador y su hijo se queden a escuchar la conversación.
—Si a ti no te importa, por mí está bien. Te he traído algunos de mis libros.
Los pongo en la mesa de cristal y mi vista pasea por el despacho. Una pizarra con un plan de juego apenas esbozado, un ordenador, un corcho con un montón de pósits, un televisor de cuarenta y dos pulgadas y un desorden de libros, fotografías, revistas y recortes de periódicos dispersos por todos lados.
—En un minuto empezamos —dice mientras se quita la gorra con el escudo y los colores del club y la tira lejos.
Su cabeza, brillante como una bola de billar, aparece en todo su esplendor; se rasca la barba roja, a medio camino entre el rabino y el hípster, mientras se pone unas gafas años cincuenta con montura ambarina. Saca un cigarrillo del paquete de Marlboro y lo enciende. Está prohibido fumar en Valdebebas, pero en su oficina se permite.
—¿Puedo fumar yo también?
—Por supuesto —me responde, y me acerca un cenicero lleno de colillas. En dos caladas ya ha dado cuenta de su pitillo.
—Estuve en casa de tus padres.
—Sí, me dijeron que cenaste con ellos. Espero que no resultaran demasiado aburridos y que contaran algo de interés.
—Claro… Y Van der Meer y Mulder te mandan recuerdos.
—Bueno, ¿por dónde empezamos?
—No sé, ¿por dónde quieres?
—Vos escribís.
—Vamos a empezar por algo clásico. Han pasado treinta y cuatro años desde que entraste en la cantera del Groningen. ¿Qué te ha dado el fútbol?
—Mucho, muchísimo. Me gustaba jugar al fútbol y lo he convertido en mi trabajo. Incluso aunque trabajar signifique otra cosa. Para mí el que trabaja es el albañil, el taxista, el dependiente, ese empleado que se levanta a las siete de la mañana y no tiene ni para llegar a fin de mes. A mí el fútbol me permitió vivir en un mundo apasionante y conocer a gente maravillosa. Me dio, a mí y a mi familia, seguridad económica y una vida más fácil. Soy un hombre afortunado.
—¿Y qué le has dado tú al fútbol?
—No lo sé, la verdad, es algo que tendrían que decir los demás. Solo espero haberle devuelto a la gente la alegría y la felicidad que el fútbol me dio.
—En dos palabras, ¿qué es el fútbol para ti?
—El fútbol es una metáfora de la vida. A veces es el mundo al revés. Se burla del destino. Se burla de la ley. Y es el espejo deformado de una sociedad, un elemento cultural de la vida contemporánea. Es el indicador de las mutaciones y las transformaciones de una cultura. Y es ética, tanto que Albert Camus dijo: «Todo lo que sé acerca de la moral y de los hombres se lo debo al fútbol». Y también es todo lo contrario: un sinónimo de corrupción, mafias, apuestas ilegales, de un deporte usado y abusado por el poder y el dinero. Disculpá si me dejo llevar y saco una cita detrás de otra, herencia de mi padre.
—No, está bien. Continuamos. Explícame qué hace un antropólogo cultural sentado en un banquillo.
—Rituales, mitos, tribus, clanes, comunidades, símbolos, idiomas, sistemas de signos, guerras, identidad individual y colectiva, política y religión. El fútbol es un campo de investigación maravilloso para la antropología cultural, es como una bola de cristal que una vez vi en una película de ciencia ficción. En el interior hay un mundo y basta con sacudirla para que empiece a nevar y todo el paisaje cambie. Es un contenedor de símbolos y alfabetos. Puedo decir con poca modestia que, si en un tiempo los antropólogos iban a la selva amazónica para observar y estudiar la cultura y la forma de vida de los últimos pueblos lejos de la civilización, yo durante más de treinta años he hecho el mismo trabajo de campo en los estadios. Y estoy enamorado de mi objeto de estudio.
—¿Cuándo comenzaste a sentir ese amor?
—Quién sabe, tal vez cuando tuve en mis manos mi primer balón. Me lo regaló mi abuelo una Navidad.
—Sí, tu padre me lo ha dicho.
—Cómo no… un balón de cuero, blanco y negro, de aquellos de los de verdad. Mis padres me contaron que los abuelos maternos de Nueva York me enviaron un camión de bomberos rojo, con una escalera que se movía y puertas que se abrían. Pues no le hice caso y me fui a dormir con la pelota. Al día siguiente se la mostré a mis amigos del barrio. Era la envidia de todos. Pero yo no quería que se me estropeara, así que después del primer día que la bajé a la calle, seguimos jugando con pelotas improvisadas. Con el balón jugaba solo en casa, para desesperación de mi madre. Le rompí no sé cuántos jarrones y adornos.
—Y fue tu abuelo Alterio quien te llevó por primera vez a un estadio…
—Lo recuerdo bien. A pesar de que tenía solo cinco años y medio. Un domingo mientras comíamos los cappelletti que preparaba mi abuela María, mi abuelo comenzó a agitar dos entradas para un partido de Copa Libertadores. Y comenzó con su perorata habitual. Pero no había manera de que mi madre y mi abuela se dieran por vencidas. Yo quería ir a toda costa, quería que me llevara; empecé a llorar, a patalear, hice tantos pucheros que al final mi abuela y mi madre se rindieron. Y llegó aquel miércoles 3 de mayo de 1972. Fuimos al campo en un autobús abarrotado. Una vez dentro me impresionó lo grande que era aquello y lo alta que parecía la Torre del Centenario. Nos costó encontrar nuestro lugar, que estaba justo detrás de uno de los arcos. Creo que me estoy extendiendo demasiado y te aburrís…
—No, de hecho estaba pensando que este podría ser el principio del libro: mi primera vez en el estadio. Como una de esas redacciones que se hacían en la escuela primaria. Continúa.
—Sigo, aunque no sé si será lo que esperás… porque lo que me sorprendió de verdad fue toda aquella gente que no paraba de levantarse, de gesticular, de gritar. Comenzó el partido y yo seguía fascinado por el papel picado y las serpentinas que habían tirado a la entrada de los jugadores en la cancha. Otra cosa que recuerdo es que la gente iba con unas pequeñas radios portátiles pegadas a la oreja. Y a la vez que miraba el partido escuchaba al relator y sus comentarios. Mi abuelo, pobre, trataba de que me interesara por el juego, me señalaba uno a uno a los del Nacional, me hablaba del portero Manga, del Negro Cubilla, de Víctor Espárrago, el hombre orquesta argentino, y de Luis Artime, el gran goleador que jugaba su último partido antes de irse al Fluminense. Pero aquello no me convencía. Llegó el descanso y me encontré luchando con una enorme rosquilla frita cubierta de azúcar. Eso sí me gustaba. Cuando Luis Artime anotó el 1 a 0 para el Nacional todavía estaba comiendo. No vi el gol pero vi a nuestro vecino de asiento levantarse como un loco, abrazar a mi abuelo y después levantarme lo más alto que pudo. Me entró miedo. Comencé a decir que estaba cansado, que tenía sueño, que quería ir a casa. Alterio intentó de todas las maneras convencerme para quedarnos un poco más, pero no hubo caso. Y entre el Nacional y yo me eligió a mí…
Llaman a la puerta.
—Disculpe, míster, ha llegado el entrenador de la sub-15 holandesa y les está esperando.
—Dos minutos y voy. —Me mira con cara de niño al que han pillado en falta—. Lo siento de veras, pensaba que vendrían más tarde. Podemos continuar la semana que viene. Llamá y quedamos.
Un apretón de manos. De nuevo con la gorra en la cabeza, Eduardo, acompañado del silencioso embajador y su hijo, se marcha.
Mientras espero, al sol, un taxi que me lleve de vuelta a la ciudad, pienso en cuántas veces voy a tener que volver a esta base de Los Álamos plantada sobre la áspera meseta de Madrid.