LA BUENA NUEVA

 

El futurismo nació el 15 de octubre de 1908 tras un accidente de coche del que el vespertino Il Corriere de la Sera daba noticia así: «Esta mañana a eso del mediodía el poeta Filippo Tommaso Marinetti iba al volante de su automóvil por la calle Dormodosola acompañado de su mecánico Ettore Angelini, de 23 años. No está claro lo sucedido pero al parecer tuvo que dar un volantazo ante la aparición repentina de un ciclista, con el resultado de que el coche se le fue a la cuneta. Tanto Marinetti como su mecánico fueron enseguida rescatados. Dos coches de las cercanas fábricas de Isotta y Fraschini conducidos por Trucco y Giovanzanni, llegaron pronto al lugar de los hechos. Trucco llevó a su casa a Marinetti. Al parecer no había sufrido más que un buen susto. En cuanto al mecánico, Giovanzanni lo llevó a la clínica situada en la calle Paolo Sarpi, donde lo trataron de diversas heridas superficiales».

Ese buen susto al tratar de esquivar a un ciclista que al periodista de Il Corriere no le da más que para unas líneas, Marinetti lo hinchará de grandilocuencia para depararnos el preámbulo del primer Manifiesto futurista, publicado en Le Figaro el 20 de febrero de 1909, aunque circulara antes en impresiones sueltas. Un mismo hecho, dos versiones muy distintas. Después de una descripción, muy simbolista y cuajada de imágenes preciosistas, y exclamaciones inspiradas por una evidente ebriedad –«¡Abandonemos la sabiduría –exclamé de nuevo– como ganga inútil y perjudicial! ¡Invadamos como un fruto pimentado de orgullo y de entereza, las fauces inmensas del viento! ¡Démosnos a comer a lo desconocido no por desesperación, sino simplemente para enriquecer los insondables almacenes del absurdo!»–, el conductor Marinetti empieza a hacer trompos con su coche –«viré bruscamente sobre mí mismo con la fiebre loca, desposeída, de los perros que se muerden la cola»–, y es entonces según su versión cuando «dos ciclistas comienzan a discutirme con razonamientos persuasivos y contradictorios. ¡Su dilema lanzado sobre mi terreno! ¡Qué fastidio! ¡Puah! Corté por lo sano, y hastiado... ¡Paf!... me arrojé de cabeza a un foso...». O sea, no se fue a la cuneta por evitar atropellar a un ciclista, como decía Il Corriere della Sera, sino por no aguantar más a dos ciclistas, representantes evidentes de la Antigüedad, que le estaban echando la bronca: «¡Oh! ¡Maternal foso medio lleno de agua fangosa! ¡Foso de fábrica! ¡Yo he saboreado glotonamente tu lodo fortificante que me recuerda las mamas negras de mi nodriza sudanesa! Así, arrojado mi cuerpo mal oliente y fangoso, he sentido a la espada roja de la alegría atravesarme deliciosamente el corazón». Una vez fuera, aunque se hubiera creído muerto al coche (y muerto estaba, siniestro total, a juzgar por la foto publicada por Il Corriere della Sera), basta una caricia de Marinetti en su lomo para resucitarlo y hacerlo correr por las avenidas para, al fin «con el rostro cubierto del cieno de las fábricas, lleno de escorias de metal, de sudores inútiles y de hollín celeste, llevando los brazos en cabestrillo, entre el lamento de los naturalistas afligidos», dictar las que llama «nuestras primeras voluntades a todos los hombres vivientes de la tierra», los 11 puntos del primer Manifiesto futurista.

¿Quién era en 1908 ese Filippo Tommaso Marinetti que tanta literatura podía hacer de un volantazo a bordo de un Fiat cuatro cilindros? Es importante señalar cuanto antes que era ya un poeta lo suficientemente conocido como para ocasionar una monografía titulada Il poeta Marinetti, firmada por Tullio Panteo en 1908. Y es importante recordar que era un hombre adinerado, gracias a que heredó de su padre un «discreto sustento del cual no me he servido nunca de manera banal, valiéndome de mi situación de independencia para actuar en mi vasto y audaz programa de renovación intelectual y artística: proteger, alentar y ayudar materialmente a los jóvenes ingenios renovadores y rebeldes que son sofocados a diario por la indiferencia, la avaricia y la miopía de los editores», según escribirá unos años más tarde. Antes de su legendario accidente de coche ya había mostrado Marinetti su eficacia como promotor cultural: había fundado la revista internacional Poesia, y había llamado la atención con un poema de simbolismo irreal –la definición es suya– que se inicia con una llamada a la gran batalla expresada en una larga onomatopeya. Marinetti no sólo procedía del simbolismo, sino que su primera misión evangélica como gestor cultural, según confiesa él mismo en la breve autobiografía recogida en Scatole d’amore in conserva, fue una campaña literaria para revelarle a Italia la fuerza del simbolismo y el decadentismo francés. Ya desde entonces pujaba por torcerle el cuello al cisne y matar a todas las princesas decadentes, ya era futurista antes del futurismo: o sea, cantaba a las mismas princesas que el decadentismo pero las quería utilizar de otro modo, no quería contemplar su languidez sino violarlas. De hecho una de las primeras piezas poéticas suyas que se dará a conocer en español como ejemplo de la revolución, que no renovación, futurista es una «Canción al automóvil» que está llena de mero simbolismo, lo que no es de extrañar, porque es del año 1905, es decir bastante antes de la redacción del Manifiesto. De ahí que deba hacerse hincapié en la diferencia que hay entre considerar renovador al futurismo –como hace el propio Marinetti en su alegación para defenderse durante el proceso por ultraje al pudor en su novela Mafarka el futurista, que fue enjuiciada el 8 de octubre de 1910 en París– o considerarlo revolucionario: la obra de Marinetti deja claro que aunque sus propósitos fueran revolucionarios, sus métodos sólo eran reformistas en un principio. La propia prosa de su novela Mafarka el futurista tiene muy poco de futurista y mucho de modernismo llevado a la extenuación de sus posibilidades –más en lo argumental, el erotismo encendido del famoso episodio del estupro de las negras, muy cercano de todas maneras a Barbey, Villiers o Lorrain, que en lo formal. Mafarka es así un héroe futurista expresado con caracteres simbolistas, un hijo del superhombre al que se coloca en una situación de tórrida lujuria y embrutecimiento para que haga emerger su gran voluntad heroica: librarse de la tiranía del amor y de la obsesión de la sensualidad para abrir las grandes alas que duermen en la carne del hombre. Como se ve, hay un aliento místico en este canto del esplendor, y no es lo menos destacable de un personaje como Mafarka, el héroe africano hecho de temeridad y de audacia, que, después de haber manifestado la más irreductible voluntad de ganar batallas múltiples y vivir múltiples aventuras, libere su ciudad y no se sienta satisfecho y entienda que el heroísmo bélico debe ser prolongado en un heroísmo artístico. ¿Cómo? Confeccionando un hijo que sea una obra maestra de la vitalidad, un héroe alado al que transfundirle vida en un beso supremo sin el concurso de la mujer. ¿Para qué? Para dar a los hombres una esperanza ilimitada en su perfeccionamiento espiritual y físico, desvinculándolo de las ventosas de la lujuria y asegurándole su próxima liberación del sueño, del estancamiento y de la muerte. Estoy utilizando todo el tiempo palabras del propio Marinetti. No voy a ponerme a discutir con él.

Me ha parecido importante traer a colación estas palabras de Marinetti porque si las comparamos con los resultados dan cuenta de uno de los fundamentos del futurismo de primera hora al que a partir de ahora llamaremos futurismo heroico para contraponerlo al que vendrá después, al que vamos a llamar futurismo decorativo antes de generar –ya fuera de Italia, allá por donde pasara, más inclinado a la influencia rusa que a la italiana– el futurismo social (o socialista). La comparación de esos primeros brotes de futurismo con los fundamentos teóricos explicitados en el primer Manifiesto arrojan un saldo decepcionante, pero por otra parte definen la principal característica del movimiento: el futurismo es una actitud, o como muy bien definirá el futurista tardío y africano Emilio Notte, «el futurismo es un clima», como el mediterráneo. También podríamos decir que es un idioma: de hecho, en algunas de las gacetas que salieron para dar información de las veladas futuristas, los periodistas lo expresaban así: «se leyeron diversos poemas escritos en futurismo». Ni en italiano ni en francés ni en ningún otro idioma: en futurismo. Es cierto que en la definición de esa actitud se recurre muy a menudo a la generalización excesiva, pero en la época en la que se pronuncian las potentes palabras del primer Manifiesto, resultaba imposible no recaer en ese vicio. El primer Manifiesto no especifica cómo han de ser los poemas futuristas: no pasa de ser una gran salva por un tiempo nuevo, pero se pierde en mero brindis. Se dice que ha de cantarse el peligro, la fuerza, la temeridad, que los elementos capitales de la poesía futurista serán el coraje y la audacia, que contra la inmovilidad de pensamiento y el éxtasis y el sueño de la vieja literatura, la nueva poesía será agresiva, cantará el insomnio febril, el paso gimnástico y los puñetazos. Declara el nacimiento de un nuevo esplendor, una nueva diosa: la velocidad, y su artefacto predilecto será el coche de carreras, asegura que no hay otra belleza que la de la lucha y que todos los jefes de escuela deben ser recalcitrantemente violentos: la poesía es un asalto agresivo de las fuerzas anónimas y desconocidas que han de inclinarse ante el nuevo hombre que vive ya en el reino de lo Absoluto, glorifica la guerra como única higiene del mundo, el militarismo, el gesto destructor de los anarquistas, el desprecio de lo femenino, las bellas ideas que matan, las grandes muchedumbres agitadas por el trabajo, el placer o la rebeldía, las resacas multicolores y shalalá... Como se ve, en el primer Manifiesto la cuestión era más de fondo que de forma: lo que había que cambiar eran los temas. Se podían seguir cantando igual –de hecho, todo el primer Marinetti futurista es insoportablemente simbolista– con tal de que fueran otras cosas. Y así siguió siendo hasta la invención de «las palabras en libertad», que sí implicó un cambio formal evidente contra el mundo heredado, una manera de iniciar un camino nuevo que ignorara todos los caminos que habían llevado a él.

Cabe preguntarse si en los tuétanos de este documento había tanta cafeína como para despertar de repente la oleada de entusiasmo nervioso y juvenil que levantó, junto a una no menos entusiasmada batería de críticas cuya metralla, como suele pasar en el mundo artístico y el literario, no sólo no alcanza a herir a quien pretende fusilar sino que cada vez que le acierta le da más fuerza y entidad. Lo cierto es que el texto empezó a traducirse enseguida a otras lenguas. El primero que lo tradujo y se refirió a él por extenso fue Rubén Darío, sin darse por aludido. A Marinetti debió de gustarle tanto lo que escribiera el nicaragüense que decidió publicar su colaboración en un número de la revista Poesia. Darío tradujo sólo los 11 puntos del Manifiesto e hizo glosa de la introducción que contiene el episodio del coche accidentado, y los publicó con sus comentarios en el diario La Nación de Buenos Aires el 5 de abril de 1909, esto es, un mes y medio después de la aparición del original en la cubierta de Le Figaro de París. En agosto de ese mismo año, y en el Boletín de Instrucción Pública de México, quien se ocupa del Manifiesto, reproduciéndolo, es Amado Nervo. Un poco más tarde, en noviembre, es la Revista de la Universidad de Tegucigalpa la que publica el Manifiesto en traducción del director de la publicación, el poeta Rómulo Durón. Es evidente que tanto Amado Nervo como Durón conocían el texto de Rubén Darío, que también sirvió de base a Vicente Huidobro para las páginas que le dedica al futurismo en su libro Pasando y pasando (fechado en 1914).