Después de que Constantino trasladase la capital del imperio a Constantinopla en el año 328, Roma dejó de ser el centro del mundo conocido. Pero a pesar de su lejanía, los sucesivos emperadores seguían ejerciendo su influencia en Italia, con la presencia de un representante imperial en la cercana Rávena. Roma y su Iglesia estaban bajo el dominio de aquellos lejanos señores, y, para empeorar aún más la situación, cada cierto tiempo hordas de bárbaros arrasaban e invadían Italia, dejando tras de sí un panorama desolador.
Esta situación de dependencia hacia Constantinopla se prolongaría penosamente hasta el siglo VIII. El enfrentamiento en el año 726 entre el emperador bizantino León III y el papa Gregorio II con motivo de la crisis iconoclasta fue solo una muestra de la separación que iba a producirse entre Roma y el Imperio bizantino.
Algunos años después, Cristóforo, un funcionario eclesiástico, iba a protagonizar uno de los hechos más trascendentes para la historia de la Iglesia. Cristóforo dio lugar a la llamada leyenda de la Donación de Constantino, según la cual el emperador romano había otorgado al papa Silvestre «los palacios, la ciudad de Roma y todas las provincias, plazas y ciudades de Italia y de las regiones de Occidente». A continuación, tras este espléndido regalo, el emperador se habría trasladado a Constantinopla, ya que «no estaba bien que un emperador terreno compartiera la sede del sucesor de Pedro».
Poco después de que Cristóforo inventara aquella enorme patraña, los pueblos bárbaros —esta vez personificados en los lombardos— volvieron a asolar Roma y sus cercanías, generando a su paso la creación de numerosos ducados y pequeños territorios. Bizancio se había alejado cada vez más de Roma, así que los romanos estaban solos ante el peligro. Fue así como el papa que dirigía la Iglesia en ese momento, Esteban II, decidió pedir ayuda a Pipino, el rey de los francos.
Tras atravesar los Alpes en pleno invierno del año 755, el papa alcanzó la corte de Pipino, donde fue recibido con los brazos abiertos. La razón de tan caluroso recibimiento era bien sencilla: la historia sobre la Donación de Constantino había llegado a oídos de los francos y, al parecer, estos se la habían creído a pies juntillas. Así que Esteban II aprovechó la oportunidad y, además de pedir ayuda militar, exigió que cuando se recuperaran los territorios invadidos por los bárbaros lombardos se entregaran directamente a la Iglesia y no a Bizancio o a la ciudad de Roma. Sorprendentemente, Pipino aceptó aquella petición. Los francos vencieron en la batalla a los lombardos, y, como había prometido, Pipino entregó al papa los territorios que mencionaba la falsa Donación de Constantino.
Con aquel inocente, en apariencia, gesto de crear una leyenda piadosa, habían nacido los Estados Pontificios, y con ellos la figura del pontífice como señor feudal de unos territorios que suponían unos suculentos ingresos para la Iglesia y aquel que la encabezaba. Y con la llegada del poder temporal, vinieron también las luchas, los asesinatos y las conspiraciones.
Con el cadáver del papa Paulo I —el sucesor de Esteban II— todavía caliente, el duque italiano Toto de Nepi pensó que no había nadie mejor que su hermano, Constantino, para ocupar el trono vacante y conseguir gracias a él todos los beneficios y poder que este conllevaba. Aunque Constantino no era clérigo, aquello no fue un impedimento. Toto consiguió que tres obispos lo consagraran. Así, en un mismo día, el aspirante a papa fue ordenado clérigo, subdiácono, diácono, sacerdote y consagrado obispo y papa (¡todo un récord digno de entrar en el libro Guinnes!). Con ese currículum tan acelerado, se convirtió en Constantino II.
El nuevo papa, sin embargo, no consiguió el reconocimiento oficial. Durante casi un año intentó convencer por todos los medios a Pipino para que le concediera esa gracia, pero no lo logró. Finalmente, en el año 768, un grupo de una facción contraria, comandado por un tal Cristóbal, atrapó al falso pontífice y, tras arrancarle los ojos, lo encerró en un convento.
Intentando beneficiarse de la brutal y despiadada defenestración de Constantino II, un rey lombardo llamado Desiderio decidió aprovechar la oportunidad para colocar en San Pedro a alguien que pudiera servir a sus intereses, y escogió a un monje llamado Filipo. Si el mal parado Constantino podía presumir de récord por acumular nombramientos en poco tiempo, el nuevo papa Filipo podría presumir de poseer otro, el del pontífice (antipapa en realidad) que menos tiempo ha estado en el cargo. Fue consagrado el 31 de julio del año 768, y ese mismo día, solo unas horas después, fue depuesto.
Afortunadamente para él, y a diferencia de Constantino II, el monje-antipapa Filipo tuvo la suficiente cabeza como para no oponerse a su destitución —lo que le sirvió para conservar los ojos en su sitio— y regresó a su tranquilo retiro en el convento de San Vito.
Ya sin molestos pretendientes al trono de san Pedro, una facción afín a los francos pudo escoger a su propio papa: Esteban III. Entre sus primeras actuaciones destaca la celebración de un sínodo en el año 769 durante el que se confirmó la culpabilidad de Constantino II y se anularon todas sus decisiones y actuaciones. Además, se aprovechó la ocasión para instaurar una nueva norma según la cual un laico no podía ser elegido papa, precisamente para evitar situaciones como la protagonizada por el hermano del duque Toto. En la misma norma se eliminaba, por primera vez, el hasta entonces tradicional derecho del pueblo romano a dar su opinión durante la elección de un nuevo pontífice, quedando limitada esta decisión al clero, aunque la medida no se aplicó de forma efectiva hasta tiempo después.
Con la muerte del papa Adriano I, Roma escogió nuevo pontífice, y un día más tarde, León III ya disfrutaba de la tiara papal. El nuevo vicario de Cristo se apresuró a mostrar su reverencia al hijo de Pipino, Carlomagno, enviándole una misiva acompañada por la enseña de Roma y las llaves de la tumba de san Pedro.
Aquel gesto de sumisión no agradó nada a los sobrinos del anterior pontífice, y estuvieron a punto de sacarle los ojos al papa durante una procesión. Habían intentado asesinarlo, así que León consideró que lo más sensato era acudir en busca de la ayuda de Carlomagno, igual que Esteban había pedido la de su padre Pipino. El rey franco aceptó aquella llamada de auxilio y escoltó al papa hasta Roma. Un mes después, el día de Navidad del año 800, León III le devolvía el favor y coronaba emperador a Carlomagno, iniciándose así el Sacro Imperio Romano. Se restauraba de este modo otra tradición mediante la cual el papa tenía la potestad para coronar a reyes y emperadores.
Fue un nuevo incremento de los poderes pontificios, pero también un peligro en potencia para los sucesivos Santos Padres.
Llegados a este punto del repaso a la cara menos conocida del pontificado, nos detendremos en la extraña y sorprendente historia de Juana, una hermosa e inteligente joven inglesa que, en el siglo IX, llegó a alcanzar el solio pontificio bajo el nombre de Juan VIII.
Al menos, eso es lo que creyeron buena parte de los cristianos de Occidente desde el siglo XIII hasta principios del XVII. En torno a 1250 comenzó a circular de boca en boca un insólito relato anónimo que recogía aquellos sorprendentes sucesos. Aunque con algunas pequeñas variaciones, la historia que pudo escucharse en toda Europa venía a coincidir en lo esencial:
Juana había sido una hermosísima joven inglesa que, desde pequeña, dio muestras de poseer una gran inteligencia. Su interés por ampliar sus conocimientos la llevaron ya desde edad muy temprana a refugiarse en los conventos, uno de los escasos lugares donde podía saciar su sed de aprendizaje. Sus ansias de aprender, sin embargo, no acabaron en la infancia. Pasada la adolescencia, decidió viajar a Atenas y continuar con su preparación. Allí visitó un convento de benedictinos con la intención de seguir aprendiendo, pero encontró algo más de lo que buscaba en un principio. Juana se enamoró perdidamente de uno de sus maestros, y este quedó también prendado de todas las virtudes de la joven inglesa.
Pero el suyo parecía un amor imposible. La reclusión a la que estaba sometido su amado maestro en el convento y su condición de religioso se interponían en su felicidad. Sin embargo, la audaz e inteligente Juana tomó una determinación: ocultaría su aspecto femenino y, disfrazada, pasaría a convertirse en un monje, ataviado con su hábito y exhibiendo la típica tonsura. Así fue como Juana pasó a ser conocida como Juan el Inglés y pudo seguir en secreto junto al hombre que amaba, llevando una vida de estudio.
Sin embargo, aquella felicidad no duró mucho tiempo. El amante de Juana falleció, y, como única vía para escapar del dolor que la consumía, la muchacha se volcó aún más en sus estudios. Juan el Inglés alcanzó una gran sabiduría y su fama no tardó en traspasar fronteras, y eran muchos los que acudían hasta el monasterio para pedir ayuda o consejos en los temas más variados. Finalmente, la hermosa e inteligente Juana, siempre bajo la protección de su oculta identidad, decidió trasladarse a Roma, donde acabaría siendo elegida como sumo pontífice el año 855.
Al igual que había ocurrido durante su estancia en Atenas, la sabia mujer logró engañar a todo el mundo sin levantar la menor sospecha. Sin embargo, ocurrió algo inesperado: Juana volvió a enamorarse. En esta ocasión fue un joven clérigo —también dotado de gran inteligencia— quien robó su corazón. Y finalmente el papa, es decir, la papisa, quedó embarazada.
Juana ocultó como pudo su estado, pero un día, durante una procesión desde San Pedro hasta la iglesia de San Juan de Letrán, comenzó a sentirse indispuesta. Y allí mismo, ante el asombro de cientos de personas, el papa Juan VIII dio a luz un bebé. Poco después, deshonrada y descubierta, la sabia papisa Juana falleció, tras dos años, un mes y cuatro días gobernando la Iglesia de Roma.
Hasta aquí la historia que corrió como la pólvora a partir del siglo XIII. El relato tenía todas las características de lo que hoy denominaríamos una «leyenda urbana», y caló hondamente en la sociedad de la Edad Media. Incluso varios cronistas, como Esteban de Borbón (1261) o el dominico Martín el Polaco (1277) recogieron en sus trabajos sobre la historia del pontificado la ya célebre aventura de Juana. De hecho, el suceso acabó dándose por cierto hasta en el seno de la propia Iglesia, y en el año 1600 todavía era visible un retrato con el nombre de Johannes VIII, Femina ex Anglia en la galería de bustos pontificios de la catedral de Siena.
Personajes como Boccaccio creyeron firmemente en la historia de Juana, y la leyenda —pues evidentemente solo se trata de eso— perduró durante siglos, alimentada años después por versiones más elaboradas —y pornográficas— que vieron la luz en el Renacimiento.
En la actualidad, todavía quedan recuerdos de aquella extraña historia, y una de las cartas del Tarot de Marsella, «la sacerdotisa», está representada por la figura de una papisa.
A pesar de que no existía ninguna prueba documental que avalara el sorprendente relato, el pueblo trató de encontrar evidencias que demostraran la existencia de Juana. Así, el hecho de que las procesiones papales evitaran circular por la calle donde supuestamente se produjo el parto de la papisa indicaba sin duda que lo acontecido había sido real, y que se había cambiado a propósito el recorrido. Algo similar ocurrió con una escultura de una madre con un niño que se encontraba en la ruta supuestamente recorrida por Juana. Inmediatamente el populacho vio en ella a la papisa y su bebé. Otro ejemplo de la búsqueda de señales que indicaran la realidad del rumor llevó a creer a muchos que los asientos perforados de mármol que se empleaban tras el nombramiento de un nuevo pontífice tenían la intención de permitir una prueba mediante la cual se verificaba la identidad masculina del recién consagrado papa. En realidad, dichos asientos de mármol procedían de antiguas termas, lo que explicaba la presencia de tales orificios.
Algunos de los estudiosos que han analizado a fondo la llamativa historia de la mujer papa han destacado el hecho de que la historia comenzó a difundirse en el siglo XIII, coincidiendo con una época en la que las pretensiones temporales del papado volvían a estar en auge.
Efectivamente, el relato posee un tono claramente antipapal, lo que sugiere una intención de crítica que quizá rememorara algún episodio real de la historia en la que igualmente la Iglesia ansiaba el poder temporal.
Resulta comprometido afirmar con rotundidad quién pudo inspirar el personaje ficticio de Juana. En opinión de algunos investigadores, el relato de la papisa podría proceder de una fábula bizantina que hacía referencia a una mujer patriarca, sobre la que incluso existen referencias en una misiva dirigida por el papa León IX al patriarca Miguel Cerulario en el año 1054.
Sin embargo, la mayor parte de los estudiosos parecen coincidir actualmente en que no fue una sola mujer, sino dos, las que podrían haber servido de fuente de inspiración para la leyenda de Juana. Y son precisamente estas dos mujeres, Teodora la Mayor y Marozia —madre e hija—, las auténticas protagonistas del siguiente período del papado, posiblemente el más oscuro y nefasto de su historia.