
Robert Simon tenía sitio de sobra para las piernas en el avión que lo llevaba a Londres en mayo de 2008. Volaba en primera clase, un lujo infrecuente para este marchante de maestros clásicos, satisfecho con sus éxitos profesionales, aunque poco dado a la ostentación, y presidente de la Asociación Americana de Marchantes Privados de Arte, una organización en la que solo se ingresa por invitación. Durante los momentos de turbulencias transatlánticas, la vista se le iba pasillo abajo, hacia uno de los armarios de cabina de primera clase, en el que le habían dado permiso para guardar una caja estrecha pero de tamaño considerable.
Contenía una pintura renacentista de sesenta y seis centímetros de alto por cuarenta y cinco de ancho de una «media figura» (por utilizar el anticuado término de los historiadores del arte) de Cristo. La composición del retrato mostraba su rostro, su pecho y sus brazos, con una mano levantada en señal de bendición y la otra sosteniendo un orbe transparente. Una razón por la que Simon estaba preocupado por el cuadro era que no había podido costear la prima del seguro que le habían calculado para él. Lo había comprado hacía tres años por unos diez mil dólares (o eso había contado a los medios de comunicación), pero ahora se le atribuía un valor de entre cien y doscientos millones de dólares.
Lejos de la vida de lujos que mucha gente se figura, el marchante de arte puede llevar una existencia precaria incluso al más alto nivel, porque vender cuadros caros es..., en fin, muy caro. Las galerías de primera fila manejan unas cifras de gastos generales de vértigo. Hay que repintar las paredes para cada exposición, imprimir catálogos, dar de beber y cenar a coleccionistas ricos... Simon se había gastado decenas de miles de dólares en restaurar el cuadro que llevaba en la caja y aún no había recuperado ni un centavo.
De constitución recia, mediana altura, judío, cincuenta y tantos años, de voz suave, educado, Robert Simon es la clase de persona que cree que las fuerzas que dirigen nuestras vidas desde las alturas recompensan la modestia y la finura. Transmite una calma modesta, amable, pero algo precaria. «Loose lips sink ships» [Las lenguas largas hunden barcos], le gusta repetir, recuperando un eslogan inscrito en los carteles propagandísticos estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial para aplicarlo al negocio del arte.
Simon se recostó en su asiento. Se sumió en ese estado de ánimo propio de los hombres que saben que la suerte está echada y las fichas dispuestas en el tablero, y que ya no pueden hacer otra cosa que ejecutar una secuencia de acciones predeterminadas. Ya no había lugar para seguir organizando, influyendo o persuadiendo a nadie más. Lo había hecho todo, y lo había hecho lo mejor que había podido. El aislamiento en la cápsula de la cabina del avión y la sensación de movimiento hacia delante que producía el impulso de cuatro reactores se combinaban y recreaban una metáfora física perfecta de aquel momento de su vida.
Junto con el submarino, el paracaídas y la ametralladora, el aeroplano era el invento más famoso de los anticipados por el artista al que Simon había consagrado sus días durante los últimos cinco años. Leonardo da Vinci no fue el primer ser humano que había diseñado máquinas voladoras, y es probable que nunca llegara a construir una él mismo, pero había estudiado el tema durante más tiempo, escrito más al respecto y trazado diseños más sofisticados que cuantos le habían precedido. Sus ideas acerca del vuelo humano se basaban en años de observación y análisis de los movimientos en el aire de aves, murciélagos e insectos voladores, y en el registro de sus observaciones en notas y dibujos. Al sentir cómo las corrientes aéreas elevaban el avión, Simon recordó que Leonardo fue el primero en advertir que el movimiento del aire era tan importante para el vuelo de un pájaro como el de sus alas.
El 15 de abril de 1505, Leonardo terminó el borrador de uno de sus tratados, Del vuelo de las aves, conocido también como el Códice de Turín. Tenía tan solo unas cuarenta páginas, repletas de líneas de texto inusualmente pulcras —escritas con tinta negra en su característica caligrafía especular, de derecha a izquierda—, entre las que se intercalaban diagramas geométricos, y cuyos márgenes estaban decorados ocasionalmente con pequeños y bellísimos bocetos de aves en vuelo. El «ornitóptero» (o «nave-ave»), uno de sus diseños más tempranos, tenía alas con formas que imitaban las de los murciélagos, porque —como dejó escrito— las alas de un murciélago tenían una «membrana permeable» y permitían una construcción más ligera que «las alas de las aves con plumas», que debían tener «más potencia en huesos y tendones». Leonardo colocaba a su piloto en posición horizontal dentro de un armazón situado bajo las dos alas, desde el que, valiéndose de brazos y piernas, debía batirlas e impulsar un sistema de poleas y palancas. Según registran los historiadores, no tardó en comprender que el cuerpo humano era demasiado pesado, y sus músculos demasiado débiles, para proporcionar la potencia suficiente para volar, por lo que sus diseños posteriores tenían ya las alas fijas y se asemejaban más a los planeadores. Imaginó que lanzaba uno, muy adecuadamente, desde una montaña «con nombre de gran ave», aludiendo al toscano Monte Ceceri, o «Monte Cisne». Con su gusto por las metáforas aviares, Leonardo escribió que su «gran pájaro realizará su primer vuelo a lomos de un enorme cisne, colmando de asombro al universo, llenando todos los escritos con su fama y cubriendo de gloria el nido en el que nació». Ninguno de sus diseños llegó jamás a volar. Aquellos artilugios eran poco menos que una tontería, pero había una genialidad profética en la percepción de los fenómenos y las leyes de la naturaleza que inspiraban sus máquinas.
Robert Simon sabía que ese viaje, fuera cual fuera su resultado —que, a decir verdad, igual podía ser todo que nada—, supondría la cumbre de su carrera en el mundo del arte. Si todo iba bien, era probable que se ganara un lugar en los libros de historia; si no, seguiría gozando de respeto, pero sin salirse de lo ordinario. El viaje significaba además la culminación de algo más personal. Como suele ser habitual en la mayoría de los marchantes de arte, detrás de su carrera había una motivación que no tenía nada que ver con el dinero o el éxito, y que hacía tiempo que venía dando forma a su vida: un amor incondicional e irreductible al arte; no al arte moderno y contemporáneo, con sus manchones, garabatos y salpicaduras, sino al «gran arte» del pasado, en especial al del Renacimiento, en que las historias intemporales de la Biblia y de la Grecia y la Roma antiguas cobraban vida en los gestos melodramáticos de hombres barbudos y mujeres de dorada cabellera, entre pliegues de telas de seda y satén sobre fondos de explanadas y pórticos, de templos y fortalezas.
A sus quince años, Simon había ido de viaje de estudios a Italia. Recuerda las sinuosas carreteras de las colinas que rodean Florencia, los destellos del sol vespertino entre los cipreses mientras el autobús los conducía a la localidad de Vinci, lugar de nacimiento de Leonardo da Vinci, Leonardo «de» Vinci. (Por pura coincidencia, yo hice un viaje similar con mis padres siendo aún adolescente.) «Leonardo ha sido mi dios durante la mayor parte de mi vida; ¡y no soy el único! —me confesó Simon—. Encarna la idea que me hago de la persona más grande que haya dado la civilización.» A lo largo de los años, Simon había ido a ver todas las exposiciones importantes que se habían montado sobre él, todas sus pinturas y «tantos dibujos como pude». Su carrera profesional, que ahora giraba en torno a Leonardo, ya lo había llevado a la esfera del artista en una ocasión anterior, en 1993, cuando los propietarios del Códice de Leicester, uno de los preciados manuscritos del genio, le pidieron que lo inspeccionara. Actualmente es propiedad de Bill Gates, pero entonces pertenecía a la fundación del magnate del petróleo Armand Hammer.
La familia de Simon era pudiente, pero nunca se había implicado a fondo en el mundo del arte. Su padre era viajante de gafas. A Simon lo enviaron a una exclusiva escuela orientada al ingreso en la universidad, la Horace Mann School del suburbio neoyorquino de Riverdale. Más adelante, en la Universidad de Columbia, se especializó en estudios medievales y renacentistas, y luego en historia del arte. Hizo su tesina sobre un cuadro recién descubierto del manierista italiano del siglo XVI Agnolo Bronzino, que formaba parte de una colección privada. Se trataba de un retrato del gobernante de Florencia de la familia Medici Cosimo I luciendo una armadura reluciente, que se conocía por las numerosas copias —unas veinticinco— que había colgadas en museos y residencias particulares o que se conservaban en almacenes dispersos por todo el mundo. Los historiadores del arte convenían desde hacía tiempo en que la obra original era la de la Galería de los Uffizi, el famoso museo florentino. Sin embargo, en una historia que guardaba paralelismos sorprendentes con la del cuadro que ahora transportaba a Londres, el joven Simon sostuvo que había identificado un original anterior de aquel retrato, cuyos dueños deseaban permanecer en el anonimato. Publicó un artículo sobre el asunto en una prestigiosa revista de arte especializada, la Burlington Magazine.1 El cuadro se expone actualmente en un museo australiano, que lo ha atribuido a Bronzino, aunque algunos expertos siguen creyendo que lo pintaron los aprendices del artista.
Paso a paso, Simon fue escalando posiciones en el negocio del arte. Fue becario de investigación en el Museo Metropolitano de Nueva York. Ejerció una breve temporada la docencia. Intentó de forma insistente, pero siempre sin éxito, introducirse en el brazo académico del mundo del arte. «La pura verdad es que no conseguí encontrar plaza de profesor en ningún sitio que me gustara», confiesa.
Colaboró con críticas y artículos en la revista Burlington y escribió ensayos sobre artistas del Renacimiento italiano para catálogos de Sotheby’s y de exposiciones en museos modestos, de Kansas a Milán. En la década de 1990, los escribió también para exposiciones comerciales en las Galerías Berry-Hill de Nueva York, que se hundirían mediada la década siguiente, asfixiadas por un sinfín de pleitos.
Simon encontró empleo como tasador, uno de los trabajos más discretos dentro del mercado artístico de maestros clásicos. A un tasador lo llaman los grandes coleccionistas para que evalúe la calidad y el valor de una obra de arte, por lo general con intención de venderla o comprarla, o también de cara a un divorcio o a donársela o prestársela a algún museo, lo que les da derecho a lucrativas exenciones fiscales a las que los coleccionistas estadounidenses hacen muy bien en acogerse. Igualmente frecuente es que un tasador reciba la llamada de una familia que ha heredado obras de arte. «Muchas veces te llaman para valorar el patrimonio de alguien que ha fallecido hace poco, con lo que la situación no es muy agradable que digamos. Al cabo de dos meses —pongamos por caso— de la muerte de alguien, a lo mejor estás en un apartamento y allí no se ha tocado nada y aún hay cuadros colgados en las paredes, a menudo cosas que llevan años en el mismo lugar sin que nadie las haya limpiado. Examinas esas pinturas con luz escasa y en malas condiciones, y todo tiene un cierto aire de búsqueda del tesoro, que, en parte, se ve comprometida por la situación.» Años de experiencia enseñaron a Simon a escudriñar en la penumbra de habitaciones oscuras y entre el polvo de cuadros sin restaurar y privados de amor, y a captar un destello de calidad e historia del arte allá donde se hallase.
El oficio de tasador ejemplifica uno de los grandes conflictos del mundo del arte, fuente de muchas suspicacias y teorías conspiratorias, que es la imbricación de la consideración académica y del mercado. Como afirma Simon de su trabajo como tasador, «lo que cuenta es por lo general el componente financiero, pero con cierta frecuencia tiene uno que investigar lo suyo para hacerse una idea de qué es lo que tiene entre manos antes de pasar a la fase de valoración». El tasador tiene que estar tan familiarizado con la evolución del estilo de un artista como lo está con los archivos de subastas e inventarios, mediante los que se puede rastrear la historia de un cuadro. Y tiene que entender las parábolas de subida o caída de los precios de un artista, recopiladas en bases de acceso restringido a suscriptores. Este oficio —y, en general, cualquier trato en cuestión de maestros clásicos— requiere una gran memoria visual y fáctica. Hay que ser capaz de recordar miles de obras de arte, muchas veces hasta en sus detalles más insignificantes.
Robert Simon empezó a ejercer como marchante en 1986, y a principios de la década de 1990 abrió su propia galería en una casa que compró en Tuxedo Park, en el estado de Nueva York. Se especializó en Renacimiento europeo y arte barroco, y se interesó asimismo por el arte colonial latinoamericano. Hizo el seguimiento de su hallazgo del retrato de Bronzino, así como de algunos otros descubrimientos renacentistas: un Parmigianino por aquí, un Pinturicchio por allá. A lo largo de los años, vendió unos cuantos cuadros y esculturas a museos estadounidenses de Los Ángeles, Washington, Detroit, Yale, etcétera. Los comisarios parecían responder favorablemente a sus maneras discretas e imperturbablemente académicas. Pero a pesar de sus éxitos pasados, es el primero en admitir que nunca había vendido una obra de arte tan excepcional, o tan cara, como aquella con la que había subido a bordo de ese avión, y que llevaba en una caja de aluminio y cuero hecha a medida, colgada del hombro por una larga correa.
Dentro de la elegante caja había un cuadro que representaba al Salvator Mundi, esto es, a Cristo como salvador del mundo, y Simon creía que era de Leonardo da Vinci. Solo sabía por una conversación informal a quién iba a enseñar la obra en Londres. Unos meses antes, se la había mostrado en Nueva York a Nicholas Penny, director de la National Gallery británica. A Penny le impresionó, pensó que podía tratarse de un Leonardo, y había enviado al otro lado del Atlántico a Luke Syson, uno de sus comisarios, para que la examinara. Syson estaba empezando a preparar una exposición muy ambiciosa sobre Leonardo que se iba a inaugurar unos años más tarde, y también apreció un gran potencial en el cuadro. El viaje de Simon a Londres había sido idea suya y de Penny. Sería muy irregular, un caso sin precedentes, incluir en una exposición de un museo de talla internacional como la National Gallery londinense una obra recién descubierta, pero aún sin autentificar, de un artista tan célebre, y que, además, estaba en el mercado. Syson y Penny decidieron convocar discretamente un comité con los mejores especialistas del mundo en Leonardo para que la evaluaran a puerta cerrada antes de tomar la decisión de incluirla o no en su muestra.
Simon sabía que él y su cuadro tenían todas las de perder. Había un pequeño ejército de leonardistas —como se los conoce— recorriendo el mundo, cada uno con un Leonardo perdido en su día y recién descubierto bajo el brazo, que trataban de obtener de museos y universidades una serie de opiniones favorables a su causa. Distintos historiadores del arte daban su respaldo a distintos cuadros, y —así funciona hoy en día el mundo académico— todos competían unos con otros. Estaba la denominada Mona Lisa de Ilseworth, hallada en un principio en la colección de una mansión rural británica, pero que ahora era propiedad de un consorcio de inversores que había montado en su defensa una organización llamada Fundación Mona Lisa. Ningún museo occidental la había expuesto, pero la Mona Lisa de Ilseworth se había exhibido en un centro comercial de lujo de Shanghái. Había un autorretrato de Leonardo, conocido como la Tavola Lucana, descubierto en el sur de Italia por un historiador del arte que era, además, miembro de una sociedad vinculada a la Orden de los Caballeros del Temple, fundada en el siglo XII, a la que, según cierta leyenda, habría pertenecido el propio Leonardo. Ese cuadro se había expuesto en un castillo checo, pero la Universidad de Malta lo había rechazado. El londinense Museo Victoria and Albert tenía la Virgen con Niño riendo, una figurita de terracota que durante mucho tiempo se había atribuido al artista renacentista Rossellino, pero que de cuando en cuando algún historiador del arte intentaba reclasificar como la única escultura de Leonardo que se conserva. Había incluso otro Salvator Mundi supuestamente de Leonardo, llamado el Ganay por el nombre de su último propietario conocido, el héroe de la Resistencia francesa Jean Louis, marqués de Ganay. Hacía noventa años desde la última vez que la reatribución de una pintura a Leonardo había contado con un amplio consenso: la Madona de Benois, actualmente expuesta en el Museo del Hermitage, de San Petersburgo.
Cuando los marchantes de maestros clásicos no están vendiendo obras maestras incontestadas por cuenta de algún cliente importante (la parte fácil del negocio), se pasan el tiempo a la caza de obras perdidas, inadvertidas o sencillamente subestimadas, desempolvándolas e identificando a su autor para luego intentar venderlas como algo más importante y mejor de lo que se pensaba cuando las compraron. De lo que se trata es de poner en práctica su experiencia y sus conocimientos, su «buen ojo», como suele decirse, para identificar obras infravaloradas. «Yo suelo comparar esta habilidad de reconocer a un artista por lo que pinta con reconocer la voz de tu mejor amigo cuando te llama por teléfono —me comentaba Simon—. No hace falta que se identifique, sabes que es él, sin más, por una combinación de la entonación de la voz, el timbre, el modo de hablar y el lenguaje que pueda utilizar. Está esa serie de elementos que, en conjunto, componen un patrón bastante característico que tú, que conoces a la persona, reconocerías. Eso viene a ser, en esencia, lo que aporta un experto. Son muchos quienes, desde los círculos artísticos o de la historia del arte, le niegan todo valor, como si fuera una especie de rito vudú, pero es un proceso muy racional, basado al mismo tiempo en un entendimiento subjetivo para el que algunas personas tienen un cierto don, o han estudiado...» No es fácil dar con las palabras justas para definir este esquivo proceso. No es de extrañar que Simon estuviera nervioso.
No está de más mencionar que el cuadro que llevaba en la caja era la peor pesadilla de un experto. En su día había sufrido todos los daños que pueda llegar a sufrir un cuadro renacentista. Tenía un tajo enorme de arriba abajo en el centro; en secciones de la parte más importante de cualquier retrato, la cara, se había rascado la pintura hasta la madera; la tabla se había roto en cinco pedazos y la mantenía unida por el reverso una combinación destartalada de listones de madera, a modo de bastidor. No existía documentación coetánea: ni un contrato, ni el relato de un testigo ocular de la época, ni una anotación sobre el cuadro en los márgenes de algún cuaderno, ni un ápice de evidencia datada en vida del artista, aparte de algún dibujo suelto de un brazo o de un torso, que podría ser para cualquier cosa. El cuadro había estado desaparecido durante ciento ochenta y cuatro años de los quinientos que se estimaba que tenía (ciento treinta y siete años de 1763 a 1900, y otros cuarenta y siete entre 1958 y 2005). Cuando el gran historiador británico del arte Ellis Waterhouse lo vio en una subasta celebrada en Londres en 1958, garabateó una sola palabra en el catálogo: «Ruina».
Robert Simon tenía entre manos una misión de alto riesgo. Ni siquiera había logrado pagar la prima del seguro por el total del valor de su equipaje de mano. La casa de subastas Sotheby’s había acabado echándole una mano y tuvo la gentileza de consignar una valoración del cuadro de tan solo cincuenta millones. Su pieza era frágil. No estaba seguro de que sobreviviera al viaje en avión, y no digamos ya de que llegara algún día a las paredes de un museo de rango internacional o a la sala de ventas de una casa de subastas prestigiosa. La tabla sobre la que se había ejecutado la pintura había sido recompuesta e impecablemente restaurada, pero bajo su superficie recién barnizada se escondía un defecto oculto: un enorme nudo en el centro de la parte inferior. Los técnicos especialistas en tablas que la estudiaron en Florencia dijeron que era el peor soporte de madera que habían visto jamás.