Capítulo 3
Las mujeres son perversas
Reid
El aroma siempre seguía a las brujas. Dulce y herbáceo, pero intenso… demasiado intenso. Como el incienso que el arzobispo quemaba durante la misa, pero más punzante. Aunque habían pasado años desde que había hecho mis votos sagrados, nunca me había acostumbrado al olor. Aun ahora, con solo un dejo de él en la brisa, quemaba mi garganta. Me asfixiaba. Provocándome.
Detestaba el olor a magia.
Tomé el cuchillo Balisarda de su funda junto a mi corazón y observé a las personas de alrededor. Jean Luc me miró con cautela.
—¿Problemas?
—¿No lo hueles? —susurré—. Es suave, pero está ahí. Ya han comenzado.
Él sacó su propio Balisarda de su bandolera. Abrió y cerró sus fosas nasales.
—Avisaré a los otros.
Avanzó entre la multitud sin decir una palabra más. Aunque él tampoco vestía el uniforme, el gentío le abrió paso como el Mar Rojo ante Moisés. Probablemente por el zafiro en su cuchillo. Los susurros lo siguieron mientras avanzaba y los más astutos me miraron. Abrieron los ojos de par en par. Con la chispa de la comprensión.
Chasseurs.
Habíamos esperado ese ataque. Con cada día que pasaba, las brujas estaban cada vez más inquietas, motivo por el cual la mitad de mis hermanos plagaban las calles con su uniforme y la otra mitad, vestida como yo, estaba oculta a plena vista entre la multitud. Esperando. Observando.
Cazando.
Un hombre de mediana edad avanzó hacia mí. Sostenía la mano de una niña. Tenían el mismo color de ojos. La misma estructura ósea. Su hija.
—Señor, ¿estamos en peligro? —Más personas se giraron ante su pregunta. Fruncieron las cejas. Movían los ojos de un lado a otro. La hija del hombre hizo una mueca de dolor, arrugó la nariz y soltó su bandera. La tela flotó en el aire un segundo demasiado largo antes de caer al suelo.
—Me duele la cabeza, papá —susurró la niña.
—Tranquila, hija. —Miró el cuchillo en mi mano y los músculos tensos de sus ojos se relajaron—. Este hombre es un chasseur. Nos mantendrá a salvo. ¿Verdad?
A diferencia de su hija, él aún no había olido la magia. Pero lo haría. Pronto.
—Deben despejar el área de inmediato. —Mi voz salió más brusca de lo que había querido. La niña hizo otra mueca de dolor y su padre rodeó sus hombros con el brazo. Las palabras del arzobispo resonaron en mi cabeza. Tranquilízalos, Reid. Debes inspirar calma y confianza además de dar protección. Sacudí la cabeza y lo intenté de nuevo—. Por favor, monsieur, regrese a casa. Coloque sal en las puertas y ventanas. No salga de nuevo hasta que…
Un grito ensordecedor interrumpió el resto de mis palabras.
Todos se quedaron paralizados.
—¡Idos! —Empujé al hombre y a su hija dentro de la patisserie detrás de nosotros. Él logró atravesar la puerta con torpeza antes de que otros corrieran detrás, ignorando a cualquiera que estuviera en su camino. Los cuerpos colisionaban en todas direcciones. Los gritos se multiplicaron alrededor y una risa antinatural resonó en todas partes a la vez. Coloqué el cuchillo cerca de mi cuerpo, avancé entre los transeúntes asustados y tropecé con una mujer mayor.
—Cuidado. —Apreté los dientes y sujeté sus hombros frágiles antes de que se cayera y se matara. Sus ojos lechosos me miraron y una sonrisa lenta y peculiar tocó sus labios marchitos.
—Dios te bendiga, joven —croó. Luego, se giró con una elegancia antinatural y desapareció en la horda de personas que corrían para pasar. Tardé varios segundos en registrar el hedor empalagoso y chamuscado que había dejado a su paso. Mi corazón se detuvo, como una roca.
—¡Reid! —Jean Luc estaba de pie en el carruaje de la familia real. Docenas de mis hermanos rodeaban el vehículo, los zafiros resplandecían mientras hacían retroceder a los ciudadanos frenéticos. Comencé a avanzar, pero la multitud ante mí se movió y por fin las vi.
Brujas.
Avanzaban por la calle con sonrisas serenas, su cabello flotaba en el viento inexistente. Eran tres. Reían mientras los cuerpos caían a su alrededor solo con el simple chasquido de sus dedos.
Aunque rogaba que las víctimas no estuvieran muertas, solía preguntarme si la muerte era un destino más amable. Los menos afortunados despertaban sin recuerdos de su segundo hijo o quizás con un apetito insaciable de carne humana. El mes anterior, habían encontrado a un niño sin sus ojos. Otro hombre había perdido la capacidad de dormir. Y otro había pasado el resto de sus días persiguiendo a una mujer que nadie más podía ver.
Cada caso era distinto. Cada uno era más perturbador que el anterior.
—¡Reid! —Jean Luc sacudía los brazos, pero lo ignoré. La incomodidad apareció más allá del pensamiento consciente mientras observaba a las brujas avanzar hacia la familia real. Despacio, relajadas a pesar del batallón de chasseurs que corría hacia ellas. Los cuerpos se alzaron como marionetas y formaron un escudo humano alrededor de las brujas. Observé horrorizado cómo un hombre avanzaba corriendo y se empalaba a sí mismo en el Balisarda de uno de mis hermanos. Las brujas rieron y continuaron contorsionando los dedos de modo antinatural. Con cada movimiento, un cuerpo indefenso se alzaba. Titiriteras.
No tenía sentido. Las brujas trabajaban en secreto. Atacaban desde las sombras. Semejante notoriedad por su parte, semejante espectáculo, era sin duda una tontería. A menos que…
A menos que hubiéramos perdido de vista el panorama completo.
Corrí hacia los edificios de arenisca a mi derecha en busca de una elevación para ver por encima de la multitud. Me aferré al muro con dedos temblorosos y obligué a mis extremidades a escalar. Cada hoyo en la piedra estaba más alto que el anterior… y ahora estaban borrosos. Daban vueltas. Sentí el pecho tenso. La sangre latió en mis oídos. No mires abajo. Mantén la vista arriba…
Un rostro con bigote familiar apareció sobre el borde del techo. Ojos azules verdosos. Nariz pecosa. La chica de la patisserie.
—Mierda —dijo. Luego, se escabulló fuera de la vista.
Centré la atención en el punto en el que ella había desaparecido. Moví el cuerpo con determinación renovada. En cuestión de segundos, subí por encima del borde, pero ella ya saltaba hacia el techo siguiente. Sujetó su sombrero con una mano y alzó su dedo del medio con la otra. Fruncí el ceño. La pagana no me preocupaba a pesar de su falta de respeto descarada.
Mé giré para mirar hacia abajo y me aferré al saliente para no perder el equilibrio cuando el mundo se inclinó y giró.
Las personas entraban a las tiendas que recorrían las calles. Demasiadas. Sin duda demasiadas. Los dueños de las tiendas luchaban por mantener el orden mientras atropellaban a los que estaban más cerca de las puertas. El dueño de la patisserie había logrado obstruir su propia puerta. Aquellos que se habían quedado fuera gritaban y golpeaban las ventanas mientras las brujas avanzaban.
Observé la multitud buscando qué habíamos pasado por alto. Ahora más de veinte cuerpos daban vueltas en el aire alrededor de las brujas: algunos inconscientes, con las cabezas colgando, y otros dolorosamente despiertos. Un hombre colgaba con los brazos extendidos, como atado a una cruz imaginaria. El humo salía de su boca, que se abría y cerraba en gritos silenciosos. Las prendas y el cabello de otra mujer flotaban a su alrededor como si estuviera bajo el agua mientras daba manotazos desesperados en el aire. Su rostro se volvía azul. Se ahogaba.
Con cada nuevo horror, más chasseurs corrían hacia ellas.
Veía en sus rostros la urgencia feroz de proteger a todos, incluso en la distancia. Pero en su prisa por ayudar a los desamparados, habían olvidado nuestra verdadera misión: la familia real. Ahora había solo cuatro hombres rodeando el carruaje. Dos chasseurs. Dos guardias reales. Jean Luc sostenía la mano de la reina mientras el rey daba órdenes, para nosotros, para su guardia, para cualquiera que lo oyera, pero el ruido tumultuoso se tragaba cada palabra.
A sus espaldas, insignificante en todos los aspectos, reptaba la bruja anciana.
La realidad de la situación me golpeó y me arrebató el aliento. Las brujas, los maleficios… todo era una actuación. Una distracción.
Sin detenerme a pensar, a contemplar la distancia aterradora hasta el suelo, sujeté el tubo del desagüe y salté por encima del borde del techo. La cañería chilló y cedió bajo mi peso. A mitad de camino hacia abajo, el metal se separó por completo de la arenisca. Salté, con el corazón alojado con firmeza en mi garganta, y me preparé para el impacto. Un dolor intenso subió por mis piernas cuando golpeé el suelo, pero no me detuve.
—¡Jean Luc! ¡Detrás de ti!
Se giró para mirarme, posó los ojos en la bruja anciana en el mismo segundo que yo. La comprensión apareció.
—¡Abajo! —Empujó al rey contra el suelo del carruaje. El resto de los chasseurs corrieron alrededor del carruaje al oír su grito.
La anciana me miró por encima de su hombro jorobado, con la misma sonrisa peculiar expandiéndose en su rostro. Movió la muñeca y el olor empalagoso se volvió más intenso alrededor. Un estallido de aire salió disparado de la punta de sus dedos, pero la magia no podía tocarnos. No con nuestros Balisardas. Cada cuchillo había sido forjado con una gota derretida de la reliquia santa original de San Constantino, lo cual nos hacía inmunes a la magia de las brujas. Sentí al aire asquerosamente dulce pasar sobre mí, pero no me disuadió. No disuadió a mis hermanos.
Los guardias y los ciudadanos más cercanos a nosotros no fueron tan afortunados. Volaron hacia atrás y chocaron contra el carruaje y las tiendas que delimitaban la calle. Los ojos de la anciana brillaron triunfantes cuando uno de mis hermanos abandonó su puesto para ayudar a los heridos. Ella se movió de un modo demasiado veloz para ser natural, hacia la puerta del carruaje. El rostro incrédulo del príncipe Beauregard apareció sobre ella ante la conmoción. La anciana le gruñó retorciendo la boca. La derribé contra el suelo antes de que pudiera alzar las manos.
Ella luchaba con la fuerza de una mujer y de un hombre de la mitad de su edad, pateaba, mordía y golpeaba cada centímetro de mí que podía alcanzar. Pero yo era demasiado pesado. La aplasté con mi cuerpo, retorcí sus manos sobre su cabeza lo suficiente como para dislocar sus hombros. Presioné el cuchillo contra su garganta.
Permaneció quieta mientras inclinaba la boca hacia su oído. La daga cortó más profundo.
—Que Dios se apiade de tu alma.
Entonces ella se rio, una carcajada ruidosa que sacudió todo su cuerpo. Fruncí el ceño, retrocedí un poco… y me quedé paralizado. La mujer debajo de mí ya no era una anciana. Contemplé horrorizado cómo su rostro viejo se derretía y se convertía en una piel suave de porcelana. Cómo su cabello frágil fluía grueso y negro sobre sus hombros.
Ella me miró a través de sus ojos hundidos, separó los labios mientras alzaba su rostro hacia el mío. No podía pensar, no podía moverme, no sabía siquiera si quería hacerlo, pero de algún modo logré apartarme antes de que sus labios rozaran los míos.
Y allí fue cuando lo sentí.
La forma firme y redondeada de su estómago presionando el mío.
Oh, Dios.
Todos los pensamientos abandonaron mi cabeza. Retrocedí de un salto, lejos de ella, lejos de la cosa, y me puse de pie con torpeza. Los gritos vacilaron en la distancia. Los cuerpos en el suelo se sacudieron. La mujer se puso de pie despacio.
Ahora vestida con prendas rojo sangre, colocó una mano sobre su vientre hinchado y sonrió. Sus ojos color esmeralda se posaron en los miembros de la familia real, que estaban agazapados en su carruaje, pálidos y con los ojos abiertos de par en par. Observando.
—Recuperaremos nuestra tierra natal, majestades —canturreó—. Os lo hemos advertido, una y otra vez. No habéis acatado nuestras palabras. Pronto, bailaremos sobre vuestras cenizas al igual que lo hicisteis con nuestros ancestros.
Me miró a los ojos. Su piel de porcelana se derritió de nuevo y el cabello negro se marchitó y se convirtió en rizos delgados canosos. Ya no era la hermosa mujer embarazada. Era de nuevo la anciana. Me guiñó un ojo. El gesto era espeluznante en aquel rostro decrépito.
—Debemos repetir esto pronto, guapo.
No podía hablar. Nunca había visto semejante magia negra, semejante profanación del cuerpo humano. Pero las brujas no eran humanas. Eran víboras. Demonios encarnados. Y había estado a punto de…
Expandió su sonrisa sin dientes como si pudiera leerme la mente. Antes de que pudiera moverme, antes de que pudiera desenvainar mi daga y enviarla de vuelta al Infierno al que pertenecía, desapareció en una nube de humo.
No sin antes lanzarme un beso.
Horas después, una gruesa alfombra verde amortiguó mis pasos en la oficina del arzobispo. Unos paneles ornamentales de madera cubrían los muros sin ventanas de la habitación. La chimenea proyectaba una luz centelleante sobre los papeles extendidos sobre su escritorio. Ya sentado allí, el arzobispo hizo una señal para que tomara asiento en una de las mesas de madera frente a él.
Lo hice. Me obligué a mirarlo a los ojos. Ignoré el ardor de la humillación en mis entrañas.
Aunque el rey y su familia habían escapado ilesos del desfile, muchos no lo habían hecho. Dos habían muerto: una chica de la mano de su hermano y la otra sola. Decenas más no tenían heridas visibles, pero estaban actualmente atados a las camas dos plantas más arriba. Gritando. Hablando en distintos idiomas. Mirando el cielo sin parpadear. Vacíos. Los sacerdotes habían hecho por ellos lo que habían podido, pero la mayoría serían transportados al asilo en dos semanas. Había un límite para lo que la medicina humana podía hacer por los que eran afectados por la brujería.
El arzobispo me observó por encima de la unión de sus dedos. Ojos de acero. Boca severa. Pinceladas plateadas en la sien.
—Has hecho un buen trabajo hoy, Reid.
Fruncí el ceño, moviéndome en el asiento.
—¿Señor?
Él sonrió de modo sombrío e inclinó el torso hacia adelante.
—De no ser por ti, las bajas habrían sido muchas más. El rey Auguste está en deuda contigo. Ha manifestado su admiración. —Señaló un sobre rígido sobre su escritorio—. De hecho, planea dar un baile en tu honor.
Mi vergüenza ardió más. Por pura fuerza de voluntad, logré abrir los puños. No merecía la admiración de nadie: no la del rey y, especialmente, no la de mi patriarca. Les había fallado. Había quebrantado la primera regla de mis hermanos: No permitirás que una bruja viva.
Había permitido que cuatro vivieran.
Peor… de hecho… había querido…
Me estremecí en mi silla, incapaz de terminar el pensamiento.
—No puedo aceptarlo, señor.
—Y ¿por qué no? —Alzó una ceja oscura y reclinó de nuevo el cuerpo hacia atrás. Me encogí bajo su escrutinio—. Solo tú has recordado tu misión. Solo tú has reconocido a la bruja vieja por lo que era.
—Jean Luc…
Sacudió una mano con impaciencia.
—Tu humildad es evidente, Reid, pero no debes tener falsa modestia. Has salvado vidas hoy.
—Yo… Señor, yo… —Ahogándome en las palabras, miré con decisión mis manos. Cerré de nuevo los puños sobre mi regazo.
Como siempre, el arzobispo comprendió sin necesidad de una explicación.
—Ah… sí. —Suavizó la voz. Alcé la vista y descubrí que me observaba con expresión inescrutable—. Jean Luc me ha hablado acerca de tu desafortunado encuentro.
Aunque las palabras eran neutras, oí la decepción. La vergüenza aumentó y golpeó mi interior de nuevo. Incliné la cabeza.
—Lo siento, señor. No sé qué me ha sucedido.
Él suspiró apesadumbrado.
—No temas, hijo. Las mujeres son perversas… en especial las brujas. Sus artimañas no tienen límites.
—Discúlpeme, señor, pero nunca he visto magia semejante. La bruja… era una anciana, pero… cambió. —Me miré los puños de nuevo. Decidido a pronunciar las palabras—. Se convirtió en una mujer hermosa. —Respiré hondo y alcé la vista, apretando la mandíbula—. En una mujer hermosa embarazada.
Él curvó los labios.
—La Madre.
—¿Señor?
Se puso de pie apretando las manos a su espalda y comenzó a caminar por la sala.
—¿Has olvidado las enseñanzas sacrílegas de las brujas, Reid?
Sacudí la cabeza con brusquedad, con las orejas ardiendo, y recordé a los diáconos severos de mi infancia. El aula escasa junto al santuario. La Biblia desgastada en mis manos.
Las brujas no alaban a nuestro Señor y Salvador, tampoco reconocen la existencia de la sagrada trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Glorifican a otra trinidad… una trinidad idolatrada. La triple Diosa.
Aunque no hubiera crecido en la Iglesia, cada chasseur aprendía la ideología malvada de las brujas antes de hacer su juramento.
—Virgen, Madre y Anciana —susurré.
Él asintió con aprobación y una satisfacción cálida se expandió en mí.
—La personificación de la femineidad en el ciclo del nacimiento, la vida y la muerte… entre otras cosas. Es una blasfemia, por supuesto. —Resopló y sacudió la cabeza—. Como si Dios pudiera ser mujer.
Fruncí el ceño, evitando sus ojos.
—Claro, señor.
—Las brujas creen que su reina, la Dame des Sorcières, ha sido bendecida por la diosa. Creen que ella, esa cosa, puede adoptar las formas de la trinidad a voluntad. —Hizo una pausa, tensó la boca al mirarme—. Hoy, creo que te has enfrentado a la Dame des Sorcières en persona.
Lo miré boquiabierto.
—¿Morgane le Blanc?
Él asintió con brusquedad.
—La misma.
—Pero, señor…
—Explica la tentación. Tu incapacidad de controlar tu naturaleza más básica. La Dame des Sorcières es increíblemente poderosa, Reid, en particular en esa forma. Las brujas afirman que la Madre representa la fertilidad, la realización y… la sexualidad. —Contorsionó el rostro con desagrado, como si la palabra hubiera dejado un sabor amargo en su boca—. Un hombre inferior a ti habría sucumbido.
Pero quise hacerlo. Mi rostro ardió lo suficiente como para causar dolor físico mientras el silencio descendía entre los dos. Oí los pasos y el arzobispo posó su mano en mi hombro.
—Expulsa esa idea de tu mente, para que la criatura no envenene tus pensamientos y corrompa tu espíritu.
Tragué con dificultad y me obligué a mirarlo.
—No le fallaré de nuevo, señor.
—Lo sé. —Sin vacilación. Sin incertidumbre. El alivio infló mi pecho—. Esta vida que hemos escogido, la vida del autocontrol, de la templanza, no carece de dificultades. —Presionó mi hombro—. Somos humanos. Desde el albor de los tiempos, el suplicio de los hombres ha sido la tentación de las mujeres. Incluso dentro de la perfección del Jardín del Edén, Eva sedujo a Adán y lo hizo pecar.
Cuando no dije nada, soltó mi hombro y suspiró. Ahora, cansado.
—Presenta este asunto ante el Señor, Reid. Confiesa y él te perdonará. Y si… con el paso del tiempo… no puedes superar esta aflicción, quizás debamos conseguirte una esposa.
Sus palabras golpearon mi orgullo, mi honor, como un puñetazo. La furia recorrió mi cuerpo. Fuerte. Rápida. Repugnante. Solo pocos de mis hermanos habían tenido esposas desde que el rey había creado nuestra orden sagrada, y después de un tiempo la mayoría habían olvidado sus puestos y abandonado la Iglesia.
Sin embargo… había habido un tiempo en el que había considerado la idea. En el que incluso la había anhelado. Pero ya no.
—No será necesario, señor.
Como si percibiera mis pensamientos, el arzobispo continuó con cautela.
—No es necesario que te recuerde tus transgresiones previas, Reid. Sabes muy bien que la Iglesia no puede obligar a ningún hombre a prometer celibato… ni siquiera a un chasseur. Como ha dicho Pedro: «Si no pueden controlarse, permitidles contraer matrimonio: dado que es mejor hacerlo que arder de pasión». Si tu deseo es casarte, ni tus hermanos ni yo podemos detenerte. —Hizo una pausa, observándome con atención—. Quizás la joven mademoiselle Tremblay aún te acepte.
El rostro de Célie apareció brevemente en mi cabeza con sus palabras. Delicado. Hermoso. Sus ojos verdes llenos de lágrimas. Habían empapado la tela negra de su atuendo de duelo.
No puedes entregarme tu corazón, Reid. No puedo cargar con eso en mi conciencia.
Célie, por favor…
Esos monstruos que han asesinado a Pip aún andan sueltos. Deben recibir un castigo. No te distraeré de tu objetivo. Si debes entregar tu corazón, dáselo a tu hermandad. Por favor, por favor, olvídame.
Nunca podría olvidarte.
Debes hacerlo.
Aparté el recuerdo antes de que me consumiera.
No. Nunca contraería matrimonio. Después de la muerte de su hermana, Célie lo había dejado muy claro.
—Pero les digo lo mismo a quienes no están casados y a las viudas —concluí, mi voz era baja y constante—: es bueno para ellos si se contienen como yo. —Miré con atención los puños en mi regazo, llorando un futuro, una familia, que nunca tendría—. Por favor, señor… No piense que pondría en riesgo mi futuro con los chasseurs contrayendo matrimonio. Lo único que deseo es complacer a Dios… y a usted.
En ese instante, alcé la vista y él me ofreció una sonrisa sombría.
—Tu devoción hacia el Señor me complace. Ahora, busca mi carruaje. Debo ir al castillo para el baile del príncipe. En mi opinión, es una tontería, pero Auguste malcría a su hijo…
Un golpe vacilante en la puerta detuvo sus palabras. Su sonrisa desapareció ante el sonido y él asintió una vez para indicar que me retirara. Me puse de pie y rodeé su escritorio.
—Adelante.
Un novato joven y desgarbado entró. Ansel. Dieciséis años. Había quedado huérfano cuando era un bebé, como yo. Lo había conocido solo brevemente durante la infancia, aunque a ambos nos habían criado en la Iglesia. Él había sido demasiado joven para pasar el rato con Jean Luc y conmigo.
Hizo una reverencia y cubrió su corazón con el puño derecho.
—Lamento interrumpirlo, Su Eminencia. —Su garganta se movió mientras entregaba una carta—. Pero ha recibido correo. Una mujer ha venido a la puerta. Cree que una bruja estará en el West End esta noche, señor, cerca del parque Brindelle.
Me quedé paralizado. Allí vivía Célie.
—¿Una mujer? —El arzobispo frunció el ceño, inclinó el torso hacia adelante y tomó la carta. El sello había adoptado la forma de una rosa. Buscó en su atuendo un cuchillo delgado para abrirlo—. ¿Quién?
—No lo sé, Su Eminencia. —Las mejillas de Ansel se volvieron rosadas—. Tenía cabello rojo intenso y era muy… —Tosió y miró sus botas—… muy hermosa.
El arzobispo frunció más el ceño mientras abría el sobre.
—No sirve de nada obsesionarse con la belleza terrenal, Ansel —lo reprendió, dirigiendo su atención a la carta—. Espero verte en el confesionario maña… —Abrió los ojos de par en par ante lo que leyó.
Me acerqué.
—¿Señor?
Él me ignoró, con los ojos aún clavados en la página. Di otro paso hacia él y alzó la cabeza bruscamente. Parpadeó con rapidez.
—Estoy… —Sacudió la cabeza y tosió, volviendo a posar la mirada en la carta.
—¿Señor? —repetí.
Ante el sonido de mi voz, avanzó a toda prisa hacia la chimenea y lanzó la carta a las llamas.
—Estoy bien —replicó, juntando las manos detrás de su espalda. Temblaban—. No te preocupes.
Pero me preocupé. Sabía que el arzobispo era mejor que nadie… y él no temblaba. Miré la chimenea, donde la carta se desintegraba y se convertía en ceniza negra. Cerré los puños. Si una bruja había convertido a Célie en su objetivo al igual que había ocurrido con Filippa, la destrozaría extremidad por extremidad. Suplicaría por las llamas antes de que terminara con ella.
Como si percibiera mi mirada, el arzobispo se giró para mirarme.
—Reúna un equipo, capitán Diggory. —Ahora su voz era más firme. Más fría. Posó de nuevo la mirada en la chimenea y endureció su expresión—. Aunque sinceramente dudo de la validez de la afirmación de esta mujer, debemos cumplir con nuestros votos. Registrad el área. Informad de inmediato.
Coloqué el puño sobre mi corazón, hice una reverencia y avancé hacia la puerta, pero él extendió la mano como una serpiente y sujetó mi brazo. Ya no temblaba.
—Si efectivamente hay una bruja en West End, tráela con vida.
Asentí y realicé otra reverencia. Decidido. Una bruja no necesitaba todas sus extremidades para continuar con vida. Ni siquiera necesitaba su cabeza. Hasta que no ardían, las brujas podían revivir. No quebrantaría ninguna de las reglas del arzobispo. Y si el hecho de que yo trajera una bruja con vida aliviaba su inquietud repentina, entonces traería tres. Por él. Por Célie. Por mí.
—Considérelo hecho.