Dos

Uno creyó durante mucho tiempo que aquella noche del 18 de diciembre de 1995, el presidente había fingido dudar en su respuesta a la pregunta sobre los efectos de la corrupción en las elecciones que venían. Dudó uno de que se sorprendiera él con la pregunta, que tal vez tomaba por una ingenuidad, sobre de qué modo iba a influir la corrupción en el resultado electoral. Pero en algunos hombres de poder, a pesar de todo, queda a veces espacio para la inocencia. La inocencia puede incluso perderles y no advertirlo hasta que pasa algún tiempo y la distancia del poder les proporciona otra luz. Lo cierto fue que la derecha ganó las elecciones en marzo de 1996. Y a diferencia de lo ocurrido en ocasión semejante por parte del Partido Popular, que llegó a poner en duda el escrutinio, y de cómo volvería a actuar la derecha en el futuro en ese mismo sentido (la derecha española, cuando no tiene el poder siente siempre que se lo han usurpado), los demás partidos no se permitieron dudar de los resultados electorales. Así que los votos cambiaron el nombre de Felipe, que era el del presidente derrotado, por el más común de José, que fue no sólo el del que llegaba entonces sino también el de quien, inesperadamente, le sustituyera al paso de los años, justamente en el año 2004: los dos llevaban el nombre de José, José María y José Luis.

Felipe González Márquez, el dulcemente derrotado, tenía algo que ver con el santo del que sus progenitores tomaron el nombre para imponérselo a la criatura: san Felipe de Betsaida. Creo que éste fue uno de los primeros cristianos que oyó la voz del Señor que le pedía: «Sígueme.» Y algo parecido debió sucederle al joven socialista sevillano González Márquez porque, en sus inicios, parecía inducido por una llamada superior que le impulsaba a cumplir un destino en consonancia con el que se tiene por así llamado o elegido. Pero también fue san Felipe buen comunicador, como González Márquez. Le comunicó su alegría a Natanael: «Hemos encontrado a aquél de quien hablaban Moisés y los profetas.»

El nombre que uno lleva no es lo de menos. El escritor español Antonio Muñoz Molina es autor de un espléndido ensayo sobre la importancia del nombre en la novela, en el que se dice que «mediante el nombre se transmite al recién nacido el alma de un antepasado...» La diferencia de alma entre el antepasado de José María Aznar López y José Luis Rodríguez Zapatero debió de venir determinada por el segundo nombre de ambos. El nombre común, sin embargo, el de José, parece propio del hombre corriente, que es como se nos quiso presentar Aznar López, la misma condición que el Papa subrayaría en la canonización de un español de Barbastro, Josemaría Escrivá de Balaguer, y del hombre humilde que nos confesó ser Rodríguez Zapatero, conforme a su ideario franciscano de paz y bien. El nombre de José, Josep o Xosé suena en todas las músicas de las distintas lenguas de España y se extiende por todo el mundo. Llegó al Nuevo Testamento desde el viejo, y en nuestros ámbitos familiares y populares terminó en Pepe o Pepa, Pepito o Pepiño. Los cristianos ven en su figura la de la abnegación, la entrega y la paciencia. Pero no todos los cristianos lo ven igual: unos, como hombre incapaz de tocar a su mujer con deseo, reconociendo lo complicado que debió de ser casarse con la Purísima, nada más y nada menos; otros, como un hombre virtuoso que se acostó con su mujer y al que la mujer le dio hijo o hijos, según las interpretaciones. En todo caso, la figura de José, al que la iconografía nos presenta viejo, aunque creo que, sin embargo, le llevaba sólo unos años a María, es una figura simpática, de segundón o de perdedor, una especie de comparsa necesario para el cuadro de la Sagrada Familia, un ser pasivo en cuya pasividad radica su mayor mérito, anónimo sin serlo, y al que los misterios de Dios le obligaron a huir a Egipto, por ejemplo, poco consciente de que la historia pasaba por él sin darle más importancia que la del simplemente bueno. Pero tiene que ver más san Felipe con González Márquez que, por supuesto, san José con Aznar López. Y aunque tenga algo más que ver con Rodríguez Zapatero, tampoco. No consta, sin embargo, que ninguno de estos tres presidentes se hallara a disgusto con el nombre que les tocó en suerte, circunstancia que es de celebrar porque hay pequeñas disconformidades de esta clase, con difícil remedio, que acaban actuando psicológicamente en las personas y generan complejos. Aznar López pudo, no obstante, cambiar de santo protector si se hubiera sentido mejor reflejado en la figura de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. La impronta de modernidad que sus fieles habían impuesto al nombre del que tienen por padre, al unir en uno los de María y de José para distinguir a su glorificado, daba como resultado un nuevo patronímico en el que quizá se sintiera menos comprometido el ya ex presidente español. Al fin y al cabo, entre san José, un carpintero de Jerusalén de hace más de dos mil años, y san Josemaría, debía encontrarse más cercano al segundo. Por la deriva que tomó su actuación política con los años tal vez podría haber sido lo más idóneo para él un nombre de guerrero, san Miguel o san Jorge. Y no hablemos ya de Santiago matamoros, a quien terminó homenajeando en la universidad norteamericana de Georgetown.

Pero no sólo en la gente con poder o con protagonismo público puede un nombre generar incomodidades. Hay mucho ciudadano anónimo cabreado con el nombre que le ha tocado en suerte. Y no es para menos. Hace más de veinte años apadriné al hijo de unos amigos que decidieron ponerle a la criatura el nombre de Edgar Constantino: desde entonces, menos mal, lo llamamos Edi. El día de la ceremonia nos dispusieron a los padrinos y a los padres, con sus bebés en brazos, en un litúrgico corro. Renunciamos de boquilla a Satanás, a sus pompas y a sus obras, renovando así las promesas que nunca hicimos en nuestro propio bautismo, más que nada por obvia incapacidad. No sé si antes o después, el cura se dirigió a los progenitores, uno por uno, para requerirles el nombre que deseaban imponer a sus niños. La relación fue de esta guisa: Vanesa María o Greta de los Ángeles, Luis Felipe Alberto de la Trinidad o Hugo Elvis, más los nombres guanches de moda por entonces (la ceremonia se celebraba en Tenerife), tales como José Ruyman o Juan Acaimo, Guacimara de la Luz o Yurisay del Carmen. La última de la fila era una madre que, con su niña en brazos, a la pregunta del preste respondió rotunda, cabreada e irónica, y con voz muy alta: «Ana, sólo Ana.» Las risas llenaron el templo.

El deportista Iñaki Urdangarín me trajo un buen día a la memoria esta anécdota bautismal al contar a los periodistas cómo iban a nombrar a su primer hijo: «Juan, sólo Juan.» Después del largo nombre de la primera criatura de sus ilustres cuñados, los duques de Lugo, con lo de Felipe Juan Froilán de Todos los Santos, quiso avisarnos el marido de la infanta Cristina de Borbón de que no esperáramos ningún exotismo. Pero apellidándose Urdangarín de Borbón, como era el caso del nuevo nieto del Rey, un nombre común como el de Juan no corría el mismo riesgo de confusión con otros que un Pérez, un García o un Rodríguez. Y Urdangarín tampoco quiso llamar Iñaki a su pequeño: conocí a alguien con el mismo nombre de su padre al que éste le abría las cartas, bajo pretexto de confusión, y casi muere de infarto el día en que leyó una carta de amor escrita por otro tío con barbas a su hijo. Como se ve, poner nuestro nombre a un vástago es un acto de apropiación indebida con funestas consecuencias a veces para la intimidad del hijo. Y supongo que Cristina de Borbón le puso al infantito el nombre de su bisabuelo porque leyó en Muñoz Molina eso de que «mediante el nombre se transmite a un recién nacido el alma de un antepasado»; en la real casa son, por esencia, transmisores de todo, incluso de almas.

Yo me llamo Fernando simplemente por un súbito capricho de mi madre que al oír cómo llamaban a otro niño en la calle por ese nombre, cambió su propósito de nombrarme Carlos y me puso Fernando. No creo haber heredado el alma de san Fernando, afortunadamente. Por si no me hubiera explicado las razones que hubiera para su patronazgo sobre los ejércitos de España, me bastó ir al santoral para entenderlo. Resulta que esta real criatura gozaba con las guerras mucho más que el ministro de Defensa español que llevó nuestra bandera a la isla de Perejil o que Aznar López en su amistad con George Bush. Pero según los hagiógrafos de mi santo, si se juntan la piedad con el valor y la prudencia con la audacia, dan resultados como éste de barrer sarracenos a toda costa para conseguir la alegría del cristiano y el estupor del musulmán, que venía a ser, más o menos, el objetivo de Bush. Nuestro presidente norteamericano, como buen protestante, no consultaba el santoral ni, como buen ignorante, la historia. Pero alguna intuición debió de tener de que la persecución del musulmán estaba en los genes de algunos españoles. San Fernando persiguió tanto a los musulmanes que se ganó el honroso título para un santo de «terror de los moros», con lo cual es evidente que estábamos ante un modelo de santo moderno que podría ser especialmente venerado por el Eje del Bien. Si sería bueno que obligó a los prisioneros moros a devolver una gran campana que habían robado en Compostela, cargándola sobre sus espaldas, poco más o menos como los torturadores norteamericanos en Iraq. Nadie diría que fuera lo más adecuado nombrarlo abogado de los pacifistas, de los inmigrantes o de los débiles, pero he consultado un santoral que lo reconoce patrono de los pobres.

El santoral está lleno de santos protectores y patronos o de abogados de todas las cosas y de los gremios más inverosímiles. Tanto que a mí, a la altura de noviembre de 2000, me costaba creer que existiera aún un colectivo católico sin patrono, tan dados como son los gremios a su fiesta anual y lo que le gusta a la Iglesia designarles protectores. Pero todavía resultaba más difícil de creer que a un gremio tan influyente como el político le faltara aún un santo al que acogerse. No pasaba ni con la banca: ya hacía años que san Carlos Borromeo iluminaba a los agentes de bolsa y a los emprendedores financieros. Así que ahora que se colocaba a los políticos bajo el patronazgo de santo Tomás Moro, supuse de pronto que más que estrenar protector les habían cambiado el santo. No sería la primera vez: los bomberos contaban con san Lorenzo, que habiendo muerto en la parrilla, algo tuvo que ver con el fuego, y con el tiempo lo sustituyó el Papa por san Juan de Dios, que nada tenía de bombero pero debía de sobrarle ardor divino. Y puesto que habían tardado tanto, me preguntaba yo cómo Wojtyla no había pensado en el citado Escrivá de Balaguer, cuya obra es un nido de políticos: su santa sombra planeaba sobre muchas conspiraciones. De haber esperado más, incluso hubieran podido contar con el modelo Andreotti: no en vano, el veterano político italiano madrugó siempre para ir a misa y su beatificación podría seguir el mismo procedimiento acelerado de Escrivá. En cualquier caso, yo ignoraba qué tendrían que imitar los políticos de Moro hasta que en las «Cartas al director» de El País, un experto me informó de que su integridad lo llevó a la muerte.

A los periodistas nos pasaba otro tanto con san Francisco de Sales, que era y es nuestro patrono. Lo es por su buena pluma, y nadie duda de que escribir bien sea una de las exigencias de este oficio. Pero podían haberlo sido también y por lo mismo san Vicente Ferrer o san Bernardino de Siena, que eran predicadores que no paraban la pata y hablaban de lo divino y de lo humano con igual soltura que los contertulios en la radio. O san Dionisio el Areopagita, que si no me equivoco, era el que estaba siempre en lo alto de una columna, pues este trabajo requiere torre vigía y empeño en la observación. O santa Teresa de Jesús, quien además de escribir, entraba en éxtasis, igual que los que hacían en España un periodismo ensimismado y complacido. O la visionaria Clara de Asís, cuyas iluminaciones convenían a cierto periodismo de investigación realizado con artes adivinatorias. San Pedro, el apóstol, también hubiera tenido algo que aportarnos como pescador, ya que periodistas había que pescaban en río revuelto, pero sobre todo por haber negado tres veces. Como a este oficio le convenía una buena ética tanto como una buena pluma, convenía invocar también a santo Tomás de Aquino, pero mejor a san Agustín. Judas Iscariote no debe estar en el santoral, pero como la traición se instalaba igualmente en el periodismo, algo podía enseñarnos. Y hay una protección a la que no tendríamos que haber escapado, la de san Francisco de Asís, por su humildad, pero mucho me temo que no fuera aceptado en la asociación de la prensa. El arcángel san Gabriel era al fin y al cabo tan sólo un anunciante.

Sin embargo, en el caso de san Francisco de Sales, su buena escritura no bastaba para que fuera patrono de los periodistas. Tampoco la extensa cultura que tenía el santo: un hombre así hubiera quedado sometido a sospecha en algunas redacciones. Además, santos con esos atributos tiene muchos la Iglesia, tan llena de doctores. Pero cada año por su fiesta, Jesús de la Serna, que fue presidente de los periodistas, solía recordar que a Francisco de Sales se le conocía por el santo afable. Quería con aquel recordatorio invitarnos a imitar ese modelo, pero no le auguraba yo ningún éxito a De la Serna en el empeño de conseguir que fuéramos agradables, dulces, suaves en la conversación y el trato, tal como define la RAE la condición de afable. Cuando un periodista es afable en una entrevista, suele decírsele que el entrevistado se le ha escapado vivo. Y a lo contrario, a un hombre o una mujer afable se le llama víbora —o sea, suelto en la lengua y desmadrado en el insulto— como un mérito destacado en la mercadería periodística. Luego estaba la juiciosa altanería del petulante, crítico radical de lo que fuera, incompatible con la afabilidad que se nos recomendaba. Por no hablar de los predicadores, subgénero periodístico en boga, cuyos apocalípticos sermones carecían de toda dulzura y suavidad. Si hubieran sido afables, ¿en qué se les hubiera reconocido a todos ellos que eran temibles?

Por todas estas cosas y porque nuestra profesión carecía en mi juventud de certificación universitaria, el periodismo le parecía a la madre de uno cosa de poca seguridad allá por los años sesenta. Fueron los jerifaltes del periodismo de Franco los que se inventaron la Facultad de este asunto para agenciarse su título. Y, con errores y aciertos, de aquellas aulas fueron saliendo los nuevos periodistas. Las redacciones de los periódicos de mi adolescencia olían además de a tinta a alcohol, y entre las letras de plomo que construían el diario en la madrugada, con un trajín incesante de la redacción a las platinas, discurría un mundo con aliento de bohemia de redactores, correctores y trabajadores de máquinas que, una vez cerraban las rotativas, terminaban con frecuencia en los garitos de la vida nocturna que más tardaban en trancar la puerta. En aquellos periódicos había mucho autodidacta, gente que había leído a su aire, curtidos en el oficio, capataces con vocación, hechos a sí mismos en un largo meritoriaje y, por eso mismo, a veces maestros. Algunos de ellos habían pasado por la Universidad y se habían formado en otras disciplinas, y a otros, los más, el título les venía de su número en el registro oficial de periodistas. Luego empezaron a venir los de la Escuela —también llamada oficial— o los de la Iglesia. Algunos fueron más tarde a la facultad con más vocación de famosos que de plumillas, pensando más en los platós que en las redacciones. En éstas ya no olía a tinta y parecían casi todas oficinas de Manhattan. Quizá mi madre, muerta hace ya tanto tiempo, hubiera cambiado de opinión sobre el periodismo al saber que ahora se podía llegar a ser periodista y princesa, como en el caso de Letizia Ortiz Rocasolano. Pero lo mismo que la afabilidad, conviene la prudencia a uno y otro oficio. Viene bien a los palacios la curiosidad del periodista, pero éste puede y debe ser a veces indiscreto. Y la indiscreción, sin duda, afloja las coronas, circunstancia en la que las monarquías pueden implorar el favor de sus patronos: si algo no falta en el santoral, son testas coronadas.

Los empresarios del fútbol, en cambio, no tienen interés en buscar un santo patrono a los jugadores. Toda su relación con la Divina Providencia se basa en llevarle la copa del triunfo a una Virgen, enseñársela y devolverla luego a la sede del club. Si el presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, hubiera caído en la cuenta de que fue un 15 de mayo, san Isidro Labrador, el día en que su equipo se hizo con su novena copa de Europa, tal vez hubiera influido ante su arzobispo para que los madridistas le hicieran la ofrenda al patrono de la villa. Pero o no advirtió la coincidencia o el cardenal Rouco Varela le dijo que donde estuviera una madre, por la Virgen de la Almudena, patrona de Madrid, no había santo que se pusiera por delante. Además, san Isidro es el santo de otro campo infinitamente más amplio pero menos nutricio que el Bernabeu, con poco césped y más problemas; patrono también de otro ganado menos productivo que el futbolero. Lo más probable, sin embargo, es que los madridistas encontraran a su patrono con poco abolengo —ellos son finos— y que, aprovechando que el arzobispo tenía la catedral de la Almudena en promoción, optaran por el glamour de una patrona con corona regia, como los barcelonistas tienen a la Mercè o los valencianistas a su Virgen de los Desamparados, y no por un pobre campesino. Pero menos mal que Rouco dijo que no se atrevía a pedir a la Virgen el milagro de una copa para cada año: resultaba un poco comprometedor para la patrona de Madrid. Y tal como fueron las cosas después para el Real Madrid, quizá no estuviera de más pensar que san Isidro les podría haber ajustado las cuentas.

Las patrias, sin embargo, no han descartado nunca los milagros. Y en España, ni siquiera la izquierda, cuyos líderes vinieron en buena parte de Andalucía hasta aquel entonces, rechazaba la posibilidad de que un milagro la recompusiera. Tal vez por eso, para tratar de recomponerse, el deteriorado PSOE recurrió en una reunión de su Comité Federal al Antiguo Testamento y Juan Carlos Rodríguez Ibarra, presidente de la Junta de Extremadura, reclamó al ya para entonces su secretario general, José Luis Rodríguez Zapatero, espadas flamígeras contra el Gobierno de la derecha. Pero Rodríguez Zapatero, muy en su talante, se ratificó en el Cristo misericordioso de la Nueva Ley para su tarea de oposición. Parecían haberse formado en aquella ocasión nuevas cofradías bíblicas en el seno del PSOE que albergaran a los apocalípticos y a los mansos. Y llamó la atención el arrebato místico de Rodríguez Zapatero al afirmar con santa Teresa que «la paciencia todo lo alcanza». El tiempo le daría la razón. Al oír entonces al líder del PSOE reclamar tiempo, se podía pensar que era su juventud lo que le permitía no darse prisa para llegar a La Moncloa a la edad que fuera. Pero ya en la mística, también era posible pensar que su idea del tiempo tuviera más relación con la vida eterna. En cualquier caso, bueno era que tomara del brazo —incorrupto o no— a Teresa de Jesús, siempre que no se quedara en los éxtasis de la santa y recordara con qué rejos se enfrentaba a la duquesa de Éboli, con qué coraje exigía al padre Gracián que influyera ante el Rey y qué agitada vida en carreta llevaba de un lado para otro, fundando y mandando, y renovando su Carmelo a golpe de exigencias y sin casarse con nadie. A Teresa de Jesús le ayudó la providencia con algún prodigio, a Rodríguez Zapatero también. Pero el pedazo de capitana que era Teresa de Jesús tenía bien localizado al demonio, llamado con frecuencia el enemigo, y si tuvo tanto éxito en lo suyo, no fue porque pactara con Satanás. Demonios tenía en el convento, y a Zapatero no le faltaban en el suyo, pero a los demonios de fuera Teresa les enseñaba bien los dientes.

No creo, sin embargo, que Rodríguez Zapatero necesitara encomendarse a la Virgen de los Favores, advocación tan relacionada con las recomendaciones y los tratos. María Santísima de los Favores se llamaba la imagen de la Virgen malagueña a cuyo culto contribuía el actor Antonio Banderas con sus propios dólares para que no le faltara de nada cuando salía en procesión en Semana Santa. Bueno, más concretamente, se llamaba María Santísima de las Lágrimas y Favores. Desde fuera de Andalucía costaba entender esos arrebatos de fervor en un hombre como Banderas, de aire pagano y cuerpo que movía a las tentaciones, que se había entregado a los pecados de la movida madrileña y se codeaba con la mundanidad de Hollywood. Si además no ocultaba sus tendencias de rojillo, más difícil todavía resultaba verlo cantando una salve a la Virgen de los Favores y pidiéndole sus gracias.

Pero no había que fiarse de la idea equivocada que uno se hace de los hombres públicos. Porque yo pensaba que Plácido Domingo, con esa apariencia de nuevo rico que no le abandonaba, jamás empleaba un taxi. Lo imaginaba yo en avioneta particular incluso por Manhattan. Y no. Un día tomó un taxi en Nueva York y se dejó olvidada, como cualquier mortal, una maleta. Otra decepción: a un hombre tan organizado y de tan poco despiste no lo imaginaba uno dejándose las mudas olvidadas. La honesta taxista que le condujo abrió el maletín y no se encontró con un par de calzoncillos y unas gafas, sino con un libro de oraciones y una partitura. La partitura formaba parte de la muda normal de un cantante y era fácil hallarla entre los calcetines, pero el libro de oraciones constituía en aquel caso una revelación. No se trataba de que uno tuviera a Plácido Domingo ni por agnóstico ni por miembro del Opus Dei: no me había hecho la más mínima pregunta sobre su alma devota. Pero sorprendía ver cómo el maletín abandonado de un famoso en el asiento de un coche podía revelar sus intimidades más recónditas: sus relaciones con Dios, por ejemplo. Y otra cosa: que con la memoria que tienen estos divos para los textos, Domingo no hubiera sido capaz de memorizar sus oraciones. Bien es verdad que dijo que sólo las recitaba cuando actuaba y de eso se desprendía que más que por oraciones, las tenía por fórmulas mágicas o por plegarias interesadas. La curiosidad que a mí me quedó es saber si se trataba de algunas oraciones muy especiales que se había mandado hacer a la medida y, si así fuera, a quién se las habría encargado.

Pero en el caso de Antonio Banderas hay que tener en cuenta que en Andalucía sí que se entiende que por muy mundano o rojo que se sea, incluso agnóstico, acabe uno de cofrade al lado de un trono y, además, pagando con su propia tarjeta las joyas o el manto de una Virgen. Los niños andaluces seguían jugando a las procesiones igual que lo hacía Federico García Lorca en su infancia, y en mayo, con las cruces, era fácil encontrarlos por las calles, con sus tambores, en pequeñas procesiones. La cultura cofrade y procesional no excluía ideas ni partidos, y el capillita, que es una especie de gozador de los desfiles de la Semana Santa y de todos sus esplendores, no siempre estaba en la ortodoxia de la Iglesia.

Pero si eso era difícil que se entendiera en otras partes de España, comprendía uno que a Banderas le resultara complicado explicar en EE. UU. que volviera a ser mayordomo del trono de su Virgen. Por eso decía él que si explicar los toros en inglés era prácticamente imposible, lo mismo le ocurría con la Semana Santa. No era, sin embargo, un problema de la lengua.

Me viene a la memoria la semana santa de 1977, en la Málaga de Banderas, cuando pasaba yo unos días en una especie de comuna con amigos comunistas. Ellos me llevaron el jueves y el viernes santo de un lado para otro a jalear pasos, aplaudir vírgenes y contemplar salidas y entradas de procesiones con arrebato. El sábado, al volver de la playa, la casa era un revuelo: acababan de legalizar el Partido Comunista. Con el mismo entusiasmo devoto de los días anteriores nos vimos confeccionando banderas rojas y paseándolas por la ciudad en coches mientras sonaban las bocinas. Pasamos de la saeta a La Internacional sin tener que explicarlo.

Cuando el socialista Manuel Marín llegó en 2004 a la presidencia del Congreso de los Diputados, la periodista Carmentxu Marín le preguntó qué era lo más sorprendente que se había encontrado allí abriendo armarios. El presidente del Congreso le contestó: «Un libro de santos.»