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LOS PRIMEROS SIGLOS DEL CRISTIANISMO

San Pedro

No podríamos abordar un trabajo como este, dedicado a repasar la vida y obra «prohibida» de algunos de los papas más sorprendentes de la historia de la Iglesia católica sin detenernos con cierto detalle en la figura de quien, supuestamente, fue su cabeza inicial: san Pedro.

Su vida —en especial tras la muerte de su amado Jesús— supone una auténtica incógnita y representa un apasionante desafío para los teólogos, historiadores e incluso arqueólogos que han intentado desentrañar sus misterios.

Las implicaciones que se derivan de tales interrogantes son de suma trascendencia, no solo a nivel histórico, sino sobre todo en lo que se refiere a los cimientos mismos de la Iglesia de Roma.

¿Quién fue Pedro?

Si nos atenemos a lo relatado en los Evangelios, parece ser que Pedro* —su verdadero nombre era Simón, Bar Jonah, es decir: Simón, hijo de Jonah— nació en la población de Betsaida, a orillas del lago Tiberíades, en Galilea. Aunque se desconoce la fecha exacta de su nacimiento, debió de ser en tiempos bastante próximos a los de su maestro. Según el Nuevo Testamento, Pedro se dedicaba a la pesca en el mar de Galilea, labor que realizaba junto a su hermano Andrés, quien fue también uno de los primeros discípulos de Jesús. Ambos hermanos estaban asociados en dicho negocio a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan. Es casi seguro que los cuatro fueron discípulos de Juan el Bautista, y a través de él llegaron a conocer a Jesús.

Prescindiremos aquí del período de la vida de Pedro que coincide con el del rabí de Galilea, ya que lo damos por sobradamente conocido por todos a través de los escritos recogidos en el Nuevo Testamento.

Tras la muerte de Jesús y transcurrido un período inicial de desconcierto y miedo, Pedro y el resto de los apóstoles se reunieron en Jerusalén, primero para esperar el regreso de su maestro, y más tarde, para comenzar a predicar tímidamente la resurrección de Jesucristo.

Poco más se cuenta en el Nuevo Testamento sobre Simón Pedro. Sabemos, eso sí, que realizó viajes por Palestina, que visitó Antioquía —donde según la tradición habría ejercido como primer obispo de la ciudad—, y que sus relaciones con san Pablo no fueron todo lo amigables que deberían haber sido.

Pero apenas sabemos nada más sobre su vida. Los Hechos de los Apóstoles lo mencionan por última vez en el capítulo 12. En ese pasaje, Pedro está encerrado en una cárcel de Jerusalén, de donde es liberado gracias a la intervención de un ángel. A partir de ese momento, fechado en el año 44 d.C., el apóstol favorito de Jesús se esfuma sin dejar rastro.

En la actualidad hay más de 1.200 millones de católicos en todo el mundo. Si preguntamos a cualquiera de ellos acerca de la muerte y posterior inhumación de san Pedro, lo más probable es que nos conteste que el apóstol murió martirizado en Roma y que fue enterrado allí, justo en el lugar en el que hoy se levanta, majestuosa, la basílica de San Pedro del Vaticano.

Y, en efecto, esto es exactamente lo que ha ido transmitiendo la tradición. Un relato piadoso que es tomado por la mayor parte de los creyentes como un hecho cierto y rigurosamente histórico. Pero ¿realmente es así? ¿Existen pruebas de que Pedro predicó en Roma, fue martirizado durante la persecución de los cristianos y posteriormente enterrado en la ciudad?

¿Estuvo realmente san Pedro en Roma?

Durante siglos, una piadosa tradición ha asegurado que san Pedro llegó a Roma en tiempos del emperador Nerón, y que fue martirizado tras la persecución lanzada por este contra los cristianos en el año 64 de nuestra era. Según este relato, Pedro habría sido condenado a morir crucificado —él pidió que lo hicieran cabeza abajo, ya que no se consideraba digno de morir como su maestro— en el circo de Nerón. Junto a él, otros condenados a muerte ardían como antorchas humanas iluminando el terrible espectáculo. Tras su muerte, sus seguidores habrían enterrado sus restos muy cerca de allí, en la colina Vaticana.

Sin embargo, y por mucho que pueda sorprender, no existe una sola prueba documental que demuestre que Pedro visitó alguna vez Roma y, por lo tanto, tampoco de que muriera y fuera enterrado allí tras ser martirizado.

Como ya hemos dicho, la pista de Pedro desaparece en Jerusalén, según recogen los Hechos de los Apóstoles. Existen dos epístolas atribuidas a san Pedro, pero la mayor parte de los expertos coinciden en señalar que son falsas casi con total seguridad. La primera de ellas* contiene una alusión a su estancia en Babilonia, que al parecer podría identificarse con la ciudad de las siete colinas. Sin embargo, el texto recoge ideas que parecen ajenas al propio Pedro, y en opinión de algunos exégetas, es posible incluso que pudiera haberlo redactado el mismo Pablo. Al parecer, la carta está escrita en un griego excelente, lo que hace difícil que surgiera del puño y letra de Simón Pedro,** un sencillo galileo de escasa cultura. Los defensores de su autenticidad han sugerido que pudo ser redactada por un tal Silvano, que habría ejercido de secretario personal de Pedro. Sin embargo, más tarde se averiguó que el tal Silvano fue en realidad un personaje más cercano a Pablo de Tarso.

La segunda carta está incluso mejor escrita y su estilo es marcadamente diferente al de la anterior. Ha sido datada por los expertos en torno al año 150 d.C., por lo que de ninguna forma pudo ser obra del galileo.

Tampoco menciona san Pablo,*** en ninguno de sus escritos, que Pedro estuviera en Roma. Y este dato es especialmente importante en el caso que nos ocupa. En la Epístola a los romanos desde Corinto, el de Tarso saluda a varios amigos romanos y sin embargo no hace ninguna referencia a san Pedro. ¿No sería lógico que si Simón Pedro se encontraba en Roma, Pablo le hubiera dedicado también un saludo? Tampoco encontramos referencia alguna en los Hechos cuando describen la llegada del apóstol san Pablo a la Ciudad Eterna en el año 60.

Muy acertadamente, el historiador español Antonio Ramos-Oliveira**** se hace la siguiente pregunta: si Pedro no estaba en Roma en el año 58 —fecha de la Epístola a los romanos— ni del 60 al 62 —presencia de Pablo en Roma—, y según la tradición fue crucificado en el año 64, tras varios años de predicación, ¿cuándo y desde dónde llegó?

La primera referencia a una posible presencia de san Pedro en Roma la encontramos en una carta escrita por Clemente Romano,* uno de los supuestos sucesores de Pedro, en el año 96 d.C. Sin embargo, los críticos han destacado que se trata de menciones muy vagas y que no se conoce el contexto exacto al que se refieren.

Las siguientes menciones son aún más tardías y podrían servir únicamente como prueba de que, en la época en la que fueron escritas, existía ya la creencia de que Pedro estuvo en la ciudad y que murió allí.

Así, por ejemplo, Eusebio de Cesarea** recoge la historia de un presbítero llamado Gaio —o Cayo— que vivió a finales del siglo II y principios del III, y que menciona las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo:

También lo afirma, y no con menor certidumbre, un varón eclesiástico llamado Gaio, que vivió durante el obispado en Roma de Ceferino. Este Gaio, en una disputa escrita con Proclo, jefe de la secta de los catafrigios, habla acerca de los lugares donde se hallan los santos restos de los apóstoles que hemos mencionado, y dice lo siguiente: «Pero yo puedo mostrar los trofeos de los apóstoles. Pues si deseas ir al Vaticano o al camino de Ostia, verás los trofeos de aquellos que fundaron esta Iglesia».

Otros autores que también se hacen eco de la tradición que ubicaba en Roma al apóstol —todos ellos ya muy avanzado el siglo II— son Lactancio, Ireneo de Lyon, Dionisio de Corinto o Tertuliano.* Algunos de estos autores no solo mencionan la presencia de Pedro, sino que lo hacen coincidir con Pablo de Tarso. Otra fuente de gran utilidad, el Liber PontificalisLibro de los papas—, va aún más lejos y menciona incluso el lugar en el que habría vivido Pedro: la cima del monte Esquilino, donde erigió un oratorio.

Como vemos, lo único que se puede afirmar con rotundidad tras examinar las fuentes documentales y los escritos de los primeros Padres de la Iglesia es que a finales del siglo II existía ya una tradición bien asentada entre los cristianos sobre la presencia del pescador de Galilea en la capital del Imperio romano.

Algún tiempo después, el emperador Constantino levantaría una basílica en honor del apóstol sobre su supuesta tumba, ubicada en la colina Vaticana.

¿Fue enterrado Pedro en la Ciudad Eterna?

Ha quedado claro que la documentación histórica no resulta suficiente para demostrar, fuera de toda duda, la presencia de Pedro en Roma. Sin embargo, existía otra posibilidad mediante la cual confirmar lo defendido por la tradición: la presencia de la supuesta tumba del apóstol —y por lo tanto sus restos— bajo los cimientos de la actual basílica del Vaticano.

Hasta el siglo XX poco se pudo hacer para tratar de aclarar las incógnitas existentes. Pero en 1939,** poco después de su consagración, el papa Pío XII nombró un equipo de estudio con la finalidad de que realizaran excavaciones arqueológicas bajo los cimientos de San Pedro y resolvieran el enigma de una vez por todas. Eso sí, debían mantener el mayor de los secretos.

El equipo encargado de la investigación estaba formado por los especialistas Enrico Josi, Antonio Ferrúa, Engelbert Kirschbaum y Bruno Ghetti, todos ellos religiosos. Además, sus pesquisas y descubrimientos fueron supervisados en todo momento por un estrecho colaborador del pontífice, monseñor Ludwig Kaas.

Los primeros trabajos certificaron la existencia de una necrópolis del siglo I d.C. bajo el suelo de la basílica, lo que venía a confirmar parte de lo que aseguraba la tradición. Se encontraron numerosos nichos paganos y también algunas de las primeras tumbas de fieles cristianos. Los arqueólogos descubrieron también que el antiguo templo construido por el emperador Constantino parecía estar especialmente diseñado para destacar una parte concreta de la necrópolis. Justo en esta zona se produjo un interesante hallazgo: una tumba con aspecto de trofeo que parecía coincidir en su ubicación y características con el monumento descrito por el presbítero Gaio y que podría datar, según los expertos, del año 165.

Finalmente, en 1951 el equipo de Ferrúa publicó los informes oficiales con los resultados de su investigación. A pesar de que llevaron a cabo un trabajo riguroso y objetivo, su estudio no escapó a las críticas, que acusaban a los religiosos de haber realizado una investigación deficiente. Además, se comprobó que se había producido un continuo enfrentamiento entre el equipo de investigadores y monseñor Kaas.

En 1953, Pío XII autorizó una segunda investigación en la necrópolis vaticana, esta vez dirigida por la experta epigrafista Margherita Guarducci, cuya familia tenía una estrecha amistad con el pontífice. Las incursiones de Guarducci en el lugar de las excavaciones echaban por tierra —en su opinión— el trabajo realizado por sus predecesores. Fue así como descubrió una serie de inscripciones en los muros que se encuentran en el lugar donde, según la tradición, está la tumba de san Pedro. Una de ellas llamó especialmente su atención. Estaba escrita en griego y rezaba: «Petrus eni», o lo que es lo mismo, «Pedro está aquí». Sin embargo, dicha inscripción fue datada en torno al año 150 d.C., por lo que, al igual que ocurría con las fuentes documentales, solo demostraba la existencia de la creencia de que allí estaba enterrado Pedro.

Pero la mayor polémica estaba por llegar. Guarducci explicó que un sampietrini —uno de los trabajadores que estaba bajo las órdenes de Kaas— le había dado una caja de madera con huesos que habían sido descubiertos en uno de los lóculos de la necrópolis. El obrero explicó que la caja había sido custodiada durante años por Kaas, quien guardó silencio sobre el hallazgo.

Un buey, una oveja y… ¡un ratón!

Guarducci también explicó que los huesos habían estado envueltos en una tela púrpura con bordados en oro, y que los estudios forenses habían determinado que los restos correspondían a los de un varón de unos sesenta o setenta años. Los resultados obtenidos por la epigrafista fueron dados a conocer en varias publicaciones, pero recibieron también duras críticas. Entre los mayores detractores de su metodología estaba el propio Antonio Ferrúa. Este dio a conocer un examen más exhaustivo de los restos óseos realizado por Venerando Correnti, catedrático de Antropología de las universidades de Palermo y Roma. Correnti y su colaborador Luigi Cardini descubrieron que los restos óseos no pertenecían a un único individuo, sino que habría también partes de otro esqueleto, correspondiente a un individuo joven. Y lo más sorprendente: en la caja de madera también se conservaban huesos de una oveja, un buey y hasta los de… ¡un ratón!

A pesar de estos nuevos datos, el papa Pablo VI dio crédito a las investigaciones de Guarducci, y el 26 de junio de 1968 hizo un comunicado anunciando el descubrimiento de los restos del apóstol:

Creemos nuestro deber, en el estado actual de las conclusiones arqueológicas y científicas, dar a ustedes y a la Iglesia este anuncio feliz, obligados como estamos a honrar las reliquias sagradas, respaldados por una prueba confiable de su autenticidad. En el caso presente, nosotros debemos ser aún más impacientes y exultantes cuando tenemos razón en creer que han sido encontrados los escasos pero sagrados restos mortales del príncipe de los apóstoles, del hijo de Simón de Jonah, del pescador llamado Pedro por Cristo, del que fue escogido por el Señor para fundar Su Iglesia y a quien Él confió las llaves de Su reino hasta Su gloriosa vuelta final.

Sin embargo, cosa curiosa, tras la muerte de Pablo VI, Guarducci ya no pudo volver a entrar en la necrópolis, y las supuestas reliquias de san Pedro fueron retiradas del edículo monumental. Ella mantuvo hasta su muerte que la culpa de su ostracismo provenía de las maquinaciones del padre Ferrúa, carcomido por la envidia de sus descubrimientos.

Actualmente la polémica persiste. A pesar de las excavaciones y de los datos ofrecidos por la tradición, no se puede afirmar que Pedro fuera enterrado bajo la basílica que lleva su nombre.

De hecho, no es necesario recurrir a la arqueología para comprobar que resulta bastante difícil que los restos del pescador galileo fueran enterrados donde se ha dicho. Si realmente Pedro fue martirizado por los romanos mediante la crucifixión, lo más probable es que sus restos —como criminal que era considerado por las autoridades— fueran incinerados y sus cenizas arrojadas con desprecio a las aguas del Tíber.

Aun aceptando la improbable posibilidad de que su cadáver no fuera quemado o arrojado a las fieras del circo, sería prácticamente imposible que sus discípulos y seguidores hubieran podido rescatar sus restos sin ponerse ellos mismos en grave peligro. Para recuperar el cuerpo de Pedro habrían tenido que solicitar permiso a las autoridades, lo que equivaldría a quedar identificados como cristianos «peligrosos» y alborotadores.* Por lo tanto, es bastante difícil que unos supuestos discípulos del apóstol le dieran cristiana sepultura en la actual colina Vaticana.

De modo que estamos como al principio. Ni las fuentes documentales ni las excavaciones arqueológicas han escapado a la polémica. Y la pregunta principal —¿estuvo Pedro en Roma y murió allí martirizado?— queda sin una respuesta segura. Como ya hemos venido constatando páginas atrás, lo único que podemos considerar como hecho contrastado es que, ya muy avanzado el siglo II, existía una creencia entre los cristianos de que, efectivamente, los restos de Pedro descansaban en la necrópolis de la citada colina Vaticana.

El fraude de los primeros papas

Vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Jesús le respondió: «Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».

MATEO 16, 15-19

Si todos los detalles que poseemos sobre la presencia y martirio de Pedro en la ciudad de Roma proceden de la tradición, algo muy similar ocurre con los primeros sucesores del príncipe de los apóstoles.

Lo único que los historiadores saben con certeza es que, en torno al año 180, ya existe una importante tradición sobre los primeros «papas». En esas fechas, san Ireneo de Lyon ya menciona una lista de obispos de Roma en su obra Contra los Herejes.* En ella, Ireneo establece una sucesión directa entre Pedro y san Eleuterio, el obispo de Roma de aquel momento, enumerando a los distintos papas intermedios.

Pero como decíamos, no existe forma de demostrar la realidad de los datos que aparecen reflejados en tal lista. Esta sucesión de nombres, al menos hasta san Aniceto (155-166), procede única y exclusivamente de la piadosa tradición.

Una evidencia de que tal sucesión de obispos ha sido creada ex profeso la encontramos al analizar la figura de uno de los sumos pontífices mencionados por el propio Ireneo. El sexto sucesor de Pedro se llama, sospechosamente, Sixto, y su festividad se celebra el 6 de abril…; ¿casualidad?

Por otro lado, el número de sucesores de Pedro incluyendo al contemporáneo de Ireneo —Eleuterio— suma doce, la misma cantidad de apóstoles que siguieron a Cristo. Parece que todo cuadra demasiado bien para deberse a una simple casualidad. Más bien al contrario, parece que la lista está destinada a sugerir una idea muy concreta. Del mismo modo, llama la atención también que los relatos piadosos aseguren que Pedro murió crucificado —al igual que su amado maestro Jesús—, mientras que san Pablo fue decapitado, como le ocurrió a Juan el Bautista. Parece que alguien se hubiera tomado la molestia de establecer unos notables paralelismos entre dichas figuras, de modo que sirviera en cierta forma para legitimizar aún más su papel.

Pero, además, existe otra objeción a la veracidad de la lista de los llamados primeros papas. La figura del obispo de Roma —los primeros papas, con autoridad sobre el resto de obispos, no surgirán hasta unos siglos después— no aparece hasta bien entrado el siglo II, de forma más tardía que en el resto de comunidades cristianas. Hasta ese momento, parece ser que la comunidad de Roma estaba gestionada por el grueso de creyentes y no existía una figura de presbítero jefe, obispo o cabeza de la comunidad, de modo que difícilmente podría elaborarse una lista de «papas» u obispos cuando ni siquiera existieron realmente.

El propio Pablo, en su Epístola a los romanos, datada en torno al año 57, además de no mencionar a Pedro entre sus conocidos, como vimos antes, tampoco hace referencia alguna a jerarquía de ningún tipo.

Por otro lado, la carta de Clemente Romano —precisamente uno de los supuestos papas— a los cristianos de Corinto, y que como dijimos antes estaría fechada en el año 96, no está escrita en su nombre, actuando como líder de la Iglesia, sino que todo parece indicar en ella que la redacta a modo de «secretario» de la comunidad romana. Otra epístola dirigida a los romanos, esta vez escrita por un obispo de Asia Menor, Ignacio de Antioquía, hacia el año 107, tampoco menciona para nada a ningún obispo, lo que viene a confirmar nuestras sospechas.

Ni siquiera los Hechos, como ya vimos, hacen referencia a su presencia en Roma y, mucho menos, a que transmitiera su posición de líder de la Iglesia a ninguna persona en particular. Pero entonces, si la lista de Ireneo no se ajusta a la realidad —al menos no totalmente—, ¿por qué se hizo?

Hay más de una respuesta, pero todas ellas parecen explicar satisfactoriamente no solo el hecho de que se inventara una falsa lista de sucesores de Pedro, sino también la propia tradición de la presencia del apóstol en Roma.

En la época en que surgió la tradición, el cristianismo estaba amenazado por otras muchas prácticas religiosas. Además de «competir» con los dioses del panteón romano y con doctrinas mistéricas como la del culto al dios Mitra —especialmente adorado por los legionarios romanos—, había en aquel momento multitud de herejías que ponían en peligro a la «verdadera» doctrina. Personajes como Tatiano, Marción* o Valentino campaban a sus anchas por Roma difundiendo y defendiendo una visión del Evangelio totalmente distinta a la ortodoxa. ¿Cómo hacer frente a tantos enemigos?

Muy sencillo: estableciendo una sucesión directa entre Eleuterio —el obispo de Roma en aquel momento— y Pedro, primera piedra de la Iglesia, supuestamente colocada por el propio Jesús, como vemos en el pasaje de Mateo que abre este capítulo. Y para crear tal sucesión ininterrumpida, hacía falta una lista de obispos, que es la que recoge Ireneo. Esto explicaría también la tradición sobre san Pedro. Si el apóstol creó la Iglesia en Roma y transmitió su poder a través de sus sucesores —a los primeros los habrían consagrado personalmente Pedro y Pablo, según Ireneo y la tradición—, se conseguían dos cosas: primero, afianzar la doctrina frente a las herejías; y segundo, establecer una primacía del obispado de Roma frente al de las demás comunidades, ya que el obispo de la ciudad era ahora sucesor directo del elegido por Jesús para fundar la Iglesia.

Ireneo fortaleció aún más esta idea al mencionar en su obra a Roma como «grande e ilustre Iglesia», que «por su posición de preeminente autoridad, tiene que estar de acuerdo toda la Iglesia, o sea, la totalidad de los fieles del mundo entero». Y fue de este modo como comenzó a gestarse, ahora sí, una auténtica jerarquía en Roma.

San Hipólito, el primer antipapa

Las primeras desavenencias importantes en el seno de la Iglesia de Roma surgieron en una fecha bien temprana, a inicios del siglo III. Tras la muerte del obispo de Roma, Ceferino, el pueblo eligió como sucesor a Calixto, quien por aquel entonces estaba encargado de la administración de las catacumbas cristianas que hoy llevan su nombre.

Sin embargo, su nombramiento no fue acogido con agrado por todo el mundo. Hipólito, un discípulo de Ireneo, acusaba a Calixto de herético, ya que aceptaba el regreso a la comunidad de aquellos cristianos que, tras haber cometido un grave pecado, se arrepentían y llevaban una vida de penitencia. Por si fuera poco, Calixto consentía las uniones entre patricios romanos y esclavos, y a Hipólito aquello le parecía inaceptable.

Además, existían entre ellos grandes diferencias a la hora de concebir el misterio de la Santísima Trinidad. De modo que, con esta oposición al legalmente nombrado obispo, Hipólito se hizo nombrar pontífice por sus seguidores, y se ganó así el dudoso honor de ser el primer antipapa de la historia de la Iglesia.* Incluso se tomó la molestia de dedicarle una obra a su rival, Philosophumena, donde lo criticaba sin piedad, tildándolo de bruto y simple y recordando su condición de antiguo esclavo.

En sus páginas, el antipapa Hipólito desvelaba también detalles «oscuros» de la vida pasada de Calixto. Al parecer, este había protagonizado un lamentable incidente años antes de ser elegido obispo de Roma. Calixto había trabajado en su juventud para un funcionario llamado Carcóforo —al servicio del emperador Cómodo—, quien le había encomendado la administración y gestión de sus bienes. Calixto se vio envuelto en un turbio asunto de malversación de las propiedades de su maestro y, angustiado, decidió suicidarse tirándose por una ventana. No logró su objetivo, y las autoridades lo condenaron a trabajos forzados en una mina de azufre de Cerdeña. Allí estuvo tres años, hasta que recibió el indulto y regresó a Roma. Una vez en la Ciudad Eterna, fue ganándose la confianza del entonces obispo Ceferino, hasta que a la muerte de este él mismo fue escogido como líder de la Iglesia romana.

Este parecía ser el motivo principal de la oposición de Hipólito. Él, inteligente y con gran cultura, era quien merecía ser el obispo de Roma y no aquel antiguo esclavo que había perdido los bienes de su maestro y después había intentado suicidarse. Por eso, el antipapa y sus seguidores ejercieron durante su mandato una fuerte y crítica oposición.

De cualquier modo, Hipólito no tuvo que soportar durante mucho tiempo el gobierno de su enemigo. Tras cinco años en el obispado, Calixto fue asesinado por una turba descontrolada en el barrio del Trastévere. Según la tradición, sus asesinos lo lanzaron a un pozo y lo remataron a pedradas.

Pero, aun así, Hipólito no se quedó tranquilo. No lo escogieron a él para suceder a Calixto, sino a Urbano, y después a Ponciano. También con ellos mantuvo un duro enfrentamiento. Finalmente, el primer antipapa de la Iglesia y el obispo del momento, Ponciano, fueron detenidos durante la nueva persecución lanzada por el emperador Maximino y enviados a las minas de Cerdeña. Allí murieron los dos como mártires, tras haber solucionado sus diferencias.

San Cornelio y Novaciano

Al martirizado Ponciano lo sucedió como obispo de Roma Antero (235-236) y a este, san Fabián (236-250), que fue elegido, según Eusebio de Cesarea, de forma supuestamente milagrosa: «Se había reunido el pueblo de Roma y eran muchos los candidatos, cuando una paloma se posó sobre la cabeza de Fabián, recién llegado a Roma del campo».*

Tras la muerte de Fabián, la Iglesia romana se demoró más de lo habitual en la elección del nuevo obispo. Mientras el clero y el pueblo se decidían, un presbítero llamado Novaciano decidió tomar las riendas de la Iglesia mientras se llegaba a una decisión definitiva, seguramente con la esperanza de que fuera él el elegido.

Cuando finalmente los clérigos y la comunidad laica escogieron a Cornelio, Novaciano montó en cólera y renegó de aquella designación. No estaba dispuesto a consentir aquel desprecio, así que, apoyado por sus partidarios, hizo que tres obispos del sur lo consagraran a él como legítimo sucesor de Pedro, con lo que logró arrastrar a buena parte de los fieles a su causa.

Y ahí comenzó la disputa. Cornelio acusó entonces a Novaciano de «bestia pérfida y malvada», asegurando que su elección había sido llevada a cabo por «tres obispos traídos de cierta parte de Italia, hombres rústicos y muy simples, y cuando ya estaban ebrios y cargados de vino».**

Además de dedicarse bonitos piropos como estos, ambos contrincantes chocaban frontalmente en su concepción del trato que debían recibir los apóstatas. Cornelio aceptaba que los arrepentidos pudieran regresar a la comunidad cristiana, pero Novaciano, más intransigente, rechazaba esa posibilidad.

Finalmente, el antipapa fue excomulgado durante un sínodo celebrado en Roma en el año 251 en el que participaron sesenta obispos.

San Dámaso versus Ursino

Tras la conversión de Constantino y la adopción del cristianismo como religión oficial del imperio en 312, los papas se convirtieron en personajes con creciente poder, y no solo en el terreno espiritual. No se trataba todavía de una autoridad como la que alcanzarían los pontífices siglos más tarde —y en especial a partir de la época de Carlomagno—, pero empezaba a vislumbrarse lo que ocurriría tiempo después.

Fue en el siglo IV, precisamente, cuando comenzaron a producirse los primeros episodios violentos relacionados de forma directa con las luchas de poder que empezaban a despuntar ya entre los candidatos a sucesores de san Pedro y sus distintos partidarios. El caso de Dámaso y su rival Ursino es un buen ejemplo de ello.

Aunque nació en Roma en el año 302, se considera a Dámaso como el primer papa español, ya que al parecer sus padres procedían de Hispania, y más concretamente de la región que hoy ocupa la actual Galicia. Cuando era todavía un niño, su padre quedó viudo y decidió dedicar su vida al sacerdocio, llegando a ser presbítero de la parroquia de San Lorenzo en Roma. Esa circunstancia sin duda dejó huella en el joven Dámaso, ya que cuando alcanzó la edad suficiente, él mismo entró a formar parte del clero, y lo hizo además en el mismo templo en el que servía su padre. Más tarde fue diácono con el papa Liberio, y cuando este fue depuesto y condenado al exilio por orden del emperador Constancio, Dámaso lo acompañó.

Tras la muerte de Liberio, y ya de vuelta en Roma, Dámaso fue elegido nuevo papa el 10 de octubre del año 366, con el apoyo de buena parte del clero y de los fieles cristianos.* Sin embargo, no todo el mundo estaba de acuerdo con aquella elección. Otro diácono, llamado Ursino, logró convencer al obispo de Tívoli para que lo ordenase a él como obispo de Roma. Con dos papas reclamando para sí la autoridad pontificia, el clero y los fieles se dividieron en dos bandos, y comenzaron una serie de violentos enfrentamientos callejeros protagonizados por los seguidores de ambos rivales.*

Pero Dámaso contaba con el grupo más poderoso, formado en buena parte por bravos y duros fossores** romanos, y los seguidores de Ursino se llevaron la peor parte. En un principio, los enfrentamientos se habían cobrado alguna víctima, pero se trataba de revueltas callejeras sin excesiva repercusión. El choque más sangriento se produjo cuando, cierto día, los seguidores de Dámaso acorralaron a los partidarios del antipapa en el interior de la iglesia de Santa María de Trastévere. Tras derribar las puertas entraron con gran violencia y causaron una auténtica masacre: 137 seguidores de Ursino perdieron la vida, aunque otras fuentes aumentan la cifra hasta las 160 víctimas.

Más tarde, los contrincantes de Dámaso lo acusaron de adulterio y asesinato, y tuvo que enfrentarse a un tribunal, aunque salió absuelto. Por su parte, Ursino fue desterrado por el emperador Valentiniano, quien reconoció de forma oficial como pontífice a Dámaso.

El legitimado papa demostró con creces que era capaz de emplear la fuerza para sofocar «conductas inapropiadas». Y esa misma firmeza la empleó en la lucha contra las numerosas herejías que hacían peligrar al «verdadero» cristianismo en aquellos tiempos. En especial, Dámaso trató de erradicar el arrianismo,*** que invadía Roma en los años de su mandato, para lo que contó con la ayuda del emperador. También condenó especialmente el priscilianismo, que tanto éxito estaba teniendo en la península Ibérica, así como a los apolinaristas y a los macedonianos.

En cuanto a su relación con la Iglesia de Oriente, Dámaso se consideraba claramente por encima de ella. De hecho, en sus cartas a los obispos de las ciudades de estas lejanas tierras, el obispo de Roma no se dirigía a ellos como «hermanos», sino que los denominaba «hijos», de manera que así dejaba clara su posición de superioridad. Con Dámaso, por tanto, se iba afirmando ya la idea de la primacía del obispado de Roma sobre los demás.

Los terribles sucesos ocurridos durante su enfrentamiento con el diácono Ursino son, a pesar de las numerosas víctimas registradas, simples escaramuzas. Comparadas con lo que sucederá en siglos venideros, dichas refriegas casi parecen cosa de niños.