Tres días después, a las ocho de la mañana, Martín oyó que alguien llamaba a la puerta de su casa. En la cama se estaba en la gloria, porque había ido a comprar colchones, almohadas, sábanas nuevas y un par de mantas nórdicas. En la casa hacía bastante frío, pero dentro del lecho se estaba caliente así que pensó en no hacer caso a los golpes. Sin embargo, fuera quien fuera quien llamase era un pelmazo de tomo y lomo porque no dejaba de insistir. Parecía que se había propuesto sacarlo a aldabonazos de la cama, sin cesar, sin misericordia, sin miramientos.
Así que Martín, después de soltar un amplio repertorio de blasfemias, se levantó, se puso la bata y las zapatillas. De un humor de perros, bajó las escaleras hasta la puerta principal y abrió la puerta. Víctor entró directamente sin esperar a ser invitado.
—Buenos días, tenemos mucho trabajo y hay que empezar de buena mañana. Que esto no es la ciudad y la gente decente madruga con el canto del gallo — dijo el intruso como saludo.
Martín estaba atónito, casi no reconoció a Víctor. Estaba afeitado a contrapelo, peinado, perfumado y se había puesto una camisa limpia perfectamente planchada. Los pantalones también estaban impecables y sus zapatos parecían nuevos. Su aspecto no solo era limpio, era un ejemplo de pulcritud. Y su boca no emanaba ningún efluvio que delatase haber consumido ninguna bebida espirituosa.
Víctor notó que su amigo le estaba preguntando con la mirada: «¿qué diantre está pasando aquí?».
—Anteayer, en el baño, me miré detenidamente en el espejo —empezó Víctor—. Tal vez fue la primera vez en mucho tiempo. Y no me gustó el reflejo. Pensé en terminar de una maldita vez y volarme la cara con la escopeta, pero en lugar de eso me afeité y decidí no beber en todo el día.
—Eso está bien.
—Recordé una frase de Héctor, nuestro antiguo maestro: «Tu vida te puede parecer una insignificancia, pero es única, nadie la ha vivido por ti, ni lo hará, y eso es lo que crea tu grandeza y tu miseria».
—Tenía que ser Héctor, claro… —suspiró Martín.
—Ayer me encontraba mejor, mi cerebro empezó a funcionar otra vez y me dediqué a pensar en lo que me dijiste. Hacía mucho tiempo que no me dolía la cabeza y me gustó la sensación de estar equilibrado. Si sigue en pie la oferta, aquí estoy.
—¿Te apetece desayunar algo? —le preguntó Martín, todavía sorprendido.
—Ya he desayunado en mi casa —respondió Víctor—, pero un segundo café siempre viene bien.
—¿Café solo?
—Sí, solo —dijo Víctor guiñándole un ojo—. Los destilados los reservaremos para cuando tengamos cosas que celebrar y espero que sean muchas. Nunca hay que beber en horario laboral.
—Me parece muy bien, Víctor. Me alegra mucho que hayas venido.
—Venga, tenemos mucho que comentar.
Hablando de una posible reconstrucción de los edificios monumentales del pueblo, Víctor le comentó que conocía a una arquitecta francesa especializada en restauración de caserones antiguos, castillos y todo tipo de edificios rústicos. La parisina hacía un par de años que iba a pasar una temporada en Alameda durante los meses de julio y agosto. Había restaurado la casa de sus abuelos y la había dejado como nueva. Además, se había ganado el respeto de los vecinos, porque la mano de obra la había contratado entre la gente del pueblo y, en su momento, sirvió de ayuda para algunos que tenían pocos recursos.
—Podríamos pedirle a Isabelle que venga aquí antes de sus vacaciones y que nos diga qué podemos hacer con la arquitectura que tenemos en el pueblo. Al menos los rincones más emblemáticos. —sugirió Víctor—. ¿De dónde piensas sacar el dinero?
—Por el dinero, de momento, no te preocupes. Vendí mi propia empresa y saqué lo suficiente para vivir siete vidas, como un gato —respondió Martín.— ¿Por dónde empezarías?
—¡Joder, está claro, por el castillo! La putada es que muchas de sus piedras fueron utilizadas para construir algunas casas en el siglo xix, y seguramente antes, pero la cantera de donde se extrajo la roca original todavía existe.
—¿No tiene propietario el castillo?
—Claro: Alameda —respondió Víctor sonriente—. Pertenece al pueblo, al Ayuntamiento, pero Mariano, el alcalde, no pega ni sello. No va a colaborar en nada, ya te lo aviso. ¿Te acuerdas de Mariano?
—Creo que sí, ¿no era el hijo del anterior alcalde? Me parece recordar que no tenía muchas luces.
—¡Bingo! Pues lleva como diez años en la poltrona sin merecerlo, pero la gente le vota por costumbre, es casi una tradición. Puede que lo recuerdes medio alelado, pero se ha sabido espabilar.
—Pues no parece que sea un gran administrador.
Víctor rio antes de contestar.
—Mira: o se gasta el presupuesto del Ayuntamiento en lupanares de la capital, o es incapaz de conseguir que el Gobierno nos adjudique dinero para obras, o lo que recibe lo mete debajo de su colchón, o lo reparte entre sus amigos... ¡a saber! Si eres capaz de sacarlo de la casa consistorial, nos harás un favor a todos.
—Pues no me extraña que Alameda esté como está —suspiró Martín—. Tenemos que cambiar muchas cosas, me parece a mí. ¿Hay alguna manera de contactar con los vecinos que se fueron a la capital?
—Tengo el contacto de varios de ellos, además, no pueden ni ver a Mariano. Estaría bien saber si todavía siguen empadronados en Alameda y tienen derecho a voto.
—Estoy convencido que muchos se arrepienten de haberse ido —comentó el alcaldable—. Con la crisis, seguro que más de uno, y de diez, está pagando alquileres ultrajantes, y posiblemente muchos estén en paro. Si se les ofrece trabajo aquí, volverán corriendo. Si queremos repoblar nuestro pueblo, habrá que ir pensando también en restaurar la escuela.
—¿Volverán, dices? Si no hay hijos o todavía son pequeños sí que hay posibilidades. Pero si son ya adolescentes, eso ya es otro cantar. Lo veo más jodido que regresen. Esos chavales son más de ciudad que de pueblo y tendrán sus propios proyectos de vida; en cambio los pequeños se adaptan mejor. Y está claro que hay que rehacer el colegio, hará cosa de cinco años que lo cerraron por falta de alumnos, y entonces ya se caía a pedazos. Los pocos críos que nos quedan tienen que ir a estudiar en autobús, a quince kilómetros de aquí.
—Bueno, pues ponte en contacto con la tal Isabelle, la arquitecta. Proponle que venga a Alameda para que haga un estudio. Yo me encargaré de pagar su sueldo, alojamiento no hace falta, ya que tiene casa propia. Necesitaré también que vayas contactando con los vecinos que tuvieron que irse de Alameda a buscarse la vida. Les mantendremos bien informados de nuestros propósitos y de nuestros avances.
—Vale, su señoría, tomo nota.
Martín soltó una sonora carcajada antes de continuar.
—Bueno, tengo la casa que parece una mina de carbón abandonada. Me gustaría ir restaurándola poco a poco. De momento necesitaré alguien que quite las telarañas y el polvo centenario. También a un deshollinador que limpie los conductos de las chimeneas, para poder calentar un poco estas paredes. Cada vez que enciendo leña se me llena toda la casa de humo. Cuando llegue Isabelle ya le pediré consejo y presupuesto para el resto de la casa.
—Hoy mismo la llamo, a ver si hay suerte y no está ocupada —dijo Víctor mirando el reloj del móvil—. Oye, hablando, hablando se acerca la hora del almuerzo, sería cuestión de empezar a pensar en comer algo. Si no quieres volver al mismo menú de la taberna, te invito a mi casa. Paso por la carnicería y compro algunas costillas de cordero y morcillas, podemos hacer una barbacoa.
—Pues me apetece mucho carne a la brasa, ¡buena idea! —respondió Martín notando que su estómago pedía a gritos algo de comida—. ¿Te importaría que invitara también a Héctor? Ya sabes, el que fue nuestro maestro.
—Encantado de que venga. Siempre consideré que él habría sido el alcalde perfecto… Se lo propuse una vez, hace años, pero la idea no le gustó nada. Él prefiere estar encerrado en su casa rodeado de sus libros y sus fantasmas.