Resistencia, rebeldía

En esta foto debo tener menos de dos años. La miro; me miro. Son los inicios de los años noventa en Chile. Pinochet está vivo, sus manos sucias de sangre, los bolsillos llenos y —con una cara de palo inconcebible— ocupa su lugar como Comandante en Jefe del Ejército, en el contexto de una democracia en que familias siguen buscando a sus hijos desaparecidos, en un ambiente que todavía huele a pólvora, bajo un cielo en que aún no se borra el rastro de los cuerpos lanzados al mar desde helicópteros.

Me veo.

Estoy en la playa, ante el océano Pacífico, en El Quisco, la costa más próxima a Santiago, donde vacacionaba mi familia y gran parte de la clase media trabajadora santiaguina. Me miro, rubia, gordita y feliz.

Nací en el Barros Luco —hospital público y con nombre de presidente— el 3 de junio de 1989, a un año del retorno de la famosa alegría que nos prometía la democracia, con sus campañas y slogans. Nací en invierno, seguro un día de lluvia, como siempre cuando es mi cumpleaños.

Mi país comenzaba la transición a una vida de supuesta libertad. Miro ese lugar. Escribo: TRANSICIÓN. Pronuncio en voz alta esa palabra, pensando en un país que mutaba y que dejaba el cuerpo de su memoria herido y desgarrado por la infamia y la traición.

Mi madre, Sandra, tenía diecisiete años cuando me tuvo y mi padre, Igor, veintitrés. Los veo hoy en mi recuerdo y no puedo evitar sentir infinita ternura y desamparo. Eran unos niños en ese tiempo, y me criaron con las pocas herramientas que tenían.

Fui su primer varón y el primer sobrino y nieto. A mis papás todo les costaba mucho, pero no se dejaron abatir; tenían el ímpetu de la juventud. Los recuerdo cariñosos, responsables, muy unidos.

Mi madre era dueña de casa y mi padre estudiaba matemáticas y tenía una imprenta. Era gente quitada de bulla, sencilla, casi normal. Ellos se conocieron el año 87 y a los tres meses sucedió el accidente que truncaría sus planes: yo.

La historia familiar dice que mi papá, gracias a su voz profunda, era locutor de un programa de música los fines de semana en la radio Galaxia. Un día hizo un concurso sorteando entradas para ver a Soda Stereo, la banda que causaba furor en Latinoamérica. Mi mamá, muy fanática y aún en el colegio, llamó por teléfono para concursar y salió al aire. La muy ridícula se hizo pasar por argentina para conmover a mi padre y ganar. Según él, apenas la escuchó se enamoró de su voz, y él mismo se comprometió a darle las entradas. Cuando la vio se dio cuenta de que era una colegiala… y que no era argentina. Tenían seis años de diferencia. Pololearon tres meses y la sorpresa de mi llegada medio los obligó a casarse, por todo eso de qué espanto una madre soltera y qué va a decir la gente. Ellos dicen que se casaron enamorados, más que “apurados”, y estuvieron juntos diecisiete años.

Yo tenía un año y medio cuando nació mi hermano Nicolás.

Recuerdo nuestro departamento en un conjunto habitacional, con muchos blocks de cuatro pisos, construidos de ladrillo fiscal, ubicado en Ñuñoa, como un espacio inmenso, pero hoy, cuando paso por ahí, me doy cuenta de que era chiquito, y que mi mirada de niña me hacía sentirlo enorme. Una arquitectura moderna, muy sesentera, de cuando esas cosas se hacían relativamente bien en Chile.

Teníamos tres habitaciones: la matrimonial y otras dos que, según el ánimo de mi madre, podían ser habitaciones individuales para mí y mi hermano, o bien, una compartida y otra para almacenar cualquier cosa o dar rienda suelta a un proyecto peregrino.

Nuestro hogar cambiaba de manera constante. Mi mamá movía las cosas de lugar y redecoraba todo el tiempo. Es de esas personas que altera los espacios, los muta, está en una búsqueda permanente… Le incomoda la monotonía y es una enemiga acérrima de la rutina. Era detallista, amaba las flores frescas, las ponía en un florero al centro de la mesa. Coleccionista de cosas raras, sentía un pequeño éxtasis cuando encontraba objetos peculiares, como un reloj de arena que tuvimos por años en el living. Para mí eran cosas como sacadas de un libro de magia o de una película, por su curioso sentido de la estética, muy vintage. Como las fotos análogas que ahora miro para recordar esos años.

Vivíamos sencillamente, con nuestras necesidades cubiertas por una restringida economía familiar. Mis padres eran ordenados con el dinero. Teníamos un departamento lindo y crecí rodeada de objetos extraños e inmersa en tratos y conductas que nunca vi en la casa de mis pares. Mi madre, por ejemplo, reciclaba y se esmeraba en tener un lugar amable.

La recuerdo moviéndose en el espacio. Mis ojos sobre ella.

Yo no tenía juguetes. Nunca me interesaron mucho. O quizás mis padres notaron temprano mi indiferencia ante los autitos, trencitos y todas esas mierdas, y comprendieron mi entusiasmo hacia los materiales para pintar o los libros ilustrados en los que pasaba horas maravillada mirando las imágenes.

Me gustaban los libros de dinosaurios, de constelaciones, de flora y fauna. Me los traía mi papá y ahora mismo podría cerrar los ojos y dibujarlos en el aire, recorrer sus páginas en mi mente. Hay uno de dinosaurios donde emergía un tiranosaurio rex con solo abrir el libro; luego un pterodáctilo abría sus alas inmensas en la página siguiente… animales de otro tiempo que se desplegaban solitarios mientras avanzaba por esas hojas de cartón. Era una tecnología simple, que ante mis ojos de niña tenían la potencia de una aparición.

Recuerdo otro: el libro de las estrellas. Era bello. Cuando lo abrías el sol se imponía en el medio de las páginas y podías ver la Vía Láctea y los planetas. Quién pensaría que un material tan tosco como el cartón puede más tarde envolver tu memoria como una seda.

Me veo sentada en el piso junto a mi cama mirando estos libros, una y otra vez, mientras mi mamá cambia el orden de los muebles escuchando música con un cigarro apretado en su boca. Mis ojos vagan suspendidos sobre ella y sus movimientos, como unos drones vigilantes que traspasan el tiempo y el espacio.


***


El primer libro que me marcó fue Querida abuela, tu Susie, que trata sobre una niña que está de vacaciones en Grecia y le escribe, sagradamente, una carta cada día a su abuela, contándole lo que vive en la isla. Tengo el recuerdo latente de esa historia, porque siento que todo lo que ella escribía se lo contaba a sí misma a propósito de su propia soledad. Quizás como esto mismo que hago ahora…

Mi madre fumaba y a mi papá nunca le gustó que lo hiciera en el departamento. El humo quedaba encerrado e impregnaba las cosas, tal como lo hace hoy en este living donde fumo mientras buceo en la memoria de mi primera infancia.

En ese entonces, con mi mamá salíamos en algún momento de la tarde a fumar a la plaza, al aire libre. Ella disfrutaba su pucho tranquila mientras con mi hermano jugábamos. Era una rutina apacible. Yo esperaba ese momento para salir y buscar flores o simplemente sentarme a observar a la gente, contar autos o distraerme en juegos imaginarios. Era una niña tranquila e introvertida; me entretenía sola, no necesitaba compañía para sentirme bien.

En esas tardes acompañando a mi mamá a fumar, quizás en un día brillante, lleno de sol —me gusta recordarlo así—, llegué a la plaza y me encontré con una niña calva, que me saludó:

—¡Hola! ¿Cómo te llamas? Bueno, yo soy Pía y estoy enferma— me lanzó de la nada.

Ese día nos hicimos amigas, hasta el día de su muerte.

Yo tenía cinco años, Pía siete.

La recuerdo con especial amor porque fue la primera amiga mujer que tuve. Recalco mujer, porque hay algo en la sororidad, un concepto que en ese tiempo nunca escuché y que hoy me aparece como una hermandad íntima y poderosa.

La Pía era alegre, aunque su cuerpo padecía enormes sufrimientos. Su color de piel oscilaba entre el blanco y el amarillo, y estaba cubierta de moretones producto de su enfermedad. Como si fuera poco, tenía un catéter, por lo que no podíamos jugar a nada que involucrara movimientos bruscos. Y al cabo que ni queríamos: inventábamos actividades más delicadas, como salir a robar flores y, con ellas, fabricar arreglos sobre baldes de arena, que luego les regalábamos a nuestras madres.

Un día lluvioso, cerca de mi cumpleaños, su mamá tocó la puerta y le dijo a la mía: "Me la llevo al hospital porque está muy mal".

La siguiente vez que la vi fue en un ataúd.

A pesar de ser tan pequeña, la Pía tenía plena consciencia de la muerte; la veía, la respiraba, jugaba con ella y la miraba fijamente a los ojos. Tenía un profundo y temprano conocimiento de la condición humana más básica: el tiempo que tenemos está delimitado por lo fatal y la única certeza que existe es que somos seres que se acaban.

Con sus ojos de niña, incondicional y sabia, me veía como una amiga, mientras el resto de los niños me rechazaba por ser femenina. A esa edad ya vivía el desprecio por ser rara.

Tengo una foto en la que aparezco apoyada en un sillón, levantándome una jardinera como si fuera una faldita, como queriendo mostrar un poquito de pierna, coqueta, infantilmente femenina. La imagen es de la misma fecha en que murió Pía, quien fue mi primera defensora, con su infinita ternura. Sabiendo que no la podían tocar, se interponía ante mis agresores. Mi pequeña amiga, mi pequeña hermana, fue mi valiente armadura: todos sabían que no podían atacarme ni ofenderme si yo estaba protegida ante el bello eclipse que ella era para mí en todo momento. Así como las flores se envían mensajes telepáticos para ayudarse contra las plagas, ella creaba diques de telepatía del amor más puro, y nadie podía traspasar esa fortaleza.

Para mí es todo muy simbólico. Siento que con su muerte me enseñó que, en el fondo, tienes solo una posibilidad. Y que no existe camino de retorno.

Desde aquí y hasta aquí: esa es la vida. Y es una. Es la memoria que se construye minuto a minuto, implacable, sin segundas oportunidades para primeras impresiones.

Mi amiga Pía me aleccionó en la consciencia de la muerte y ese pensamiento jamás me abandonó: memento mori. Pende sobre mí, inestable y terrible, como la espada de Damocles. Pienso en la muerte. En la mía, en la de todos. Y, a veces con pavor, la vi como una oportunidad de descanso ante la vida.

No sé, pero temo a la vida como temo a las ballenas y a todos los seres marinos: tiburones, medusas, monstruos de fosas abisales. Absurdo.

El tiempo lo podemos usar como una tarjeta de crédito, con la falsa libertad de que disponemos de él. Cuando lo cierto es que no nos pertenece y, tarde o temprano, se acabará, porque la tarjeta es prestada, no es nuestra. Es del banco. Solo administramos la línea de crédito. Nada más.

El tiempo y la muerte. La muerte que te da el tiempo.

A eso hay que sumarle el espacio. Los radicales máximos de la existencia humana.


***


Nos hicimos amigos apenas nos vimos, cuando recién entré al colegio. Él me vio tímida y se acercó a mí para preguntarme algo, no recuerdo qué, pero reconocí en ese gesto consideración y cariño. Yo era nueva y estaba muda, inmóvil. Camilo se acercó y me preguntó si quería jugar.

Creo que lo que me hizo abrazar y recibir su amistad fue la mesura de su carácter. A su lado no me sentí amenazada por masculinidad alguna. Eso lo veo hoy, con mis ojos de adulta, porque en ese momento solo veía a otro niño, alguien con quien jugar. Camilo fue mi primer amigo con la simpleza, inocencia y transparencia propia de la niñez.

Desde que tengo uso de razón me sentí nerviosa ante la presencia de los niños, no así con las niñas, con quienes me sentía muy cómoda y me podía desenvolver bien. La Pía me enseñó mis primeros rituales de juegos femeninos y a las mujeres siempre las vi como mis amigas.

Con los niños era distinto, sentía una fascinación por ellos, cierta incomodidad y que algo andaba mal en mí por sentir eso. Además, el mundo me lo hacía saber, porque lo natural es que a los niños les gusten las niñas y jueguen a la pelota y sean bruscos: la típica oda a la masculinidad mal entendida con la que nos criamos y con la que muchos siguen criando a sus niños.

Yo, ante todo eso, apenas hablaba.

Era suave y económica en mis movimientos.

A mi madre solían decirle: “Qué señorito el niño, qué lindo”.

Nunca jugué fútbol y, ante cualquier panorama o juego grupal en el colegio, yo prefería que me dejaran afuera. Si era un paseo a la playa o al campo, prefería quedarme caminando descalza por el pasto, acariciando hojas, abrazando árboles.

Era tímida, invisible, y lo era porque desde que tuve uso de razón supe que tenía que ocultar un secreto, y aunque no descifraba cuál era, debía protegerlo. Debía sobrevivir para poder descifrarlo.

Y ahí estaba mi papá: “Hijo, camina como hombre”.

Mi madre: “Lindo, no cruce las piernas”.

Y el colegio.

Y los profesores.

Nuevos lugares para una niña.

Es curioso recordarlo desde esta perspectiva, cuando en este momento soy una mujer resuelta, pero lo cierto es que en esa época era un niño, no una niña, y todo lo que sentía, más que un secreto, era un pecado.


***


Me gustaba rodearme de mujeres. Lo más entretenido era ver a mi mamá cuando se producía para salir: cómo elegía cuidadosamente las prendas, se arreglaba el pelo, se maquillaba frente al espejo, humectaba su cuerpo con cremas en ropa interior. Era un rito, mi panorama predilecto: mirarla embellecerse, queriéndose.

Sandra era una joven sociable. Me llevaba a fiestas a la casa de mis tíos. La recuerdo muy fashion, con ropa especial que conseguía en tiendas poco concurridas. También su afición por los zapatos. Era una joven estrafalaria, -que mezclaba pantalones de cuero con chaquetas cuadrillé- y dueña de una personalidad avasalladora, cuya sola presencia se hacía sentir en el ambiente. En el departamento lo veía, pero era más evidente cuando estaba con otras personas y rompía los esquemas pidiendo una vaina o un pisco sour cuando todos tomaban vino o cerveza. Era una mamá desenfadada en la década de los noventa.

Con los años se volvió una mujer más sobria y reservada, pero en ese tiempo era muy entretenida. No era una mamá aprensiva, jamás estuvo encima diciéndonos qué hacer y qué no hacer. Para ella éramos niños y los niños son niños; si se van a caer, se van a caer igual del árbol, de la silla o de donde sea. Era relajada, no estructurada como mi papá. Quizás era parte de su herencia materna.

Su madre, mi abuela Liliana, era las más fantástica de todas: una mujer activa, viva, con hambre por hacer cosas que derrochaban iniciativa, vocación social y valentía. A veces las comparaba, a madre e hija, injustamente. Tal vez soy muy dura. Porque si bien mi madre fue amorosa y nos dio una infancia feliz y tranquila dentro del hogar, mi abuela me enrostraba que las mujeres podíamos ser más que eso, que teníamos opinión, que nos las arreglábamos como fuera ante la adversidad, que había vida afuera en la calle y que eso no significaba dejar nada de lado, por el contrario, éramos completas, fuertes y aguerridas; las podíamos hacer todas.

Trabajaba como enfermera y manejaba su auto con su uniforme blanco impoluto. Económicamente era independiente y no esperaba nada de nadie. Usaba aros de perla e iba todas las semanas a la peluquería. Tenía energía. Me pasaba a buscar los viernes al departamento para llevarme con ella los fines de semana. Escuchábamos Illapu y Joan Manuel Serrat, música de la resistencia contra la dictadura; hablaba de la izquierda y de sus sueños rotos y de los atropellos a los derechos humanos, mientras recorríamos Santiago. Me hablaba de Chile, desde pequeña, y veía en silencio los paisajes de la capital mientras sonaba la radio del auto.

Mi abuela Liliana me volaba la cabeza con actos tan simples y significativos como llevarme a ver murales de la Brigada Ramona Parra. Para el golpe de Estado de 1973, además de las labores propias de su profesión, curó las heridas de cientos de torturados.

A mi me consintió mucho, no así mis padres, seguro por la situación económica y por no malcriarnos. Mi abuela no, mi abuela me veía y me hacía sentir única y especial. Yo era su tesorito, su primer nieto, su regalón. Y ella era mi persona favorita. Me regaloneaba con hamburguesas, helados de menta (mis favoritos hasta el día de hoy) y siempre tenía caramelos a la mano. Cuando íbamos al supermercado era un espectáculo: con su consentimiento podía repetir escenas como las de las películas, cuando los niños arrasan con su brazo las góndolas llenas de golosinas y las dejan caer en el carro.

Si en mi casa me tenía que acostar apenas terminaba la teleserie, en su casa a esa hora empezaba la diversión. Daba la medianoche y yo seguía revoloteando, riéndome con ella, conversando o escuchando a Rocío Jurado, la diva española. Ahora que lo pienso, me hacía sentir libre. La recuerdo muy joven; fue abuela a los treinta y un años.

Algunas noches la iban a buscar porque un vecino tenía un accidente casero, por ejemplo, o cuando alguno se cortaba un dedo o necesitaba que le inyectaran una neurobionta. Y ahí partíamos. Veía a las guaguas de la cuadra y a los ancianos enfermos. Todos la querían y respetaban.

Tengo un recuerdo especial que emerge como una epifanía: mi abuelita Lily era una mujer que se arreglaba, incluso más que mi mamá; usaba tacos de lunes a lunes: tacos tipo reina, altos, preciosos. Cuando salía con ella me gustaba hacer calzar mis pasos con los suyos, fantaseando con el sonido de su taconear. Como si mis pies imitaran la sombra exacta de los suyos. También me llevaba al vivero, a ver las flores, que siempre he amado tanto. Me hacía sentir en un cuento.

Elegante pero desfachatada, sabía bailar cumbia mejor que nadie y lo daba todo cantando Los Nocheros, y chillaba imitando a Cecilia, la incomparable. Ni hablar de Raphael, su ídolo máximo.

Gozadora, decidida y mandona, ocasionalmente tomaba cerveza y, siempre esbelta (flaquísima, larga, chispeante y mordaz), era la matriarca que pone la música que todos bailamos.

A veces, cuando ella estaba en esas, me ponía sus tacos. Nunca se lo pregunté, pero sospecho que sabía, porque era tremendamente controladora y dejaba todo obsesivamente ordenado. Cuando abría el closet y miraba sus zapatos, en su cara se asomaba una mueca de sospecha.

Ese momento es exactamente un telón de fondo en el escenario de mi vida. Me veo habitando un lugar que apenas intuía, sintiendo algo desencajado, algo que no coincidía en mí. Algo que, al parecer, estaba mal: tenía sueños en que era una niña, y ese sentimiento era tan tremendamente fuerte que no lograba tener paz. Al lugar donde iba me perseguía. Sentí que en mí convivían el bien y el mal en un mismo cuerpo. Yo sentía que el problema —de haberlo— estaba en mí; yo era el problema.

Y cada vez que a mis papás les decían: “Qué linda la niña”, ellos aclaraban: “Es niño”, casi ofendidos.

Yo sonreía por dentro.

Mi abuela Lily nunca se molestó en aclarar nada. Como si explicarlo fuera innecesario. Una actitud que hoy agradezco, y que en el pasado fue configurando, poco a poco, una imagen de lo femenino más fuerte de la que me ofrecía el paisaje circundante.


***


La oposición: lo masculino. Mi padre.

Era un hombre distante, de pocos matices, simple en su convicción de proveedor, hombre sin vicios, hijo de una madre ciega y un padre ausente.

Lo veo hoy en las fotos análogas de mi memoria y en su vida presente. Antes, su máxima preocupación era mantenernos y trabajar. Lo recuerdo cansado, pese a que los fines de semana renacía a la par de su amor por la naturaleza. Porque, sagradamente, cada domingo, había un paseo organizado y salíamos temprano para aprovechar el día: ojalá almorzar y tomar once afuera. También paseábamos fuera de la ciudad; nos llevaba a conocer otros lugares y le gustaba mostrarnos silenciosamente el mundo que estaba a su alcance. Esas breves distancias hacían brillar sus ojos. Quizás vernos, a mí y a mi hermano, inscritos en un paisaje más allá de todo, era lo que tenía ese efecto en su mirada.

A veces era el malo de la película. A mi hermano, que era más callejero, lo castigaba quitándole permisos para salir, y a mí me quitaba la tele o no me dejaba escuchar música. Nos mandaba a la pieza, pero me daba lo mismo, porque yo me entretenía igual. Mi mundo interior era como el del caracol que se mete en su caparazón y adentro tiene tele, libros, juegos, espacios enormes y hasta piscina. La soledad nunca fue mi enemiga. Vivo con ella hasta el día de hoy y nos llevamos bastante bien.

Mi padre, en verdad, hacía de todo. Estudiaba matemáticas aplicadas en la Universidad Católica. Su sueño era ser investigador, sueño que arruiné yo al nacer, y luego sepultó la llegada de mi hermano. Un estudiante con dos hijos es mucho.

Mientras trabajaba en la radio como locutor también hacía clases particulares. Cuando pienso en su historia me conmuevo profundamente. Es un resiliente. Desde su infancia la ceguera de su madre lo marcó, quizás de manera injusta, mientras que a mí me abrió los ojos a nuevas formas de belleza.

Mi abuela Victoria, la madre de Igor, era ciega y se maquillaba, lo cual es una forma de decir que nunca perdió la independencia o la autonomía. Era una mujer delgada, de rasgos finos y de facciones suaves y nariz aguileña como Rossy de Palma. Guapa como ella sola, con una boca preciosa y una cabellera rubia. Una vieja diva, proveniente de una familia adinerada caída en desgracia, que usaba perfumes carísimos cuando me llevaba a la ópera. Ella, con sus ojos apagados, encendió los míos y me hizo sentir y “mirar” la música y su sentido invisible. Ella me la inculcó: afinó mi oído y agudizó mi capacidad de observación.

Victoria vivió un tiempo con nosotros. Tras ser abandonada por su esposo, más la vejez y la ceguera, fue decayendo hasta terminar en esa pieza que constantemente cambiaba en nuestro departamento. Me imagino que eso alteró los planes de mi madre. Yo lo agradecí. Su presencia era como una isla de tranquilidad y contemplación. En las tardes ella me sentaba y obligaba a cerrar los ojos frente al televisor. “Oye ¡qué voz tiene este hombre!” y para intentar seguirla, aprendía a escuchar, pero de verdad. Ella hablaba de los sonidos en categorías: metálicos, pastosos, graves, pequeños, agudos; seleccionaba a la gente por su voz. A veces, después de conversar con un desconocido, me decía: “Te apuesto que es delgado y alto, que usa pantalones hasta el ombligo y anteojos”. Y acertaba.

Cada vez que me mandaba a hacerle algún favor me preguntaba si estaba con los ojos abiertos. Esa pregunta siempre regresa como una señal de alerta, lucidez y decisión. Y como ella, acepté cerrar los ojos para acompañarla. Para abrirlos —cerrados— a ella y a la capacidad de escucharme a mí misma.

Cuando no estaba dedicándose a la música, mi abuela escribía poemas en braille. Se amanecía en eso. Fumadora empedernida, la veo con sus ojos de nube, cautiva de un trance creativo, botando las cenizas al suelo, envuelta en ese humo empalagoso del cigarro. Pobre de mi padre, me lo imagino niño, solo, al lado de esta madre ensimismada y quisiera abrazar su infancia.

La pulsión artística de mi abuela me marcó desde la oscuridad. Me obligaba a escuchar las arias de las óperas, piezas musicales creadas para ser cantadas por una voz solista, sin coro. Así, me inculcó una pasión que ha sido el motor de mi vida: la música clásica.

Con ella repasé todo el período romántico, que transcurrió durante más de un siglo desde inicios del 1800. Aprendí, influida por esa estética, que no hay realidades inevitables, que la emoción lo es todo, unida al sentimiento y la intuición. Puccini, Verdi, Rossini y Handel son algunos de los compositores que escuchábamos.

Después vino el descubrimiento más maravilloso de mi vida: el barroco, que coincide con el nacimiento de la ópera, por el 1600. En la arquitectura, la palabra barroco vino a denominar lo retorcido. En la ópera significó un estilo dramático, con partes recitativas, en la que los intérpretes hacen avanzar los diálogos de la obra en un canto silábico. También están las arias, que es el núcleo de la ópera: la expresión del solista en su máximo esplendor lírico. Claudio Monteverdi, canto recitado, expresivo, monofónico, dramático y teatral. Pomposo. Categorizar las voces, tal como hacía mi abuela.

Los domingos escuchábamos la radio Beethoven, muy al azar. No es como ahora que puedo escoger las presentaciones por YouTube: era a la suerte de la olla en ese tiempo; Patricio Bañados, además de presentar la parada militar, introducía las sinfonías y piezas en el dial fm.

En la calle mi abuela me hacía describirle el mundo cuando salíamos. Hizo de mis ojos los suyos y me obligó a ser mejor observadora y a reparar en detalles: en cómo es la gente, si hay autos, qué venden en el negocio, cómo anda vestida fulanita, si están lindas las flores. Me abrió y cerró los ojos para desprenderme de mi corporalidad. Me abrió y cerró los oídos para dejar de oír las burlas. Fui su lazarillo y ella apenas pronunciaba mi nombre.

Luego de que su marido la abandonara tuvo parejas. Es curiosa la vida sexual de una persona no vidente. Pese a ello la miraba y sentía su desgracia.

Tal vez por eso siento que Igor, su único hijo, mi padre, que se forjó solo desde la precariedad, es tan estructurado, reservado, cauto y gentil. No cabe duda de lo mucho que sufrió, pero no es rencoroso.

Mi papá, que hoy es mi mejor amigo y mi fan número uno.

PD: Mis abuelas no se podían ver: en sentido literal y figurado.


***


A medida que el mundo se abría, brotó un pensamiento:

“Soy niña”.

No.

Yo quería ser niña.

Soy niña.

Siempre quise ser una niña.

Sí.

Tengo un recuerdo feliz que veo hoy que amaneció despejado, a propósito de este ejercicio de la memoria.

Tengo diez años y me estoy subiendo a un escenario en la plaza Ñuñoa a cantar villancicos. Es la navidad de 1999 y por primera vez en mi vida siento que sirvo para algo.

La música hacía que los ojos de las personas se cerraran y solo escucharan mi voz. Se acababan los prejuicios y aparecía la belleza. Quizás porque desaparecía el cuerpo y la voz absorbía todo.

Comencé a cantar a los ocho años. Veo a la profesora de música sala por sala haciéndonos cantar. Cuando pasó por mi lado, se detuvo y me escogió. Escuchó mi voz; fue la primera en hacerlo.

Esa profesora fue muy buena conmigo y siento que vio que yo tenía un talento que podía compartir. Me sacaba de la clase para ensayar, me ponía al lado de su piano a vocalizar. Cada vez que me buscaba sentía que el viento soplaba a mi favor un par de horas. Al sacarme de la sala me daba alas, me liberaba de la presión.

Yo cantaba con voz blanca, sin vibrato. Mi voz era aflautada, muy dulce, femenina. Entonces me puso en la fila con las niñas. Doble triunfo para mí. Me sentía en el lugar que me correspondía. Voz y género unidos virtuosamente; una felicidad agradecida, pero no entendida… ¿Cómo saber cualquier cosa, dividida como estaba? La inocencia infantil no distingue el celeste del rosado.

Recuerdo una canción que me encantaba. Decía algo así como “los tibios aires dicen que primavera es”. No podría cantarla, pero solo rememorar esa frase representa exactamente lo que sentía cuando entonaba mi voz en ese entonces. Y eso que primavera no tuve hasta los diecisiete años, cuando terminé mi transición y fue una primavera lluviosa, que solo se convirtió en verano cuando pude desarrollarme artísticamente.

Hoy, a mis treinta, me doy cuenta de que pasé diecisiete años en un invierno inclemente.

En esos primeros años —como marcando un Ecuador en esa Navidad de 1999—, sentí que mi capacidad, mi talento y, sobre todo mi voz, podía ser escuchada.

Mis papás fueron a verme. Fue la primera y única vez que lo hicieron.

Su satisfacción fue modestamente celebrada porque, para ellos, yo tenía que ser buena en lo que fuera, porque ese era mi deber: no había nada que celebrar. “Su deber no más cumple”, dijeron, como militantes.

Vuelvo a ese escenario en el que canté villancicos y lo visito como la primera vez que me sentí artista.

El lugar donde saqué una voz... que luego enmudecería por años.

En ese escenario sentí la misma paz que me daba mi amiga Pía cuando armábamos ramos de flores, la misma paz que sentía cuando me dormía con mi abuela Liliana tras ir a ver a un enfermo o tras escuchar ópera con mi abuela Victoria.


***


“Yo quiero ser una niña... yo soy una niña”.

Pensamiento recurrente, ineludible y que rememoro porque no tenía el derecho ni la posibilidad de expresarlo; mucho menos sentir identificación alguna con un lugar que me estaba vetado.

¿Cómo iba a decir “soy una niña” si todo el medio que me rodeaba, toda la gente que conocía, toda la cultura, la sociedad, me gritaba en la cara que eso era imposible?

Y yo era una niña y tenía un problema que no dimensionaba, que me poseía, que me provocaba una angustia en el pecho como si un elefante invisible se sentara arriba mío. Era un tabú. No podía hablar de eso.

Era una niña y me sentía bien con mujeres y con mi amigo de la escuela, pero desconfiaba del mundo y de los otros. Sentí que las miradas eran dedos apuntándome en silencio. Me ensimismé, hablé lo justo y necesario, fui silente, como un viejo chico que acumula conocimientos encontrados en libros y en la música. Y que en todo eso descubre un secreto mudo.

Me gustaba mirarme escondida en el espejo. Siempre vi cierta belleza en mí, por más que tratara de esconderla.

Mis profesores me volvían a la realidad abruptamente, con preguntas inquisidoras. Que por qué no jugaba fútbol, por qué pasaba tanto tiempo en la biblioteca, que por qué hablaba así, que por qué no era como los otros niños.

Mis compañeros en el colegio de hombres me hicieron conocer la hostilidad. Nunca traspasé ningún límite con respecto a lo que sentía. Nunca. Mi corazón era de amores platónicos, sublimados. Y de ser correspondidos, aunque fuera en mis fantasías de niña, me hacían sentir orgullo; orgullo de ser amada por un hombre.

Ahora que visito ese lugar, me recuerdo muy convencional y hasta machista, con esa concepción del amor propia de las culturas patriarcales; también muy infantil: me imaginaba buscando a mi amor de turno a la cancha después de un partido de fútbol. Siendo la mujer de un hombre. Fantaseando en la edad primaria sobre cómo debía ser el amor.

Ahora, tomo las fotos de mi infancia y hago este odioso ejercicio de pensar cuál era el perfil de los niños que me gustaban. Y obvio que era el más pesado del curso, el más malo, el más tonto, el más bueno para los chistes, el winner, el popular. El que juega a la pelota, el que te tira el pelotazo y por el cual, en lo más profundo de tu corazón, abrigas la esperanza de domesticarlo, reeducarlo y hacerlo cambiar.

Qué estupidez más grande.


***


Estuve en tres colegios. El segundo era solo de varones. Recuerdo: tengo doce años, voy en séptimo y estoy rodeada de hombres en mi colegio nuevo. Nunca había estado en un lugar así, tan expuesta. ¿Por qué me trajeron a este lugar? Una fantasía de la clase media: el colegio bueno, de curas, privado.

Puedo sentir el olor de la testosterona mal dirigida, fuera de control, agresiva.

Cada tanto me llegaba un pelotazo. Y me quedaba callada. Mis compañeros me agredían, me propinaban golpes, me insultaban y los profesores no hacían nada.

Nunca lloré, nunca hice nada. Soporté para sobrevivir. Callé para seguir viviendo.

En rigor, nunca fui buena para llorar. Yo creo que es porque mi hermano chico era tan llorón, que se me quitaron las ganas. Nunca me gustó la gente ruidosa.

Me acosaban por “ser maricón” y mientras transcurrían los días, los meses y los años, más caía en cuenta de que no podía renunciar a mi naturaleza, pese a todos los esfuerzos que hice por ser un niño normal, mientras mi cabeza me decía lo opuesto, e intentaba comportarme como “un hombre”.

Tal vez ese fue mi primer rol, mi primer personaje: le pedí a mi papá que me llevara a un club de fútbol llamado Canillitas; intenté ser scout y me expuse a esas situaciones, pero era inútil; no había ninguna posibilidad de esas para mí. Simplemente me retractaba y volvía a retraerme.

Me veo y me siento perdida, como Moisés abandonado en una canasta en el curso sinuoso del Nilo. A mí la vida me llevaba a un lugar y yo miraba el cielo, nada más. Nunca me permití detenerme a mirar el río. Tal vez fue un mecanismo de defensa. Por eso dejaba pasar todo. Existía y nada más. El río corría y las cosas seguían donde mismo.

Nunca dije algo de lo que me pasaba y mucho menos acudí a un adulto. Solo denunciar ciertos ataques. Porque ¿qué se podría responder a los ataques?

Además, mis compañeros perseguían la impunidad: actuaban cuando estaba sola.

Me veo subiendo la escalera hacia la sala. Cientos de escupitajos orbitando mi cara. Mi ropa mojada por la saliva del desprecio, mi cabeza atribulada por las risas burlonas. Y mi cuerpo entre empujones. Cuando no era eso, me rompían los cuadernos y me reventaban los yogures en la mochila o me lanzaban el borrador y mi ropa quedaba blanca de tiza. Fueron años.

Estaba deprimida y, paradójicamente, ese fue el momento en el que más crecí. Aprendí inglés sola. Cuando cayeron las Torres Gemelas, en el colegio pusieron la tele y yo era la única que entendía cnn. Me sentí viva, importante, orgullosa.

Acá en Chile, cuando llegas a octavo año, hay una ceremonia que marca el término de una etapa y el inicio de otra, que es la “educación media”. La mayoría de las familias se preparan y celebran, porque indica un crecimiento, un avance en la vida de su hijo o hija. Yo le tenía pánico a la graduación porque, la sola idea de que me gritaran algo subiendo al escenario a recibir mi diploma, me dejaba sin aliento. Pensaba en cómo ahorrarles la humillación de esa escena a mis padres.

Y no pude zafar. No pude escaparme. Mis papás me obligaron a ir. Y era tanto mi miedo que, cuando el director pronunció mi nombre, temblaba.

En otras ocasiones inventé estrategias. Tenía asma y la exageré hasta el cansancio para saltarme educación física, para no estar en el camarín con mis acosadores, para no cambiarme de ropa delante de ellos. Siempre evité ir al baño. Primero, por seguridad; segundo, porque no era mi lugar. Me atacaban y acorralaban. Me lanzaban orina en una forma de juego pueril de niños adolescentes.

Un día me empujaron por la escalera y caí mal: me rompí la rodilla y los profesores guardaron ese silencio cómplice de quien presencia una injusticia y sigue su camino. Dijeron algo indiferente, algo como “son cosas que pasan, cosas de niños”.

Una profesora, al ver lo mucho que me costaba ponerme de pie, me preguntó por qué habíamos peleado. Le respondí que yo no había peleado con ellos, que me tiraron por la escalera porque sí, porque se les antojó. La profesora le contó al director del colegio, quien nos citó. Y ahí llegué, a su oficina, y me senté ante su mirada displicente. A mi lado, mi agresor, campante, resuelto. Yo pequeña, disminuida.

“¿Por qué le pegaste a este hueón?”, le preguntó. Su respuesta fue “pero si usted sabe, es maricón, es raro…”. Entonces el director me dio dos opciones: una, dejar todo así, como si no hubiera pasado nada; y la segunda, llamar a mis papás y decirles que me pegaban por “maricón”. “¿Qué hacemos?”. Yo me quedé muda.

Después de ese y de tantos episodios de violencia, llegué a preguntarme si acaso merecía los golpes. Porque si la mayoría pensaba que era normal maltratarme, tal vez lo era. Mi dolor era una verdad solitaria, perdida, como un delirio, como esas palabras escondidas o esos dinosaurios de cartón. Tal vez yo estaba equivocada y yo era el problema, no los demás.

Pero no me traicioné. Guardé silencio lo más estoicamente que pude e intenté sobrevivir.

No transé, porque no podía permitir que me obligaran a decir algo que para mí no tenía nombre. ¿Cómo explicar algo que no tenía claro a los doce años? Tampoco, ya lo dije, quería hacerle daño a mis papás.

De a poco fui masticando y viviendo el mundo. En silencio, persistí. Ante el tiempo, mi gran aliado y, a la vez, mi gran verdugo.

Era también la forma de obtener un poco de paz. No puedo sentir rencor porque con los años he comprendido que nadie estaba preparado para lo que vivimos en ese momento.

Hoy pienso en todo lo que viví y más que víctimas y victimarios, al menos con mis pares, con mis compañeros, lo que hubo fue una situación que tuvo más que ver con el desconocimiento. Con los adultos, sin embargo, es distinto, porque siento que ignoraron las señales de ayuda que nosotros, como niños, enviamos para manejar este problema que era yo, una rareza, un accidente imposible. Éramos niños y a los niños no se nos enseña a ser empáticos.

Y mi rareza hoy, a propósito de la violencia que experimenté, no es más que una cicatriz en la cara, similar a las que todos tienen, algunos más escondidas, pero que existen, porque todos tenemos una historia.

Tal vez lo más maravilloso que me dejó esta etapa, fue el descubrimiento de Stella Díaz Varín, “La Colorina”, mi heroína, mi poeta favorita. Ella nació en La Serena y escribió solo cuatro libros; perteneció a la generación del cincuenta junto a Nicanor Parra y Enrique Lihn. Una mujer fundamental de la literatura chilena. Hay muchos que la comparan con Bukowski, por la vida que llevaba, pero eso es anecdótico. Su poesía viene de la desolación, la pena, la oscuridad. Hay un poema que se llama “Cuando la recién desposada”:

Cuando la recién desposada
desprovista de sinsabor
es sometida a la sombra.
Sí. A su sombra...
Enciende la bujía y lee.

¡Ah! Entonces no es nada
la venida del apocalipsis,
los hijos anteriores enterrados
y un hilo de sangre desprendido del techo.
No es nada ya el océano y su barco
ni la muerte que intuye la libélula
ni la desesperanza del leproso…

A veces pienso que sin pasar por esta temporada en el infierno no hubiera conocido a Stella, mi refugio, mi resorte en días aciagos. Abrirme a su poesía me devolvió el aliento. Si tuviera que pasar cien veces por situaciones como esta con tal de llegar a su poesía lo haría siempre. Vale la pena.

Porque la poesía para mí es el presente. Que está condenado a ser nostalgia. El presente nace para dejar de respirar. Es un mártir. Es una miga de pan. Es pan y es miga. Todo a la vez, todo a su vez. Es derecho y es revés.

Y mi historia es la de muchos: niños y niñas que hasta hoy deben enfrentar un mundo que los rechaza. La violencia existe todavía. En estos instantes, algún niño está luchando silenciosamente por pertenecer.

Yo quería ser niña.

Y yo era una niña.

Me costaba relacionarme con los hombres, porque para mí ser hombre era malo. Y yo sentía que era malo, porque me decían que era hombre.

El cuerpo masculino, mi propio cuerpo, me sabía mal. Era como un pijama que te queda apretado, te asfixia y no te deja dormir. Y yo sentía que era malo, porque ser hombre era un lugar que rechazaba, que desconocía. Solo sabía lo esencial: que guardaba un secreto, pero no sabía en qué consistía.

Entonces el Ecuador. Caminar entre dos polos. Armar un palafito sobre una grieta. Y tenía dudas, las dudas de una persona en formación por saber quién es. Porque yo me sentía de una forma, me veía a mí misma de una forma y el mundo me decía que era de otra.

Lo más cerca que estuve de obtener información en esos años fue en un programa de televisión llamado El mirador, que conducía Patricio Bañados, la voz oficial de esa época. Quizás la memoria me falla, pero tengo la imagen fija en mi cabeza. En el televisor de mi casa, en las horas de la noche, aparecían chicas en las esquinas prostituyéndose. Personas trans de la calle, a las que en esa época se les decía travestis, y que asaltaban a la gente y eran drogadictas, según contaba la caja idiota. La descripción más profunda, la idea fuerza para explicar delincuencia, adicciones y “perversión”, era que se trataba de hombres que se “creían” mujeres. Ese era el problema, los hombres que se creían mujeres... hombres que se creían mujeres para satisfacer el deseo oscuro de otros hombres, igualmente pervertidos.

Siento que el contexto social en que viví mi infancia, hace más de veinte años, propiciaba esta lectura tan simplista, grosera y violenta de la realidad trans como un animal de circo. Y la jaula era el prejuicio del otro, el miedo a la diversidad, a la “otredad”, ante el simple hecho de dejar que la diferencia exista porque tiene ese derecho, porque simplemente existe a pesar del deseo conservador de controlar y definir el mundo dividido en dos.

Hay un lugar privado que se hace público cuando muestras a una persona de esa manera; desde que se nos muestra como anomalías, como objetos de estudio, como sucesos poco afortunados. Cuando aceptas al otro, lo visibilizas en el ámbito público. Es un gesto político y humano. Nada de eso sucedía y vuelvo al colegio: no hay víctimas ni victimarios. Hay ignorancia, desconocimiento, displicencia, inmadurez, prejuicios... Aún tenía que pasar mucha agua bajo el puente para que los niños supieran que podían pintarse las manos o besarse entre ellos, y que no había, ni hay, nada de malo en eso.

El punto es que a esa edad, ver a personas trans (e incluso homosexuales, la moral conservadora no distingue) desde ese prisma fue feroz, fue un dolor, una bofetada aleccionadora de lo que me deparaba el futuro si seguía sintiendo como lo hacía y si ese pensamiento recurrente se sostenía.

En ese tiempo, no había actuación ni Mujer fantástica en el camino. Solo sobrevivencia. Ni joyas ni viajes ni nada. Era el estigma del miedo, de la vergüenza, del vih, de la miseria y el abandono. Recuerdo cuando salía en el auto de mi abuela y veía cómo la gente gritaba insultos a las chicas que se paraban en la calle San Camilo o por Américo Vespucio, y me daba una puntada en el pecho. ¿Cómo voy a ser esto? ¿Cómo voy a ser un “maricón culiao” al que cualquiera escupe? ¿Quiénes son esas personas que se exponen así en la calle?

¿Cómo voy a ser parte de esto?

La persistencia socavando la incertidumbre.

La incerteza y el miedo, ante un deseo profundo que emanaba primero como un río y después como un torrente desde la psiquis. Y fui creando paranoias para protegerme de un secreto que no sabía explicar. Parchando mi cabeza para que no se descontrolara ante las emociones y dudas que surgían ante cualquier pregunta, incluso las más básicas.

La hostilidad fue la condición natural de mi entorno. Y sobre ese lugar la persistencia fue cruel para un niño; pero hoy, la mujer que soy, lo comprende.

A veces, se confunde la persistencia con la resistencia. Y no son lo mismo. La persistencia es un anhelo incontrolable por algo que se busca conseguir. Resistir no es una elección. Resistir es una consecuencia de una situación particular.

Persistir es algo que uno no controla. La persistencia no tiene límites. Va horadando lo que crees que es cierto, va imponiéndose con su propia vitalidad frente a las circunstancias.

Y por supuesto quise renunciar. A todo. A mi vida. En ese momento recordé a mi amiga Pía. Reviví su muerte, su ausencia y me pesaron todos los juegos pendientes, los sueños que cumpliríamos de grande, juntas. Todo lo que nos prometimos hacer.

El tiempo. La muerte. Fue como si ella me dijera: “Sigue, no lo arruines”.

Y yo no quise arruinarlo, pese a que tan solo por existir ya lo estaba haciendo. Mi existencia, el mundo me decía, era una equívocación.

Recuerdo, cuando di una entrevista a The Guardian, en medio de la vorágine de Una mujer fantástica y dije que me producía cierto placer molestar a los conservadores que me rechazan, básicamente porque no tengo que hacer nada más que respirar. El solo hecho de que yo esté viva para ellos es terrible. No tengo que hacer nada. Solamente estar viva.

Pero en ese tiempo mi mundo y mi futuro era esa realidad que me mostraba la televisión. Y nunca pude asimilar que una de las posibilidades fuera terminar en la calle, como terminan muchas personas trans porque se les niegan oportunidades, porque las marginan y no aceptan su sola existencia.

Y en el pasado, recuerdo, tras ver los reportajes sentía que leían mi condena: una vida infame, alejada de mis sueños.


***


No podía conquistar la sola idea de soñar con una vida, un cuerpo, una identidad. A mí la vida me desbordó como un río que se sale de su cauce. Así se me presentó la vida, saliéndose de los márgenes.

¿Por qué soy así? ¿Qué problema tengo? ¿Cómo voy a solucionarlo?

Ese era mi mundo interior. El exterior consistía mayormente en sobrevivir.

Por la vida me decían afeminado, que actuara como hombre, que no fuera maricón para mis cosas. Que gritara como hombre, que llorara como hombre, y así, hasta el infinito.

Insultos, los conocí todos.

Inmersa en esos días grises me surge un recuerdo muy vívido, un pequeño gran descubrimiento: mi papá apagaba la tele a las nueve de la noche, pero yo, escondida, la volvía a encender de madrugada. Teníamos cable y me topé con Queer as folk, una serie gay norteamericana. Pensaba en lo increíble que era ver a dos hombres besándose. Y me quedaba dormida soñando cómo debían sentirse esos besos.

Es curioso cómo la tecnología influye. El Tv Cable me enseñó que en otros lugares una podía ser de cualquier color y estilo y tener emociones válidas. No censurables o prohibidas.

Sin embargo, en la vigilia, mi supervivencia pasó por no darle a nadie la oportunidad de acercarse. Me mantuve en absoluta soledad. Y en silencio, porque de tanto asedio, dejé de cantar.

Dejé de cantar como quien se impone un castigo, porque cantar era lo que más me gustaba hacer. Coincidió con mi proceso, entre los doce y trece años, justo antes de mi transición, cuando llegó la pubertad y empecé a discutir conmigo misma.

Para mí fue la época del escarnio en el colegio de hombres. Cuando yo esperaba que me dieran la mano y esas manos se transformaron en piedras lanzadas en mi contra.

Aún puedo revivir la angustia del timbre que marcaba el inicio del recreo.

El tiempo recordándome, insistentemente, que mi cuerpo se transformaría y que no habría vuelta atrás. Mientras vivía en la ignorancia junto a mis compañeros, mis profesores, mi familia.


***


Miro fotos para este ejercicio de la memoria.

Las repaso con mis manos como si fueran un texto escrito en braille; intento leer en ellas el mensaje que ocultan y lo único que encuentro es miedo.

Yo con uniforme de hombre, de pie junto a una profesora. Entre los dos, mi miedo.

Aún cuando forzaba una sonrisa, la intranquilidad es visible, como una pátina transparente que me cubre y que el sol denuncia.

Tal vez la foto que mejor grafica mi terror es la de mi cumpleaños número trece. La mesa está bella, adornada con detallismo por mi madre. Yo soy el niño que está en la cabecera, incómodo en la silla y en su cuerpo, mirando fuera de plano mientras todos comparten animadamente. La imagen de pronto cobra vida.

Visto una camisa enorme, porque había engordado mucho. Mi cuerpo resentía mi incomodidad. No sabía qué hacer. Quería huir de esas ropas, de ese cuerpo, de esa piel.

Está mi familia, hay una torta, atrás está el mueble con la tele y los adornos de mi mamá. Todos sonríen menos yo, que me veo absolutamente despavorida… Por más que busco, no encuentro las palabras indicadas para explicar lo que me pasaba en esta foto, a mis trece años.

Era la calma aparente, la paz ficticia que antecede a la catástrofe, el silencio antes de la hecatombe. Ese cumpleaños fue el último día de mi masculinidad.

Siempre llovía el día de mi cumpleaños. Nunca llegaban mis invitados del colegio, pero mi familia igual me celebraba. Era el primer hijo, el primer nieto, el primer sobrino. El orgullo de una familia que veía en este niñito la esperanza de continuar con su legado, de perpetuar la sangre y el apellido.

Tengo trece años y no puedo más.

Cuando apagué las velas decidí que serían las últimas que apagaría con esa angustia de ver la pubertad avanzando como una peste, sintiendo cómo la masculinidad se asentaba en mí. La adolescencia se acercaba como una condena y mi cuerpo no podía resistir el paso del tiempo. El tiempo era un enemigo implacable para una niña que se estaba convirtiendo en hombre.

Lo que para cualquier niño de esa edad representa el pasaporte a la adultez, a mí me estaba matando: no me imaginaba en ese cuerpo. No podía ser ese mi destino.

Fue en ese cumpleaños que sentí que mi cuerpo empezaba a masculinizarse y ese pensamiento era un martirio. Mi voz se quebró, mi voz que desde niña fue una voz fina, mutó en un sonido que no podía escuchar, que desconocía. Me veo rezando con fervor: “Dios todopoderoso, lo único que sé hacer bien es cantar; quítame la voz pero no hagas que pase el tiempo, no dejes que de mí brote un hombre”.

Cuando vi los primeros vellos asomarse en mis piernas entendí que se me estaba acabando el tiempo, que debía luchar contra él, mi mayor verdugo.

La pubertad te saca a patadas del refugio de la niñez. Aparece la sexualidad, se evidencia. Entendí, como pude, que tenía que conquistar un lugar, pero ¿cuál era ese lugar?

Entendí que debía encontrar una identidad y defenderla, pero ¿cuál era mi identidad?

No había nada, no tenía nada. Ni siquiera me tenía a mí misma. No podía ser un niña.

Porque yo guardaba un secreto que se traducía en agonía cada vez que tenía, por ejemplo, que cortarme el pelo.

Esas noches en que sabía que al día siguiente cortarían mi pelo eran eternas, angustiantes, dolorosas. Eran terribles. Y mi pelo era tan lindo, fino, brillante, rubio como el de Luis Miguel cuando chico. Soñaba con tenerlo largo y cada vez que me lo cortaban volvía a la humillación de una identidad inhabitable. Volvía a mí, odiándome frente al espejo.

Ese día de invierno apagué las velas y al día siguiente me hice gótica, para sumergirme en otro mundo.

Ese fue mi primer paso para dejar atrás al niñito triste, aterrado, vestido con ropa ancha para ocultar su cuerpo, invisible y mudo.

Estaba atrapada y encontré, a tientas, un pequeño camino por el cual intentar transitar mientras me encontraba a mí misma.


***


La madurez de mi mente me llevó a hacerme nuevas preguntas. Una recurrente fue ¿qué es ser hombre y qué es ser mujer?

Veía a mi papá y era eso, un hombre. Y no me veía ahí. Veía a mi hermano y tampoco me reflejaba en él. Me preguntaba qué era ser mujer, porque veía a mi mamá y me encontraba en ella, al igual que en mis abuelas. Ahí, al mismo tiempo, me dejé llevar por una poesía que no tenía cuerpo, sino que transitaba entre lo masculino y lo femenino. Una dualidad. El Ecuador.

Me convertí en una especie de medusa, a la deriva de la corriente y del tiempo.

“Qué cosa más terrible para sus padres, de un día para otro, perder un hijo”, he escuchado decir a muchos. Y no sabría cómo explicarlo —tal vez este libro lo despeje—, pero siempre fui la misma persona. Yo no maté a ningún hijo y renací en una hija. Renuncié a ese lugar masculino, pese a que ser hombre es mucho más fácil que ser mujer.

Ser mujer era un delirio. Ser hombre una tragedia.

Incluso respirar era contradictorio.

Existir. Pura resistencia y rebeldía.


***


Viví con el pecho apretado hasta que hablé con mis papás, después, a los catorce años e inicié mi transición. Me recogí para poder explicarme y explicar, verbalizar lo que no tenía palabras en mi cabeza.

Una cuestión era ser gótica y usar un disfraz. Otra era resolver lo que subyace a todo eso, más allá incluso de la sexualidad y del género.

Cuando me preguntan cuál es la característica principal de una persona trans, yo respondo que es la persistencia. Porque el deseo persiste.

Pero antes que nada, sobrevivir.

Yo, por ejemplo, me sobreviví a mí misma con los demás. Con mi familia. Y también procuré no volverme loca.

Crucé la barrera de mí misma. La primera. La más importante.

No nací dos veces. Nací solo una vez pero me he ido reconociendo muchas veces. Entre ellas, cuando me asumí trans y sentí que se soltaron los grilletes que me tenían atada a la cárcel de mi cuerpo y del tiempo.

Me preguntan mucho qué se siente ser exitosa. Y mi respuesta es una: soy exitosa desde que entendí que dormir con el alma en un hilo me hacía daño; cuando dejé de tener miedo de salir a la calle; cuando dejé de temerle a los hombres; cuando mis padres me acogieron.

Porque para mí la vida es un lienzo en blanco.

Y el cuerpo también; un lugar de libertad, no una cárcel.

Un lugar para crear.

Pero antes de resolver mi pregunta inicial, recorrí una larga travesía por la angustia y la soledad.


***


Después de ese último cumpleaños hablé con mis papás y les anuncié la noticia: “Soy gótica”. Ellos se miraron y me preguntaron si acaso era gay. Les respondí que sí.

No se sorprendieron cuando les dije que era homosexual; me dijeron que ellos ya lo intuían. No fue una conversación ni desgarradora ni fatal. Los recuerdo conversando en voz baja por las noches, buscando en internet tips para afrontar la situación, a tientas, los dos, pensando cómo seguirme y apoyarme. Nunca me cansaré de repetirlo: fui una niña amada.

De esa conversación, solo recuerdo el comentario de mi papá: “no quiero una loca en mi casa”. ¿Qué significaba eso? Básicamente, que tenía que ser seria, discreta y no caer en excesos de cualquier tipo. Me gustaría decir que en esos años en la televisión aún los homosexuales eran objeto de un “humor” que replicaba justamente ese estereotipo al que mi papá hacía referencia. Homosexuales histéricos, ridículos, vulgares y caricaturizados como bufones. También mencionar el rol de la mujer, aún desplazada, silenciada y violentada, o como objeto de consumo. No solo en los medios sino que en la vida cotidiana. Eso, desgraciadamente se mantiene.

Pasé de largo y seguí adelante; con la fachada de gay pude respirar un poco más tranquila, pero ni cerca estaba de ese lugar que no podía conquistar porque no sabía que existía. El Ecuador.

Como fuera, era un pequeño gran paso. Al menos sabían que me gustaban los hombres. Empezaba mi camino hacia la adolescencia.


***


Mientras tomaba un poco de aire, pensaba en Rocío Jurado, mi diva heredada de una de mis abuelas. Pensaba en su aura divina, en su mal carácter, en su aplomo, en su canto, a veces contenido y profundo, otras desgarrador. Pensaba en María Callas y sus dolores mientras, secretamente, masticaba los míos.

La adolescencia trae inspiración y cosas nuevas. La imagen era la de una persona andrógina vestida de negro y de rostro blanco, cayendo por un edificio hasta que se detiene súbitamente para caminar sobre las paredes, como Cristo sobre el agua. La primera vez que vi al vocalista de Placebo, Brian Molko, en mtv, recibí una influencia decisiva. Me pregunté si era hombre o mujer, descubrí inmediatamente que eso era lo que necesitaba. Navegar la ambigüedad y seguir escuchando más Placebo.

Brian Molko. Él y su música me daban la venia para maquillarme y tener la respuesta precisa. Podía ser un andrógino. Ni hombre, ni mujer: las dos cosas.

Comencé a ir al parque Forestal los domingos, siempre de día, donde se ponía una feria de cachureos y alrededor se reunían las tribus urbanas, en una mezcla variopinta que sumaba break dancers, raperos, punks, góticos y alternativos en un ambiente de paseo familiar. Todo alrededor del Museo de Bellas Artes y del cerro Santa Lucía. En Santiago en esa época se hacían raves en las calles. Parecían cosas renovadoras sobre el paisaje gris.

Pronto conocí a David Bowie y, francamente, no sé cómo pude vivir sin su música, sin su sensibilidad y humor. En esa época, antes de la masificación de los celulares, las personas que sabían de música eran como una raza e irrumpieron en mi vida de una manera maravillosamente competitiva; mientras más sabías de música, más cool eras. Y me devoré toda la música que pude, desde Celine Dion, pasando por el new wave hasta el britpop. El setlist de la discoteca Blondie completo, lugar de libertad y respeto a la diversidad que empezamos a frecuentar con amigos como si fuera un refugio donde reconocernos. Ahí éramos los raros, pero podíamos ser nosotros.

Me llama la atención... La Blondie y el Carrera, antes de ser discotecas, fueron cines y teatros. La Bal Le Duc, en Irarrázaval, en sus tiempos fue una academia de baile que devino en disco. Me doy cuenta de que muchos de los lugares que habité, y sigo habitando, fueron en el pasado de la ciudad espacios de creación artística que devinieron en pistas de bailes para fiesta y esparcimiento. Ambos son de disfrute, pero diferentes.

En el parque comencé a encontrarme más a mí misma entre una multitud alternativa. Gente distinta, como yo, o al menos diferente a lo que salía en la tele.

A mis papás les prometí que mi cambio de apariencia no implicaba nada en el fondo, que no estaba loca, que seguiría estudiando y siendo la misma persona responsable de siempre. No sería una “loca”.

El cerro Santa Lucía se volvió uno de mis lugares favoritos de Santiago. Me gustaba subirlo y ver desde arriba, a un costado del torreón que enfrenta la plaza Neptuno, la ciudad desplegada ante mi vista. Paseaba como lo hacen los escolares, a veces escapando de clases, otras los fines de semana. Recuerdo una ocasión: estaba junto a un amigo de esos años llamado Jorge, conversábamos sobre música, nuestras salidas o aventuras. Lo típico. Estábamos sentados sobre una banca de piedra cuando notamos que dos jóvenes se acercaban… jóvenes como nosotros, no más de dieciocho años, que con decisión se encaminaban directamente a donde estábamos. Entonces, uno de ellos se dirigió a Jorge, abordándolo como hacen los delincuentes, como si cargara una secreto pesado e infame para decirle:

—Amigo, debería llevarse a la señorita de acá. Nosotros los íbamos a asaltar, pero mejor llévesela.

Así empezó mi viaje.

En ese contexto aparezco, tímidamente, asumiendo mi feminidad por capas, en un país en el que no había ninguna garantía, ninguna opción real, ninguna disposición política concreta, ninguna persona que me dijera: “Mira, yo te apoyo, atrévete que vamos a salir adelante y si no lo logramos, por último, nos morimos los dos”.

Para mí, este nuevo inicio fue una invitación solitaria, sin nadie que me deseara suerte, aunque iba con mi escudo, dispuesta a enfrentarme contra lo incierto, la noche.


***


Entre el colegio y la ciudad fui haciendo un camino. Fue una conversación íntima conmigo misma, en la cual intenté desenredar la madeja que era mi vida, pero de la forma menos traumática para todos.

Era la única opción que tenía para sobrevivir y mantener la frágil normalidad cotidiana, sin alterar mucho las cosas y causar disturbios. Necesitaba a mis padres en mi cruzada, pero entendía que eso tomaría tiempo y entendimiento. En el colegio me mantenía en silencio. Casi anónima a pesar de las burlas.

Mi padre, que es matemático, siempre dice que para tener la razón, hay que tener, justamente, una razón. Entonces, yo buscaba inagotablemente un motivo, una idea, una forma de decir: “esto me pasa y esta es la solución”, pero ante el razonamiento de mi padre yo tenía un gran problema y es que soy mala para las matemáticas. Porque yo no era gay y lo sabía. Frente a las matemáticas de mi papá, yo era una especie de teorema no resuelto. Una ecuación imposible en la que cada vez que despejaba una equis, aparecían cinco más. Una interrogante infinita.

El miedo paraliza y eso genera segregación. El miedo a lo desconocido aleja, entonces opté porque la gente se alejara a la fuerza de mí, para poder definir qué iba a hacer y cómo iba a hacerlo. Accidentes cuidadosamente provocados para ganar tiempo.

Como gótica empecé a entregar mensajes con cambios estéticos, partiendo por la indumentaria, algo que puede parecer mínimo pero que para mí eran pequeñas banderas en la conquista de espacios personales, existenciales.

El primer cambio fue usar maquillaje, con el pretexto de ser fan de La naranja mecánica. Pinté una línea en mi ojo derecho y me pegué una pestaña postiza.

¿Por qué partí así? Las estrategias tienen caminos misteriosos, porque en mi caso no fueron diseñadas para otra cosa que no fuera sobrevivir, y en ese actuar planeado a tientas, se me apareció la imagen de mi abuelo, que era muy fanático del cine alguna vez denominado “cine arte”. Tenía trece años cuando vi la película de Stanley Kubrick y reparé en el maquillaje. Era perfecto para asumir mi disfraz. Así pude justificar mis primeros movimientos, diciendo que estaba bajo la influencia de una moda, cuando realmente estaba buscando esa palabra escondida en mí, esa clave en mi interior.

Cuando mis papás me vieron casi se mueren. Estaban indignados. Pero yo expliqué y expliqué, e insistí hasta conseguir que me dejaran pintarme el puto ojo. Yo, supuestamente, era parte de una tribu urbana y estaban surgiendo nuevas camadas de modas.

Ese fue un primer pequeño gran triunfo. En la calle la gente reaccionaba, me miraba y no faltó quien me gritara insultos, asunto que se fue acrecentando mientras más me acercaba a lo femenino. Los choferes me hacían bajar de las micros por rara. Después, me hice el arco de las cejas y comencé a usar base. Sentía mi piel como porcelana.


***


Ser rara tiene sus costos y yo los pagué. Mi actitud fue plantarme y, sin decir palabra, expresar “mira, antes de que me hagas pagar los costos, quiero que sepas que ya los asumí, que no tengo miedo y que estoy dispuesta a pagarlos todos, pero no me vas a ver de rodillas suplicando que reconozcas que existo”.

Hasta ese entonces, los demás solo se acercaban para humillarme, pero de ahí en más, entendí que ser bicho raro significa dar un paso adelante y recibir de vuelta un grito o un golpe. Provocar sería parte de mi proceso de supervivencia. Ya nadie se iba a acercar para hacerme daño. Ahora se alejarían: a los raros los evaden porque muerden de otra forma, porque incomodan.

Y cuando la gente dejó de acercarse, dejé de sentirme en peligro.


***


Cuando era niña, no sabía defenderme. Durante la adolescencia, el exponerme al miedo y la violencia, no hizo más que darme coraje. Llegué a un punto de no retorno. Pasé gran parte de mi vida sintiéndome como un punching ball, acostumbrada al maltrato, masticando la rabia por dentro, pero jamás traicionándome.

Diferenciarme del resto consistió en allanar un camino que no sabía dónde me llevaba, pero que implicaba asumirme distinta a todas las personas que conocía. Si pertenecer no era opción, estaba por convertirme en una bolchevique de la no pertenencia.

Y desde ahí iba a operar.

Desde la disidencia.

Desde la disrupción.

La rebeldía se asomó implacable.

La disidencia es una niña con barba, muy guapa. Cuando me aburrí de los golpes, decidí ser la protagonista de mi vida.

Nunca más quería sentir que la vida no era mía, que no tenía ningún control sobre ella. Quería ser cantante lírica, sacar mi voz, estar en la ópera. Por eso me permití soñar, me di la oportunidad de quedarme tres minutos más en la cama y visualizar lo que yo quería.

Pero, en el fondo, ¿qué quería?

Ser feliz. Nada más, nada menos. Eso estaba claro.

Anhelaba dejar de sentir angustia por sobre todas las cosas, volver a comer, disfrutar de un completo con una bebida o los helados de menta. Soñaba salir con mi familia sin ser apuntada con el dedo todo el tiempo, porque yo sabía que a mis papás les molestaba el murmullo que dejaba tras sus pasos esta niñita que parecía niño. O al revés, ya nadie sabría. Una defensa ante el conservadurismo, porque las miradas y los murmullos se sienten más allá de lo que se cree, son ecos que te persiguen y se te pegan en la espalda.

Para mí ese primer lugar, la androginia, fue el más “cómodo”.

La misteriosa y poderosa ambigüedad que corre el cerco de la norma establecida, provocando y sembrando dudas.

Y no fue una fórmula que apareció conscientemente. Insisto: no tenía un puto referente real, solo quería sobrevivir ante mí y ante los demás. No perder la vida, encontrarle un sentido.


***


Cuando usas zapatos de taco alto por mucho tiempo, en tus pies se forman durezas, callosidades que evitan el dolor de cada paso. Son traumas sobre traumas. Algo parecido funciona con la desazón interna, con la angustia.

Acabo de postear en mi Instagram la foto de cuando inicié mi transición a los catorce años.

“Era otro mundo, otro Chile. Pinocho y el Mamo vivos y libres. No había derecho a pataleo, no había feminismo para nosotras. No había referentes que seguir. Y mi familia me dijo: vamos para adelante. Y aquí estoy. Hoy miro el presente, y veo todas los costos que tuve que pagar para estar aquí. Los pagaría de nuevo, para que nadie más los pague. Para que los que vienen encuentren la primavera antes. Siempre se puede encontrar flores debajo de la nieve. Hoy miro al pasado y digo: hice lo correcto. Hoy miro al futuro y pienso, no tengo miedo”.

Cuando me preguntan por mi proceso, si acaso enterré a un niño para nacer, si ese niño ya no existe y hoy hay otra persona, mi respuesta es que no fue así.

Para mi tránsito solo fui dejando atrás, en cada esquina y en cada parada, una prenda. No tomé mi pasado y lo quemé. No boté, de un día para otro, todas mis cosas.

Fui desprendiéndome, poco a poco, de lo que me decían que era, mientras iba construyendo mi identidad.

Me inspiraron mis abuelas, las divas de la radio am y las películas de Pedro Almodóvar. Kika. Mujeres al borde de un ataque de nervios. Todo sobre mi madre. La mala educación. Volver. La flor de mi secreto. Con Almodóvar conocí a Viviana Fernández, una gran actriz trans que en ese momento me voló la cabeza y que más adelante conocería personalmente. Ella cambió la cultura española pero estaba en una pantalla, no podía preguntarle por nada de lo que me pasaba.

Ya era gótica y me refugié en la música de Placebo, Brian Molko, Grace Jones, Depeche Mode, Pulp. La ambigüedad fue una buena compañera. Mi clóset se empezó a llenar de prendas con pliegos, látex, charol y brillo. Aparecieron los corsés, las uñas largas y negras, y los labios rojos. Mi pelo creció, por fin, sin contratiempos.

Y claro, hubo una conversación. Abrí el naipe, sinceré la esquina desde donde decidí habitar el mundo.

Tenía catorce años y en un almuerzo mis papás me increparon, porque, según ellos, conocían personas gay, pero no como yo. Nunca “tan gay”.

—Es que no me siento gay. Me siento una niña. Me siento mujer.

Y me respondieron con un silencio.

Me dijeron que esto era complicado, que necesitaban pensarlo. Y se fueron a la playa un fin de semana para pensar. Los esperé nerviosa. Mi suerte estaba echada; nunca pensé que me darían la espalda, pero no sabía cuál sería su veredicto, si me iban a llevar a un sicólogo o qué.

Acabó la espera y llegaron con una cajita de regalo. Cuando la abrí encontré un set de maquillaje. Nos unimos en un abrazo y los tres nos pusimos a llorar. Sentía que terminaba mi infancia, que mi secreto, mi pecado original, se resolvía con un gesto de amor.

En vez de castrarme, mis padres me llenaron de plumas y me dejaron salir por la ventana para que yo intentara volar.

Todos juntos, como familia, transicionamos.

Pienso en mi padre. No creo que haya sido fácil para él: Igor tuvo un niñito a quien le compraba autitos, pantalones y poleras. Ese niñito era su proyección.

A los catorce años, quizás, fui la primera persona en Chile, que inició su transición de género en el colegio y con el apoyo de sus padres.

Los profesores me querían expulsar. Mis papás fueron a dar la cara y preguntaron en qué parte del estatuto del Ministerio de Educación se señala que yo no podía continuar mi instrucción. Preguntaron si acaso el maquillaje impedía mi aprendizaje, si acaso eso contravenía una regla.

Su estrategia fue ocupar el vacío legal que existía en una sociedad en la que nunca se había visto algo así. La diversidad era silenciada pero, en rigor, en ese intento de hacer que no existía, no la sancionaron como tal. Era tierra inhóspita, pero de nadie.

Pareciera un acto de arrojo, pero solo estábamos, como familia, defendiendo nuestra cotidianidad.

Tomar la decisión de asumir mi existencia y mi derecho a ser, tuvo que ver con una necesidad, no se produjo a propósito de un resultado perseguido, porque no existía tal cosa. Es una decisión que se vuelve consciente cuando saltas al vacío.

Con el paso de los años, para muchos, será algo fácil de entender, pero lo cierto es que en esa época asumirse trans públicamente, era visibilizar una realidad que no estaba disponible para que el resto la entendiera. Porque entender es compartir.


***


A los quince años comencé a trabajar en la Kinky Club, una disco gay a la que iba a bailar con amigos. Una noche le ofrecí mi ayuda a la dueña que estaba sola en la barra. Ella, a modo de recompensa, me dio un vodka naranja en un vaso plástico. Mi primer sueldo.

La Kinky era un lugar de relajo, donde todos se ponían atuendos de fiesta porque los colores estaban permitidos. La embriaguez de la felicidad, en medio de la pista de baile, era lo más parecido a la libertad que muchos de los que estábamos ahí habíamos conocido.

Quedaba en la calle Fanor Velasco y, antes de toda la batahola que generó la demanda feminista de establecer un lenguaje inclusivo, la Kinky se llamaba Club Bizarre. La recuerdo como un revoltijo de jóvenes, de los cuales muchos salían de sus casas diciendo que iban a otro lado y se cambiaban de ropa en los cajeros automáticos para que sus papás no los sorprendieran. Muchos vivían dobles vidas incluso en sus hogares. No era mi caso, mis padres me veían salir maquillada, producida. A veces me acompañaban.

Era un lugar muy lindo, un edificio viejo que hace muchos años fue un cabaret, entonces mantenía cierta estética promiscua, con caños y alfombras rojas. También tenía una cúpula hermosa que coronaba los cuatro pisos del edificio.

Mi primer sueldo real fueron quince mil pesos. Los recibí saliendo de madrugada, tipo seis de la mañana, cuando ya cantan los pájaros y la luz empieza a asomarse. A esa hora, en Santiago, se ve una mezcla muy particular de personas; unos borrachos, otros que van saliendo a su trabajo todavía adormecidos, barrenderos y jóvenes que quieren seguir la fiesta. Y yo, aún maquillada, intentando conseguir un taxi, con mi atuendo unisex, indefinido, mezcla rara entre chica gótica y Brian Molko, en los bordes del género.

Con los quince mil pesos en mi cartera, con un sol que, cual vampiro, ya empezaba a molestarme, pasé a una panadería y compré jugos, pasteles, panes, queso, jamón y todo lo que me alcanzó para preparar un desayuno.

Llegué a mi casa y los desperté a todos. Ahí estaba mi primer sueldo, en la mesa, como una ofrenda para mi madre, mi padre y mi hermano, a quienes miraba con orgullo. Fue un gesto, evidentemente, de amor, de agradecimiento, pero también un mensaje de validación muy contundente, casi político: “Voy a sobrevivir, van a ver, voy a ser capaz, a mi manera, pero seré una adulta responsable, que se las vale por sí misma”.


***


Trabajar detrás de una barra es, sin duda, un lugar de exposición y prestigio. Diría fue mi segundo escenario después del de los villancicos. Básicamente estás ahí, todos te miran porque tienes lo que todos quieren en una fiesta: alcohol. Se respiraba un ambiente de efervescencia, exótico, festivo. Cada noche en la Kinky había un show de transformistas, presentarlas fue mi segunda misión y mi tercer escenario.

Me veo sonriendo, altiva y simpática, pasándolo bien. Ya me creía diva. Mi presencia era una excepción: no era ni transformista ni vedetto. Era una jovencita.

Mi estilo era cada vez más andrógino. Era, prácticamente, la niña bonita en medio de una fiesta. Ostentaba una conveniente melena francesa que me permitía asistir al colegio sin llamar la atención y hacerme peinados raros y producidos cada fin de semana.

Solía usar pantalón, blusa de mujer y zapatillas Converse de caña alta. La blusa tenía su ciencia: la cortaba para que pareciera sostén, con pabilo, y encima usaba una polera que también cortaba en el cuello para que quedara como un bote.

Me desenvolvía naturalmente y, pese a que el trabajo era demandante, nunca perdía la compostura; siempre cuidé mis movimientos. Recibía mucha atención, sobre todo de las lesbianas. Yo siempre he sido heterosexual y siempre me han gustado los hombres, pero una es agradecida de cada halago, de donde venga. Soy vanidosa, no tengo que decirlo.

Preparaba piscolas y tragos con ron, vodka y un par de inventos que hacía mi jefa con granadina. Todo se servía en vasos plásticos.

Las transformistas eran jóvenes y se producían montones. Mirar la dedicación y las horas que invertían en sus atuendos era una perfomance en sí. Sus pelucas, los rellenos que usan para aparentar senos, sus zapatos con plataforma y las capas de maquillaje. Fumaban y conversaban mientras realizaban su rito para conquistar sus personajes. En el escenario lo daban todo imitando a Britney, Yuri y Madonna. Yo las presentaba.

Fue cosa de tiempo para que yo misma hiciera números artísticos imitando a Brian Molko. Era así: trabajaba en la barra, cuando empezaba el show las hacía de anfitriona y presentaba a cada una de las artistas y, si era viernes, me presentaba a mí misma como la Divina Molko para brillar bajo las luces.

Cuando aparecía en el escenario, la música bajaba y un seguidor me alumbraba mientras saludaba al público. Solía hacerlo de distintas maneras, algunas más teatrales que otras. Sostenía un cigarro intentando emular a Grace Jones. La gente aplaudía y yo, para darle realce y una cuota de humor, presentaba cada show como si fuera un espectáculo de Las Vegas. “Directamente desde Londres luego de su gira por toda Europa... con ustedes, la incomparable ¡Brittany Stevens, presentando Kinky Boobs!”.

Lo disfrutaba mucho, era un trabajo y un carrete total, que hacía sin complejos, con desparpajo; la gente bailaba, las transformistas se presentaban, todos lo pasábamos bien. Había historias, cahuines, peleas. De todo.

Muchas de las transformistas que conocí ahí ya murieron, varias de ellas de vih.

La Kinky Club fue mi escenario y esta vez, mis papás me fueron a ver seguido. Yo creo que iban no solo porque eran jóvenes y lo pasaban bien, sino que para cuidarme, para asegurarse de que estuviera a salvo. Ellos me dieron la confianza para trabajar ahí, y saludaban a mi jefa. Ahora que lo pienso, lo veo como una forma de decirle a todos “la niña no anda sola”.

Ellos entendieron rápidamente que mi interés no estaba en perderme en la noche o en lanzarme a la vida. Había renunciado a todas esas posibilidades porque tenía otras inquietudes. Siempre fui buena alumna y mi camino y atención era el arte.


***


Con el tiempo las personas podemos develar una cosa que no está en la capa superior de nuestras mentes, donde está el símbolo, el significado y el significante. Hay un lugar que uno debe interpretar, pero no desde la actuación, sino que interpretar desde la traducción simbólica del relato vital propio o de un otro. Mirar al otro no como un objeto, sino que como una posibilidad de solución. Y la solución no siempre es positiva.

Sin embargo, una solución es el cese de un deseo, y eso puede derivar en una ansiedad tremenda. Un deseo no consumado. Por eso yo viví ansiosa, con el pecho apretado toda mi infancia y parte de la adolescencia, porque no era capaz de entender qué me pasaba hasta que lo hice y caí en otra ansiedad más feroz. Me pesó más intensamente mi angustia, porque no sabía cómo explicar lo que me pasaba. Cuando hice esa catarsis y lo expliqué, sentí que descansé. Yo era un deseo, un deseo pendiente.

Mi camino, el que estaba por escribirse después de la Kinky Club, me llevaba hacia allá, a consumar ese deseo pendiente.

No sin antes pagar, como siempre, un peaje más.


***


—Daniela… me llamo Daniela.

Fue una tontera, una casualidad. Un día estábamos bailando y un tipo muy guapo me preguntó mi nombre. Una amiga se adelantó a responder para no romper la magia, pronunciando “Dani”. Y seguimos bailando.

Daniela. Nunca me imaginé ese nombre. Me cargan los nombres de mujer que terminan en a. Me hubiera gustado llamarme Rocío.

Pero me bautizaron Daniela en una discoteca a los diecisiete, recién salida del colegio. Y el nombre no se cambia de un día para otro, no es un acto repentino. Hay que asumirlo, instalarlo, naturalizarlo y habitarlo.

Un nombre es identidad y en mi caso fue un paso más en mi transición. También de nuestro proceso como familia.

Transicionar no es un problema, es problemático, que es distinto. Tiene una serie de externalidades que están relacionadas con la aceptación y el cambio de conductas arraigadas. No es un tránsito delirante, es armonioso, pero plagado de pequeñas barreras, por ejemplo, el nombre. Luego, claramente, el Registro civil, etc.

Para mí, el camino de la aceptación vas mutando y creciendo de la mano de quienes te apoyan. Es un recorrido único y especial. Se trata de la identidad, de cómo crecer en tu búsqueda y en tu aproximación a ti misma y el mundo. Es bidireccional, no unilateral. Hoy el mundo transita con nosotras.

Para mí, transicionar fue gradual, avancé y retrocedí. Contrariar ese movimiento genera dolor o violencia y, al menos para mí, el apoyo de mi familia me dio fuerzas. De alguna forma, todos se hicieron un poco trans conmigo y desde la perplejidad y a tientas, avanzaron hasta convertirse en férreos defensores de una identidad no habitada hasta ese momento: la hija, la hermana, la amiga y compañera.

Cuando estaba en Berlín presentando Una mujer fantástica, no recuerdo si antes o después de los premios, un periodista me preguntó qué se siente transitar. Yo le respondí: “Pregúntatelo a ti mismo. Tú también lo estás haciendo, desde que naciste avanzas con un cuerpo y una mente en permanente mutación, camino hacia la muerte. Yo también lo hago, todos los días. La diferencia es que yo tuve un tránsito tal vez más radical, que tiene que ver con el género, pero todos transitamos, todo el tiempo, siempre”.


***


Para transitar busqué pequeños espacios de libertad, como la Blondie o la Kinky. Éramos un zoológico de tribus, un montón de identidades, diferentes especies de aves surcando el cielo.

Había cierto aire performático, con personajes como el “Barbie”, la “Gatúbela” y “El hombre manos de tijera”, entre otros, que eran como arquetipos de la diversidad. Todo era muy teatral. Como una constelación de avatares.

Era un mundo pluralista, pero más allá de la percepción cosmética o temporal de todo lo que vivimos ahí, hubo personas como yo, que nos definimos en esa temporalidad, dando un paso más allá de lo cosmético e indumentario. Ese lugar provocó un cambio, me hizo descubrir un discurso estructural a propósito de la persistencia y de la necesidad de definirme más allá del vestuario y la ilusión que implicaba. Sentí que lo mío no era un personaje para una noche a la semana. Yo me acostaba y levantaba siendo la misma persona. Me di cuenta de que no era un personaje, que era Daniela a toda hora y en todo lugar.

Cuando mi libertad escogió el nombre Daniela, me descubrí una mujer muy femenina, quitada de bulla, de económica sensualidad, recatada y con afición por los aros de perla. Muy convencional.

Pasé por mi periodo Kardashian, por supuesto, habitando ese lugar seductor, de tacos y extensiones, de constantes poses. Pero lo cierto es que no me duró mucho, porque me cansé de ese papel que podía interpretarse como la conquista de lo femenino en función de agradar a un hombre. Y no, ese no era mi caso. Mi primer afán no fue complacer a los hombres. Mi gran motivación fue complacerme a mí misma, a esa señorita delicada que se asomaba, que seguía soñando con ser.

Antes de eso mi preocupación era pasar desapercibida. Pero empezaba a alejarme de esa idea pues significaba, al mismo tiempo, renunciar a los derechos y dejarlos a merced de otros. Y frente a eso decidí levantarme, inventarme y conquistar mi lugar.

Si no salía, nadie lo haría por mí. Y ahí nací como Daniela no solo bajo un nombre, sino que como una lucha rebelde en busca de oportunidades.

Mi hermano Nicolás ocupó un lugar ahí. Siento que él, en esta época, entendió que yo era mujer. Y lo supe cuando me hizo su primera escena de celos respecto a los hombres que me rodeaban. Él me reconoció como hermana desde esa mirada patriarcal tan propia de los hombres que es el cuidado obsesivo y “alfa” de una mujer. Cuando un joven sale con mujeres, sus hermanos lo aplauden. Cuando una chica sale con hombres, esa protección mal entendida hace que intenten protegerte merodeando a los que se te acercan. Y mi hermano lo hizo, cada vez que un hombre se me acercaba, él iba y se mostraba. Yo me indigné, porque siempre fui una persona autosuficiente e independiente, pero entendí que algo había cambiado. Yo era su hermana y su misión era cuidarme.

A poco andar lo puse en su lugar. Agradecí que me reconociera y entregara su preocupación, pero no necesito guardaespaldas, necesito espacios de libertad, porque si bien pude conquistar ante él mi espacio como mujer, mal podría permitirme caer en los vicios del patriarcado.


***


Mis padres se acostumbraron rápido a llamarme por mi nombre, mi madre sobre todo. Mi papá puso cierta resistencia, no intencionada, por cierto, pero lo recuerdo llamándome por mi nombre masculino mientras con mi mamá escogíamos sostenes. Lo mirábamos con fastidio e incredulidad. Desde nuestra conversación sincera en la que ellos me dieron su apoyo y amor irrestricto, nunca más volvimos a cuestionarnos nada, solo lo vivimos.

Mi papá suele recordar un día que para él fue especial. Estábamos en en una tienda y me dice: “Hija, allá están los probadores de mujeres”, y me esperó en la puerta, en silencio, gentil y compuesto, pero en alerta por si alguien osaba decir algo, procurando que nadie me hiciera sentir incómoda. Ese fue su momento, su punto de giro.

Poco a poco, empecé a experimentar cierta paz. Por fin, luego de años con el pecho apretado, comencé a descubrir instantes de pequeña felicidad, al sentirme tratada como la niña que fui y cuya existencia estuvo oculta, vetada, reprimida.

Cada vez que escuchaba mi antiguo nombre se producía un cortocircuito en mi cabeza. Hoy podrían gritármelo por la espalda y no me daría por aludida. No me pasa nada. No soy ese nombre, soy Daniela. Porque ese nombre masculino no fue habitado, fue sobrellevado, una imposición que logré desacreditar porque no era mía. Como la fe en Dios.

La rebeldía de la juventud, la resistencia de la infancia y el amor que me rodeaba, empezaron, poco a poco, a surtir efecto en mi persona.


***


Hay principios que me impuse. Uno lo usé como protección y me lo repetí como mantra: “Si decides no tratarme como mujer, tú te estás privando de eso. No es mi problema, porque no te estoy pidiendo permiso para existir, ni tampoco te estoy preguntando tu opinión. Si tú me quieres tratar como hombre, allá tú. No me importa”.

Me demoré tres años en transitar, desde los catorce a los diecisiete. Eso es mucho tiempo comparado con lo que pasa en la actualidad, donde hay más apertura en ciertos círculos y hay niños a los que se les respeta su identidad. A veces, incluso me parece que es demasiado rápido: van al mall, compran ropa de niña o de niño, hacen un asado, queman la ropa usada y al día siguiente Diego es Clara como por arte de magia. A veces pienso que con esa premura cuesta asimilar el cambio y lo que eso provoca en ti y en los demás.

En mi caso fueron tres años, más de mil días. Pero estuvo bien. Tenía que ser así. Hoy suena demasiado porque incluso las cirugías están más al alcance y hay cierta ansiedad con respecto a todo. Una inmediatez que me confunde. Siempre que puedo, le digo a la gente: “Disfruten su tránsito, porque lo van a vivir una sola vez. Si te lo dispones, puedes cambiar esa ansiedad por poesía. La gente, tus relaciones sociales y cómo te ve el mundo, puede esperar. Te lo prometo”.

¿Qué tiene el tránsito?

Tiene tanta poesía como soledad e introspección. Transitar es algo muy íntimo y no tienes con quién compartirlo. Al menos eso sentí a veces. Por eso me alegra que hoy las personas trans se acompañen y conversen sobre sus procesos, porque el mío fue largo y solitario; pese a todo, lo recuerdo con amor y agradecimiento, porque me bendijo con la libertad que siempre anhelé.

Ser una persona trans es una forma de vida hermosa, es entender el cuerpo como un rumbo disponible a ser conquistado; entender que los bordes del género se pueden mover, pero al mismo tiempo asumir que habrá otros que pondrán barreras.

Todos cargamos una mochila, más o menos pesada. Todos llevamos nuestras propias cruces, que nos hacen mirar el mundo de manera diversa y, pese a que siempre nos podemos conectar con nuestros demonios, yo decidí transformar la oscuridad en luz.

El tránsito fue poesía. Y la poesía para mí es el presente, que desde ya está condenado a ser nostalgia. Dejé de sentir vergüenza, la sublimé para hacerla mi aliada en la resistencia. Transformé ese sentimiento privado en un acto público, irreverente. Me hice sentir y escuchar.

Ya van dieciseis años desde que inicié este camino. Y es increíble ver cómo el tiempo tatúa la experiencia. Atravesé un largo proceso de exploración, de adaptación física y mental de un enredado engranaje de simbolismos dentro y fuera de mi piel, para lograr ser y parecer. Ya lo he dicho, es cierto.

Me gusta recordar que prevalecí. Repetirlo, repetírmelo.

Gracias a quienes caminaron antes, para que nosotros pudiésemos pasar por aquí. Al agua que estuvo antes que tú y yo y que estará siempre. Testigo inconmensurable del tiempo y sus heridas. Que transiciona en forma y fondo. Cuando seamos una estela que la espuma difumine para ser parte de algo, del todo, del movimiento, de la memoria de este lugar y de nuestra propia historia juntos.


***


Tenía cerca de dieciocho años, cuando conocí a las primeras personas trans. Fue en el Consultorio Número 1 de Santiago, alrededor de la calle San Diego, una zona comercial cercana al centro de la ciudad, llena de tiendas de libros, electrodomésticos, supermercados chinos y comercio ambulante.

La Presidenta Bachelet, en su primer gobierno, hizo un plan piloto para personas transgénero en el cual atendía una psicóloga. Ella derivaba a las mujeres a otros especialistas, los que te autorizaban a iniciar el tránsito físico con hormonas y todo el apoyo que se requería. Era un programa completamente gratis e innovador en Chile, un país en el que la iglesia Católica tiene poder político.

Un amigo me dio el dato de una organización llamada gaht, Grupo de Atención a Hombres Trans. Mandé un mail y me derivaron a una fundación llamada Trans Diversidades. Ellos me dijeron que fuera al consultorio. También me orientaron en el Movilh (Movimiento de Integración y Liberación Homosexual), que nació a comienzos de los noventa. Tiempo en que el reconocimiento de identidades sexuales era igual a cero.

Así, a ciegas, tomé la micro y llegué sin saber con qué me encontraría.

No me pidieron nada. Por el contrario, sin mediar muchas preguntas, me recibieron con los brazos abiertos.

Era un grupo muy interesante, porque éramos personas trans, hombres y mujeres, que estábamos en distintos momentos de nuestros procesos. Todos bajo el mismo techo, pero en distintas esquinas. Se trataba de un lugar para nosotros. Hasta ese momento la población trans no tenía ningún espacio público disponible y seguro.

Todo era prematuro, algo estaba en ciernes, en el sentido de que acogernos era una labor incipiente en tiempos de pequeños cambios, de una supuesta apertura. Éramos, a la vez, material de estudio para los profesionales que intentaban encontrar una respuesta a este fenómeno social que aparecía tímidamente. Yo era una de las más jóvenes del grupo.

Fue una experiencia muy ilustradora. Sentí la liberación que te produce saber que no eres la única y que no estás sola. Al mismo tiempo, sentí que mi tránsito era parte de un proceso mayor: mientras otras chicas aún luchaban para sobrevivir y no volverse locas, como me sentí durante muchos años, yo ahora buscaba realizarme.

“La búsqueda nunca termina”, dice Bolaño, y es cierto, pero en ese momento no se trataba solo de ser mujer, también de decidir qué mujer quería ser. Ver a mis compañeros en el consultorio fue un golpe de realidad que me volvió aún más rebelde. Las conquistas son comunitarias, son de todos, y me di cuenta de que muchos todavía no abandonaban la cárcel que se nos impone y que yo, a punta de amor y rebeldía, estaba abandonando.

Fue doloroso ver que el amor que a mí me protegió, a muchas de mis compañeras les había sido esquivo, mezquino. Mientras el tránsito para mí era un medio para encontrarme y luego existir sin pedir permiso, para ellas todavía era un campo de batalla que libraban a muerte. Pude ver la soledad, la incomprensión, la resistencia y la persistencia en otros ojos aún vidriosos de llanto.

Libertad, eso era. Ir al consultorio y conocer otras personas trans me hizo entender que el camino hacia la liberación de cada una de nosotras recién comenzaba. Sentí que la libertad que había conquistado merecía ser de todas.


***


En el consultorio éramos menos de diez personas y nos juntábamos en un subterráneo dos veces a la semana. No tengo que decirlo, pero que nos reuniéramos en un subterráneo es muy simbólico. Desde abajo, veíamos pasar las patitas de la gente por la calle, a través de unas ventanas con rendijas. Por ahí, a veces, entraba el sol.

Salir en grupo era osado y hasta peligroso. Sabíamos que nos exponíamos a recibir cualquier ataque. No lo verbalizábamos, pero estábamos conscientes. Cada una era en sí una provocación. Andar juntas por la calle podía resultar peligroso.

Nos sentíamos, de alguna forma, delatadas. No nos sentíamos parte de ese orgullo trans que vine a sentir después, cuando entendí que mi condición era algo de lo que podía disfrutar y hasta alardear. En esa época, con las demás compañeras, estábamos solo resistiendo.

Si hoy se nos siguen negando derechos, piensen en esa época, cuando se nos negaba absolutamente todo. En este oasis, creado por la primera presidenta de Chile, teníamos un pequeño refugio. Un espacio muy valioso. No había que ser de una tribu urbana para disfrazar nuestra identidad. Estábamos más cerca de nosotras mismas en algo esencial.

Durante ese año hablamos de cómo cada una había sobrevivido. Recuerdo una chica que pololeaba con un tipo que la mantenía. Ella vivía en su departamento y hacía todos los deberes domésticos a cambio de eso, de ser la pareja de alguien. Conocí a Sandra, una señora que hizo su tránsito a los sesenta años y que era ejecutiva de un banco. Era una mujer de clase alta, perteneciente a la élite económica de Chile, que asistía a las reuniones con terno, sostén y calzón. Antes de ser Sandra, fue padre de tres hijos. Cuando hizo su tránsito perdió todo: su trabajo, su familia y su estatus. De vivir en la zona oriente de Santiago, terminó en una población muy humilde. Ese fue el precio que pagó por ser mujer.

Mi paso por este programa me reafirmó que mi tránsito era sin retorno y que tenía otras metas aparte de ser Daniela. Yo quería avanzar en el conocimiento, anhelaba oportunidades para crecer y no quería traicionarme.

Aprendí que yo era Daniela desde siempre y que así sería hasta el último aliento.

Y que si volviera a nacer, sería trans de nuevo.

La pequeña comunidad del consultorio se acabó cuando el gobierno de Sebastián Piñera, recién electo presidente en 2010, cerró el programa.


***


Crecer fue dar la cara asomándome al precipicio de los prejuicios, convirtiendo el miedo en hidalguía.

Identificas dónde duele. Y sigue doliendo, pero aprendes a vivir así.

Porque por más valiente que te creas, empieza otra batalla: la de pagar los costos de la decisión que tomaste. Costos que te pueden arruinar.

Cuando transicioné entendí que no iría a la universidad y que salir a justificarse sería un trabajo de tiempo completo. Otro peaje más.

En mi tránsito no tuve tiempo de enamorarme. Estaba pendiente de sobrevivir. No tenía cabeza para pensar en el amor, aunque lo anhelara.

Decidí buscar trabajo y cuando me pedían los documentos una mueca extraña se asomaba en la cara de mi interlocutor. Los documentos no decían relación con la persona que les hablaba y eso provocaba una desconfianza que daba rienda suelta a los prejuicios. Y de nuevo a justificarme. Yo explicaba que era trans, pero nadie me dio el tiempo de terminar la idea. Era mejor que me fuera cuanto antes.

Ni hablar de ir al hospital cada vez que me sentía enferma. Una vez se negaron a atenderme.

Justificarse una y otra vez. Dar pruebas de blancura.

Yo no decidí ser mujer. Decidí asumir que lo era.


***


Pienso en todos los que ya no están. En los que no fueron amados, en los rechazados, en las niñas de la tele paradas en las esquinas. Porque si somos víctimas o lo fuimos, no ha sido por una situación masoquista creada por nosotros; fue algo que se nos impuso desde los ojos inquisidores que no entienden que la diversidad es nuestra mayor riqueza.

Muchos suelen decir, con falsa compasión, que nuestro problema es nacer en un cuerpo equivocado. Duele y ofende y no hablo solo por mí, hablo por la memoria de millones de personas que se han ido ante la mirada indiferente de cómplices pasivos que nunca hicieron nada. Y esto está pasando ahora, mientras escribo, mientras lees.

Alguien, en este preciso momento, está pensando en morir por “nacer en un cuerpo equivocado”.

Nadie nace en un cuerpo equivocado.

Yo nací en este cuerpo y es mi casa, mi templo. Mi cuerpo no está equivocado, tampoco mi corazón o mi cabeza. No estoy en un cuerpo que no me corresponde. Este es mi cuerpo.

Mi cuerpo no es una celda. Mi cuerpo es vida y puedo crear con él lo que yo quiera.

También es un campo de batalla político. El cuerpo de todas las mujeres es un cuerpo político.

Por eso dejé de justificarme.

Porque todas las humillaciones y todos los miedos me dieron mis armas de resistencia.