
Era un día como cualquier otro. Me había levantado para ir a trabajar y me dirigía a una reunión con mi jefa. Hacía un tiempo que estaba esperando una promoción en el trabajo y deseaba saber si me la iban a conceder.
Entré en el despacho y me senté en la silla. Antes de que ella hubiera dicho nada, ya noté que no me iba a gustar lo que estaba a punto de oír. Me dijo: «Meritxell, te van a dar el puesto, pero no en Barcelona. Tienes que mudarte a Estados Unidos durante un mínimo de dos años».
Puedes imaginarte mi cara de sorpresa, puesto que cinco segundos antes ya me había hecho a la idea de que no me iban a dar el nuevo trabajo. Pero ni en mis mejores momentos a la hora de anticiparme a los acontecimientos hubiera podido imaginar que sería en Estados Unidos.
Mi primera reacción fue decir que no, y cuando pregunté en qué lugar de Estados Unidos y me contestó que en Orlando, casi me echo a reír. Pensé: «Hombre, por lo menos si fuera Nueva York o San Francisco. Pero ¿qué se me ha perdido a mí en la ciudad de Disney?».
Mi jefa me dijo: «Piénsatelo. Tienes 48 horas para contestarme». Mi cabeza iba a mil por hora anticipando todos los escenarios posibles.
«¿Qué hago? Vivir en Estados Unidos un tiempo parece una buena oportunidad. Si fuéramos a hacerlo, ¿cómo diablos lo haríamos? Tenemos un coche, una moto, una casa de alquiler y miles de pertenencias...»
Después de tres horas dándole vueltas, pensé que era una buena opción mudarnos y vivir el sueño americano. Teníamos que hacerlo. Le dejé caer la bomba a mi marido, que se quedó ojiplático y mudo del susto.
Pero decidimos hacerlo. Nos mudaríamos a Orlando, dos años y no más. ¡Estados Unidos, prepárate que vamos para allá!
Fue el inicio de unos meses de locura en los que dormíamos en un colchón en el comedor rodeados de cajas y abriendo la puerta a extraños que venían a recoger lo que estábamos vendiendo. Nos deshicimos de todo excepto de cinco maletas, que es lo único con lo que nos mudamos al otro lado del charco.
Cuando te mudas tan lejos de casa, puede parecer que lo más difícil es desmontar una vida y montar una nueva allá donde aterrizas. Y en parte es así, pero la dificultad nada tiene que ver con lo material sino con lo humano: en tu ciudad, estás rodeado de los tuyos.
Cuando tenía un mal día en Barcelona, podía tomar un té con mi madre, que vivía a la vuelta de la esquina, o llamar a mis amigas y encontrarnos en una cafetería para hablar de nuestras cosas.
Podía llorar como una magdalena o reírme como una loca sin necesidad de esconderme o de estar pensando qué dirán de mí. Mi gente no me juzga.
Simplemente pasear e ir a cenar a mi restaurante favorito me arrancaba una sonrisa. Un restaurante en el que conozco cada uno de los platos y el camarero sabe mi nombre.
La dificultad, pues, de mudarse a otro lugar es crear de nuevo tu círculo de gente. Tu gente, con la que puedes ser tú mismo, decir tonterías o abrir la puerta descalza, en pijama y con un moño mal hecho.
Tu gente, que no te juzga porque sabe quién eres, y de cuya opinión no tienes que cuidarte porque te quieren tal y como eres.
Ahora, en un lugar nuevo, en un trabajo nuevo, con unas normas sociales y culturales que no se parecían en nada a lo que estaba acostumbrada, me encontraba totalmente perdida.
En mi caso, me podía definir como una persona colaborativa a la que le gustaba la armonía, trabajar en equipo y, en la medida de lo posible, estar de buen humor que la vida son dos días, por lo que la perspectiva de desperdiciar un solo día enfadada con el mundo me resultaba triste.
Al llegar a Orlando me di cuenta de que en la tierra de Trump se premiaba la confrontación, el individualismo y el interés propio, con independencia de que ello significara en ocasiones pasarle a alguien por encima.
Así pues, cuál sería mi shock al constatar todas estas normas sociales no escritas pero que en el día a día me causaban tal desconcierto. ¿Así era como me tenía que comportar para ser una más allí?
Sin embargo, empecé a percibir cómo, sin buscarlo, las personas más empáticas y sensibles de la oficina se me acercaban. Querían hablar conmigo, conocerme, eran amables y compartíamos esta bonita manía por la armonía y la amabilidad, por el amor incondicional y el respeto hacia los demás. Qué cosa más rara, ¿verdad?
Cuando eres la chica nueva de la oficina, y además europea, parece que brilles como si de un letrero de neón se tratase. Y el brillo que yo desprendía no solo atrajo a personas amables y sensibles, sino que también se acercaron otros tipos de personas: los vampiros energéticos y los narcisistas.
Quizá pienses que un vampiro es un tipo alto con capa negra y dientes largos y punzantes, pero créeme si te digo que los vampiros de los que te voy a hablar son mucho más peligrosos. Y por desgracia no es tan fácil distinguirlos, porque van sin capa y no les sobresalen los dientes.
Los vampiros y los narcisistas son lobos con piel de cordero. Son aquellos compañeros y amigos que al principio te tratan muy bien pero que, poco a poco, van haciendo que dudes de ti. Te critican y hablan de ti a tus espaldas, buscan aprovecharse de tu bondad, son un nido de negatividad, les gusta el chisme y procuran crear la mayor confrontación posible a su alrededor.
Al principio yo no sabía ni cómo denominarlos, pero sí que fui consciente enseguida de que yo no era como ellos. Me di cuenta de que, por las normas sociales no escritas, los vampiros no solo estaban bien vistos en América, sino que además se fomentaba este tipo de personalidades.
Así, empecé a percatarme de que algunos amigos que había hecho no eran amigos de verdad: solo pretendían hacerse ver con la chica nueva de la oficina, la europea que hablaba más de un idioma, o llevados por cualquier otra razón superficial. Me di cuenta de que ellos no eran mis amigos, de que solo me querían por interés. No había conexión personal, ni sinceridad, ni honestidad. Abrí los ojos y vi a cámara rápida todas las situaciones y momentos que había vivido con ellos en los últimos meses.
Como siempre, yo los escuchaba y les ayudaba en sus problemas, pero a ellos nunca les importaba cómo estuviera yo o qué me pasara a mí. Recordé que cuando yo sacaba un tema no les interesaba, siempre ocupados en hablar de sí mismos una y otra vez.
Buscaban mi empatía, mi cariño, mi amor incondicional, cosa que consiguieron por un tiempo al precio de hacerme perder mi autoestima y el respeto por mí misma.
En esos momentos me sentía muy sola y desolada. ¿Qué había hecho mal? Todo mi mundo se estaba hundiendo. ¿Por qué no querían ser mis amigos cuando yo era auténtica? ¿Por qué solo querían esa versión sumisa y entregada de mí? Llegué a la conclusión de que solo querían estar cerca de mí cuando les era favorable; cuando decía que sí a todo, cuando intentaba por encima de cualquier otra cosa evitar la confrontación y les complacía anteponiendo sus intereses a mis propias necesidades.
Fue entonces cuando perdí el concepto de mí misma. Ya no sabía bien quién era. Llevaba unos meses viviendo en el país y me estaba cuestionando si la que yo consideraba mi gente lo era de verdad.
¿Quién era yo? ¿Era la persona servil que asentía a todo y complacía a los demás para evitar la confrontación? ¿Era yo esa persona que iba en contra de sus propios principios para conservar la armonía?
En esta situación de drenaje constante por parte de personas que querían manipularme y sacarme todo el jugo, empecé a enfermar. Tenía dolores de espalda, migrañas diarias, incluso empecé a ganar peso. ¿Cómo podía pasarme esto a mí? Yo, que había perdido 35 kilos y estudiado coaching de nutrición y estaba haciendo todo lo correcto. Mi cuerpo estaba en alerta roja, en modo de supervivencia y enviándome señales de alarma tan altas y claras que era difícil no oírlas.
Me di cuenta de que no era yo esa persona en la que me había convertido. Me di cuenta de que esa versión de mí dependiente e insegura que habían fomentado mis vampiros no era yo. Era la versión de mí que mejor les iba a ellos, pues les proporcionaba mi atención, mi cariño y mi alma, olvidándome de mí misma.
Hay que decir que la culpa no fue de mis vampiros. Yo tomé esa decisión sin ser consciente, pero la tomé. Yo me dejé deslumbrar al ver las luces brillar en el camino. Sin embargo, a medida que me acercaba fui viendo con mayor claridad que no había luces y que me había perdido en la oscuridad.
Pero me encontré. Me encontré con más fuerza que nunca. Me di cuenta de quién era, me di cuenta de que mi sensibilidad y mi amor incondicional eran lo que me hacía única.
En un país lejano en el que los valores eran tan distintos a los míos, lo vi más claro de lo que jamás habría podido verlo si no me hubiera movido de casa.
Yo era empática.
¿Empática? Sí, empática. Recuerdo que en ese momento leí en un grupo de Facebook una publicación de una chica que se definía como empática, intuitiva y persona altamente sensible.
¿Sabes esos momentos en que algo en tu cabeza se enciende? A mí se me encendió cuando leí lo que había escrito aquella chica. Y pensé que atesorado en esos conceptos había algo para mí.
Y así fue: comencé a entenderme mejor, a saber por qué se me acercaban personas tóxicas que me hacían daño. Pero también entendí por qué las personas más amables y amorosas querían estar cerca de mí.
Entendí por qué entraba en estos ciclos de destrucción en los que era capaz de perder mi identidad para que los demás me aceptaran. Supe por qué me enfadaba conmigo misma por no decir que no, aunque al día siguiente volvía a decir que sí una y otra vez.
Descubrí que soy empática y una persona altamente sensible. La palabra sensible tiene para muchos una connotación negativa: ser sensible se asocia con ser débil, con ir con un pañuelo llorando por los rincones todo el día.
Pero ser empática es mucho más que llorar o emocionarse. Es ver todos y cada uno de los detalles que hacen cada instante único.
Ser empática es darme cuenta de que la vecina hoy está triste, tiene mala cara y siento que si intercambio unas palabras con ella, aunque sea durante cinco minutos, puedo contribuir a animarla.
Ser empática es percibir que hemos cambiado de estación y mirar arriba hacia la copa de los árboles y observar las hojas que cada día van cogiendo los colores del otoño. Y ser sensible es agacharme a recoger unas hojas porque el color rojo que tienen me produce una sonrisa.
Ser empática es entrar en un lugar y sentir a todo el mundo. Y cuando digo sentir, me refiero a sentirlos: a, sin oírlos hablar, saber qué sienten, cómo están hoy.
Ser empática es una experiencia física más que mental. Es notar en el cuerpo a los demás, notar sus emociones, sus sentimientos. Tanto que a veces te olvidas de quién eres tú. Cuando estás tan acostumbrado a notar a los demás y sus emociones tan cerca, es inevitable confundir dónde acabas tú y dónde empieza el otro.
Es mi misión evitar una situación que solo yo puedo ver que se producirá, no puedo evitarlo. Mi obsesión por la armonía, por hacer las cosas bien, por preservar la colaboración, no era porque sí: era porque cuando tú sientes a quienes te rodean y sabes exactamente qué hacer para que todo el mundo esté a gusto y contento, ¿cómo no vas a hacerlo?
El problema es que el rol de salvador, llevado al extremo, puede acabar con tu propia felicidad, por lo que anteponer las necesidades de los demás a las tuyas no es una buena solución.
Por lo demás, ser el salvador y solucionar los problemas de quienes te rodean sin que ellos sean conscientes no solo no les ayudará, sino que la próxima vez que no estés allí para echarles un cable fracasarán, pues no habrán aprendido a hacerlo por sí mismos.
Esta es mi historia. La de cómo descubrí que quizá no era tan bicho raro como yo pensaba. Ser empática y altamente sensible no es una elección para mí. Es quien soy.
Entender mis porqués y la sensibilidad que me hace única me ha ayudado a quererme y a valorarme por ser quien soy en todo su conjunto.
Entenderme me ha ayudado a ser mejor persona, a vivir más feliz y a ofrecerme a mí la misma empatía que ofrezco a los demás. Ahora es tu turno.