1. UN PARAÍSO PERDIDO

Cuando Martín bajó de su coche de alquiler, le costó reconocer lo que tenía ante sus ojos. El pueblo de su infancia, que recordaba lleno de vida, parecía un decrépito y abandonado decorado de cine.

En la plaza principal, aparte de un horrible supermercado, no había más que negocios cerrados. Ni rastro de la antigua tienda de ultramarinos (que era, al mismo tiempo, quiosco, papelería y farmacia) donde hacía años había robado un palo de caramelo, suceso que le había provocado tremendos terrores nocturnos, a causa de los remordimientos por haber cometido semejante delito. Solo el edificio del ayuntamiento mantenía parte de su antiguo esplendor.

Paseando abatido por las calles donde habían transcurrido su niñez y juventud, Martín pasó junto a viviendas deshabitadas, muertas —algunas a punto de derrumbarse— y otras que no habían sido renovadas durante las tres décadas que él había vivido en América.

Cuando pasó junto a la escuela, le vinieron a la cabeza risas antiguas, y la nostalgia le obligó a abrir la verja de hierro, que se resistió con un gemido oxidado. La mala hierba invadía lo que había sido un jardín, y las grietas despojaban de uniformidad aquel cemento que antaño había sido un lugar de juegos al aire libre. No había ni rastro de las porterías de fútbol ni de las canastas de baloncesto.

La puerta de entrada al edificio estaba entornada. No le costó mucho acabar de abrirla. Subió las escaleras hasta una de aquellas aulas donde había pasado tantas horas. Al abrir la puerta, se quedó con el pomo en la mano. Los pupitres seguían en su lugar, como centinelas momificados del pasado. Dejó el pomo amputado sobre uno de ellos. Le habría gustado sentarse en el que había sido el suyo, junto a la ventana, pero había crecido demasiado y, en caso de lograrlo, habría tenido que llamar a los bomberos para que lo desincrustaran.

La mesa del profesor y su silla también seguían sobre la tarima. Martín acarició la mesa y se llenó los dedos de polvo añejo y telarañas. Se sentó en la silla y contempló la soledad de la clase desierta. Al recostarse, separó un palmo del suelo las patas delanteras. Como era de esperar, el mueble carcomido cedió al peso del nostálgico indiano — algo entrado en carnes— y, aunque él intentó agarrarse, acabó por los suelos en medio de un estrépito considerable. Por suerte no hubo testigos para tan ridículo accidente.

Tras soltar algunos tacos, Martín se levantó rápidamente quitándose el polvo de la ropa y siguió inspeccionando la escuela de su infancia.

Todo estaba roto, podrido, despintado, agrietado, oxidado. Parecía una cárcel vacía. Martín sintió un nudo en la garganta. Un pueblo sin escuela y sin niños, es un pueblo sin futuro. Y aquel pueblo era el suyo.

Antes de salir del edificio, Martín tomó un trozo de tiza que encontró sobre la mesa y escribió su nombre en la pizarra. ¡Qué difícil era escribir con buena letra en una pizarra! Seguramente, el último que lo había hecho había sido don Héctor, su antiguo profesor. Tenía que averiguar qué había sido de él. No era muy mayor, así que si seguía viviendo en Alameda, iría a visitarlo.