1. INOCENTE A BORDO

«No se encuentra la pasión asentándose en una vida más aburrida de la que eres capaz de vivir.»

NELSON MANDELA

Todo empezó con el suéter azul, el que me regaló mi tío Ed. Era como Papá Noel para mí, incluso en mitad de julio me regalaba algo.

Era de una suave lana azul, con rayas en las mangas y un motivo africano cruzando el pecho: dos cebras caminando delante de una montaña con nieve en la cumbre. Me hacía soñar con lugares lejanos. No había oído hablar del monte Kilimanjaro, y tampoco tenía ni idea de que África ocuparía algún día un lugar tan importante en mi corazón. Aun así, me encantaba ese suéter y lo llevaba a menudo y en todas partes. Escribí mi nombre en la etiqueta para asegurarme de que sería mío para siempre.

En nuestro barrio de Virginia en la década de 1970, tener ropa nueva era un acontecimiento que se producía una o dos veces al año. Comprábamos ropa para la escuela en septiembre y en Navidades, y eso tenía que bastar para todo el año. Como era la mayor de siete hermanos, al menos no tenía que vestir mucha ropa heredada y podía elegir mi propia ropa. Pero aun así, me encantaba ese suéter azul. Lo utilicé durante muchos años (desde la escuela primaria hasta mi primer año en el instituto), aunque entonces empezó a sentarme de una manera distinta, abrazando mis curvas de adolescente que trataba de ignorar con todas mis fuerzas.

Pero entonces mi enemigo del instituto (que quemaría la escuela en nuestro último año lanzando un cóctel molotov en la oficina del director) lo arruinó todo. En nuestra escuela, los chicos populares y los deportistas pasaban el rato en el Jock Hall, la sala que estaba justo al lado del gimnasio. Durante la temporada de fútbol, las animadoras decoraban el local con tiras de papel crepé mientras los chicos pululaban a su alrededor como pavos reales, solo que con camisetas de color verde y oro. Como alumna de primer año, estaba emocionada por haber sido admitida allí. Un viernes por la tarde, el capitán del equipo me pidió una cita, en medio de una sala llena de gente. El aire parecía crujir por la expectación.

Y allí fue donde ese chico malvado, que estaba justo detrás de mí, hablaba a los chavales del equipo de fútbol de la escuela acerca del primer viaje de esquí del invierno. Miró fijamente mi suéter y le mandé la mirada más fría que pude sacar.

—No tenemos que ir a ninguna parte a esquiar —chilló, señalándome el pecho—. Podemos hacerlo en el monte Novogratz.

Los demás chicos se rieron con él. Yo me quería morir.

Esa tarde me fui a casa y le dije a mi madre que el maldito suéter tenía que desaparecer. ¿Cómo podía dejarme salir de casa vistiendo tan vergonzosamente mal? A pesar de mi exageración, me llevó a una institución de caridad en nuestra camioneta Ford. Ceremoniosamente, regalamos el suéter: agradecí no volver a verlo nunca más y traté de olvidarlo con todas mis fuerzas.

SALTAMOS A PRINCIPIOS DE 1987: Con veintisiete años, estaba corriendo arriba y abajo por las empinadas calles de Kigali, Ruanda. Había llegado a un país para ayudar a establecer una institución de microfinanzas para mujeres pobres. Tenía encendido mi walkman, en el que sonaba Joe Cocker cantando With a Little Help from My Friends, y sentía como si me encontrara dentro de un videoclip. Las mujeres caminaban por la calle con racimos de plátanos amarillos sobre sus cabezas, con sus caderas moviéndose al ritmo de la canción. Incluso los altos cipreses a los lados del camino parecían contonearse. Era una tarde soleada y brillante de Kigali, lejos de casa, y parecía que estaba soñando.

Salido de no sé dónde, un niño andaba hacia mí, vestido con mi suéter: mi suéter, mi querido, pero abandonado, suéter azul. El niño tal vez tenía diez años, era delgado, con la cabeza afeitada y unos ojos enormes, y no medía más de un metro veinte. El suéter colgaba hasta tan abajo que ocultaba sus pantalones cortos, cubriendo sus piernas que eran como palillos hasta llegar a sus huesudas rodillas. De sus amplias mangas solo sobresalían las puntas de sus dedos. Pero no cabía la menor duda: era mi suéter.

Me dirigí al niño entusiasmada, que me miró evidentemente aterrorizado. Yo no sabía ni una palabra de kiñaruanda y él tampoco hablaba francés, el idioma que yo usaba en Ruanda para comunicarme. El niño estaba paralizado y yo trataba de no ponerme demasiado nerviosa mientras señalaba el suéter. Lo agarré por los hombros y di la vuelta al cuello: en efecto, mi nombre estaba escrito en la etiqueta de mi suéter, que había viajado miles de kilómetros durante más de una década.

El suéter azul había realizado un viaje complicado desde Alejandría, Virginia, hasta Kigali, la capital de Ruanda. Puede que hubiera pasado antes por las manos de una niña en los Estados Unidos y luego hubiese ido de vuelta a alguna institución de caridad antes de cruzar el océano, probablemente hasta Mombasa, en la costa de Kenia, uno de los puertos más activos de África. Habría llegado a Kigali después de ser fumigado y empacado en fardos de 100 libras junto con otras piezas de ropa desechada, desde camisetas vendidas en bares de la costa de Jersey hasta abrigos o vestidos de noche. Los fardos se habrían vendido a distribuidores de ropa de segunda mano, que permitían a los vendedores deshacerse de las piezas inútiles y comprar lo que pensaban que podían vender. Con el paso del tiempo, muchos de estos comerciantes de ropa de segunda mano pasarían a formar parte de la clase media.

La historia del suéter azul siempre me ha recordado que todos estamos conectados. Nuestras acciones (y nuestra inacción) afectan a personas de todas partes del planeta, que puede que nunca conozcamos y con las que nunca nos encontraremos. La historia de mi suéter azul es también mi historia personal: ver mi suéter en ese niño me devolvió la sensación de tener un propósito en África. Mi visión del mundo estaba cambiando en mi propio viaje interno. Empecé mi carrera en banca internacional, donde descubrí el poder del dinero, de los mercados y de la política, y además pude ver la manera en que los pobres son excluidos muy a menudo de estos tres poderes. Quería entender mejor qué se interpone entre la pobreza y la riqueza.

Fue un largo y azaroso camino llegar a Ruanda por primera vez: un resultado no imaginado de decisiones tomadas, a veces con esa sensación de propósito, a veces usando la razón y a veces sencillamente eligiendo los caminos menos transitados.

CUANDO TENÍA CINCO AÑOS, nuestra familia vivía en Detroit. Era a mediados de la década de 1960 y la ciudad estaba plagada de revueltas raciales y manifestaciones en contra de la guerra de Vietnam. Mi apuesto padre, teniente del ejército, tenía el nada envidiable trabajo de ayudar a las madres de los soldados muertos a enterrar a sus hijos. Recuerdo oír la voz crispada de mi padre al contar a mi madre las injusticias por las que pasaban tantos jóvenes soldados por tener problemas económicos. Mi madre, joven y guapa, me abrazaba fuerte cuando hacía muchas preguntas acerca de por qué no se trataba a todas las personas de la misma manera.

El año siguiente, mi padre estaba realizando el segundo de los tres viajes que hizo entre Vietnam y Corea. Cuando volviese nos mudaríamos a un pueblo cerca de West Point, Nueva York. Yo llegaba temprano a la escuela para encontrarme con mi maestra de primer grado, la madre Mary Theophane, y ayudarla a limpiar la sacristía. Era una mujer alegre, con gafas redondas de montura de alambre que quedaban bien con su cara redonda. Me encantaba estar con ella. Corría por las calles silenciosas, pasando por pequeñas tiendas familiares, vestida con la falda tableada de color verde oscuro y la blusa de algodón blanco que había dejado preparadas la noche anterior para asegurarme de no llegar tarde.

Sacred Heart era una escuela antigua, justo al lado de la iglesia, con pequeños pupitres de madera para los alumnos y un pequeño patio de cemento. La hermana era conocida como una de las monjas más amables, aunque tenía unas altas expectativas de nuestro trabajo (y nuestra caligrafía). Si sacábamos un diez, nos regalaba una estampa con el resumen de la vida de un santo impresa en ella y yo me esforzaba para conseguir tantas estampas como pudiera. Encontraba en sus vidas una inspiración, aunque algunos de ellos murieran en tinas de aceite hirviendo.

En el aula colgaba un póster en el que aparecían dos manos sosteniendo un bol de arroz. Me hacía pensar en lugares lejanos, imaginar las vidas de los niños en China, querer verlo y experimentarlo por mí misma. Cuando le dije a la hermana Theophane que quería ser monja, me envolvió en su grueso hábito negro y me dijo que solo era una niña, pero que era una idea maravillosa.

—Seas lo que seas —dijo—, recuerda siempre que se espera mucho de aquel a quien se le ha dado mucho. Dios te dio muchos dones y es importante que los uses en favor de otros de la mejor manera que puedas.

Aunque nos mudamos una y otra vez por todos los Estados Unidos hasta que tuve diez años, mi madre y mi padre crearon, magistralmente, una sensación de hogar, haciendo que nos sintiéramos seguros y arraigados sin que importara dónde vivíamos. Cuando entré en el instituto, nuestra familia vivía en una casa de cuatro habitaciones en un suburbio de Virginia. Era la casa en la que querían vivir todos los chicos del vecindario. Los sueños del convento habían quedado atrás y yo pensaba mucho más en chicos y fiestas, aunque dentro de mí seguía soñando con cambiar el mundo.

En verano, mi tío Ed, el que me regaló el suéter, hacía grandes fiestas para nuestra familia, que incluían a mi abuela y sus cinco hermanas, sus hijos y los hijos de sus hijos. Éramos como una tribu de cientos de personas que aumentaba con amigos cercanos, los cuales llegaban a sentir que compartían sangre con nosotros. Llamábamos a mi abuela y a sus hermanas las Seis Toneladas de Diversión, todas ellas con un pasado de campesinas en Austria. Trabajaban duro, pero sabían cómo divertirse, bailando con vasos llenos de cerveza posados sobre sus cabezas y riendo mientras se contaban chistes. Entretanto, sus retoños se dedicaban a competir en juegos y a beber y bailar hasta altas horas de la madrugada. Si había alguna ética familiar, era la de trabajar duro, ir a la iglesia, ser buenos con la familia y vivir intensamente la vida. Aprendimos de nuestros mayores a ser duros, a no quejarnos y a estar siempre a disposición de todos. Por aquel entonces no entendía lo mucho que estaba aprendiendo de esta familia estadounidense sobre tribus y comunidades.

Las ajustadas finanzas en casa significaban que mis hermanos y yo no teníamos otra alternativa que ser rudimentarios y emprendedores. Con diez años, trabajaba de canguro y vendía adornos de Navidad de puerta en puerta. Con doce, cortaba césped en verano y quitaba nieve en invierno. Con catorce, dediqué el verano a trabajar en el turno de medianoche en Howard Johnson, detrás del mostrador de helados, hasta que la caída de un cubo de agua hirviendo me mandó al hospital con quemaduras de tercer grado. Poco después, trabajé de camarera y llegué a ganar hasta 300 dólares en propinas en una buena noche.

Estos trabajos (más una serie de préstamos de estudio) me permitieron financiar mi educación en la Universidad de Virginia. Cuando estaba a punto de graduarme, recuerdo haber sentido una sensación profunda de orgullo al saber que tendría para siempre las herramientas para sostenerme por mí misma, sin que importara lo que ocurriera en mi vida. Pero quería hacer una pausa y tomarme algo de tiempo para esquiar, ser camarera y averiguar cómo podía cambiar el mundo. Mis padres me apoyaron, pero me hicieron prometerles que seguiría con el proceso de entrevistas, «solo para practicar».

Presenté mi correspondiente currículum en el centro de carreras profesionales de la Universidad, donde rellené todas las casillas para buscadores de empleos que tuviesen que ver con relaciones internacionales o economía. Me sorprendió que me llamaran desde el centro para decirme que tenía una entrevista con Chase Manhattan Bank. Era la primera entrevista de mi vida. Fui vestida con una chaqueta de traje masculina de color gris, que me hacía sentir como una impostora, y me reuní con un hombre joven de pelo rubio y penetrantes ojos azules que no parecía mucho mayor que yo.

—Dime por qué quieres trabajar en banca —me preguntó después de presentarse.

Le miré por un momento, sin saber qué decir. Al ser muy mala mentirosa, le dije la verdad.

—No quiero trabajar en banca —dije—. Quiero cambiar el mundo. Espero tener libre el próximo año, pero mis padres me pidieron que siguiera con el proceso de entrevistas. Lo siento.

—Bueno —dijo con una sonrisa y sacudiendo la cabeza—, es una pena. Porque si aceptaras este empleo viajarías a cuarenta países en los próximos tres años y aprenderías no solo acerca de banca, sino de todo el mundo.

Tragué saliva.

—¿De verdad? —pregunté con mi cara completamente encarnada—. Sabes, parte de mi sueño es viajar y aprender del mundo.

—De verdad —suspiró.

—¿Entonces crees que podríamos empezar de nuevo esta entrevista? —pregunté.

—¿Por qué no? —dijo encogiéndose de hombros, levantando las cejas y sonriendo.

Salí por la puerta y la cerré, conté hasta diez, volví a entrar y me presenté con un fuerte apretón de manos.

—Hola, señorita Novogratz —sonrió—. Cuéntame, ¿por qué quieres trabajar en banca?

—Bueno, desde que tenía seis años este ha sido mi sueño —comenté.

Y así empezó todo.

Milagrosamente conseguí el empleo y así empezaron tres de los mejores años de mi vida. Me mudé a Nueva York y, después de completar el programa de formación en crédito, me uní a un grupo llamado Auditoría de Créditos, una división de sesenta jóvenes empleados de banca, la mayoría recién salidos de la universidad, que volaban en primera clase por todo el mundo y revisaban la calidad de los préstamos del banco, especialmente en economías inestables. La primera vez que salí de los Estados Unidos aterricé en Singapur; la segunda, en Argentina. La vida se había convertido en un sueño.

En Chile pasábamos los días revisando préstamos otorgados a empresas industriales de minería de cobre. En Perú entendí el peligro de la fuga de capitales que surgía en economías inestables. En Hong Kong estudiamos las grandes empresas de trading, como Jardine Matheson, y vimos de primera mano cómo Asia estaba evolucionando a gran velocidad. Fue una formación sorprendente y privilegiada. Empecé a verme a mí misma como una viajera, alguien que se hacía preguntas profundas, una verdadera ciudadana del mundo. Pero ningún lugar cambió tanto mi vida como Brasil.

Desde el momento en que llegué a Río de Janeiro, sentí que había llegado a un lugar mágico que por alguna razón ya vivía en mi interior. Bajamos del avión bajo una suave tormenta de verano mientras detrás de nosotros no se veía ninguna nube, sino un brillante cielo azul. Si bien nuestro trabajo en el banco era declarar pérdidas de millones de dólares en deuda que nunca se recuperarían, los brasileños eran amistosos y cálidos, y nunca se tomaban demasiado en serio a sí mismos, ni a nosotros. Trabajaba hasta tarde durante la semana para desesperación de mis colegas brasileños, que trataban de explicarme lo siguiente: «los estadounidenses viven para trabajar, mientras que nosotros trabajamos para vivir». Aprovechaba los fines de semana para explorar el país.

Recuerdo estar paseando por la playa de Ipanema con una amiga, ambas con bañadores negros tapados en la cintura por pareos coloridos. Nos cruzamos con una mujer completamente vestida de blanco, de pie en la orilla del gran océano. Cascaba huevos en la arena y tiraba flores a las olas para ver si volvían o se perdían en el mar: parte de un ritual de fertilidad. Me encantaba que pervivieran estos rituales y convivieran junto a una economía con tanto potencial de crecimiento y cambio.

Ese mismo fin de semana estuve paseando por las colinas de Río, hablando con la gente que me encontraba en las favelas. Veía que algunos me miraban con odio en los ojos, pero quería conocer de verdad este país, no solo los lugares de los ricos. El abismo entre ricos y pobres era sorprendente. Nunca había experimentado antes tanta pobreza junto a tanta riqueza, y nunca había sentido un deseo tan fuerte de cambiar las cosas ni una sensación de estar tan viva.

Pocas semanas después, todavía en Río, conocí a Eduardo, un niño de seis años que vivía en la calle. Lo llevé a la habitación de mi hotel, le di un baño y luego lo invité a una hamburguesa en el elegante café que había junto a la piscina del hotel. El director del hotel se me acercó y me pidió con firmeza que me llevara fuera al niño y que no volviera a hacer algo así. «Los chicos de la calle son uno de los mayores problemas de Río», me dijo con desdén. Según el director, tenía que ir con cuidado constantemente o encontrarían una manera de robar en el hotel o de dañar a sus clientes. Aunque estaba claro que ver al niño resultaba incómodo para el director, le dije que asumía toda la responsabilidad y que Eduardo y yo nos quedaríamos hasta que terminase de comer.

Los niños de la calle eran la encarnación perfecta de que la gente ve a los pobres como forasteros, como algo desechable que prefiere no ver. Me preguntaba qué podía hacer para cambiar eso, aunque fuese un poco. Los bancos no admitían a gente pobre, ni siquiera a la clase trabajadora. Los bancos comerciales estaban perdiendo millones en deuda impagada en los sectores más ricos de la sociedad y no tenían ninguna intención de tratar de prestar a los más pobres. Sugerí a mi jefe un pequeño experimento: prestar a la clase trabajadora de Brasil podría conseguir mejores resultados que prestar a los ricos. Me dio unas palmaditas en la cabeza y me recordó la falta de avales de los pobres, los altos costes de transacción que tienen los préstamos pequeños y en lo que consiste la cultura de la pobreza, que haría que nadie devolviera los préstamos. Insinuó que era una ingenua y que estaba desorientada.

La conversación fue de mal en peor. Yo estaba en desacuerdo sobre la cultura de la pobreza y le repetí mi idea de hacer un pequeño experimento. Me dijo que el asunto era discutible pero que debería pensar acerca de mis objetivos de carrera a largo plazo en Chase y sobre si realmente quería conseguirlos. Me admitió que estaba entre los empleados jóvenes más productivos, pero añadió:

—Ríes demasiado alto y vistes como Linda Ronstadt. Eres amistosa con todos y me preocupa que los directivos puedan confundirte con una de las secretarias.

Esa conversación consiguió que se fortaleciese mi determinación por explorar otros caminos en los que pudiera tomar mis recién aprendidas habilidades y usarlas para ayudar a personas que nunca tendrían las oportunidades que tuvo este hombre. No quería ser vieja con 35 años y mi intuición me decía que con una combinación de vocación de servicio y otro poco de aventura podía llevar a una vida de pasión y renovación constantes.

—Si no cambias —añadió mi jefe—, con el tiempo la cultura acabará cambiándote de todas maneras. Así que tranquilízate y combina tu ética de trabajo con un estilo más profesional.

Me juré que nunca aceptaría la mediocridad (y no podía imaginarme conteniendo una risa para tener éxito). El problema era que me encantaba la banca. Necesitaba encontrar una manera de influir en el banco para dar a más personas una oportunidad de convertirse en clientes.

Como eso no iba a pasar pronto, empecé a considerar con seriedad la posibilidad de trabajar en banca internacional para los pobres. Un amigo me habló del Grameen Bank de Bangladesh, fundado por un economista llamado Muhammad Yunus en 1976, que prestaba a las mujeres pobres cantidades diminutas de dinero (a veces tan poco como un dólar) para mejorar sus negocios.

Como no tenían avales, las mujeres pobres formaban grupos de cinco y garantizaban que todas iban a pagar. Si alguna no lo hacía, las cinco perderían la capacidad de recibir préstamos. El Grameen Bank cobraba tipos superiores de interés para resolver el problema de los altos costes de transacción. Y disfrutaba de una tasa de pago de casi el 100%, ¡mucho mayor que la que veíamos en nuestra cartera avalada para los ricos!

Veinte años después de oír hablar por primera vez de esta microempresa, Yunus y el Grameen Bank recibieron el premio Nobel de la paz después de prestar con éxito miles de millones a los pobres y empezar un movimiento social en todo el mundo. Muchos bancos comerciales tienen ahora una parte de su cartera dedicada a la microfinanciación y funcionan con éxito y rentabilidad. Nada de esto se consideraba posible hace veinte años: el cambio no se produce de la noche a la mañana.

Al investigar otras organizaciones dedicadas a la microempresa, di con una organización sin ánimo de lucro de microfinanzas para mujeres con sede en Nueva York. Dirigida por una mujer banquera de inversión y un poderoso consejo global de mujeres profesionales, parecía perfecta, salvo por una cosa: nunca me había visualizado centrada en resolver problemas de género.

Traté de imaginarme diciéndoles a mis tíos que iba a abandonar un trabajo bien pagado en Wall Street para trabajar para una organización sin ánimo de lucro que me enviaría al extranjero a luchar por los derechos de la mujer. Y sabía que pensarían que me había vuelto loca. ¿Por qué iba a renunciar a la posibilidad de triunfar? Es cierto que el título de «empleada de banca internacional» sonaba muy bien, y una pequeña parte de mí temía arriesgar mi carrera y renunciar al título que poseía. Pero la idea de embarcarme en una aventura y de hacer algo que mereciera la pena siempre había sido la fuerza que me había impulsado a seguir creciendo como persona. Y me di cuenta entonces de que no hay mejor momento que el actual para empezar a vivir tu sueño.

La mujer que había fundado la organización de microfinanzas sin ánimo de lucro había trabajado en Wall Street y tenía la reputación de ser una mujer fuerte y dura. Le escribí una carta en la que le exponía que una manera importante de resolver la pobreza era relacionar las organizaciones locales de estos países en vías de desarrollo con los recursos y habilidades de las grandes empresas y multinacionales que convivían en su país. Quería ser un puente, explicaba con sinceridad, un instrumento de paz utilizando herramientas financieras. Quería poder cuantificar las historias de las personas que ayudaría mediante números, tratar de crear empresas a través de financiación estratégica y apoyando la gestión.

Creo que debió morirse de risa con la dramática descripción de mis sueños. Pero aceptó reunirse conmigo. Mientras estaba sentada en su despacho, rodeada por gruesos y ricos tapices de todas partes del mundo, me di cuenta de que quería crecer y parecerme mucho más a ella que a mi jefe actual. Era una mujer comprometida y apasionada, visionaria y fuerte. Y su mundo era fascinante.

—Me gustaría trabajar de algún modo con vosotras —le dije, añadiendo que haría casi cualquier cosa para que me enviaran a Brasil a ayudar a crear sistemas para dar préstamos a mujeres con rentas bajas.

Escuchó atentamente, dijo que lo pensaría y me contó que la organización estaba en expansión y en un proceso de aprendizaje constante. Me fui a casa sin oferta de empleo, pero con el sueño de volver a Río de Janeiro con el trabajo de mis sueños.

Después de unos días, me llamó para quedar a comer en un elegante restaurante de Nueva York. Me dijo que tenía buenas noticias y malas noticias. Las buenas noticias eran que quería contratarme. Estuve a punto de levantarme de mi silla para abrazarla. Las malas noticias, me dijo, era que no había ningún puesto para mí en Brasil. Por el contrario, me necesitaban en África.

¿África? Se me cayó el alma a los pies. No era en absoluto mi plan. Amaba la pasión de Latinoamérica. ¿África?

No sabía nada de África, no había estudiado nada relacionado con el continente en la universidad. Lo único que sabía del continente era de haber visto películas como Nacida libre o La Reina de África: bellos animales y paisajes espectaculares, selvas calurosas y húmedas donde trabajaban misioneros. ¿África? No me lo podía creer.

Debía parecer un ciervo paralizado por los faros de un coche. La mujer añadió rápidamente que mi trabajo sería muy prestigioso. Sería algo parecido a una embajadora para las mujeres africanas, con despacho en el Banco de Desarrollo Africano. Mi trabajo sería ayudar a que se pusieran en marcha las organizaciones locales de los países de África occidental. Habría que viajar y crear cosas desde cero, trabajar con personas de distintos países. Todo eso sonaba bien.

Aun así, no podía dejar de sentirme mareada.

—Creo que me gustaría hacerlo, pero tengo que pensarlo unos días —dije, incapaz de esconder mis emociones contradictorias.

—Te encantará —me aseguró.

Para complicar las cosas aún más, el jefe de mi jefe en Chase me ofreció «la oportunidad de mi vida», un puesto para trabajar con él, que sería exigente y visible. No le preocupaba que vistiera faldas plisadas de algodón en lugar de camisas azules con lazos; de hecho, parecía gustarle mi parte rebelde.

La oportunidad hacía que me sintiera halagada, aunque sabía de alguna manera que si aceptaba el trabajo retrasaría durante años mi sueño de cambiar el mundo. Mi hermano menor y yo teníamos una conversación que se repetía mucho en nuestra adolescencia acerca de cómo cambiar las cosas. Él pensaba que había que ganar un montón de dinero y luego acceder a una posición de poder e influencia. Yo argumentaba que había que empezar pronto, entender cómo se produce el cambio y crear relaciones y credibilidad durante un largo periodo. A lo largo de los años, he visto con asombro cómo ha desarrollado su plan de vida con éxito, pero yo tenía que ser quien era.

Comuniqué a Chase que había aceptado el trabajo en África. Seguía sin entender del todo qué significaba ser una embajadora y tampoco tenía una idea clara de lo que hacía la organización, excepto prestar dinero a mujeres pobres para fortalecer o empezar pequeños negocios. Pero confiaba en que lo averiguaría cuando estuviera allí y, si no lo lograba, volvería a casa.

En realidad, sabía que no podría regresar a Nueva York hasta que hubiera hecho algo consistente. Había rechazado a uno de los directivos más poderosos del banco. Y si no era a este directivo a quien no debía fallar, entonces era a mis padres. Los amaba por aceptar mi decisión, aunque no entendieran por qué cambiaba un empleo del que estaban orgullosos de hablar a sus amigos por algo en África que yo misma apenas podía explicar.

Empecé a leer todo lo que podía encontrar sobre África y estudié sobre las oficinas globales de organizaciones de microfinanzas. Descubrí lo poco que se estaba haciendo realmente en los países donde se intentaba «ayudar» y esto me obligó a pensar cuánto podía hacer yo. Entretanto, me deshice de casi todo lo que poseía, incluyendo los muebles antiguos que mi madre me había dado. Por supuesto, me quedé con mi guitarra y una caja de libros de poesía: ambas cosas me parecían esenciales para salvar al mundo.

Aunque se suponía que iba a Costa de Marfil, mi nueva jefa me informó de que tenía que volar primero a Nairobi, a una conferencia de mujeres, donde conocería un montón de mujeres africanas de la red y entendería mejor la propia organización. Podía imaginar Kenia mucho más fácilmente que Costa de Marfil, especialmente porque acababa de estrenarse la película Memorias de África (no tenía ni idea de lo poco que les importaba eso a los kenianos en ese momento). Empezar en Nairobi podría ser una forma más suave de aterrizar en el continente.

Recuerdo abriéndome paso por las calles de Nairobi por primera vez, sorprendida por la suave lluvia de flores de jacarandá flotando a mi alrededor en el parque Uhuru. Nairobi era mucho más moderna de lo que había imaginado, con sus altos edificios y amplias calles. Lo que más me sorprendió era la sensación del aire a mi alrededor, que parecía arremolinarse suavemente y besar mis rodillas mientras caminaba. En solo unas pocas horas, también me había enamorado de este lugar.

Entré en el Hotel Intercontinental, donde se habían reunido algunas de las mujeres más poderosas del continente, que hablaban y bailaban juntas. Mary, la primera mujer directora de un banco en Kenia y que medía más de metro ochenta, me dio la bienvenida con un aire regio pero amable. Me dijo que tratara de conocer tantas mujeres en la sala como pudiera, y destacó que era importante que me aceptaran. Una mujer de Ghana, con una cara diminuta escondida bajo un turbante de colores brillantes, bailaba a su lado. Había comenzado su andadura en el mundo empresarial fabricando una docena de tarros de mermelada y ahora era una de las empresarias de la construcción más ricas del continente y además estaba centrada en mejorar la situación de las mujeres. Completaba la imagen una enorme mujer senegalesa envuelta en seda de color rosa claro, que llevaba unos enormes aros en las orejas e irradiaba confianza. ¡Qué mundo tan distinto del bastión casi completamente masculino de Wall Street!

El remolino de color y música y la confianza de las mujeres africanas los encontraba tonificantes, abrumadores, entusiastas y desconcertantes. Estaba muy nerviosa y sentía una timidez inhabitual que, unida a la inevitable monotonía de mi conjunto de chaqueta y falda de Wall Street, hacía un gran contraste con los maravillosos vestidos de las mujeres que, con tanta clase, llenaban la sala pareciendo una convención de mariposas. Nadie parecía capaz de distinguirme de la otra mujer blanca en la sala, una italiana más baja y elegante, con pelo rizado y negro. Yo era más alta y delgada, con pelo castaño largo y ojos azules. Aun así, todas nos confundían, pensando que éramos exactamente iguales: justicia poética.

Me encontré pegada a la pared, como una niña tímida en un baile de instituto. Finalmente planteé la pregunta de presentación necesaria a una mujer africana alta que estaba junto a mí y que parecía tan incómoda como yo:

—¿De dónde eres?

Se limitó a mirarme. Volví a preguntárselo, esta vez en francés.

Respondió:

—De Ruanda.

—¿Uganda? —pregunté—. ¡Qué maravilla! ¡Qué sitio más asombroso! —Había leído acerca de Idi Amin y el revolucionario Yoweri Museveni, que acababa de apoderarse del país y prometía paz y prosperidad, y acerca de la reputación de la poesía de ese país y de unos medios de comunicación más abiertos.

—No —repitió con un fuerte acento africano—. Ruanda.

—Oh, Luanda —dije—, la capital de Angola.

—No —dijo pacientemente— Angola no. Ruanda.

Me quede sin palabras. Aunque había estado estudiando «África» durante meses, sabía poco acerca de la mayoría de los 54 distintos países del continente.

—Oh, Ruanda, sí —musité mientras mi cerebro trataba de encontrar el país en algún lugar de la desordenada oleada de nombres y lugares que venían a mi mente. Finalmente, me acordé: «Ruanda es un país con forma de dedal en el centro del mapa de África; uno de los países más pobres del mundo; conocido por su bella geografía y sus gorilas de las montañas; periódicamente afloran tensiones tribales entre los mayoritarios hutus y los minoritarios tutsis.» Caramba.

Yo era una estadounidense típica: dadme unos pocos datos sobre un país y me sentiré completamente cómoda haciendo comentarios sobre el lugar. Recordé que Ruanda estaba junto a Burundi, un país que había sido testigo de matanzas masivas de los educados hutus a manos de los gobernantes tutsis en 1972. Como esto no parecía un buen punto de partida de una conversación, opté por no mencionarlo y sencillamente le pregunté su nombre, esta vez en francés.

—Veronique —dijo lentamente, pronunciando cada sílaba, tal vez sabiendo ahora que me fallaba el oído o era un poco tonta. Aunque probablemente no tenía mucho más de 34 o 35 años, tal vez unos diez años mayor que yo, de alguna manera me recordaba a mi abuela, con sus grandes manos, enormes hombros y sus pies dentro de unos zapatos robustos. Llevaba un vestido marrón y verde de algodón, de factura africana, con mangas onduladas. Unas gafas de plástico enormes en forma de caja acentuaban su rostro cuadrado. Tenía el pelo de punta, bamboleándose mientras seguía la cadencia de su conversación exuberante. Me gustó de inmediato.

Mi abuela Stella llevó una bata en la boda de uno de sus hijos porque había olvidado su elegante vestido en casa, en Pensilvania. Podía imaginar a Veronique haciendo lo mismo.

Hablaba con elocuencia de su país:

—Se le llama la Tierra de las Mil Colinas y es un lugar muy verde. Te gustaría.

Veronique resultó ser un cargo de nivel medio en el Ministerio de Familia y Asuntos Sociales de Ruanda, uno de los ministerios menos importantes del Gobierno, que se centraba en la condición de la mujer, la planificación familiar y otros «asuntos menores», y, por tanto, era uno en el que normalmente trabajaban mujeres. Había venido a la conferencia a averiguar lo que estaban haciendo otros países para que las mujeres accedieran a la economía.

La ley de Ruanda impedía a las mujeres abrir una cuenta bancaria sin el permiso escrito de sus maridos, explicaba Veronique. Y esto ocurría en muchos otros países de África. El país seguía regido por el Código napoleónico, un vestigio colonial escrito en 1804 que daba a las mujeres la misma condición que a los menores de edad y a los deficientes mentales. La idea de que las mujeres recibieran dinero prestado por sí mismas estaba sencillamente fuera de lugar. Hacía poco que Veronique y otras líderes se habían movilizado por primera vez para cambiar este asunto.

—Ahora estamos cambiando las leyes —me aseguró con la confianza de alguien que sabe que está haciendo historia—, y tenemos que estar preparadas para lo que se nos viene encima.

Hablamos un largo rato acerca de sus esperanzas y sueños, y estaba claro que Veronique era más activista que académica.

—¡Algún día verás que nuestras mujeres son fuertes! Realizan buena parte del trabajo y se ocupan de los hijos, pero tienen pocos derechos y se las mantiene en una posición muy baja. Ya sabes, tenemos que encontrar una manera que les permita conseguir préstamos para sus negocios, para enviar a sus hijas a la escuela, para ser capaces de soñar y realizar las cosas que sabemos que pueden hacer. Para que Ruanda se desarrolle, sus mujeres deben tener más oportunidades, ¿no crees?

Reí y dije:

—¡Por supuesto! La cuestión es cómo cambiar el entorno para que las mujeres puedan ser vistas por hombres y mujeres como iguales por aquello en lo que pueden contribuir.

—Sí —dijo—, y tú nos ayudarás.

—Sería maravilloso —respondí. En realidad, aunque su mezcla de ambición y sinceridad me atraían, suponía que nunca continuaríamos con esto después de este encuentro casual. No sabía que su país llegaría a desempeñar un papel importante en mi vida, en mis opiniones sobre la naturaleza humana y en mis ideas sobre lo que hace falta para resolver los grandes problemas de la pobreza del mundo.

El resto de la conferencia fue una pesadilla. Las mujeres africanas dejaban públicamente claro que ni me querían ni me necesitaban como embajadora en África occidental. Me presentaron a una mujer de Costa de Marfil como alguien que podía ayudarme una vez me mudara a su país para crear la oficina regional, pero estaba claro que no tenía ningún interés en hablar conmigo. Me dijo agriamente:

—Tenemos mujeres que pueden ocupar y deberían ocupar ese cargo y ayudarnos a construir la región de África occidental. ¡No entiendo por qué alguien piensa que debería ocuparlo una mujer joven que ni siquiera es africana!

Las conversaciones eran humillantes. Sabía que las mujeres tenían su parte de razón acerca de que sería preferible tener una africana en el cargo, aunque yo entendía que iba a ser un enlace entre África y los Estados Unidos. También sabía que, después de muchos años de intentos, no se había creado ninguna oficina de África occidental. Me habían contratado para empezar desde cero y para asegurar que se creaban las oficinas. Sabía que tenía que trabajar duro y aceptar los comentarios de cualquiera que quisiera trabajar conmigo. Pero no sabía cómo enfrentarme a sus miedos dando la cara. Trataba de ser amable y sonar inteligente, esperando pacientemente que en algún momento las mujeres de África occidental vinieran a mí.

No lo hicieron.

La mañana siguiente, al final de la conferencia, me dijeron que los planes habían cambiado y que me quedaría en Nairobi unas semanas. El plan a largo plazo seguía siendo el mismo. Tenía que ir al Banco de Desarrollo Africano en Costa de Marfil, pero la oficina no estaba preparada, o al menos las mujeres no estaban preparadas para mi llegada.

Si hubiera sabido lo que de verdad tenían en mente, probablemente habría acabado mi incursión en África en ese mismo momento y lugar. Tenía que ocupar mi tiempo con algo que hacer.

Como no tenía ningún sitio para vivir en Nairobi ni ninguna indicación del trabajo que iba a hacer, decidí ir a Lamu a pasar el fin de semana. Había oído que era uno de los lugares más bellos de la tierra.

Lamu, una isla diminuta cercana a la costa de Kenia, había sido una escala para los comerciantes árabes durante siglos. Vagué por las estrechas calles de la isla bajo un brillante cielo azul, mirando el océano y observando baratijas, especias y tallas de madera en tiendecitas de comerciantes árabes, cuyas mujeres flotaban como sombras, completamente cubiertas por ropas negras. Un chador negro de una mujer se abrió para revelar un forro de brillante seda roja que llevaba debajo. En lo alto volaba un loro, como para demostrar que ni siquiera la seda roja podía compararse con su belleza.

Cené un plato de barracuda fresca y arroz con un vaso de zumo de lima, todo por menos de dos dólares. Mi habitación de un dólar por noche en el Hotel Salama estaba repleta, así que subí las escaleras hasta el tejado, donde encontré una pequeña cama junto a una buganvilla de brillantes colores. Me tumbé bajo la luz de la luna llena y me quedé dormida pensando qué podía hacer para mejorar mi situación mientras escuchaba a un grupo de jóvenes unos tejados más allá rasgueando guitarras y cantando canciones de Cat Stevens.

Me desperté antes del amanecer con la llamada a la oración y, en el frescor de la mañana, me di cuenta de que no tenía otra alternativa que no fuera hacer lo único que sabía hacer bien: sencillamente trabajar. Y luego trabajar más. Y tratar de prestar atención a lo que el trabajo me estuviera enseñando.

Hubo dos experiencias en concreto en estos primeros meses en África que cambiaron la manera en que pensaba acerca del mundo. La primera tuvo que ver con hacerme amiga de una joven y maravillosa mujer llamada Marcelina (Maz para abreviar), que trabajaba de administrativa donde yo trabajaba. Su cabello corto estaba recogido en pequeñas trenzas alrededor de la cabeza. Su uniforme era una falda azul y una blusa blanca con un suéter azul marino con cuello en forma de uve. No era nada presuntuosa y su bondad ocultaba los problemas que tenía en casa.

Teníamos poco en común, pero ambas buscábamos tiempo para hablar todos los días. A Maz le gustaba enseñarme suajili. Señalaba un objeto en la oficina y me preguntaba su nombre, siempre con una gran paciencia.

Hablábamos a menudo acerca del trabajo que estábamos tratando de hacer para aumentar las oportunidades económicas de las mujeres y acerca de la importancia de que las mujeres tuvieran sus propias cuentas bancarias.

—No he entrado nunca en un banco —me contó Marcelina tímidamente—. Allí no quieren gente como yo y, de todas maneras, no tengo siquiera lo suficiente como para abrir una cuenta.

Le prometí darle 50 dólares si aceptaba ir ahorrando de forma constante. A la mañana siguiente, cruzamos las puertas de una de las mayores instituciones bancarias de Kenia, un viejo banco con cajeros de ventanilla con barras. El director del banco keniano se me acercó con una mirada de bienvenida, pero mis intentos de dirigir la conversación hacia Maz, quien aparentemente no había entrado en su campo de visión, fracasaron por completo. Aunque evidentemente hablaba suajili, rechazaba hablar directamente con ella, dirigiéndose solo a mí.

Cuando por fin abrimos la cuenta, Marcelina me dijo que estaba a punto de llorar tanto como para llenar el océano Índico. Empecé a ver lo que significaba poner en práctica la idea de extender servicios tan sencillos como las cuentas bancarias para personas que son a menudo invisibles para los que están en el poder, servicios que la clase media da por sentados.

La otra experiencia que afectó a mi visión del mundo se produjo durante una visita a Uganda. Había ido allí para reunirme con una mujer maravillosa llamada Cissy, una de las primeras banqueras de esa nación. El presidente de Uganda, Museveni, había llegado al poder tras una brutal guerra de guerrillas en enero de 1986, y el país seguía siendo un caos. Traté de contener mi nerviosismo acerca de lo que podía encontrar allí, centrándome en lo que había oído sobre su comunidad artística, sus poetas e intelectuales, famosos en África oriental.

Mientras el avión aterrizaba en el aeropuerto de Entebbe, vi por la ventana su verde exuberante y me encontré pensando en las palabras de Winston Churchill diciendo que era «la perla de África». Minutos después de aterrizar, todo lo que podía ver eran armas de fuego en manos de jóvenes, edificios bombardeados, calles llenas de baches y cristales rotos. Me preguntaba cómo una nación podía pasar tan rápidamente de ser un ejemplo de éxito a convertirse en un caldero de desesperación. Dos niños con ropa militar y portando ametralladoras nos detuvieron a Cissy y a mí para un «control rutinario» en el que revisaron nuestros bolsos e inspeccionaron el maletero del automóvil de Cissy.

A pesar de la destrucción en Uganda, la gente era maravillosa. La propia Cissy era elegante y centrada, y estaba decidida a crear una organización para ayudar a las mujeres a salir de la pobreza. Habló durante casi la hora que nos llevó ir hasta la casa de su familia, agradeciéndome constantemente que ignorara las advertencias de los medios internacionales de comunicación acerca de Uganda y que hubiese tenido el coraje de ir a visitarla a su país de todas formas.

Cissy y su marido vivían en una casa modesta de tres habitaciones con sus dos hijas. Cuando llegamos, las pequeñas llevaban vestidos con volantes que parecían como de pequeñas novias.

—¿Por qué vais tan vestidas? —les pregunté. La mayor, de ocho años, me contestó que los soldados se habían llevado todos sus vestidos durante la guerra, así que ahora llevaban sus mejores vestidos todos los días porque nunca se sabía cuándo podrían perderlos.

Las niñas hacían sus deberes en la mesa de la cocina, uno de los pocos muebles que había en la casa. En realidad, era más una tabla de juego, pero, como decía Cissy, valía. Los soldados habían saqueado su casa y se lo habían llevado todo en dos ocasiones. Seguía habiendo agujeros de bala en las puertas rotas de las habitaciones y todas las ventanas estaban reventadas. No había ningún cuadro colgando de la pared. Las cañerías no funcionaban, pero había un pozo en el exterior donde se podía sacar agua y darse un baño frío con un cubo. Mientras Cissy me lo explicaba todo, sonreía sin ningún indicio de disculpa: esto era sencillamente parte de su realidad cotidiana.

Pusimos la mesa con una mezcolanza de platos y vasos de plástico que Cissy había comprado en la estación de servicio en Kenia.

—No estoy dispuesta a invertir en nada permanente todavía —me dijo—, pero nada es realmente permanente, ¿verdad?

La cena fue sencilla, pero abundante: matoke (un plátano de color verde), mijo, un poco de pescado, berenjena amarga y fruta.

—Lo único que podemos ofrecerte es nuestra comida y nuestra hospitalidad —me dijo Cissy—. Pero de todos modos, el resto no tiene mucho valor —rio—. Especialmente aquí. Especialmente ahora.

No había ninguna traza de desesperación en su voz.

Todos en la familia comieron varios platos. Cissy me pidió que comiera más, recordándome que nunca sabes cuándo vas a poder comer otra vez.

Esa noche dormí con mi pasaporte bajo la almohada, oyendo tiroteos durante toda la noche y esperando la llegada de soldados. Por la mañana me di un baño con un cubo, envuelta en una tela de algodón de colores brillantes llamada kikoi, sentada en cuclillas y chillando cuando caía el agua helada por mi espalda. Planché mi vestido de seda azul con una antigua plancha llena de brasas. Veía cómo me temblaba la mano por el peso, sabiendo que si dejaba que esta se acercara demasiado a la tela se produciría un desastre. No recordaba haberme sentido nunca tan despierta al prepararme para pasar el día, salvo por aquellas primeras semanas en Brasil. Había una crudeza y una belleza que hacía aflorar todas las emociones. Me encantaba la sensación, me encantaba estar en este lugar en el que parecían coexistir lo mejor y lo peor de todo.

Después de un apresurado desayuno, nos reunimos con mujeres exuberantes y optimistas que dejaron claro que querían contribuir a conseguir la paz y ayudar a crear prosperidad individual y comunitaria en este país tan abundante en recursos naturales y espíritu humano. Me limité a oírlas mientras me contaban las cosas que soñaban hacer. También visitamos algunos de los nuevos proyectos de las mujeres: cría de aves, un nuevo puesto de venta de artículos diversos, un negocio de sastrería. Las ugandesas estaban recuperando sus vidas poco a poco, y estaba claro que había potencial para apoyarlas en sus esfuerzos.

El viaje a Uganda renovó y fortaleció una sensación de urgencia. Quería sentirme útil. Me había sorprendido la fortaleza de todas las mujeres que había conocido. Y volví a Nairobi fascinada por la capacidad de las ugandesas de soportar el sufrimiento y seguir mostrándose alegres. La primera noche después de volver, dormí como un bebé, apreciando el privilegio de sentirme por una noche segura durante el sueño, queriendo vivir en un mundo en el que la seguridad básica no se considerara un lujo, recordando de nuevo por qué me encantaba trabajar en el mundo del desarrollo: tenía que encontrar el lugar adecuado para mí.

No podía quedarme más tiempo en Kenia buscando cosas que hacer. Pregunté de nuevo si podía ser el momento de probar las aguas de Costa de Marfil. A pesar de mi preocupación por lo que podía estar esperándome allí, sabía que era el momento de ir... y de ir con entusiasmo. La directora regional se mostró de acuerdo y empecé a hacer las maletas, soñando con todo lo que haría para ayudar a las mujeres a ayudarse a sí mismas, sin pensar ni por un momento en cosas que pronto caerían sobre mis sueños como un cubo de agua tan fría, tan fría como el agua de la casa de Cissy.