LAS VOCES MÚLTIPLES

 

Si nos dejamos ablandar por la concepción de la Historia de la Literatura como un relato, puede que encasillemos a esos poetas postmodernistas como autores de transición: no lo son, ni mucho menos. Cada uno de ellos, sobre todo Leopoldo Lugones, Luis Carlos López, Fernández Moreno, Ramón López Velarde y José María Eguren, son grandes poetas, autosuficientes, no necesitan ser etiquetados para que nos produzcan aún gozo y emoción, y en sus obras, sin sitio para la duda, encontraremos los primeros arpegios de renovación de la poesía latinoamericana.

De Lugones diría Borges que en su libro de 1909, Lunario sentimental, encontraron los jóvenes poetas argentinos motivos e imágenes suficientes que les influyeron más vivamente que cualquier manifiesto.

Luis Carlos López, reconocido por su tono menor, su énfasis provinciano, su ironía que muy a menudo se resuelve en sarcasmo, su prosaísmo sentimental, de hondo lirismo bajo la apariencia de candidez sonriente, publicó en Madrid sus dos primeros libros, De mi villorrio (1908) y Posturas difíciles (1909), y completó su obra con Por el atajo, publicado ya en Cartagena de Indias en 1920, cuando la vanguardia había colonizado las voces de los más jóvenes poetas en buena parte de América (si bien Colombia fue de los países más reacios a admitir el «nuevo tono»). A pesar de haber sido un viajero profesional, dado que su condición de diplomático del gobierno colombiano le hizo residir en Munich y en Baltimore, el cosmopolitismo en su caso sólo consiguió acentuar su denominación de origen. Nueva York, y ese juego científico del golf, fueron para él una manera de echar de menos «la tierra tranquila del banano». Poemas como «Versos futuristas» o «Película» dejan asomar su desconfianza ante la poesía de la velocidad y la prisa y su, siempre sonriente, nada dramática, jibarización del por entonces muy en boga gigantismo del subconsciente y el simbolismo de los sueños. Se diría que nada más contrario a la típica figura destructiva del poeta vanguardista que un poeta de pueblo, maestro de la rima y el ritmo, como Luis Carlos López, pero lo que alía a López con los poetas de la vanguardia, que enseguida empezarán a formar una caravana de poetas por toda América, es la mirada desacralizadora, el tono humorístico, el golpe irónico, las ganas de bajar del pedestal a la poesía.

 

VERSOS FUTURISTAS

 

La sombra que proyecta mi aposento

dibuja en un tejado

y una pared, la oreja de un jumento

y una sartén…

La oreja

se alarga en el crepúsculo morado

dando la sensación

del caminar de una pantufla vieja

y la sartén se mete en un balcón…

¿No es un presentimiento

matrimonial? Y como un argumento

se oye una tremolina

que invade la quietud de mi aposento…

Y es que un gallo persigue a una gallina.

 

PELÍCULA

 

Vertiginosamente

dobla una esquina un automóvil: rápida

visión que hace un esguince

y se lleva, en audaz golpe de magia,

las muletas de un turco patituerto.

Y qué rabia la del turco,

que pierde el equilibrio

y se pone a ladrar a cuatro patas…

 

Como se ve, la antipoesía que tanto rédito habría de darle años más tarde a Nicanor Parra tiene un antecedente muy claro en el Luis Carlos López más tentado por echarse unas risas a costa del vanguardismo juvenil que lo rodeaba.

Entre los jóvenes poetas que expresaron su admiración por la obra de López, estaba Alberto Hidalgo, con quien el colombiano mantuvo correspondencia. Tan pronto como en 1912, el joven arequipeño le escribió a López pidiéndole que le consiguiera un ejemplar de su primer volumen de versos publicado en Madrid, pues quería hacer una nota crítica sobre toda su obra, considerándola la más adelantada que había producido el continente. También mantuvo correspondencia López con otro peruano, Alberto Guillén, y a su muerte Nicolás Guillén no dudó en calificar de asombro el momento juvenil en que descubrió la poesía del «Tuerto» López.

Su lección fue, sin duda, oída, y uno de los primeros pálpitos de los ismos en América, que no sin grandes discusiones ha quedado fuera de nuestra caravana, fue el sencillismo de Fernández Moreno, que ya en 1917 publica su libro Ciudad, ampliado más tarde, y luego Mil novecientos veintidós y Versos de negrita. Son libros de música leve, gratos, irónicos, de modernismo muy suavizado y puesto el pie en tierra, donde se cantan las esquinas y los parques y se hacen observaciones impresionistas. Es una música parecida a la que practicarían durante toda la década siguiente muchos poetas cercanos a la vanguardia que sin embargo apenas se asomaban a ella, dominados sus ímpetus por la grata música ligera y el «tono menor», por utilizar el título de un libro del argentino López Merino, uno de los mejores representantes de esa otra caravana americana que fue el posmodernismo. De hecho, muchos de los poetas que presentamos en nuestra caravana militaron en algún momento en la otra, y los puntos de intersección de una y otra son múltiples. No se puede decir que el ímpetu vanguardista y las nociones del sencillismo entraran en conflicto directo, y es fácil observar en muchos autores una clara evolución de un tono al otro –en ambas direcciones por cierto. Por ejemplo, el chileno Manuel Rojas, más conocido por sus narraciones, empieza con una poesía cercana al sencillismo, que confía sus alcances a la rima asonante y a cierta melancolía, para dejarse ganar, a mediados de los años veinte, por la iluminación alucinada de Tonada del transeúnte, y al revés, auténticos apostantes de la vanguardia como Marcos Fingerit, que se da a conocer con Canciones del hogar –cuyo título ya deja ver su filiación–, publica luego su importante libro Antena –otro título que no deja dudas– y más tarde regresa a sus inicios. El sencillismo, sobre todo la obra de Fernández Moreno, merece sin duda atención, pero quizá más como coletazo final del modernismo que como pálpito inaugural de unas vanguardias de las que siempre desconfió.

Cuando Alberto Hidalgo trata de encontrar precursores para los poetas de la vanguardia latinoamericana con los que compone su Índice en 1926, sólo encuentra un nombre después de renunciar a aceptar influencia europea alguna que no sea la del gigante español Ramón Gómez de la Serna. Y ese nombre es el de José María Eguren. En palabras de Mariátegui –editor de la primera recopilación de sus poesías, y artífice de la importante revista Amauta, donde Eguren publicó buena parte de su obra en verso y prosa, esta última luego recopilada con el título de Motivos estéticos–, «Eguren representa en nuestra historia literaria la poesía pura».

Eguren fue aupado al escabel de maestro por un grupo de jóvenes autores peruanos congregados en torno a la revista Colónida (1916), publicación que traía siempre en cubierta el retrato de un poeta grande –el primer número lo ocupaba el retrato de Santos Chocano, el del segundo número lo ocupaba Eguren. Detrás de Colónida estaba el escritor Abraham Valdelomar, figura importante de transición entre el modernismo y la vanguardia. Académicamente se suele dividir el modernismo –que no hay que confundir con el modernism, pues esta palabra vendría a equivaler a lo que en español entendemos por vanguardia, de hecho el movimiento de vanguardia de Brasil atiende al nombre de «modernismo»– en tres etapas: un premodernismo donde empiezan a latir vislumbres de las principales características del movimiento, un apogeo del modernismo donde encontramos todos los rasgos esenciales del mismo (desde el exotismo a la fantasía decadente) y un postmodernismo en el que se vuelve a las cosas comunes, humildes, cotidianas sin cambiar la música (aunque se cambien los instrumentos con la que se toca). Este postmodernismo irá depurando las formas de expresión poética hasta volverse «sencillismo», como hemos visto (y un gran libro de esa corriente será precisamente el mencionado Ciudad de Fernández Moreno; otro título que merece citarse, en ese tono, es Buenos Aires grotesco y otros motivos de Pedro Herreros, español argentinizado autor de uno de los libros de poemas más vistos en América en la década de los veinte, Poesía pura: no es que todo el mundo hiciera cola para comprarlo, sino que una boutique lo regalaba con cada compra en su establecimiento bonaerense; y que cantó los burdeles y la vida nocturna en Las trompas de falopio). Valdelomar –cuya obra esencial la componen los cuentos breves recopilados en Los hijos del sol– escribió poemas que pueden representar los afanes de ese postmodernismo con algunos indicios vanguardistas, como en su pieza «Luna Park». Y se dio cuenta de que la voz más firme y más personal, la más destacada e inolvidable era la de José María Eguren, autor de sólo dos libros cuando la revista Colónida lo saca en su cubierta: Simbólicas, publicado en 1911, y La canción de las figuras, en el 16. Ajenos a los nuevos embates y cantos de sirena que llegaban de Europa, donde las palabras en libertad de los futuristas colonizaban la producción poética de los futuristas y producían libros con títulos atronadores, desde Bayoneta a Puente sobre el Océano, pasando por el mejor de todos ellos, Zang Tumb Tumb del propio Marinetti, y por experimentos tan logrados como los libros futuristas de Corrado Govoni –Rarefacciones y Poemas eléctricos–, los poetas jóvenes que rodean a Valdelomar, si bien confían sus producciones a la vieja música modernista, dan un paso al frente en lo tocante a los temas. Se ve esta transición en el poema de Eguren:

 

LA CANCIÓN DEL REGRESO

 

Mañana violeta.

 

Voy por la pista alegre

con el suave perfume

del retamal distante.

En el cielo hay una

guirnalda triste.

 

Lejana duerme

la ciudad encantada

con amarillo sol.

 

Todavía cantan los grillos

trovadores del campo.

Tristes y dulces

señales de la noche pasada;

Mariposas oscuras

muertas junto a los faroles;

 

en la reja amable

una cinta celeste;

tal vez caída

en el flirteo de la noche.

 

Las tórtolas despiertan,

tienden sus alas;

las que entonaron en la tarde

la canción del regreso.

 

Pasó la velada alegre

con sus danzas

y el campo se despierta

con el candor; un nuevo día.

 

Los aviones errantes,

las libélulas locas

la esperanza destellan.

 

Por la quinta amanece

dulce rondó de anhelos.

Voy por la senda blanca

y como el ave entono,

por mi tarde que viene

la canción del regreso.

 

Valdelomar había viajado a Europa poco antes de la guerra, estuvo en Roma y asistió a una serata futurista que luego retrató de manera despectiva e irónica en un artículo donde abarata los logros de la poesía onomatopéyica (el artículo es del año 14). Pero se había traído de Europa novedades estéticas que contagió con entusiasmo a muchos jóvenes poetas que a su través, como ha quedado dicho y sucedería posteriormente con innumerables autores, aprovecharon el viaje a Europa para cobrar plena conciencia de su americanidad. Valdelomar sentía sin duda simpatía por el movimiento futurista y por las nuevas formas propuestas por poetas franceses –con Apollinaire a la cabeza–, e inyectó esa curiosidad en poetas provincianos y marginales a los que cohesionó para dar respuesta al tono elitista y colonial que imperaba en la literatura peruana. Mariátegui, el más importante sin duda de los colaboradores, dejó escrito en sus imprescindibles 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana que Colónida «no fue un grupo, no fue un cenáculo, no fue una escuela, sino un movimiento, una actitud, un estado de ánimo. Varios escritores hicieron colonidismo sin pertenecer a la capilla de Valdelomar». En ese mismo ensayo, Mariátegui califica el movimiento de «insurrección» frente al academicismo imperante en las letras peruanas, entendiendo por tal una excesiva dependencia de las letras españolas: Colónida vino a traer una apertura, un interés por el cosmopolitismo que, paradójicamente, trataba de devolver a las letras peruanas su autonomía cultural. Hasta un viejo maestro de aquello que precisamente se atacaba, como Manuel González Prada, reconoció que los jóvenes de Colónida eran la más fuerte y fecunda de las generaciones que hasta entonces había tenido Perú.

En 1916, sin tratar de hacer con esa publicación una antología significativa de lo que proponían las muy distintas y dispersas voces agrupadas en Colónida, se publicó Las voces múltiples, título que ya deja claro que el movimiento no necesitaba expresarse con una sola voz. Se trata de un libro llevado a cabo por Valdelomar que en su página inicial trata de rebajar su condición de antología: «este libro no responde a criterio de selección personal. sus autores son ocho amigos a quienes ha reunido la simpatía literaria». Los ocho amigos son Pablo Abril y de Vivero, Hernán G. Bellido, Antonio G. Garland, Alfredo González Prada, Federico More, Alberto Ulloa Sotomayor, Abraham Valdelomar y Félix del Valle.

Valdelomar colaboró con algunos poemas en Las voces múltiples. El más interesante de ellos es «Luna Park», un poema narrativo, un poco campoamorino, donde describe la suerte que les espera a los indios en su contacto con la vanguardia que triunfa en la capital del mundo. Con algo de fábula capciosa, no me resisto a copiar algún fragmento:

 

En París, una noche, una dama, el Destino

y mi sudamericana curiosidad,

lleváronme hacia la maravilla

deslumbrante y sonora de Luna Park.

El auto se detuvo matemáticamente:

la fiesta había comenzado ya.

Subí tímido y serio con mi dama

más blanca y fresca que el crisantemo de mi frac

para ver cómo se divertía

en el centro del mundo la Humanidad.

Y heme aquí de repente en una estancia

cuyas gentes se multiplican en un espejo de cristal

y adonde las almas lujuriosas e insaciables

como inconscientes mariposas van,

giran bailando las parejas,

ostenta sus insolencias el champagne,

desfilan elegantes policromías

finos cigarros hacen columnas de humo en espiral

[...]

 

La descripción de la fiesta sigue con una dama que diserta sobre Sarah Bernhardt, un banquero cenando entre sus mujeres y un joven de veinte años y cabellera de ébano que le pide cien francos a un sudamericano. «Una frenética alegría desbordante»..., pero en un rincón hay una tribu de salvajes a los que se acercan los curiosos para oír el raro platicar «de aquellos primitivos que en sus crónicas chozas / indiferentes y desnudos, vienen y van». El poeta entonces se pregunta:

 

...pobres salvajes míos

¿qué cosa hacéis en Luna Park?

Estas gentes, hermanitos incautos,

después de compraros os venderán

y os harán el gran daño

de quereros en pago civilizar,

y vuestros hijos, ¡oh hermanitos salvajes!,

danzarán, vestidos de frac

con las hijas de esas damas

que en el salón bailando están.

¡Ah, pobres cafrecitos ingenuos

cómo os dejasteis cazar!

 

Erais fuertes, ágiles, viriles,

teníais la suprema libertad,

vuestros ropajes eran el rayo cálido del día

y en la noche la caricia lunar [...]

¡Infelices salvajes! No más bosques ni ríos,

no más valles fecundos, no más asar

cabritillos silvestres en las fogatas rojas

ni vencer la furia del brutal

elefante, ni del inquieto tigre, ni del león iracundo.

¡Os van a civilizar!

Sufriréis las torturas de estos viejos de veinte siglos

sentiréis la inquietud del más allá,

y vosotros que asesinasteis fieras

vendréis aquí a bailar

el argentino tango que conmueve

la Rosa de los Vientos de la Humanidad.

Seréis escritores, artistas, filósofos,

académicos, vestiréis uniforme militar,

banqueros, tendréis ventrudas arenas de oro,

recorreréis las gamas de la sensualidad...

 

Es un volumen donde abunda el tono aún modernista, sin reacciones ni reformas (y no sólo eso, sin la calidad siquiera de los grandes modernistas, como prueba la primera estrofa del libro: «Para tus ojos claros y ebrios de ensueño que avaramente / guardan en sus pupilas la triunfadora luz auroral / ojos claros que ocultan en su dulzura resplandeciente / el sortilegio mago de un fascinante prestigio astral»), pero en el que nos encontramos con una pieza destacada, larga, subtitulada Polirritmo bárbaro –«polirritmo» será una palabra con la que el futurista peruano-uruguayo Parra del Riego bautizará sus más aventajadas composiciones– y titulada «La hora de la sangre». Su autor es Alfredo González Prada, hijo del poeta Manuel González Prada, que salvo los poemas antologados en Las voces múltiples no volverá a incurrir en el verso (en los años cuarenta recopiló sus críticas, ensayos y poemas en el volumen Redes para captar la nube). Era un gran admirador de Walt Whitman, y de los futuristas toma el tema de la guerra, si bien con muy otra intención que aquellos. Destaca en su verso libre la fuerza de algunas imágenes combinadas con un prosaísmo periodístico en un simultaneísmo de personajes reunidos en «la hora apocalíptica», «como si un mar de sangre sepultara la tierra», repitiendo a modo de estribillo el verso –dirigido a cada uno de los combatientes que comparecen en el poema– «¿Qué sabes tú del odio de las razas?». El final estremecido de la sinfonía coral, que recorre en sus estrofas el mundo entero, desde un campanero de Flandes a un cargador de muelles ruso, pasando por un eunuco de Bythinia y un cabrero escocés, dice así:

 

LA HORA DE LA SANGRE

 

[…]

¡Quién sabe si esta Guerra,

esta Guerra inadjetivable

tiene causas lejanas y ocultas, mezquinas y rastreras,

y persigue

finalidades microscópicas!

¡Quién sabe si tan sólo para que Mister Sweaton

(comerciante en peras de California)

cotice a dos peniques

de premio

en la Bolsa de San Francisco

sus acciones de la Compañía

Ferrocarrilera Tomboctou y el Níger,

millones de hombres luchan, millones de hombres mueren...!

 

La guerra del 14, que tanta alegría dio a los futuristas antes de que sospecharan siquiera que iba a cargarse a algunos de sus mejores elementos, fue también la inspiradora de una de las primeras muestras de la alianza entre futurismo y modernismo (o sea, futurismo primigenio, futurismo antiguo por decirlo así, el futurismo del poema «Distruzione» del propio Marinetti, anterior al Manifiesto) que se produjo en América. Nos referimos al poema Arenga lírica al Emperador de Alemania del joven arequipeño Alberto Hidalgo, publicado en 1916.

Hidalgo era un personaje formidable que parecía haber venido al mundo para pelearse con todo el mundo, para soltar bravatas por doquier y anestesiar el interés que pudiera producir su obra poética –importantísima– con las galas de su vida pública, sus violencias en prosa, sus insultos y desaires. Los títulos de sus primeras recopilaciones de trabajos periodísticos lo dicen todo: Muertos, heridos y contusos, Hombres y bestias, Jardín zoológico, España no existe. Sin embargo, se bautizó como poeta a los diecinueve años con el cuadernillo mencionado, que transpiraba modernidad en sus cuatro composiciones, un «Autorretrato», la «Arenga al Emperador», un «Canto a la guerra» y un poema titulado «Reino interior». Los poemas vienen precedidos de un largo estudio de Miguel A. Urquieta donde dibuja la figura de un bohemio arequipeño que después de embriagarse de Hugo, Darío y Herrera y Reissig descubre que a los tiempos que corren les conviene la voz totalizadora y celebrativa de Walt Whitman. El propio Hidalgo, en unas palabras liminares, avisa: «dedico este libro de virilidad a mis enemigos, los perros que me han ladrado i me siguen ladrando en mi camino a la Gloria y al Porvenir». La pieza más interesante del conjunto es el «Canto a la guerra», que muy al contrario que la composición de González Prada se entusiasma con la destrucción y copia la intención futurista de aniquilar el pasado: «Los cañones derrumban las viejas catedrales / que han visto tantos años por sus arcos pasar / los recintos del Arte, los grandes monumentos / los castillos rodeados por fuentes de cristal / porque los hombres nuevos despreciamos lo antiguo: / porque conscientemente queremos dominar / sobre las artes viejas retóricas i vanas / cantando los misterios de la Electricidad / porque al oír el redoble del tambor del pasado / forjamos el futuro con hachas de titán».

Es al año siguiente cuando Hidalgo recoge sus poemas en un tomo titulado Panoplia lírica que comienza con un extenso ensayo de Abraham Valdelomar en el que saluda la fuerza y el vigor juvenil de la voz de Hidalgo, a quien nombra discípulo de Whitman y Marinetti. Los poemas de la «Arenga» forman una de las secciones del libro, titulada «Plus Ultra», en la que se agregan una «Oda al automóvil» y un manifiesto titulado La nueva poesía, que es una prueba concluyente de cómo en los primeros peldaños de la historia de la vanguardia en América se conjugó la música modernista con los motivos futuristas:

 

LA NUEVA POESÍA

 

Yo soi un bardo nuevo de concepto i de forma,

yo soi un visionario de veinte años de edad,

yo traigo en el cerebro la luz inmensa i pura

que alumbrará la senda por donde se ha de andar;

yo soi un empresario vidente del Futuro,

i por eso yo os hablo, poetas, escuchad;

 

Dejemos ya los viejos motivos trasnochados

i cantemos al Músculo, a la Fuerza, al Vigor;

alejémonos algo del mundo en que vivimos

para buscar los ritmos de la nueva canción;

que el águila bravía i audaz del Pensamiento

vuele sobre otros campos i bajo de otro sol.

 

Arrojemos del verso la palabra tristeza,

la tristeza, poetas, no es savia sino pus,

hagamos la gimnasia de nuestro propio espíritu,

i al caminar vayamos siempre viendo lo azul,

i si en nuestro camino nos encuentra la noche,

alumbremos la noche con nuestra propia luz;

 

En las trascendentales batallas de la Vida

no tenemos ni un solo minuto que perder,

porque tras de la puerta nos aguarda la Muerte

para uncirnos al yugo de su arado soez.

Es un enorme triunfo derrotar la Lujuria,

no es Carne sino templo de Vida la Mujer.

 

Matemos las escuelas, los moldes i los métodos,

levantemos el culto de la serenidad;

que nuestros versos sean sonoros i polífonos,

pero que no hagan ruido de flauta de cristal;

seamos eutropélicos, ordenados i graves,

pero a la vez diversos cual las olas del mar;

 

¿Queréis cantar tristezas, lágrimas, vaguedades,

paisajes interiores, lunofilias, amor?

Eso no es poesía, poetas, ¡Poesía,

Poesía es la roja sonrisa del Cañón,

Poesía es el brazo musculoso del Hombre,

Poesía es la fuerza que produce el Motor!

 

El acero brillante de la Locomotora

que al correr hace versos a la velocidad;

el empeño titánico del robusto minero

que escarba las entrañas del hondo mineral;

el veloz Aeroplano magnífico y potente

sobre cuyas dos alas silba el viento procaz,

 

la vieja Agricultura que hace parir la Tierra

con el sudor bendito del púgil labrador,

los Tranvías eléctricos que perforan el aire

i tejen sinfonías a la aceleración;

las casas de cien pisos con cientos de ascensores

i techos en los cuales se corretea el Sol;

 

las Naves Trasatlánticas pletóricas de gracia

i obesas de Progreso, de Calor, de salud;

el Automóvil fuente de confort i de lujo,

en cuyos cuatro flancos parpadea la Luz,

el caballo moderno que es la Motocicleta,

fugaz hasta perderse en el confín azul;

 

todo eso es Poesía, poetas, i nosotros

los hombres de este siglo de Guerra y de Valor,

cantándola ponemos las piedras del Futuro

que ya estamos alzando sobre las ruinas de Hoi,

mientras que cien volcanes nos saludan proféticos

con la polifonía de su tremenda voz...

 

A la par que su obra en verso –a Panoplia lírica seguiría al año siguiente Las voces de colores y enseguida un volumen, Joyería, que era en realidad un resumen de lo publicado, una antología de sus dos libros iniciales– Hidalgo se labró fama de polemista, no dejando títere con cabeza en su guerra contra las viejas voces, si bien en esos textos los ataques personales tienen mucha más enjundia que los análisis críticos. Tan implicado en el parto de las vanguardias en el continente estaba Hidalgo que, después del inevitable viaje a Europa, del que hay muchas y preciosas muestras en su mejor libro en prosa, el excepcional Diario de mi sentimiento, decidió inventarse su propio «ismo»: el simplismo, al que tendremos tiempo de referirnos un poco más adelante. Entre los lugares visitados ninguno pudo decepcionarle más que España, país al que dedicó España no existe, un libro entero –en realidad, si hemos de creer la nota preliminar, se trataba del texto de una conferencia, pero hay sobrados motivos para dudar de que en efecto diese esa conferencia– en el que denuncia a la vieja piel de toro como país de curas y analfabetos, y hace una visita a los ultraístas a los que encuentra viejos, ignorantes, acomodados y, lo peor de todo para su virilidad, homosexuales y pedófilos. En esta pugna contra las instituciones, o los otros, o quien fuera, más para darse a conocer que por verdadera gana de arreglar algo, no le iría a la zaga enseguida otro Alberto: Guillén. Este último se dio a conocer con un libro postmodernista y poco a poco empezó a dedicarse a su negocio único: labrarse un monumento a sí mismo, hacer del Yo su única musa. En las páginas que le dedica en su excelente La poesía postmodernista peruana (1954), Luis Monguió acierta a resumir la tragedia de Alberto Guillén, la quema de su talento en la construcción de una personalidad que, al cabo, más allá de la inteligencia fulgurante de algún aforismo, no dejó más vibración que sus improperios violentos y su falta de discreción. Tenía dotes poéticas, eso no admite dudas, y se ve en algunos de los haikais o cantares que compuso. Siempre a la contra, en uno de sus mejores libros, Laureles, incluyó una «Égloga futurista» que comienza:

 

Un poeta ha cantado las ciudades colgadas

Del cielo por penachos de humo. (Son bobadas).

Ha cantado la fiebre del avión, el impulso

Del auto. Yo me quedo para tomarle el pulso

Al arroyuelo humilde que late a mi derecha

Mientras el alma sufre en su cárcel estrecha.

 

Se le recuerda por un libro de entrevistas titulado La linterna de Diógenes que tuvo dos ediciones, una en Madrid y otra en Lima. Las entrevistas las realizó incumpliendo el requisito básico del periodista profesional: mostrar el resultado al entrevistado para obtener su permiso antes de publicarla. Guillén hacía visitas a los escritores más célebres, los acaramelaba contándoles que la entrevista iba a publicarse en toda América, les alababa todos sus títulos, les tiraba de la lengua para que hablasen mal de otros, y luego, con el tesoro obtenido, redactaba un encuentro en el que el entrevistado quedaba siempre muy miserable, envidioso, patético, y todos los golpes de humor –algunos realmente buenos– corrían de la cuenta del inteligentísimo entrevistador. Cuando Hidalgo vio el libro de Guillén no pudo sino pensar: vaya, he publicado un libro con pseudónimo sobre mis andanzas en España.