1 Rakel

Mi casa siempre ha olido a fogones y a rosas del desierto, que solo emanan ese delicioso aroma después del atardecer.

Mi casa siempre ha olido a agua fresca, lo cual no abunda en un paraje tan árido y desértico como el nuestro.

Asomo la cabeza por la ventana de mi habitación e inspiro hondo para llenar mis pulmones de aire nocturno. Cuando uno teme que puede perder algo de la noche a la mañana, aprovecha cada oportunidad que se le presenta para saborearlo.

Este es el lugar al que padre decidió mudarse después de que mi madre falleciera. Un oasis en mitad de una carretera a ninguna parte, construida en forma de dos manos ahuecadas que protegen una piscina natural de la avaricia de las dunas de arena. Los peces chapotean en el agua. Y también hay tortugas. La orilla está bordeada por un anillo de higueras; esos árboles nos abastecen de muchísima fruta fresca. Cuando es temporada, nos ponemos las botas de higos, pero siempre reservamos varios puñados que secamos y deshidratamos hasta que llega la siguiente cosecha. En casa no se tira absolutamente nada. No hay lujos. Padre dejó la ciudad y el ejército de la provincia de Aphorai cuando yo no era más que una cría porque quería brindarme una infancia despreocupada y tranquila. Quería que disfrutara de esa vida sencilla y pacífica que tanto me gustaba, y tanto anhelaba.

Hasta que llegó la Podredumbre.

Ahora, mi casa huele a la agonía de padre. Es la agonía de un hombre moribundo.

Suelto un suspiro, bajo las persianas, echo los postigos y me escabullo hacia la siguiente habitación.

La espada de bronce todavía está colgada en la pared. Es un símbolo del respeto que padre infundió en otra época. Puedes amarla o despreciarla, pero, si la Podredumbre logra meterse en tu piel, tienes los días contados. Hay varias maneras de alargar el suplicio, desde luego, pero todas requieren varios zigs. Zigs de oro. Muchos más de los que jamás podré ahorrar elaborando perfumes para los vecinos de la aldea o ungüentos para aliviar las picaduras de escorpiones de arena. Más de lo que podré ganar con los mejores aceites de flores que vendo en el mercado negro de la ciudad de Aphorai.

Solo sé hacer una cosa, por lo que únicamente tengo una opción.

O al menos eso me repito a mí misma mientras levanto con sumo cuidado la tapa del arcón que hay a los pies de la cama de padre. Guardo mi premio, el sello con su firma grabada, dentro del bolsillo del delantal.

—¿Rakel?

Me da un vuelco el corazón. «Cálmate. Está fuera, en el jardín.»

Bajo la tapa del baúl y me aseguro de que el candado quede bien cerrado porque no quiero dejar ningún cabo suelto, ni ninguna pista que pueda delatarme. Echo un último vistazo y salgo de casa.

Todos los vecinos de la aldea ya se han ido a dormir. Todos, salvo padre. Está sentado sobre un taburete alto, con la espalda apoyada en la fachada de barro cocido de nuestra casa. La construyó con sus propias manos y utilizó varios métodos militares para asegurarse de que resistiera hasta el terremoto más violento de la historia. Debo reconocerle el mérito porque, gracias a sus experimentos, nuestra casa sigue en pie y otras, en cambio, se han derrumbado.

Tiene la muleta de madera al alcance de la mano, como siempre, y las últimas brasas le iluminan el rostro de un tono anaranjado. El humo del incienso de bergamota se enrosca a su alrededor. El aroma espanta y repele a los insectos que revolotean sobre todo al anochecer, pero a él le fascina. En circunstancias normales, sería un despilfarro en toda regla. Pero me pongo en su lugar y le comprendo. Sé que me volvería loca si tuviera que convivir con el horrible hedor de mi piel pudriéndose, descomponiéndose.

—¿No puedes dormir? —pregunto con tono alegre para disimular el remordimiento, la culpa.

Respiro lo mínimo posible. Papá me envuelve entre sus brazos, pero con mucho cuidado, pues solo me permite que le toque el lado bueno.

—Nos hemos quedado sin corteza de sauce.

—Creía que teníamos para dar y vender.

Se encoge de hombros.

Tiene mala pinta. Muy mala pinta. Pero al menos refuerza un poco más mi decisión y hace que el plan que he ideado sea más fácil de justificar, más fácil de ocultar.

—Me encargaré de ir a por más provisiones a Aphorai.

Al menos eso es, en parte, verdad.

Él sacude la cabeza.

—No pasa nada. No te preocupes tanto.

—En el sexto infierno no pasa nada.

—Vigila esa lengua, jovencita.

Saco la lengua y bizqueo los ojos.

Padre se ríe entre dientes.

—Nada de lo que diga o haga te hará cambiar de opinión, ¿verdad?

—Ya sabes lo testaruda que soy. De todas formas, me comprometí a acompañar a Barden. Se le ha acabado el permiso.

Me cuelgo la bolsita del hombro y me despido de padre con un beso en la mejilla. Está rasposa porque lleva un par de días sin afeitarse.

—Intenta descansar un poco, por favor.

Asiente con la cabeza.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Oigo unas pisadas en la arena, justo a mis espaldas. Puntual como un reloj.

La falda y el talabarte de Barden son tan nuevos que todavía huelen al tomillo que se utilizó para cubrir, o al menos disimular, la peste a meado de paloma que el cuero absorbió en las cubas del curtidor. También percibo el familiar olor del sudor, oculto tras el aceite de ámbar que todos los guardias de palacio de Aphorai están obligados a llevar para no ofender al refinado olfato de los aristócratas. Apuesto a que a la vista de la nobleza no le perturba el efecto brillante del aceite sobre sus músculos. Hace apenas unos meses que lo aceptaron en el cuerpo, pero los cambios físicos saltan a la vista. Está sometido a un duro y exigente entrenamiento físico, por lo que ahora su pecho se ve mucho más abultado y prominente. Creo que podría partirle el cuello a la mitad de los vecinos de la aldea en que nos criamos; como si fuese un descendiente Ashradinoran.

Y lo sabe muy bien.

—Barden —le saluda padre—. ¿De vuelta al servicio del ilustre gobernador de nuestra provincia? —pregunta, y advierto una nota de amargura en su voz; padre sirvió al eraz de Aphorai antes de que Barden naciese.

Con un tremendo esfuerzo, trata de levantarse. Barden se acerca y le ofrece el brazo.

—Si quiero progresar y salir adelante, no puedo dormirme en los laureles —responde, y luego me mira—. Pero no hay nada mejor que pasar una temporada en casa.

Esquivo su mirada y me entretengo estirando la tira de la bolsa que llevo colgada del hombro, aunque la verdad es que no estaba enrollada, ni mal colocada.

Cuando por fin padre consigue ponerse de pie, se apoya sobre el bastón y lo que queda de su pierna izquierda, un muslo inerte, se balancea como un columpio. La luna apenas brilla esta noche, así que entorno los ojos. ¿Los vendajes están colocados más arriba de lo que estaban ayer?

Se dirige renqueante hacia la puerta.

—Nos vemos mañana por la noche, ¿verdad?

Asiento con la cabeza porque temo que mi voz no sea capaz de disimular la mentira, el engaño.

Espero a que padre se retire y entre en casa, y entonces me vuelvo hacia Barden.

—¿Preparado?

—Preparadísimo.

Barden me sigue hasta la parte trasera de la casa. Una yegua y un caballo castrado nos esperan tras una valla de postes de madera, con la cabeza gacha y con una pata trasera apoyada sobre la punta de un casco.

Lil es una yegua grandiosa, la más grande que padre ha criado. Es incluso más corpulenta que su hermano mayor, que está a su lado. Padre me la regaló cuando cumplí los doce años. Si hacemos cuentas, llevamos juntas cinco años. Elegí el nombre de Lil por la lilaria de las historietas del cuentacuentos de la aldea, porque su pelaje es más negro que los demonios de sombra de las leyendas antiguas, porque es el doble de rápida y porque, hasta la fecha, ha demostrado tener el mismo carácter y temperamento. Padre creía que el nombre le traería mala suerte. Sin embargo, en aquel momento, poco me importaba la suerte, o su prima hermana, la fortuna, ya que todo apuntaba a que habían decidido darme la espalda e ignorarme por completo. Lil era un demonio, y nos íbamos a llevar a las mil maravillas.

Y ahora el demonio empieza a despertarse. Lil sacude las orejas y se acerca a nosotros.

Barden aminora el paso y lanza una mirada de desconfianza a mi yegua.

—¿Alguna vez se acostumbrará a mi presencia?

—¿Cuántas veces te he dicho que no es nada personal? No le cae bien nadie.

Y, en ese preciso instante, Lil balancea la cabeza sobre la valla y me acaricia el hombro con el morro.

—De acueeeeerdo. —Barden me pasa su petate, que está a reventar de cosas.

—Menudo tufo, Bar. ¿Qué has metido aquí?

Él se encoge de hombros, como queriendo decir que él no huele nada de nada.

—¿Sigues empeñada en hacerlo?

Digo que sí con la cabeza. No me atrevo a abrir el pico y disimulo atando su petate y mi bolsa a la montura de Lil. Barden apoya una mano varonil y descomunal sobre la mía.

—Nunca es tarde para recapacitar. Piénsalo bien: todavía estás a tiempo de montar un puesto de incienso y dirigir tu propio negocio. No sería el fin del mundo, créeme. Y quizás incluso llegues a acostumbrarte a ello.

Otra vez con el mismo cuento. Barden no cree en las casualidades. Está convencido de que todo ocurre por un motivo y que no podemos escapar de nuestro destino, pues está escrito en las estrellas, y de que, por mucho que intentemos luchar contra él y nadar a contracorriente, no está en nuestras manos cambiarlo. Es una de las pocas cosas en las que no hemos logrado ponernos de acuerdo. Aparto mi mano de la suya y acaricio la crin de Lil. Apoyo una mejilla sobre su cuello y me embriago de la calidez que desprende. En cierto modo, es como si estuviera escondiéndome bajo una manta.

—El sueldo de una rata que se dedica a moler incienso no llega ni para cubrir las necesidades básicas de una persona —digo, y miro de reojo mi casa—. De una persona «sana». O perfumista, o acabaremos ahogados por las deudas. Y tiene que ser ahora. Padre no puede esperar otra vuelta.

Esa es la fea y cruda realidad. Al oírla, Barden hace una mueca de dolor y después me agarra por los hombros.

—Hay más opciones, Rakel. Me han ascendido de rango militar y pienso seguir esforzándome para llegar a lo más alto. En estos momentos, le envío la mitad de mi paga a mi hermana, pero muy pronto podré ayudarte y mantenerte. A ti… y a tu padre —murmura; se acerca un poco más y me envuelve en un fuerte abrazo.

Esa seguridad, tan firme y tan sólida, me consuela y me reconforta. Sin embargo, no quiero desentenderme de mis problemas y pedirle que los solucione por mí. Sé que es un tipo ambicioso, que alcanzará sus metas y logrará todo lo que se proponga, pero temo que, para entonces, ya sea demasiado tarde.

—Y así —me susurra al oído— no tendrías que correr tantos riesgos.

Me pongo tensa, rígida. Me encanta nuestra aldea, pero, si alguien se atreve a rebelarse contra el orden establecido o a hacer las cosas de una manera distinta, pierde el apoyo de toda la comunidad. Son tan rigurosos que creerán que ha perdido el norte y pasará a ser la oveja descarriada de la aldea. Los perfumistas del Eraz, en cambio, reciben todo tipo de halagos y alabanzas cada vez que presentan una creación nueva. Y, además de eso, los premian con una cuantiosa suma de dinero. Si consiguiera ser uno de ellos, ya no tendría que preocuparme por el precio de las mejores y más refinadas provisiones para intentar frenar la podredumbre y conceder a padre un poco más de tiempo. Tal vez incluso podría descubrir nuevos tratamientos. Y podría decidir mi propio futuro como una mujer independiente, sin tener que arrastrarme como un gusano y pedirle a Barden una limosna.

Él cuadra los hombros.

—Si no puedes prometerme eso, al menos prométeme otra cosa.

Podría soltar alguna fanfarronada, pero sé que no serviría de nada. No puedo engañarle. Levanto la cabeza, pero se ha colocado a contraluz de la luna y las estrellas, y no puedo advertir su expresión.

—Prométeme que tendrás mucho cuidado —ruega con voz ronca. Baja la barbilla y se inclina ligeramente hacia delante.

Me aparto.

—Se está haciendo tarde, Bar. Deberíamos partir ya —murmuro; un segundo después, cojo las riendas de Lil y apoyo el pie en el estribo.

Tras exhalar un profundo y larguísimo suspiro, Barden se sube al caballo y se coloca detrás de mí.

—Ya está —dice con tono suave y cariñoso—. Puedes reclinarte, si quieres.

A pesar de que la tensión que se respira entre nosotros podría cortarse con un cuchillo, Barden sigue siendo mi mejor amigo. Mi «único» amigo. Y nunca ha revelado los secretos que le he confesado. Sí, es como una tumba. Echo la espalda hacia atrás y me apoyo sobre su pecho. El viaje hasta la ciudad dura todo un día, y toda una noche. Y me conviene echar una cabezadita.

—Lil —murmuro, y cierro los ojos—. No dejes que Barden se caiga del asiento, ¿de acuerdo?


En momentos como este desearía tener el olfato de otra persona.

Aphorai todavía no asoma por el horizonte, pero la brisa que serpentea entre las dunas arrastra el perfume de las calles de la ciudad. Abro los ojos y me doy cuenta de que estamos atravesando un desierto tranquilo, sereno y deshabitado. Estamos solos, Barden, mi yegua y ese olor tan fuerte de los arbustos recubiertos de espinas que ha pisoteado y cuyos restos han quedado entre los cascos. Pestañeo y, cuando vuelvo a abrir los ojos, me abruma un torrente de efluvios de fruta seca y sudor rancio con unas notas pestilentes de putrefacción.

Barden me acaricia el hombro en un intento de tranquilizarme.

Me trago las ganas de vomitar y le doy un golpecito a Lil con el tacón de mi bota. No puedo permitirme el lujo de llegar tarde a la reunión.

El primer edificio que aparece de entre las dunas es el templo. La pirámide se impone sobre la ciudad de Aphorai como si fuese una bestia agazapada. Es una de las pocas edificaciones que ha sobrevivido a varios siglos de terremotos. Esos temblores azotan y sacuden la provincia cada dos por tres. Hay quien dice que el templo fue construido por los mismísimos dioses. Y, para que esa teoría fuese cierta, los dioses deberían ser mano de obra ligada por contrato y tener los bolsillos llenos de monedas de oro.

De repente, Lil resopla y sacude la cabeza, y es entonces cuando caigo en la cuenta de que todos los músculos desde el hombro hasta el muslo se me han agarrotado y de que he deslizado la mano hacia el relicario de plata que llevo bajo mi túnica de lino. Me inclino y le acaricio el cuello.

—Lo siento, chica.

A pesar de que todavía estamos muy lejos del templo, es imposible no distinguir a las sacerdotisas; suben los peldaños de la escalera principal como minúsculas aves fénix, pues arrastran unas faldas de plumas larguísimas de color carmesí. Y, en la cúspide del templo, una columna de humo azul emerge desde el gran altar y serpentea hacia el cielo. Y, detrás de ella, otra columna de humo, pero blanca y ligera, como una nube de verano. Y junto a ella, una espiral naranja y otra de un tono verde empolvado.

Barden me da un empujoncito en cuanto aparece la última columna de humo. Púrpura imperial.

—¿Qué significa? —pregunto por encima del hombro.

Él suelta un resoplido.

—Ni idea. Solo los oficiales están al corriente de los asuntos del imperio.

—Oh, creía que eras el ojito derecho del sargento de la guarnición.

—Le caigo en gracia, pero no está enamorado de mí.

—Tal vez sea porque no eres su tipo.

Me da un golpecito con el codo en las costillas.

—Espera que me case con una buena chica.

—Pero no eres el mayor de tus hermanos —digo, en tono de mofa. Barden es el hermano pequeño, lo cual es una gran suerte, pues no carga con el peso de la responsabilidad que conlleva seguir con el linaje familiar—. Puedes casarte con quien quieras.

—¿En serio?

Suspiro. ¿Por qué siempre me meto en camisas de once varas?

Trato de pensar una manera de reconducir la conversación y desviar el tema, pero un aroma me distrae. El humo ceremonial me acaricia la nariz y atiza los rescoldos de una rabia contenida.

El templo controla las vidas de los creyentes con una serie de normas y rituales que empiezan con el primer aliento de una persona. Los ingredientes que arden en las velas y el brasero, cuyo valor soy incapaz de calcular, pregonan al cielo el mensaje de las estrellas, para que así los dioses puedan oír tus plegarias hasta el día en que mueras.

Sin embargo, el día en que nací yo, no se quemaron esencias sagradas. Y por eso no recurro al incienso sagrado cuando quiero orar.

Menta, cuero, romero, sudor.

Esos fueron los primeros olores que inhalé.

El jabón de menta, la armadura de cuero de un veterano y el aceite de hojas de romero que todavía crece en las macetas de arcilla, junto a la puerta de casa. Era el inconfundible aroma del uniforme de padre. Y todo mezclado con el duro trabajo que había realizado ese día en los campos de entrenamiento de la guarnición. Esas cuatro esencias se concentraban a mi alrededor siempre que me cargaba sobre sus hombros y me llevaba a los mercados de la ciudad de Aphorai. No era más que una cría, pero ya era capaz de distinguirlos de los olores que percibía por las calles de la metrópolis; podría decirse que esa mezcla era mi propia ciudadela. Y, desde el torreón más alto de ese castillo imaginario, me protegía de las embestidas de los curtidores y de los camellos, de los estofados de pichón de arena y del incienso barato que ardía en un callejón escondido.

Pero eso fue antes de que aquella ampolla diminuta, y a primera vista inofensiva, le saliera en el empeine. Antes de que la costra apareciera y de que se abriera día sí, día también, para revelar una herida aún más grande, más profunda. Antes de que el dolor se volviera tan insoportable que ni siquiera le permitía aguantarse de pie, y mucho menos llevar a su hija en volandas.

Una bandada de golondrinas se arremolina en el cielo, formando dibujos hipnóticos. Sus murmullos me devuelven a la realidad y, casi de inmediato, todos esos recuerdos melancólicos vuelven a enterrarse en mi mente. Se están preparando para construir los nidos a lo largo de las murallas de Aphorai, en los huecos de las aspilleras. «Es la única fortificación de todo el imperio que sobrevivió a las guerras de sombra y logró mantenerse en pie», solía decir papá. Supongo que los temblores contribuyeron a que nuestra provincia se preparara para otro tipo de violencia.

Hoy, las murallas defienden la ciudad del sol que, en este preciso instante, está escondiéndose tras el horizonte. Parece una bola de fuego, y el desierto, un océano de metal fundido. Cuando por fin llegamos a la puerta número quince, Barden baja del lomo de Lil. Un segundo después, un grupito de críos harapientos sale de entre las sombras y nos rodea. Barden se echa a reír, abre un bolsillo de su bolsa y les regala varios higos. Ahora entiendo por qué su bolsa estaba tan atiborrada de cosas.

Me acaricia la rodilla, pero no pasa de ahí.

—Entonces, ¿te veré en las pruebas?

Asiento con la cabeza.

—¡Rakel! —exclama, pues los niños no dejan de gritar de la emoción.

—¿Sí?

—Que las estrellas velen por ti.

Asiento de nuevo. Barden sabe perfectamente que jamás he pronunciado una oración. Y sigo mi camino.

Dejo a Lil junto a una fuente, en una placita. No es lugar para una montura, y lo sé. Estaría mucho más cómoda en uno de los campos que rodean la ciudad, fuera de las murallas, pero eso implica gastar zigs. Así que da lo mismo. Si este vecindario es lo bastante rico como para disfrutar de una fuente inagotable de agua, dudo mucho que alguien que pasee por ahí se tome la molestia de robar un caballo. Y menos teniendo en cuenta que la mayoría de la gente cree que vale más asada en trocitos que viva. Y si por casualidad un insensato se atreviera a ponerle una mano encima, me encargaría personalmente de arrancársela.

Lil resopla. Es su manera de demostrarme que está indignada. Cree que la he atado ahí y que la voy a abandonar.

—¿Qué? —pregunto, y le rasco el costado—. Sé que odias el mercado nocturno.

Se niega a mirarme a los ojos.

Hurgo en mis bolsillos y busco el pañuelo amarillo que llevan los criados de la ciudad para así tapar el polvo y los enredos que tengo en el pelo. Dentro de esos majestuosos muros no hay nadie que vista ropa para atravesar el desierto, así que me arremango los puños de la túnica para no desentonar y no llamar la atención. El relicario me sirve como espejo. Compruebo que no tengo la cara manchada de barro, o de cualquier otra cosa. Después me echo una pizca del contenido del relicario en las sienes, detrás de las orejas y en las muñecas. Cera de abeja empapada con jacinto y azucena y una pizca de clavo. Es un aroma floral un pelín empalagoso, pero servirá para camuflarme y pasar desapercibida, igual que el detalle de las mangas y los colores que he elegido para la ocasión, los colores que solo lucen las mulas de carga.

Me despido de Lil rascándole detrás de la oreja. Le encanta. Después, me echo la bolsa al hombro, pero con muchísimo cuidado porque no quiero que lo que contiene se mueva demasiado. Con la cartera medio vacía, pero bien guardada, empiezo mi periplo.

Al principio, mi ruta me lleva por amplias y majestuosas avenidas flanqueadas por un sinfín de palmeras. Los criados visten túnicas de color azafrán y no me hacen ni caso, pues tienen una infinita lista de recados. Un gatito me observa desde lo alto de un muro y, del jardín que se esconde detrás, flota el perfume de caquis maduros. Camino dando zancadas firmes y resueltas. Tengo los cinco sentidos alerta, pero no quiero parecer una furtiva. He dedicado tantísimas noches a elaborar lo que contienen los cuatro frascos de cristal que llevo en la bolsa que incluso he perdido la cuenta.

El cielo empieza a teñirse de negro y las últimas espirales de humo del templo parecen zarcillos deshilachados.

Por fin.

A medida que me voy acercando a los puestos del mercado, las calles se van estrechando. Las especias se entremezclan como viejos amigos, aunque también distingo el tufillo de las cloacas. Inspiro hondo y serpenteo entre los distintos puestecillos; trato de esquivar a los vendedores de gallinas y me escabullo entre las mesas llenas de montañas de zumaque y constelaciones de anís estrella.

Y cuando logro escapar de ese laberinto de callejuelas angostas, llego a una plaza iluminada por la luz de la luna. Varios puestos rodean la plaza, pero los artículos que allí se venden son más decorativos que útiles. El ambiente que se respira en la plazuela es pesado porque están quemando incienso de sangre de dragón. Inspiro una gran bocanada de la esencia oficial de Aphorai, elaborada únicamente en la perfumería del Eraz. En esta parte de la ciudad, huele un poco más a ambición que a aristocracia.

Pero detrás de todo eso distingo algo terrible y, por desgracia, familiar.

Un tipo está apoyado en uno de los muros de piedra, con un carrito de madera al lado. Entorno los ojos porque la luz cada vez es más tenue. ¿Está arrodillado? No. Sus piernas terminan donde debería tener las rodillas. Unos vendajes mugrientos y empapados de úlceras cuelgan de los muñones. No le queda mucho.

Todos los transeúntes evitan mirarle a los ojos. Los criados caminan con la vista clavada en los adoquines. Los mercaderes se tapan la nariz con retales de seda perfumada y aceleran el ritmo cuando pasan junto a él; cuando consideran estar lo bastante lejos, a unos diez metros más o menos, arrojan el trozo de tela al suelo. Los vigilantes de los puestecillos enseguida se apresuran a recoger los retales con unas tenacillas larguísimas.

Supersticiosos estúpidos. No puedes contagiarte de la podredumbre con tan solo olerla, y yo soy prueba de ello.

Al pobre hombre le cuesta una barbaridad ponerse en pie para intentar subirse al carrito; de pronto, uno de los vigilantes lo empuja con las tenazas, le amenaza con llamar a la guardia de la ciudad y él se tambalea.

Cierro los puños. No lo soporto ni un segundo más. Aparto de un empujón al tipo y me arrodillo junto al hombre.

—Apóyese en mi brazo.

Con un esfuerzo tremendo, logramos que suba al carrito.

Rebusco el frasquito casi vacío de sauce que guardo en mi bolsa. Son todas las existencias que me quedan, pero sé que pronto las repondré.

—Tome. Le aliviará el dolor. Es mejor si lo toma con korma. Pero no se pase —le advierto, y me fijo de nuevo en los vendajes—, o la herida no cicatrizará y acabará desangrándose.

—Gracias —dice con voz áspera.

—¿Se hospeda en algún sitio? ¿Quiere que le ayude a llegar hasta ahí?

—No se preocupe, estaré bien —responde, aunque los dos sabemos que es mentira.

—¿Está seguro?

Echa un vistazo a la plaza. Se está armando un buen revuelo, lo que confirma que el vigilante ha encontrado a una patrulla.

—Debería marcharse.

Y en eso sí lleva toda la razón. Lo último que necesito es discutir con un capitán de la guardia de la ciudad que está de mal humor porque le ha tocado trabajar en turno de noche.

—Que las estrellas velen por usted, hermana —dice.

—Y por usted también.

Al otro lado de la plaza está mi destino, que desprende un brillo cegador gracias a los braseros de cobre. Una fila de jóvenes criados ocupa el umbral; sus rasgos son finos y suaves, y sus cuerpos, ágiles y flexibles, están cubiertos con una túnica de seda un pelín transparente. Cada uno sostiene un abanico con hojas de palmera entretejidas que agitan sin cesar para que el humo dulzón y de color rojo se extienda por toda la calle y así atraer a posibles clientes. La línea de guardias que se extiende tras ellos deja bien claro que no todo el mundo es bienvenido ahí y que debes ser el cliente perfecto para poder entrar.

Y yo no soy de esa clase de clientes.

Por suerte, no tengo ninguna intención de entrar por la puerta principal.

Detrás del edificio hay una escalera de piedra que conduce al sótano.

El guardia de la puerta, ataviado con colores menos chillones que sus compañeros de la puerta principal, asiente con la cabeza al verme, pero no musita palabra. Avanzo por ese angosto pasillo, y casi tropiezo con las piernas de una pareja que está sumida en un sueño profundo. Olfateo el aire y distingo los resquicios de su elegante perfume eclipsado por el tufo de monederos vacíos y cabezas aún más vacías. Humo del sueño.

En la sala principal, una multitud de espectadores se ha apiñado alrededor de la mesa de mármol que ocupa el centro del salón. Cuatro caballeros y una mujer dan un paso al frente y un criado les ofrece unas copas diminutas. Están dispuestas alrededor de una bandeja de plata, imitando los cinco puntos de la rueda de estrellas. A primera vista, cualquiera diría que han volcado el arcoíris en ellas, ya que, a la luz de las velas, tenue y parpadeante, da la sensación de que el líquido irradia el brillo de una piedra preciosa distinta.

Ah, este juego. «Muerte en el paraíso.» Las copas contienen un cóctel de leche de amapola y un licor fortísimo; el sabor puede variar, pero la mezcla promete que quien tenga el honor de bebérsela disfrutará de toda una noche de amor. Vaya donde vaya, lo recibirán entre elogios y ovaciones, y todo aquel con quien se cruce caerá rendido a sus pies. ¿El riesgo? Una copa puede contener, o no, jazmín de noche: es imperceptible si se combina con ese licor tan meloso y letal. Pone a prueba tu habilidad. Y, si uno no goza de esa habilidad, pone a prueba su valor y osadía.

—¡Salud!

El primer jugador, un muchacho de melena rizada que luce una túnica, de un color que bien podría confundirse con el púrpura imperial, alza su copa y la vacía de un solo trago. Sus compañeros ahogan un grito y lo observan con detenimiento. Pero un minuto después deja la copa sobre la bandeja con ademán ostentoso y esboza una sonrisa.

—Oleré el perfume de los dioses otra noche.

Los espectadores gritan de alegría y le felicitan con varias palmaditas en la espalda. Ni siquiera me molesto en disimular el desdén que me producen esa clase de juegos peligrosos cuando cruzo la sala y me dirijo hacia la barra. Si por casualidad se volvieran hacia mí, ni siquiera me verían. Para ellos, la servidumbre es invisible.

Nunca he conseguido hacer buenas migas con la camarera; sabe muy bien por qué estoy ahí, y ya ni siquiera me trata con cordialidad.

—Deja eso en la tienda. Te espera medio gramo de zigs. La próxima entrega debe ser dentro de un semilunio.

—Esta vez quiero hablar personalmente con Zakkurus.

—Ni lo sueñes.

Señalo la bolsa que llevo colgada del hombro.

—Oh, ¿prefieres que le venda todo esto a Rokad? —pregunto, aunque es un farol.

Rokad paga mejor, pero tiene una reputación que deja mucho que desear. Las malas lenguas aseguran que vende a sus proveedores, que los traiciona para así contentar a los reguladores.

Suelta un suspiro y busca algo detrás de la barra. Medio minuto después, durante el cual he estado oyendo el inconfundible sonido del tintineo del cristal, coloca cinco copas delante de mis narices.

—Elige.

—No te confundas. No soy una de esas engreídas que esnifan lo primero que les sirven en los antros y cuchitriles de esta ciudad porque necesitan vivir emociones fuertes.

—Y Zakkurus no es uno de esos benefactores benévolos y caritativos que están dispuestos a perder su valioso tiempo con ratas como tú.

Me está poniendo entre la espada y la pared. No pensaba tener que regatear con la camarera, pero ¿qué otra opción tengo? Si no lo hago ahora, perderé la oportunidad de presentarme a las pruebas de aprendiz y tendré que esperar a la siguiente vuelta. La «aflicción», término oficial elegido para referirse a la podredumbre por parte de los puristas y especialistas, no tiene miramientos y no espera a ningún hombre. Ni jovencita.

Y como no cuento con el respaldo y el amparo de los dioses y las estrellas, quizá por esa falta de, en fin, «deferencia» que he mostrado hacia ellos a lo largo de mi vida, no tengo otra alternativa. Necesito averiguar qué perfume elegirá lady Sireth, la hija del Eraz, en la próxima vuelta de la rueda de las estrellas, la esencia que todo el mundo que es alguien, o que pretende llegar a ser alguien, se morirá de ganas por adquirir para así poder empaparse de ella. Y la elaboración de ese perfume será la prueba final de la competición.

Espero que la mano no me tiemble demasiado y revele mis nervios. Acerco cada una de las copas a la nariz y dejo que el buqué envuelva mis sentidos. La tercera me da que pensar, pues es la única con un toque amargo. Está hecho a propósito, para disuadir al jugador. Además, es la única copa que carece del dulzor que aporta el clavo, y la única que está limpia. Apostaría mi vida por ella. Estoy «a punto» de apostar mi vida por ella.

—¿Cuatro? —pregunto, y enarco una ceja—. Cualquiera diría que estás apostando contra el jugador.

La camarera se encoge de hombros.

Sin apartar la mirada de sus ojos, me llevo la copa a los labios. Casi puedo saborear ese líquido amargo. Echo la cabeza hacia atrás y vacío la copa de un solo trago.

Inspiro. Me encuentro bien. Inspiro de nuevo. No noto ningún cambio.

Y, de repente, el suelo se abalanza sobre mí.