MARCO HISTÓRICO.

VIAJE EN EL TIEMPO AL LEJANO NORTE

Durante mucho tiempo, para los viajeros procedentes del sur, del soleado Mediterráneo, los bosques del frío norte eran lugares terroríficos. Nieblas, pantanos, animales desconocidos… Un halo de misterio y de superstición cubría las tierras más allá del Rin y del Danubio. Cuando se penetraba en aquel mundo sombrío, lo urbano, lo conocido y familiar, lo civilizado, se quedaba atrás. Al otro lado de las riveras habitaban gigantes fieros, bárbaros de costumbres extrañas y divinidades tan feroces como ellos mismos, habitantes de una tierra poblada por genios y seres terribles y misteriosos. Durante siglos, el desconocimiento de aquellas tierras y de sus pobladores alimentó las pesadillas de aquellos que se internaban en el territorio ignoto del norte de Europa. Vamos a viajar hasta allí para asistir al nacimiento de un conglomerado de pueblos que tenían, dentro de las singularidades de cada tribu, muchas costumbres comunes y que compartían una familia de lenguas emparentadas directamente entre sí, un grupo de gentes que los romanos acabaron denominando, de forma genérica, germanos. Las lenguas germánicas son un rasgo de identidad para definir ese conglomerado de pueblos. Todas ellas provienen de un lenguaje común más antiguo llamado protogermánico.

Algunas de esas lenguas han desaparecido, como el gótico, la lengua que hablaban los godos, pero en la actualidad forman parte de ese tronco común el inglés, el holandés, el alemán, el danés, el noruego, el sueco, el islandés y otros. Todas ellas derivan de ese lenguaje más antiguo conocido como protogermánico, que derivó a su vez del protoindoeuropeo, del que derivan otros muchos idiomas como el latín y, por tanto, nuestro propio idioma. Seguirle la pista al protogermánico implica adentrarnos en la historia y en los orígenes de los pueblos germánicos. Comenzamos aquí nuestro viaje; un viaje que da comienzo en una extensa región que abarca el sur de Noruega y de Suecia, Dinamarca, los Países Bajos y la costa báltica al norte de Polonia. Entre el 4200 y el 2800 a.C. florece allí una cultura llamada Cultura de los Vasos de Embudo. Pero en poco menos de dos generaciones, hacia el 2900 a.C., aparece un nuevo horizonte cultural que los historiadores han dado en llamar Cultura de la Cerámica Cordada, o Cultura del Hacha de Combate. Es aquí donde muchos académicos sitúan la llegada del protoindoeuropeo, el antecesor del protogermánico. Mientras, hacia el 2700 a.C., comienza un cambio climático que va a ir atemperando las duras temperaturas y marcará el fin de la Edad de Piedra.

LA EDAD DEL BRONCE Y LA EDAD DEL HIERRO

Comienza la Edad del Bronce nórdica, que se desarrolla en la costa sur de Escandinavia y en Dinamarca. Es un periodo que cubre del 1800 al 500 a.C. Un periodo en el que la ruta del ámbar, resina del norte de Europa muy apreciada en el Mediterráneo, permitió el comercio fluido y el contacto con culturas mucho más al sur. Los petroglifos de la época muestran ruedas solares y otros símbolos que nos hablan de cultos solares. El sol parece concebido como un dios que se mueve a través del cielo en un carro tirado por caballos. El carro solar de Trundholm, en Dinamarca, es una buena muestra de esta creencia. Se trata de una estatua del 1300 a.C., fabricada en oro y bronce, de poco más de medio metro de altura, que representa al sol llevado sobre un carro de ruedas de cuatro radios tirado por una yegua. Fue una ofrenda dejada en un pantano. Es precisamente en este tiempo cuando los pantanos, considerados lugares sagrados asociados a la divinidad, empiezan a recibir todo tipo de ofrendas y sacrificios.

Abundan los petroglifos que representan barcos. Por otra parte, ciertos megalitos alineados para simular la forma de barco parecen confirmar la importancia de la navegación como medio de transporte de mercancías. Los cuerpos son enterrados y se construyen túmulos, colinas artificiales sobre las tumbas. Los ajuares que acompañan los cuerpos son la prueba de que se creía que, tras la muerte, el difunto disfrutaba en el más allá de una vida similar a la que había llevado hasta el momento de la muerte. Pero al mismo tiempo empiezan a practicarse rituales de cremación, como si se estuviera imponiendo un nuevo modelo religioso en el que el alma se considerara algo que debe ser liberado del cuerpo. Es aquí donde la mayoría de los investigadores sitúa el origen de la cultura protogermánica, a la que identifican con la llamada Cultura de Jastorf, que nace en la Edad del Hierro y abarca un periodo que va del siglo IV al I a.C., siglo este último en el que los germanos entrarán en contacto con los romanos. La cultura de este periodo está influida por la Cultura de Hallstatt, identificada con los primeros celtas y que prospera en Alemania del Sur y en los Alpes. La convivencia con estos vecinos celtas del sur, durante la anterior Edad del Bronce, influyó en algunas de las ideas religiosas y mágicas de los germanos. De este tiempo datan algunas figuras antropomórficas llamadas «dioses palo» porque son figuras, supuestamente de dioses, talladas de forma muy burda en ramas y troncos de árboles. Algunos ejemplos son las dos figuras de Braak Bog, encontradas en una turbera al norte de Alemania; el ídolo de Broddenbjerg, que es una rama de roble con una forma de horquilla, una de cuyas ramas, al lado de otras dos que simulaban piernas, representa un falo, y la superior donde se talló una cabeza de manera muy burda; o las que se han encontrado en el pantano alemán de Oberdorla.

Los sucesores de la Cultura de Hallstatt son las gentes que protagonizan la segunda oleada celta, la Cultura de La Tène, que nació en los Alpes y acabó extendiéndose por el sur de Alemania, Francia, los Países Bajos, Inglaterra, Irlanda, la cuenca del Danubio, parte de Turquía y la zona noroeste de la península ibérica. Son los britanos, los galos, los gálatas… El nombre de Galicia y de otros muchos lugares de Europa se debe a ellos. Los germanos de la Cultura de Jastorf, confinados al norte de Alemania y el sur de Escandinavia tenían a estos celtas de la Cultura de La Tène como sus vecinos, al sur y al oeste. Mientras, los protogermanos continuaron con los enterramientos tradicionales de las culturas de las que ellos eran sucesores, incinerando los cadáveres y enterrando las cenizas, que guardaban previamente en urnas.

Petroglifos de la Edad del Bronce en la región de Tanum, en Suecia.

Hacia el año 250 a.C., el idioma común protogermánico derivó en varios lenguajes, de los que derivan los idiomas germánicos actuales. Tres de estos lenguajes están englobados dentro del llamado grupo occidental, que incluye el inglés, el alemán y el holandés. Otro era el nórdico, del que derivaron el danés, el sueco, el noruego, el islandés y el feroés. El grupo oriental lo componen una serie de lenguajes ya extintos, como el godo o el vándalo. Antes de esto, los germanos empezaron a entrar en contacto con sus vecinos no celtas más al sur. Uno de esos primeros encuentros entre mediterráneos y germanos se produjo en el siglo IV a.C., cuando Piteas, un marino griego de la colonia helénica de Marsella, alcanzó el mar del Norte. Fue él quien habló por primera vez de la mítica y lejana Thule. Todavía hoy se discute si se trata de Islandia, alguna de las islas del archipiélago de las Feroe o de la costa noruega.

Pronto las gentes del sur, griegos y romanos, conocerían la existencia de los pueblos germánicos que estaban, hasta el momento, más allá de las poblaciones celtas del Rin y el Danubio. Y es que, aprovechando el vacío demográfico que los celtas dejaron al emigrar a Francia, España, etc., debido a un cambio climático que afectó al norte de Europa, los pueblos germánicos empezaron a expandirse hacia el este, hacia el sur y hacia el oeste. Hacia el 230 a.C., los esciros —desde Polonia— y los bastarnos emigran hacia el sur, pero no llegan a entrar en conflicto con Roma. Firman un tratado de paz y se dirigen hacia el mar Negro, donde toman Olbia, una ciudad griega del mar Negro. La situación empeora cuando hacia el año 113 a.C. una confederación de tribus cimbrias, empujadas por las malas condiciones climáticas que mencionábamos antes, iniciaron una migración desde sus tierras de Jutlandia, en la actual Dinamarca, la costa del Báltico y el sur de Escandinavia, que hizo peligrar la existencia de la propia Roma. Descendiendo hacia el sureste se les unieron los teutones y pelearon contra otras tribus en su viaje hacia el sur. Muchas de ellas, como los ambrones, queruscos, marcómanos y otros, se les unieron en su marcha hacia los Alpes.

Una vez allí Italia estaba expuesta a su avance, pero al final decidieron penetrar en la Galia, donde infligieron una catastrófica derrota a los romanos. Mientras los teutones permanecieron en la Galia, los cimbrios atravesaron el norte de Hispania. Y siguieron con sus correrías por la Galia, donde iban derrotando a las tropas romanas que se encontraban en su camino, hasta que fueron detenidos por los celtíberos y volvieron a la Galia. El miedo se apoderó de los romanos, que pensaban que en cualquier momento los bárbaros entrarían por sus puertas. Pero para cuando decidieron entrar en Italia los romanos ya se habían recuperado. Tras una serie de vicisitudes, por un lado, los teutones y los ambrones fueron derrotados, y, por otro, fue aniquilado el ejército cimbrio. Las mujeres cimbrias, para evitar la esclavitud, mataron a sus hijos y luego se suicidaron. Las guerras cimbrias duraron diez años en los que Roma estuvo a punto de ser saqueada por aquella coalición de tribus germánicas y célticas. Aún no se usaba el término germánico para definir a aquellas tribus del norte vecinas de los celtas.

EL PAÍS DE LOS GERMANOS

Al margen de menciones anteriores poco claras, es Julio César (100-44 a.C.), el que generaliza entre los autores y escritores romanos la palabra germano. Lo más probable es que esta sea de origen galo y que se trate de una voz con la que este pueblo designaba a sus vecinos de la ribera occidental del Rin. Y ese sería precisamente su significado, «vecino», o bien «hombre del bosque». César utiliza indistintamente otra palabra para definirlos: suevos. Y esta sí que es una palabra germánica, aunque, en cualquier caso, parece que los pueblos germánicos no usaban una palabra para definirse a sí mismos como una entidad étnica común.

Es precisamente con Julio César con quien se produce el segundo choque entre romanos y germanos. Hacia el 72 a.C., una tribu gala, los sécuanos, llamaron a un jefe suevo, Ariovisto, para que los ayudara en la guerra que mantenían junto a sus aliados los galos avernos frente a los eduos, aliados de Roma. Ariovisto cruzó el Rin junto a 15.000 hombres. Posteriormente se le fueron uniendo familias enteras de suevos, marcómanos, harudes y otras tribus procedentes de la orilla este del Rin, hasta que se alcanzó la cifra de 120.000 almas. Ariovisto al final intentó asentarse en las tierras de unos y otros, en lo que ahora es Alsacia, y los galos llamaron en su auxilio a los romanos. Los guerreros galos describieron a los germanos como altos, fornidos, valientes y con una mirada que causaba terror. Tal fue la pavorosa descripción que hicieron de ellos, que muchos legionarios querían evitar el combate y volver a casa. Julio César los arengó y los convenció para que se quedaran. Por fin, los 30.000 guerreros de la confederación de pueblos germanos dirigida por Ariovisto fue derrotada por las tropas de César en la batalla de los Vosgos, que tuvo lugar el año 58 a.C.

El emperador Augusto (63 a.C.-14 d.C.) reforzó las fronteras con la creación de fortificaciones en ambos ríos.Al mando de Druso, se realizaron además campañas en el interior de las tierras de los germanos, y se llegó hasta el río Elba con el objeto de pacificar la frontera norte. Es precisamente en tiempos de Augusto cuando tiene lugar uno de los sucesos más desastrosos en la historia militar de Roma, un hito protagonizado por un caudillo de la tribu de los queruscos, Arminio, versión latinizada de su verdadero nombre, Armin. Arminio, hijo de un caudillo querusco, fue llevado a Roma como rehén, cuando era un niño, para asegurar que su padre cumplía los tratados de paz que había firmado con Roma. Arminio creció como un romano e incluso consiguió el estatus de caballero. Fue enviado junto al militar Publio Quintilio Varo a la tierra de sus padres. Pero al ver el modo en el que los romanos maltrataban a los suyos decidió rebelarse contra Roma. Un día de otoño del año 9 d.C., un ejército de queruscos y otros guerreros germanos comandados por él sorprendió a las legiones de Varo en el bosque de Teutoburgo. Las legiones XVII, XVIII y XIX cayeron en una emboscada que se convirtió en una carnicería. Los tribunos y los primeros centuriones capturados fueron sacrificados a los dioses de la guerra en altares, como era costumbre entre galos y germanos. Aquel sangriento suceso estremeció a Roma, cuyo orgullo sufrió un duro golpe. Ninguna legión volvió a llevar la numeración de las legiones perdidas. Y Augusto, en momentos de desesperación, se golpeaba la cabeza contra una puerta y gritaba: «¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!». Julio César Germánico fue el encargado de pacificar la zona, de enterrar los cuerpos de los caídos, y de recuperar los emblemas y estandartes de las legiones.

A partir de entonces, Roma abandona su política expansiva y se limita a reforzar el limes germanicus, la frontera con los pueblos germánicos. Cerca del año 80 d.C., Plinio el Viejo escribe su Naturalis Historia (Historia Natural), en la que habla de las numerosas tribus germánicas reunidas en cinco grandes confederaciones: los ingvaeones, situados en Frisia y la actual Dinamarca (Jutlandia y las islas); los istvaeones, ubicados en los Países Bajos, el norte de Francia y del Rin; los hermiones, que se expandieron desde las riberas del río Elba a Bohemia, Suabia y Baviera; los vandili o vándalos, originarios de las costas bálticas de Alemania y Polonia; y los peucini o bastarnos, entre los Cárpatos y el Danubio, y de los que no queda muy claro si eran germanos o celtas.

Entre los años 96 y 98, los suevos hacían incursiones en la Selva Negra, aunque fueron frenadas con éxito. Pero, a mediados del siglo II, los gépidos y los godos, habitantes del sur de Escandinavia, comenzaron una migración hacia el sur. Los godos atravesaron Polonia, Bielorrusia y se asentaron en la actual Ucrania. El empuje de estos pueblos obligó a las tribus con las que se encontraban a escapar y emigrar más al sur, obligando a su vez a hacer lo propio a aquellas tribus que encontraban en el camino. Por último, los que estaban en el limes en la frontera con el Imperio, marcómanos, cuados y otros se vieron obligados a tratar de cruzar el río hacia tierras de Roma. Aquel fue el origen de las tres guerras marcómanas, que abarcaron casi un cuarto de siglo en un periodo que va desde el año 165 hasta el 189. Marcómanos, cuados, catos, caucos y otros pueblos germánicos de las riberas del Danubio trataron de pasar al otro lado del río e invadir los territorios romanos. Los bárbaros llegaron hasta la ciudad de Aquileia en el noreste de Italia. Desde allí penetraron por el este hasta Grecia. Mientras esto ocurría al sur del Rin, en el norte, en el oeste y la costa atlántica, entre los años 166 y 234, los caucos, los alamanes y los frisios llevan a cabo incursiones en territorio romano. Los germanos experimentaron una explosión demográfica que sería un elemento clave para entender lo que se avecinaba en el siglo III, el siglo que dará comienzo a las grandes invasiones, un periodo de grandes migraciones que abarcará desde el siglo III hasta el VII, la llamada Antigüedad Tardía, periodo de transición entre la Antigüedad y la Edad Media.

LA ÉPOCA DE LAS GRANDES MIGRACIONES

Una de las primeras tribus en hacer acto de presencia tras la frontera fue la de los godos que se habían instalado en Ucrania. Acabaron dividiéndose en visigodos, o godos del oeste, y en ostrogodos, o godos del este. Ambos grupos penetraron por el Danubio hasta los Balcanes y Roma se vio obligada a concederles tierras. Como a juicio de los godos el trato no se cumplió del todo, se dedicaron al saqueo, y el emperador les concedió en el año 382 un foedus en Tracia, la actual Bulgaria. Eso los convertía en federados de Roma y tenían que asistir a las legiones romanas como tropas aliadas. El resultado de su larga permanencia en territorio romano favoreció una ligera romanización; incluso se convirtieron al arrianismo, secta cristiana que acabaría siendo declarada herética el año 381 en el Concilio de Constantinopla. Los tratados llamados federaciones, por los cuales un contingente bárbaro recibía alimentos o tierras donde asentarse, a cambio de proporcionar guerreros y defender las fronteras del Imperio, se extenderían también con el tiempo a los francos, los alanos, los vándalos y otros. La fuerza militar romana cada vez dependía más de estos pueblos bárbaros que actuaban como foederati.

Europa se estaba convirtiendo en un campo de batalla… En el año 253, los francos y los alamanes atravesaron el Rin e irrumpieron en la Galia, mientras en el norte los francos de la costa, los hérulos y los piratas sajones se dedicaban a atacar las costas galas. Un grupo de francos y alamanes llegó hasta Tarraco, la actual Tarragona, e incluso habrían atravesado la península, y atacado el norte de Marruecos y Mauritania. Por si fuera poco, los hunos, una confederación de pueblos nómadas procedentes de las estepas, irrumpió desde la Europa del Este empujando a otros pueblos bárbaros que se encontraban en su camino. Hacia el año 375 derrotaron a los ostrogodos. Al año siguiente derrotaron a los visigodos, que se vieron obligados a pedir asilo en el Imperio romano de Oriente. Los francos se hicieron federados de Roma, que les concedió un asentamiento permanente en lo que hoy es Bélgica y los Países Bajos. Aunque ayudaron a defender el limes, los francos aprovecharon para conquistar la Galia.

El invierno del año 406 fue tan frío que el Rin se heló, lo que permitió el paso de los suevos, de los vándalos y de una tribu no germánica de ascendencia iraní, los alanos, todos ellos presionados por el avance de los hunos. Los alanos, dirigidos por Adax, se establecieron en Lusitania y la Cartaginense. Los vándalos, procedentes de Escandinavia, se dirigieron primero a los Cárpatos, donde se convirtieron al arrianismo. Luego emigraron hacia el oeste y atravesando la Galia pasarían a Hispania. Los vándalos asdingos se dirigieron hacia el noroeste, a Asturias y la zona oriental de Galicia. Los vándalos silingos se dirigieron hacia el sur, hasta el valle del Guadalquivir. En el año 429, empujados por los visigodos, 80.000 vándalos, distribuidos en 80 navíos, bajo el mando de su rey Genserico, cruzaron el estrecho de Gibraltar y crearon un reino en el norte de África con capital en Cartago, desde cuyas costas hostigaron, como piratas marinos, el litoral mediterráneo. En el año 455 llegaron a saquear Roma. Empujados como los vándalos por los hunos, unos 20.000 suevos también penetraron en la Galia para acabar asentándose en Hispania, donde crearon un reino en el noroeste. Se estima que en total penetraron en Hispania unos 100.000 bárbaros, contando a hombres, mujeres y niños. Su presencia queda patente en topónimos como el de Suevos —localidad de A Coruña—, Puerto de Alano en Huesca y Villalán (Villa Alano) en Valladolid.

Fíbulas y placas visigodas en el Museo Arqueológico Nacional. Pese a que cuando invadieron Hispania los visigodos se habían convertido al arrianismo, en algunos objetos pueden rastrearse rasgos ornamentales paganos. Obsérvese la esvástica como símbolo solar sobre la grupa de un caballo en la imagen de abajo. Fotografías de Javier Arries.

En el 410 los visigodos saquean Roma bajo el mando de su rey Alarico, y se establecen en el sur de la Galia creando un reino con capital en Tolosa, desde el que fueron conquistando la península ibérica, a excepción del reino suevo de Galicia, que se mantuvo independiente hasta el 585. A partir de la segunda mitad del siglo V, los jutos, de la península de Jutlandia (la parte continental de Dinamarca), los anglos y los sajones, que junto a los hérulos habían estado asolando como piratas las costas galas, cruzan en sucesivas oleadas el Atlántico y se asientan en Britania. Los hérulos, precediendo en esto a los vikingos, llegaron incluso a las costas españolas según una crónica del obispo Hidacio. Fue en el año 456 cuando llegaron unos cuatrocientos hérulos, distribuidos en siete embarcaciones. Desembarcaron en la costa de Lugo, y, tras ser rechazados, se dirigieron, ya de retorno a casa, al golfo de Vizcaya, atacando de manera crudelísima, dice la crónica, a los cántabros y a los vardulios, población prerromana que estaba asentada en la Vasconia oriental. En el 459, tras atacar las costas gallegas, y bordeando el litoral portugués, llegaron hasta la Bética.

Las cosas en Italia no estaban mucho mejor. El año 476, Odoacro, jefe de un grupo de hérulos que había llegado hasta el Danubio, derroca al último emperador del Imperio romano de Occidente y se convierte en rey de Italia hasta la llegada de los ostrogodos al mando de su rey Teodorico el Grande. Teodorico mató a Odoacro y se convirtió a su vez en rey de Italia en el año 489. Este es un hito histórico importante, porque para la historiografía más conservadora supone el fin oficial del Imperio romano de Occidente. Rómulo, depuesto por Odoacro, fue el último emperador romano de Occidente.

A principios del siglo VI, los francos, recientemente convertidos al catolicismo, avanzan hacia el sur de la Galia y, el año 507, expulsan a los visigodos, los cuales se ven obligados a retirarse a Hispania, y a establecer su capital en Toledo. En el año 568 irrumpió en Italia otro pueblo cuya patria primigenia parece estar en Escandinavia, los longobardos, llamados así por sus largas barbas. Dirigidos por su rey Alboíno crearon allí el reino lombardo, que sucumbió el año 774 conquistado por los francos. Los longobardos, o lombardos, dieron nombre a la actual provincia de Lombardía, cuya capital es Milán, en el norte de Italia. La desaparición del Imperio romano de Occidente y la aparición de los reinos germanos, cristianizados y latinizados son en buena medida los hitos que dan comienzo a la Edad Media. Los francos, los godos y buena parte de la población en general se habían convertido al catolicismo. Mientras, en Escandinavia, aún pagana, y en concreto en Suecia, comenzaba la llamada Era de Vendel, un periodo que va del año 550 al 790 y que se desarrolla en torno a la región de Uppland, con un importante centro político y religioso en Uppsala, donde había un bosque sagrado y un importantísimo templo con el que nos encontraremos con frecuencia a lo largo de estas páginas. Los suecos mantienen en esta era contactos con Europa Central y empiezan a abrir rutas comerciales en Rusia que culminarán en la época vikinga.

DE LA FURIA DE LOS HOMBRES DEL NORTE, LÍBRANOS SEÑOR

La época vikinga se inicia aproximadamente el año 790 y concluye sobre el 1100, y tiene como protagonistas a los habitantes del sur de Escandinavia y de Dinamarca. El nombre vikingo en realidad no corresponde a una etnia, sino a una actividad que se realizaba en verano y que incluía el comercio y la rapiña en expediciones navales. El 8 de junio del año 793, un grupo de vikingos asalta la abadía de Lindisfarne, una isla al norte de Inglaterra. Fue la primera incursión seria en territorio inglés de las muchas que le siguieron y que sembrarían el terror en las costas de la Europa cristiana. A furore normannorum libera nos domine, «De la furia de los hombres del norte, líbranos señor». Esta fue la plegaria que comenzó a hacerse popular en los rezos de los monasterios ingleses. Vikingos noruegos y daneses asolaron durante muchos años las costas inglesas, escocesas, galesas e irlandesas, y llegaron a crear asentamientos permanentes.

Los francos tampoco se libraron de sus embates. Llegaron a establecerse como colonos en la región que aún hoy se llama, por ellos, Normandía, la tierra de los hombres del norte. En diferentes ocasiones, sitiaron París remontando el Sena y obtuvieron un rico botín y sustanciosos rescates. La mayoría de ellos eran daneses, algunos noruegos y pocos, los menos, suecos. Muchos de ellos continuaban por la costa hasta llegar a Hispania. En el año 844, hasta 54 naves desembarcaron en las costas de Gijón. Sus correrías duraron años. Ascendieron, navegando, por la ría de Arosa hasta que Ramiro I de Asturias los derrotó en A Coruña. Desde allí continuaron su viaje por el litoral portugués, atacando Lisboa y Cádiz, y remontando el Guadalquivir para atacar Sevilla. Después le tocó el turno a Algeciras, Orihuela, las Baleares… Se establecieron en la Camarga francesa, desde donde atacaron Arles y Nimes en Francia. Desde allí sus barcos remontaron el Ebro y atacaron Pamplona. En años sucesivos, la península será el escenario de otras incursiones parecidas.

No todo era guerrear. Vikingos noruegos colonizan Islandia a partir del siglo IX. Desde allí, Eirik el Rojo parte hacia el oeste y descubre Groenlandia, donde se crea un asentamiento desde el cual varios navegantes, en el año 986, navegando hacia el oeste habrían localizado una tierra de clima templado a la que denominaron Vinland. Probablemente no era otra cosa que la costa de la americana isla de Terranova. Crearon un asentamiento al norte de la isla, pero no perduró debido a las duras condiciones del entorno y a los enfrentamientos con los nativos, a los que ellos llamaron skrelingar, el mismo apelativo que utilizaban para los esquimales groenlandeses. La otra gran ruta recorrida por los vikingos, sobre todo suecos, está en el este de Europa, donde eran conocidos como varegos. Aprovechando vías naturales como el río Volga, y otras rutas que partían desde las costas polacas y bálticas, los varegos alcanzaban tanto el mar Caspio como el mar Negro, atravesando las tierras de lo que hoy son Rusia, Bielorrusia y Ucrania. Los pueblos eslavos de estas regiones los llamaban rus, palabra de la que derivaría el nombre de Rusia. Muchos de ellos iban hasta Bizancio para servir como mercenarios en la guardia personal del emperador, la llamada guardia varega; otros actuaban a través de estas rutas como comerciantes o como piratas. Poco a poco, las diferentes comunidades vikingas fueron aceptando el cristianismo y las incursiones descendieron, los países escandinavos se constituyeron en reinos (Noruega, Suecia, Dinamarca…) y llegó el fin de la época vikinga.

RETRATO DE UN PUEBLO

Este es el marco histórico en el que se desarrolla una cultura única que, antes de cristianizarse, tenía su propio marco religioso y su propio sistema de creencias mágico. Y muchos de esos componentes todavía sobreviven en el folclore y en prácticas que han pervivido a lo largo de los siglos y que vamos a recorrer en los siguientes capítulos. ¿Cómo vivía la gente que creó esos sistemas de creencias? Sobre su aspecto decía Tácito: «… tienen casi todos la misma disposición y talle, los ojos azules y fieros, los cabellos rubios, los cuerpos grandes y fuertes solamente para el primer ímpetu. No tienen el mismo sufrimiento en el trabajo y obras de él; no son sufridores de calor y sed, pero llevan bien el hambre y el frío, como acostumbrados a la aspereza e inclemencia de tal suelo y cielo» (Germania, IV).

Por los restos arqueológicos y las representaciones que tenemos de ellos en monumentos romanos como la Columna de Trajano, sabemos que los hombres solían vestir una especie de blusa sujeta con un cinturón sobre los pantalones, los cuales se ceñían a la cintura mediante una hebilla. Sobre los hombros podían llevar un manto corto acompañado a veces de capucha. Cuando el frío era intenso podían cubrirse además con pieles. Un peinado típico era el de los suevos, que se recogían el pelo en un moño lateral. Las mujeres solían llevar vestidos que alcanzaban las rodillas y que con el tiempo se fueron alargando hasta la pantorrilla. Sobre este era frecuente llevar un manto confeccionado de lino: «Las mujeres usan el mismo hábito que los hombres, sino que sus vestidos las más veces son de lienzo, teñidos con labores de púrpura, y sin mangas, porque traen descubiertos los brazos y las espaldas, y la parte también superior del pecho» (Germania, XVII). Sin embargo, por los restos arqueológicos parece que el llevar los brazos descubiertos no era lo más frecuente.

Eran pastores y agricultores seminómadas que crearon asentamientos poco duraderos, en general, y no demasiado grandes. Además de la caza de liebres, corzos, osos, renos, alces y uros, a los que daban muerte de forma directa o con trampas, y de la pesca en las regiones costeras, complementaron su dieta con la agricultura. Con frecuencia el hombre cazaba, y la mujer, los ancianos y los niños atendían el campo. La ganadería se basaba principalmente en la cría de bovinos de los que extraían carne y leche. Los bueyes eran usados como animales de tiro. Criaban asimismo ovejas, especialmente en Jutlandia, y cerdos en las tierras boscosas. Utilizaban caballos, pero no para labores agrícolas, sino para la guerra o como animales de tiro. Al principio solo era un medio de transporte para llegar a la batalla. Cuando llegaban al lugar de la lucha, descendían del caballo y combatían a pie. Pero, por contacto con las tribus nómadas del este, algunos se convirtieron en hábiles jinetes e integraron unidades de caballería en sus ejércitos.

El matrimonio era indisoluble, y la poligamia algo anómalo que solo se produjo entre los reyes y jefes que tenían que someterse a matrimonios de conveniencia con otras tribus, tomando esposa de entre las hijas del rey, o de algún notable de esa tribu, para sellar pactos y alianzas. A menudo, cuando los hombres iban a la guerra lo hacían acompañados de sus familias, de su mujer y de sus hijos, que les llevaban alimentos, curaban sus heridas o les arengaban, con gritos y llantos, para que no desfallecieran en el combate recordándoles su triste destino si perdían la batalla. Si no quedaba más remedio, las propias mujeres luchaban para evitar caer en la esclavitud o ser víctimas de la violencia del enemigo. Los germanos tomaban prisioneros de guerra y se los llevaban con ellos. Y, aunque matar a un esclavo no fuera delito, no solían ser maltratados. Algo que extrañó mucho a Tácito es el hecho de que no eran empleados en los servicios domésticos, pues eso les parecía deshonroso a sus amos. Por el contrario, se les daba una casa y una tierra que tenían que trabajar, y con ello se procuraban el sustento, y además producían una renta para su amo. A menudo se integraban tanto en la comunidad que los legionarios romanos, cuando liberaban prisioneros compatriotas suyos, se encontraban con que algunos se ocultaban para que no se los llevaran y no querían volver al lugar del que habían sido arrebatados.

Las familias se organizaban en torno a clanes unidos por parentesco que ocupaban una aldea, o una comarca o distrito. Y estos clanes a su vez conformaban la tribu, la nación, que podía formar parte de una confederación de naciones con intereses comunes. Estas confederaciones eran cambiantes, podían dividirse y desaparecer de la misma forma que se habían creado. Algunas tribus podían salir y unirse a otra confederación; eran, en fin, algo dinámico. Las decisiones importantes que afectaban a la tribu, según se lee en la Germania de Tácito, se tomaban en asambleas, el thing, donde se reunían los hombres libres. Los lugares de reunión eran considerados de alguna manera sagrados, y en ellos se realizaban ceremonias religiosas y tratos comerciales.

Este tipo de reuniones tenían una evidente función social, pero sobre todo eran el medio por el que se discutían temas importantes, como la elección de jefes, de reyes, de jueces, declarar la guerra, etc. Antes de la creación de los primeros reinos, los germanos carecían de instituciones políticas fuertes y sólidas. Sus reyes eran más bien jefes tribales elegidos en estas asambleas de hombres libres. Al comenzar la reunión, los sacerdotes pedían silencio y daban la palabra, actuando como moderadores, a los jefes y a aquellos que gozaban de prestigio. Los que tenían derecho a hablar en la asamblea eran hombres libres de una escala social más elevada a los que podríamos denominar nobles. Su existencia es mencionada por los autores clásicos y está atestiguada por la arqueología. Sus tumbas son más ricas y elaboradas, y presentan ajuares con objetos de lujo. Poseían prestigio y riquezas, a menudo obtenidos como botín de guerra. Con el tiempo, y por influencia romana, prefirieron la inhumación a la cremación, que era lo habitual entre el resto de los hombres libres.

Los jefes y los reyes no tenían un poder absoluto. La monarquía, además, era electiva. Solo se hizo hereditaria tras la creación de los grandes reinos germánicos, como el franco y el visigodo. El poder de castigar recaía generalmente sobre los sacerdotes, ya que estos representan a la divinidad y solo esta puede pedirle cuentas a un hombre libre. Las penas son proporcionales a la gravedad del delito. A veces requieren una compensación económica, costumbre que está atestiguada también entre los celtas y los eslavos. Es lo que se conoce como wergeld, palabra germánica que significaría literalmente «precio de un hombre». Si alguien mataba a otro, por ejemplo, debía pagar una cantidad de reses a los familiares del difunto dependiendo de su categoría social. Era una forma de evitar un interminable ciclo de venganzas continuas entre familias. De hecho, si la familia del difunto rechazaba el wergeld, aquello derivaba en un blutrache o «venganza de sangre». Era un derecho de los familiares del fallecido intentar vengarse cobrándose la vida del asesino. Delitos muy graves, que a veces se castigaban con la muerte, eran la cobardía o el adulterio. Al respecto, dice Tácito: «Puede cualquiera acusar en la junta a otro, aunque sea de crimen de muerte. Las penas se dan conforme a los delitos. A los traidores y a los que se pasan al enemigo ahorcan de un árbol, y a los cobardes e inútiles para la guerra y a los infames que usan mal de su cuerpo ahogan en una laguna cenagosa, echándoles encima un zarzo de mimbres» (Germania, XII). Esta serie de normas y leyes, basadas en el derecho consuetudinario, es decir, basadas en la costumbre y no en una ley escrita, es la base de lo que se llama derecho germánico, que recoge las leyes y normas no escritas y transmitidas de forma oral. Los hombres que eran considerados sabios y prudentes y que conocían estas normas eran los llamados lagman, los «hombres de leyes». A ellos se les consultaba en los juicios y en las asambleas.

Los jefes, príncipes y reyes se rodeaban de los mejores hombres, los guerreros más fuertes y valerosos que podían encontrar, para crear una especie de cuadrilla militar. Existía una relación de amistad y lealtad entre el príncipe y sus camaradas. Los acompañantes del jefe juraban que nunca abandonarían el campo de batalla antes que el jefe y viceversa. El príncipe estaba obligado a suministrar el sustento a sus compañeros, así como armas y caballos, y a hacerles regalos. Esta institución solo podía sustentarse mediante actividades guerreras que pudieran proporcionar al príncipe el botín necesario para poder mantener a su séquito. A esta estrecha relación basada en el honor y la amistad, una institución entre muchas tribus germánicas, se la denominaba gefolgschaft, o comitatus en latín. Esta institución sería la base del sistema feudal característico de la Edad Media. Los ejércitos germanos se basaban en una infantería que básicamente llevaba como armas venablos llamados frámeas, similares a jabalinas; cuchillos largos conocidos como sax; espadas largas de hasta 90 centímetros; y escudos, sin corazas ni otros elementos defensivos. Los cascos no eran habituales y solo los llevaban los guerreros de alcurnia; a menudo de cuero reforzado con tiras de metal.

RITOS FUNERARIOS, DIOSES Y SACRIFICIOS

Las costumbres funerarias de una nación o de una cultura nos hablan de sus creencias sobre el más allá, de sus miedos y de sus esperanzas sobre lo que sobreviene tras la muerte. Es la entrada al mundo de los dioses y de los antepasados. Los hallazgos arqueológicos son determinantes para entender cómo concebían el paso al otro lado. La costumbre más antigua y generalizada entre los germanos era la cremación. Las cenizas del difunto se metían en urnas que eran enterradas. Tácito confirma este hecho añadiendo que los entierros eran austeros y que se realizaban sin demasiada pompa: «Ninguna ambición tienen en sus entierros. Solo que para quemar los cuerpos de los hombres ilustres usan de cierta leña. No echan sobre la hoguera vestidos ni cosas olorosas. Solo queman con los muertos sus armas y con algunos sus caballos. Hacen los sepulcros de céspedes. Y menosprecian los monumentos grandes y de mucha obra, como enfadosos y pesados a los difuntos. Dejan presto las lágrimas y llanto, y tarde el dolor y tristeza. Tienen por cosa honesta y conveniente para las mujeres el llorar, y para los hombres el acordarse de los difuntos» (Germania, XXVII). Con los sepulcros de céspedes probablemente se refiera Tácito a los túmulos, montículos de tierra que se formaban sobre las cenizas para indicar dónde estaban enterradas.

Pero por contacto con sus vecinos mediterráneos comenzó a extenderse, sobre todo entre los germanos del sur, la costumbre de la inhumación, especialmente entre príncipes y nobles, aunque luego se extendió a otras capas de la población. La prueba irrefutable de que los germanos creían que el alma sobrevivía a la muerte es que sus restos aparecen al lado de vestidos, con bebidas y alimentos, y todo un ajuar que les será útil en la otra vida y que incluye adornos, armas, objetos de uso personal y cotidiano, etc. A partir del siglo III comenzaron a dejarse en el interior de la boca de algunos difuntos monedas de oro, joyas y otros objetos de valor, como pago para permitir el paso del difunto al más allá. Esta costumbre la heredaron de romanos y griegos, y es un reflejo del óbolo o moneda que se dejaba, uno en cada ojo, o debajo de la lengua del difunto para pagar a Caronte, el barquero que pasaba las almas a través del río Aqueronte. Si no llevabas dinero suficiente se suponía que podías esperar hasta cien años hasta que Caronte se dignara a recogerte desde «esta orilla» para pasarte a la otra. Los grandes reyes y caudillos de los siglos IV y V se hacen enterrar ya con un ceremonial mucho más elaborado y ostentoso. Junto a ellos se entierran ricos ajuares compuestos de caballos, joyas, armas y todo tipo de objetos que nos hablan de la opulencia de sus poseedores. En el caso de Alarico, rey de los visigodos, se llegó incluso a desviar el curso del río Busento para enterrarle, junto a un suntuoso tesoro, en el lecho del río. Después se devolvió el río a su cauce y todos los esclavos que trabajaron en ello fueron muertos para que no pudieran revelar dónde fue enterrado.

Por lo demás, para conocer los ritos y los dioses de los germanos antiguos solo disponemos de las obras de los escritores clásicos y de algunas inscripciones en objetos y altares votivos, muy poco en realidad. Y para dificultar aún más la cuestión, los autores que hablan de ellos, salvo en muy pocos casos, no nos dejan los nombres de los dioses, sino que los comparan con los suyos. Al encontrar una divinidad de un pueblo bárbaro, si alguna de sus características, por superficial que fuera, les recordaba a alguno de sus dioses o de los personajes de la mitología, se contentaban con decir que adoraban a dicho dios o dicho personaje. Por ejemplo, los héroes semidivinos o las deidades entre cuyas características destacara la fuerza eran asimilados a Hércules.

Uno de los primeros testimonios que tenemos sobre la religiosidad germánica procede de César, quien en La guerra de las Galias compara las costumbres religiosas de los germanos con las de los galos: «Las costumbres de los germanos son muy diferentes. Pues ni tienen druidas que hagan oficio de sacerdotes ni se curan de sacrificios. Sus dioses son solo aquellos que ven con los ojos y cuya beneficencia experimentan sensiblemente, como el sol, el fuego y la luna; de los demás ni aun noticia tienen» (César, XXI). De estas afirmaciones podemos entresacar que las divinidades germanas estaban estrechamente vinculadas a los fenómenos y los elementos de la naturaleza. El historiador bizantino Agatías parece darle la razón a Julio César cuando escribía a mediados del siglo VI que los alamanes «adoran ciertos árboles, las aguas de ríos, colinas y valles montañosos, en cuyo honor sacrifican caballos, ganado e innumerables otros animales por decapitarlos, e imaginan que están realizando un acto de piedad de ese modo».

Procopio de Cesárea, en fecha tan tardía como el siglo VI, decía que en la isla de Thule reverencian a una gran cantidad de dioses y de demonios de los cielos, del aire, de la tierra y del mar, además de los que viven en manantiales y ríos. Puesto que no hay constancia de que edificaran templos de forma sistemática —al menos hasta el siglo V, cuando por influencia del cristianismo empezaron a construirse templos—, especulamos con la idea de que los ritos se llevarían a cabo en entornos naturales sagrados y al aire libre, como bosques, lagos, cascadas, pantanos… Tácito nos da razones para pensar que estamos en lo cierto cuando pensamos que los ritos de culto, y podemos especular y extrapolarlo a los ritos mágicos, tenían lugar, sobre todo, en parajes naturales: «Piensan que no es decente a la majestad de los dioses tenerlos encerrados entre paredes, o darles figura humana. Consagran muchas selvas y bosques, y de los nombres de los dioses llaman aquellos lugares secretos, que miran solamente con veneración» (Germania, IX).

Un ejemplo de paraje dedicado a los dioses nos lo da Tácito cuando habla del bosque sagrado de la tribu de los semnones. Refiere el historiador romano que en una fecha fija del año los embajadores de las tribus se reúnen en un «bosque consagrado de sus antepasados con supersticiones y agüeros, y matando públicamente un hombre por sacrificio, celebran con esto los horribles principios de su bárbaro rito» (Germania, XXXIX). Que se realizaran agüeros significa que entre las ceremonias que se llevaban a cabo en aquel lugar sagrado se incluían ritos adivinatorios, una de las formas de magia más comunes que existen. Y continúa: «Reverencian, asimismo, este bosque sagrado con otra ceremonia. Que ninguno entra en él sino atado, como inferior, y mostrando y confesando en eso la potestad de Dios. Y si acaso cae, no es lícito levantarse, y se ha de ir revolcando por el suelo» (Germania, XXXIX). Termina diciendo Tácito que los semnones creen que tuvieron su origen en ese bosque, habitado por su dios, que es el señor de todos y de todo. Tácito llama a este dios regnator omnium deus, «Dios, que lo gobierna todo». Así pues, bien podría decirse que para los semnones aquel lugar era el centro del mundo, un lugar sagrado donde se manifestaba un dios que reina sobre todas las cosas.

Además de los bosques, las corrientes de agua y los pantanos también eran venerados y convertidos en centros de culto. Es precisamente en ellos, y sobre todo en las turberas próximas, donde se han conservado especialmente bien todo tipo de objetos que se consagraban a la divinidad, como recipientes de cerámica y de metal. El más famoso de ellos es el llamado caldero de Gundestrup, de factura celta, hallado en una turbera danesa. Otras ofrendas consistían en carne y otros alimentos, carros rituales, adornos y joyas, armas y aperos agrícolas. Uno de los ejemplos de ofrenda más importantes encontrados en un pantano es el del barco de Hjortspring. Se trata de una especie de canoa construida en torno al 350 a.C. que se encontró en el pantano danés del mismo nombre. El barco contenía una gran cantidad de escudos, cotas de malla, armas y espadas dobladas para evitar que pudieran ser usadas. Se trataba por tanto de algún tipo de ofrenda votiva, muy probablemente un botín de guerra.

En cuanto a los sacrificios humanos mencionados por Tácito, son una realidad. Muchos de los sacrificados eran prisioneros de guerra; otros, quizá eran criminales, pero no todos. De hecho, la evidencia arqueológica apunta a que en algunas construcciones se enterraron bebés sacrificados, quizá vivos, en los agujeros de los postes, con la posible intención de que sus espíritus quedaran allí como genios protectores. También han aparecido cuerpos y pruebas de diferentes sacrificios en los pantanos, contradiciendo la afirmación de César de que no se preocupaban por realizar este tipo de ofrendas de sangre. Podemos estar seguros de que al menos en estos lugares, como veremos más adelante, se llevaban a cabo sacrificios humanos. Esto es una prueba de que debemos tomar los textos clásicos con prudencia, pues incluso en ocasiones llegan a contradecirse entre sí. Los sacrificios humanos parecen haber estado presentes a lo largo de toda la historia de los germanos. Todavía en el año 470, san Sidonio Apolinar escribía acerca de los piratas sajones que antes de iniciar un viaje, en la víspera, sacrifican a uno de cada diez prisioneros por ahogamiento o crucifixión, porque piensan que es un deber religioso torturar a los prisioneros en lugar de pedir rescate por ellos. Los encargados de realizar los sacrificios y las ofrendas a los dioses, a los espíritus de la naturaleza o a los antepasados eran sacerdotes, aunque no estaban organizados en complejos colegios como los del druidismo celta.

Los sacrificios eran denominados blót. Al acto en sí de sacrificar se le denomina blóta, blōtan u otras palabras similares en los diferentes lenguajes germánicos, que tendrían su raíz en la palabra protoindoeuropea bhlādmen, y cuyo significado sería el de «sacrificar, ofrecer, adorar». Emparentada con estas voces estaría la palabra blood, «sangre». El sacrificio podía ser, como veremos más adelante en el caso del dios Wodan, de seres humanos —cautivos de expediciones militares—, o bien cerdos y caballos. La sangre de los animales sacrificados, a la que, como conductora de la vida, se atribuían poderes mágicos, servía para empapar a los ídolos de los dioses, el lugar del sacrificio y a los propios participantes. La carne se hervía y era servida en un banquete en el que participaban todos los presentes. La bebida —cerveza, hidromiel, o vino en el caso de los nobles que podían costeárselo en la frontera con Roma— era bendecida y también se compartía, pues participaba del carácter sagrado y mágico de la comida.

WODAN, ODÍN

Además de desmentir a Julio César sobre el asunto de los sacrificios, Tácito nos da un claro ejemplo de cómo los autores clásicos equiparaban los dioses germanos a los suyos: «Reverencian a Mercurio sobre todos sus dioses, y ciertos días del año tienen por lícito sacrificarle hombres para aplacarle. A Hércules y a Marte hacen para esto sacrificios de animales permitidos» (Germania, IX). Con toda probabilidad el Mercurio al que el historiador romano alude como dios principal del panteón germano no es otro que el dios Woden, Wodan, Wotan, el Odín de los escandinavos, nombres todos ellos derivados del protogermánico Wōđanaz (Wodanaz). Esta asimilación entre Wotan y Mercurio parece estar presente también en el nombre del tercer día de la semana. Nuestro miércoles recibe su nombre del latín Mercurii dies o «día de Mercurio». En inglés, sin embargo, este día se llama Wednesday; Onsdag, en sueco, danés y noruego; o Woensdag, en holandés. En todos los casos significa «día de Odín». Así pues, al igual que en la mitología nórdica, parece que Wodan-Odín es el primero del panteón.

Tácito nos indica que le ofrecían sacrificios humanos. Sabemos además que, en la época vikinga, se le sacrificaban hombres a los que se ahorcaba en conmemoración de un rito de autosacrificio en el que el dios se colgó a sí mismo del Yggdrasil, el árbol sagrado que atraviesa todos los mundos. Uno se pregunta, aunque sea especular, si el ahorcamiento ritual, además de una forma de sacrificio, no sería también una forma de obtener algún tipo de éxtasis o estado modificado de conciencia. En ese estado habría visto Odín aparecer las runas delante de él, como en una visión extática, tras sacrificarse atravesándose con su propia lanza mientras permanecía colgado del árbol sagrado. Se sabe bien que la falta de oxígeno en la sangre produce alucinaciones y experiencias visionarias y místicas.

De hecho, el nombre protogermánico del dios, Wōđanaz, deriva del adjetivo wōđaz (wodaz), que significa «profeta, vidente». Del nombre del dios derivan otros adjetivos que están relacionados con el éxtasis y el furor sagrado, una especie de estado de frenesí místico. En gótico, wods significa «poseído»; en inglés antiguo y en antiguo nórdico, óðr (od) tiene el significado de «loco, frenético, furioso». También dio lugar a un sustantivo con la misma forma escrita que significa «alma, mente»; pero también «rima, poesía, canto». Todo ello pone de relieve la estrecha relación entre la poesía, la inspiración exaltada de los visionarios y el poder mágico. La poesía es un poder sobrenatural que esconde entre otras cosas la capacidad de ver lo que ha de venir. En otros idiomas tiene el significado de «ira, furia, rabia…» Todo ello tiene que ver con un estado de conciencia en el que se está poseído por la fuerza divina, que agita el espíritu de un modo violento.

Probablemente se sacrificaban seres humanos al dios antes o después de la batalla, además de en los días fijos de los que habla Tácito. Quizá se trate de un ajusticiamiento, pero es muy posible que el célebre hombre de Tollund, el cuerpo momificado de un hombre del siglo IV a.C., encontrado cerca de esta pequeña localidad de la península de Jutlandia en Dinamarca, muriera como consecuencia de uno de estos sacrificios. Su magnífica conservación se debe a que el cuerpo quedó atrapado en una turbera. Se trataba de un varón con una estatura de 1,70 centímetros, con una edad entre los treinta y los cuarenta años. Estaba desnudo salvo por una gorra de cuero que cubría su cabeza y un cinturón, y en su estómago se encontró una papilla de cereales que fue su última comida, unas doce horas antes de que lo mataran. Fue ahorcado con un cordel hecho de tripa, sacrificado quizá a Odín, quizá a alguna deidad de los pantanos. Se han encontrado otros cuerpos con características similares, víctimas de sacrificios semejantes. Otras formas de sacrificio a Wodan eran el empalamiento con lanzas —el arma favorita del dios, con la que él mismo se había sacrificado cuando colgaba del árbol sagrado— y la cremación.

Pero sin duda la forma más terrible de sacrificio, a la vez que método de ejecución y tortura, es la conocida como bloðorn (blodorn) y rísta bloðorn, expresiones que significan «águila de sangre». Los especialistas discuten si realmente se llevó a cabo alguna vez, o si es solo una invención o malinterpretación de los textos de algunas sagas. Si llegó a ejecutarse alguna vez, el procedimiento consistía en poner bocabajo a la víctima y abrir desde la espalda sus costillas para extraer los pulmones. Las costillas sobresaliendo por la espalda darían la impresión de alas manchadas de sangre. Ese habría sido el fin del rey Aella de Northumbria, en Inglaterra, a manos de los vikingos que componían el llamado Gran Ejército Danés, que asolaron buena parte de Inglaterra en el siglo IX. Esta horrible forma de morir es la que habrían aplicado a Aella los hijos del famoso pirata vikingo danés Ragnar Lodbrok, muerto por orden del rey. Quizá fue este mismo Ragnar el que en el año 845 asedió París e hizo ahorcar a 111 caballeros francos en una isla del Sena tanto para aterrorizar a los francos como para ganarse el favor de Odín. Con todo, y como ya hemos dicho, no queda claro si el águila de sangre es una invención literaria de los autores de las sagas, escritas mucho después de los acontecimientos que relatan, ya que no se menciona esta forma de ejecución en las crónicas más antiguas.

Si hacemos caso de algunas sagas, a veces el sacrificado es el rey. En la Saga Ynglinga o Ynglingasaga, en el siglo IV, la madrastra del rey Domalde de Suecia lanzó sobre el monarca un ósgæssa, un hechizo de mala suerte. Como el rey estaba vinculado con la tierra del reino, su maldición se extendió a ella. El resultado fueron malas cosechas que dieron lugar a hambrunas. El pueblo trató de mitigarlas sacrificando bueyes en el Templo de Uppsala durante la festividad del otoño, pero no sirvió de nada. Después lo intentó, en el siguiente otoño, ofreciendo sacrificios humanos. La situación no mejoró, de modo que en el festival del siguiente otoño los caudillos, que se habían puesto de acuerdo en el thing, sacrificaron al rey y rociaron los ídolos de sus dioses con su sangre. Por fin hubo buenas cosechas. Un descendiente de Domalde, el rey Olof, estableció un reino en la provincia sueca de Värmland. Acudió tanta gente allí que no había recursos para todos, y se generó una hambruna terrible. Los habitantes de la región culparon de ello a Olof acusándole de impiedad, de falta de devoción y de no hacer sacrificios a los dioses. Se dirigieron hacia la mansión que tenía cerca del lago Vänem, lo apresaron y lo quemaron vivo como sacrificio a Odín. La arqueología parece apoyar esta historia recogida en la Saga Heimskringla, porque uno de los muchos castros encontrados en las orillas del lago muestra señales de haber sido quemado por la misma época, en el siglo VI o VII.

Esta vinculación mágica y sagrada del rey con la tierra haría de este un intermediario entre el pueblo y la divinidad de la fertilidad. El monarca era entonces responsable de las buenas y las malas cosechas. En la actualidad, los eruditos creen que no se sacrificaba al rey porque fuera culpable, sino porque era lo más valioso que la comunidad podría ofrecer a la divinidad. Sea como fuere, algunos textos parecen subrayar esa conexión entre reyes y caudillos y la tierra sobre la que gobiernan. Uno de los ejemplos que suelen ponerse en este sentido es el de Halfdanr Svarti (820-860), Halfdanr el Negro, el primer rey de Noruega. Cuando Halfdanr murió, todas las regiones del reino querían que el cuerpo se enterrara en sus tierras. Al parecer, durante su reinado las cosechas fueron abundantes, de modo que la tierra que acogiera su cuerpo seguiría siendo fértil; por ello, se dividió el cuerpo en cuatro partes y se enterraron en diferentes distritos del reino.

A veces se hacen sacrificios para pedir favores. Se cuenta en la Saga Ynglinga cómo al rey Aun el Viejo de Noruega, cuando ya tenía sesenta años, le prometió Odín que alargaría su vida si le ofrecía sus propios hijos cada diez años. Hasta siete hijos llegó a sacrificar y ya era tan viejo que le era imposible mover las piernas y tenían que llevarlo en una silla de un lado para otro. Cuando sacrificó a su octavo hijo ya no podía moverse de la cama. Cuando le llegó el turno al noveno, tenía que usar un cuerno para poder chupar a través de él la comida. Le quedaba un décimo y último hijo para sacrificar, pero su gente se lo impidió y por fin conoció la muerte.

ZIU, TYR

Marte, el otro dios al que sacrifican los germanos, según Tácito, no parece ser otro que Ziu, Tiu o Tew, el Tyz godo y el Tyr escandinavo, que era un dios de la guerra, razón por la cual los romanos lo identificaron con su Marte. Las diferentes formas de su nombre provienen del protogermánico Tiwaz, que a su vez deriva del protoindoeuropeo Dieus. De aquel Dieus, dios del cielo luminoso de los protoindoeuropeos se derivan Tiwaz entre los germanos, el romano Júpiter (Diu Piter), el Zeus griego, el Diaus Pitar del que se habla en los Vedas hindúes, el Dievas de los eslavos bálticos… Ziu es también un dios que tiene relación con los juicios. Es algo habitual que el dios del cielo juzgue a los que viven bajo su manto. Él es el máximo legislador. Juicios y leyes son precisamente uno de los campos de acción de los dioses del cielo, como el Júpiter romano o el Zeus griego. De hecho, la palabra germánica para designar una asamblea, el thing del que hablábamos en el capítulo anterior, parece derivar del nombre de Ziu, que significa literalmente «dios».

Tiwaz parece ser el mismo dios que el Marte Halamardus que apareció en una inscripción del siglo I en Holanda, sobre una piedra en la ciudad holandesa de Roermond. Y también parece ser el mismo dios nombrado como Mars Thingsus en un par de inscripciones sobre sendas piedras votivas en forma de columnas rectangulares en el muro de Adriano, que este emperador hizo construir entre los años 122 y 123 para defender la Britania romana de las invasiones de los pictos que habitaban la actual Escocia. Probablemente fueron erigidas por guerreros frisios que luchaban contra los pictos a las órdenes de Roma. Los godos también adoraban a Marte, es decir, a Tyz, si hacemos caso de lo que de ellos dice Jordanes, el historiador del siglo VI. Para aplacarle le ofrendaban sacrificios humanos. Se le dedicaba la primera parte del botín y las armas de los enemigos se suspendían de los árboles en su honor. La primera vez que Tyr aparece con su nombre y no identificado con Marte es en un texto que habla también de los godos en el siglo III. Ellos le llaman Tyz o Teiwus, y le sacrificaban los cautivos capturados en las batallas. Colgaban los brazos de las víctimas de los árboles para ofrecérselos al dios. Me pregunto si el mito nórdico de Tyr, en el que el dios pierde la mano, arrancada y devorada por el lobo Fenrir, no tiene algo que ver con el hecho de que se colgaran brazos de personas sacrificadas en su honor. Otro de los nombres que se le daba era Hangatyr, que significa «dios colgado», uno de los nombres de Odín. Pudiera ser que la costumbre de colgar hombres en sacrificio primero estuviera dedicada a Tyr en lugar de a Odín. Y aún es más probable, dada la relación de Ziu-Tyr con la justicia, que más que de un sacrificio se tratara de reos ejecutados por algún delito como la cobardía, la traición, etc. Entre los germanos del este, Tiwaz era el dios principal. Para cuando Tácito escribió su obra, parece que entre los germanos del norte y los del oeste Wotan-Odín acabó imponiéndose y ganando protagonismo sobre Tiwaz-Tyr, y tomando algunos de sus atributos.

Tácito menciona también a una diosa adorada por los suevos: «Parte de los Suevos adora a Isis; pero no he podido averiguar de dónde les haya venido esta religión extranjera: aunque la estatua de la diosa, que es hecha en forma de nave libúrnica, muestra habérseles traído por mar» (Germania, IX). ¿Quién era esta? Aunque quizá la confundió con la diosa Freya, diosa de la fertilidad, según el mitólogo y lingüista alemán Jacob Grimm (1785-1863). Zisa sería el paredro femenino de Ziu, su consorte, aunque los textos que hablan de ella son contradictorios y en la actualidad muchos eruditos dudan de su existencia.

Tyr y su asociación con Marte todavía están presentes en los días de la semana. Nuestro martes deriva precisamente del latín Martis dies, o «día de Marte», que en inglés corresponde con el Tuesday; Dienstag, en alemán; Tisdag, en sueco; Tirsdag, en danés y noruego, y Tiistai, en finlandés.

DONAR, THOR

En cuanto al otro gran dios mencionado por Tácito, Hércules, parece ser la misma divinidad que sería conocida como Thor (Þórr) entre los escandinavos; Thunaer, en sajón antiguo, palabra de la que deriva el Þunor (Thunor) anglosajón, y Donar en holandés antiguo y antiguo alto alemán. En protogermánico, la lengua de la que derivan las demás lenguas germánicas, Þunraz (Thunraz). Donar-Thor es un dios de la tormenta. Su nombre parece una onomatopeya que imita el sonido del trueno. Las palabras que designan el trueno en los diferentes idiomas anglosajones, como el thunder inglés, e incluso nuestro trueno, tienen la misma raíz que el nombre de este dios, que era uno de los más populares entre los pueblos germánicos. Es un dios fuerte y fiero, de ahí que los romanos lo confundieran con su Hércules. Es un dios poderoso asociado a la lluvia, a las cosechas, a la fertilidad. De hecho, era el favorito de los granjeros y de los agricultores, mientras que los guerreros y los príncipes tendían a buscar la protección de Ziu-Tyr o de Wotan-Odín. A Thor estaban dedicados muchos ritos religiosos y talismanes asociados a la fecundidad. Una representación suya apareció en el norte de Islandia en forma de figurita de bronce, la llamada estatua de Eryarland, de poco más de 6 centímetros. Representa al dios sentado, cubierto por un casco cónico y sosteniendo su martillo con las dos manos.

A menudo se le identificaba también con Júpiter, ya que este último, en la mitología romana, es el dueño de los rayos, los truenos y la tormenta. Como Odín y Tyr, Thor está presente entre los días de la semana en la mayoría de los lenguajes nórdicos. A él le está dedicado el jueves. Nuestro jueves, palabra que deriva del latín Jovis dies, «día de Júpiter», se denomina en inglés Thursday, que deriva del anglosajón Þunresdæg (Thunresdaeg), el día de Þunor. Es el Þórsdagr (Thorsdag) del nórdico antiguo; el Torsdag del danés, noruego y sueco; Donnerstag en alemán, Donderdag en holandés y el Torstai finés. Todo parece indicar que el jueves, el día dedicado al dios, era sagrado. Y lo siguió siendo durante mucho tiempo después de la cristianización, según se desprende del hecho de que el obispo Eligio (588-660) recriminara a los frisios, suevos y a las tribus de Flandes que siguieran considerando el jueves como día sagrado. Además de tener el rayo como arma, Donar tenía en común con Júpiter el estar asociado a la justicia.

LA DIOSA NERTHUS

Una diosa de gran importancia entre los germanos, y una de las primeras y más antiguas, tanto que quizá se remonte a la Edad de Piedra, fue Nerthus, nombre latín del protogermánico Nerþuz (Nerthuz). La primera mención explícita que tenemos de ella se debe a Tácito. En su Germania afirma que los reudignos, los aviones, los anglos, los varinos, los eudoses, los suardones y los nuitones, que viven rodeados de ríos y bosques, adoran a Nerthus, «que significa la Madre Tierra, la cual piensan que interviene en las cosas y negocios de los hombres y que entra y anda en los pueblos» (Germania, XL). Se trata por tanto de una diosa importante, y tan activa que, incluso, cuando es su deseo, pasea entre los hombres. Según Tácito, había un santuario de la diosa en una arboleda sagrada situada en una isla en medio del océano. Para algunos podría tratarse de la isla de Fionia en Dinamarca, para otros, en cambio, estaría en la isla vecina de Selandia, donde está la capital actual del país, Copenhague. Estos últimos aducen que Nærum, un suburbio de Copenhague en el que ya había un asentamiento en la Edad del Hierro, se llamaba Niartharum en la Edad Media, en alusión a la diosa.

En la arboleda sagrada, continúa Tácito, descansa un carro sagrado cubierto con una tela. Nadie salvo un sacerdote podía tocar aquel carro. Cuando el sacerdote advierte la presencia de la diosa, el carro, tirado por vacas blancas, comienza a moverse y el sacerdote lo sigue sin interferir en su camino. El carro pasa por haciendas y aldeas, y allí donde se detiene, contentos de la visita de la deidad que trae prosperidad y fertilidad, se festeja, y reina el regocijo y la alegría. Mientras la diosa está en su carro visitando a los hombres, se guardan las armas y no se habla de guerra sino de paz. Cuando la diosa se cansa de permanecer entre los hombres, el sacerdote conduce el carro de nuevo hasta su lugar en el bosquecillo. Una vez allí, el carro y la tela que lo cubre son lavados discretamente en un lago cuya ubicación es secreta, ya que nadie debe ser testigo del ritual. Los fieles creen que la propia diosa se baña en el lago cuando se lavan sus atributos. De esta labor de limpieza se encargan esclavos que luego deben perecer ahogados en el lago: «Los esclavos sirven en esto, los cuales traga luego el mismo lago: de donde les viene a todos un oculto terror y una santa ignorancia de que pueda ser aquello que ven solamente los que han de perecer» (Germania, XL). El texto describe realmente un ritual para bendecir y atraer la fertilidad a los campos, y quizá al ganado, de los lugares por donde pasaba el carro, sobre el cual viaja la diosa de forma invisible. La vida nace de la muerte en un infinito ciclo de regeneración. De ahí que los esclavos que la servían fueran ahogados en el lago sagrado donde la diosa se bañaba tras su viaje y se lavaban sus objetos sagrados. Seguramente los esclavos ahogados se convertían en servidores de la diosa en el otro mundo.

Además de una gran cantidad de leyendas nórdicas acerca de divinidades que se mueven en carretas, la evidencia arqueológica parece apoyar las palabras de Tácito. Varias carretas rituales, tanto de la Edad del Bronce como del 200 d.C., se han encontrado en Dinamarca. Entre ellas, los dos carros encontrados en la turbera de Manse en Dejbjerg, Dinamarca, y los fragmentos de carros rotos y equipamiento agrícola encontrados en la turbera de Rappendam en la isla danesa de Selandia. En este último se han encontrado también indicios de sacrificios, animales y humanos: restos de un caballo, de una vaca y de una mujer, de unos treinta a treinta y cinco años, que probablemente fue sacrificada, ya que la posición de la cabeza parece indicar que le cortaron la garganta. Una de las piezas de carro encontradas recuerda a ciertos ídolos femeninos, lo cual sugiere que el carro se asociaba a alguna identidad femenina, quizá la diosa Nerthus. Todo parece indicar que allí se celebraron sacrificios de objetos rituales y carros todos los años durante un largo periodo de tiempo. Probablemente los sacrificios de los animales y de la mujer se hicieron en un momento de crisis para la comunidad, que trató así de alejar el peligro o algún mal que se cebara con ella.

Del mismo modo, el llamado hombre de Grauballe, Dinamarca —de 175 cm de estatura y que murió hacia el año 290 cuando tenía unos treinta años— podría ser una ofrenda a la diosa. Apareció desnudo, aunque quizá sus ropas se diluyeron en el pantano. Murió por un corte en la garganta de oreja a oreja. Quizá era uno de esos esclavos que dedicaban su vida a la diosa Nerthus y después eran ahogados en el lago. Por el estado de las manos sabemos que no realizó trabajos duros en vida, y es que pudiera ser que más que esclavos se tratara de hombres sagrados dedicados a servir y a morir por Nerthus. Su última comida fueron unas gachas de cereales mezcladas con semillas de más de sesenta plantas diferentes. El estado de las bayas que se encontraron en su estómago sugiere que fue muerto a finales del invierno o el principio de la primavera, lo cual apunta a que quizá fue sacrificado en un ritual para asegurar la fertilidad de los campos y las buenas cosechas.

Otro dato curioso es que entre los vegetales que tenía en su interior había cornezuelo de centeno, el hongo microscópico que contiene alcaloides directamente emparentados con el alucinógeno conocido como ácido lisérgico, el LSD. De este dato, algunos estudiosos coligen que en realidad se trataba de un hombre intoxicado que empezó a comportarse de forma alucinada, como un demonio, y del que la comunidad se deshizo en un exorcismo radical a punta de cuchillo. Personalmente, me planteo, por un lado, si en realidad no se le hizo ingerir el cornezuelo para minimizar el dolor del sacrificio, como se hacía en algunas culturas de la América precolombina. Y me pregunto, por otro lado, si no sería una forma de inducir en la víctima un estado de conciencia que le permitiera entrar en contacto con la divinidad y su mundo antes de morir. Quizá el objetivo era que la muerte fuera un paso de transición menos brusco entre esta vida y la otra, o que el sujeto viera a la diosa para entregarle los mensajes de sus adoradores.

En la mitología escandinava, Nerthus parece corresponderse con el dios Njörðr (Niord), dios de la fertilidad relacionado con el mar y la navegación. Se la asocia también con la diosa nórdica Gefjon (Gefion), uno de cuyos principales atributos es el arado y la labranza; otro es la virginidad, y se dice en las Eddas que todos los que mueren vírgenes se convierten en sus asistentes. No resulta difícil elucubrar que Gefjon-Nerthus, al menos en algunos lugares, hubiera tenido un sacerdocio dedicado a su culto cuyos integrantes se mantendrían vírgenes durante toda su vida. En la Edda Poética, Odín dice que la diosa conoce el destino como él. ¿Quizá los sacerdotes de la diosa eran también adivinos a los que se consultaba el porvenir? No deja de ser curioso que otra divinidad asociada a una carreta sagrada como Nerthus esté asociada a ritos adivinatorios. Se trata de Lytir, un dios del que sabemos muy poco. Apenas hay una referencia a él en un texto llamado Flateyjarbók, un manuscrito islandés del siglo XIV. En él se puede leer cómo el rey Eric de Suecia quiso consultar a este enigmático dios sobre el porvenir. Para llevar a cabo el ritual adivinatorio, el carro consagrado a Lytir fue llevado a un lugar sagrado. El dios penetró en el carro, y este fue conducido de vuelta al salón del rey, donde el monarca pudo hacer las preguntas que quiso.

Algunos autores relacionan a Nerthus con Baduhenna —diosa guerrera de los frisios, que conocemos únicamente por los Anales de Tácito—, cuyo santuario estaba en un bosque de Frisia donde se le ofrecían sacrificios. Su nombre se compone de las palabras badu, que procede de la voz badwa, «batalla», y de henna, un nombre que suele acompañar a los nombres de otras diosas matronas que aparecen en inscripciones en piedras y altares votivos de los siglos I al V. El santuario de esta diosa de la guerra sería un bosque de Frisia, situado al noroeste de los Países Bajos, en el que se le ofrecían sacrificios. En el año 28 le fueron sacrificados, en las inmediaciones de este bosque, 900 prisioneros romanos, procedentes quizá de la llamada batalla del Bosque de Baduhenna.

OTROS DIOSES Y HÉROES MÍTICOS

Sorprende la cantidad de diosas que parecen haber sido adoradas en diferentes lugares de Germania; de algunas apenas sabemos nada. Por ejemplo, la diosa Hariasa, de la que solo tenemos constancia por una piedra encontrada en Colonia con una inscripción en latín del año 187; o Tamfana, de la que solo tenemos noticia por la obra de Tácito. Tamfana era diosa de los marsios, una de las pocas deidades cuyo culto se habría desarrollado en un templo construido por la mano del hombre en lugar de al aire libre. De otra diosa, Nehalennia, «la que auxilia a los muertos», que a veces se vincula con Nerthus y que recibió culto en Fisia desde al menos el siglo II a.C. hasta el siglo III, nos quedan una buena cantidad de altares votivos. Más misteriosa es la diosa Vagdavercustis, de la cual solo se conoce una inscripción de un altar del siglo II que se encontró en Colonia. Otro dios del que no sabemos mucho es Fosite, dios de los frisones que tenía su santuario propio en una isla llamada en su honor Fositeland, situada entre Frisia y Dinamarca. Había allí un manantial sagrado del que la gente extraía agua en completo silencio. Además, no podían entrar allí con el ganado. Los que no respetaban el lugar santo eran castigados por el rey con una muerte cruel.

No es nada fácil recrear el panteón germano con los pocos datos que tenemos. Y la cosa se agrava al comprobar que cada tribu tenía, además de las divinidades que comparte con el resto, sus propios dioses tribales. Cada familia, además, tenía sus propios dioses menores, dioses familiares cuyo culto, incluidos ceremonias y sacrificios, recaía sobre el padre de familia. Tácito por ejemplo nos habla de una tribu, los naharvalos, que rinden culto a una especie de deidad dual —simbolizada por dos hermanos gemelos de poca edad— llamada Alcis, a la que se rinde culto en lo más profundo de un bosque que les estaba consagrado y que probablemente se ubicaba en Silesia: «En la tierra de los Naharvalos hay un bosque de antigua religión a cargo de un sacerdote que anda con vestido femenil. Los dioses de él, según la interpretación romana, dicen ser Castor y Pólux, y el nombre de aquella deidad es Alcis. No tienen ningunas imágenes suyas, ni hay rastros algunos de superstición extranjera, pero son adorados como hermanos y como mozos» (Germania, XLIII). Según Tácito, el sacerdote de los gemelos divinos oficiaba vestido de mujer. Pero no es algo único en la historia de las religiones. Algunos chamanes, por ejemplo, se visten de mujer, y el sacerdote de la Magna Mater en Roma vestía con prendas femeninas.

Los cascos rituales con cuernos, como los llamados cascos de Veksø, de la Edad del Bronce, que fueron encontrados en la isla de Selandia, parecen estar asociados al culto de los gemelos divinos. Se trata de cascos ceremoniales, empleados en algún tipo de rito, no de cascos de combate. De hecho, serían inútiles en una situación de combate real, pese a las típicas, pero falsas, ilustraciones románticas de guerreros celtas, germanos o vikingos con cascos con grandes astas. Como se encontraron en un lago, parece muy probable que se trate de objetos votivos, ofrendas hechas a alguna divinidad. Pero tampoco se descarta que hayan sido usados en ceremonias en las que los portadores de los cascos, por el acto de ponérselos, representaban o actuaban como intermediarios de la divinidad, quizá los dioses gemelos y solares.

Otra pareja de hermanos famosa en el mundo de los mitos germanos es la que forman Hengist —cuyo nombre significa «semental»— y Horsa, «caballo». Los dos hermanos, descendientes de Wotan, lideraron la invasión de Inglaterra por anglos, sajones y jutos. Hay otros gemelos famosos en la historia de los pueblos germanos, como Rao y Rapto, caudillos de los vándalos asdingos; o los lombardos Yvor y Aio, que se enfrentaron a Ambri y Assi, hermanos que gobernaban a los vándalos. Muchas tribus hacían derivar sus orígenes de dioses míticos, héroes tribales de carácter divino que eran su ancestro primero y más importante. Algunas familias reales y dinastías también se consideraban a sí mismas de origen divino. Por ejemplo, entre los godos, la familia Amali, que acabaría convirtiéndose en la familia dinástica de los reyes ostrogodos, procedía de un antepasado mítico llamado Gapt, o Gaut, dios de la guerra, uno de cuyos hijos habría sido Hulmul, antepasado mítico, a su vez, de los daneses. Los sajones, por otra parte, tenían como antepasado primigenio a Saxnôt, Seaxnēat o Saxnōt, uno de muchos hermanos, antepasados míticos de diferentes familias reales sajonas, hijos de Odín.

Tácito también habla de los orígenes míticos y divinos de los germanos: «Celebran en versos antiguos (que es solo el género de anales y memoria que tienen) un dios llamado Tuiston, nacido de la tierra, y su hijo Manno, de los cuales, dicen, tiene principio la nación. Manno dejó tres hijos, de los nombres de los cuales se llaman Ingevones los que habitan cerca del Océano, y Herminones los que viven la tierra adentro, y los demás Istevones. Bien que otros, con la licencia que da la mucha antigüedad de las cosas, afirman que el dios Tuiston tuvo más hijos, de cuyos nombres se llamaron así los Marsos, Gambrivios, Suevos, Vándalos; y que estos son sus verdaderos y antiguos nombres» (Germania, II).

Tuiston, o Tuisto, es un dios andrógino, nacido de la tierra, al que encontramos también en fuentes sajonas y escandinavas. El único hijo del hermafrodita Tuisto es Manno, cuyos hijos a su vez son los progenitores de las diferentes tribus germánicas. Su nombre proviene del mismo vocablo que significa hombre, como man en inglés, o en alemán mann, derivadas ambas del protogermánico mannaz. Manno es por tanto el primer hombre. Según Tácito, tuvo tres hijos. Uno de ellos fue Ing, o Ingwaz en su variante protogermánica más antigua. Ing es el ancestro de los ingevones, las tribus germánicas que vivían en las tierras que bordeaban el mar del Norte: Frisia y Dinamarca, que a partir del siglo I a.C. empiezan a diferenciarse en varias tribus (frisios, sajones, jutos y anglos). Este Ing, antepasado mítico de los reyes suecos y noruegos, parece ser el mismo dios que los nórdicos conocían como Freyr. El nombre del dios aparece en una inscripción rúnica del llamado «Anillo de Pietroassa», un torque que formaba parte de un tesoro gótico descubierto en Rumanía, fechado en el siglo IV. La inscripción, que está muy dañada, muestra el siguiente texto rúnico: gutanio Wi hailag, «Para Ingwi [n] de los godos. Santo».

Otro de los hijos de Mannus fue Istaev, ancestro mítico de los istevones, o istvaeones, las tribus que habitaban a orillas del Rin y en las costas belgas y francesas. El otro de los tres hijos de Mannus fue Irmin, padre de los Herminones, Hermiones o Irminones, que se establecieron en la cuenca del río Elba. De este grupo habrían surgido los suevos, los cuados, los marcómanos, los lombardos y los bávaros; y, según Plinio el Viejo, también hermundurios, catos y queruscos. Irmin fue asimismo un importante dios de los sajones, que veneraban al llamado Irminsul, palabra que podemos traducir como «pilar de Irmin». El Irminsul es el árbol sagrado que une los mundos, a semejanza del Yggdrasil escandinavo, el árbol del que se colgó Odín para obtener el conocimiento de las runas. Es el pilar que sostiene el mundo y une el cielo con la tierra. De hecho, algunos árboles eran objeto de culto y alrededor de ellos se celebraban sacrificios.

Inscripciones rúnicas sobre roca en Suecia.

MAGIA Y RITOS ADIVINATORIOS

Muchos de los dioses germánicos que hemos visto hasta ahora están asociados a ritos adivinatorios. Otros son hábiles magos, como Wotan, o poseen armas e instrumentos mágicos, como Donar. La magia, estrechamente ligada a la sabiduría y al conocimiento secreto, está presente tanto en el mundo de los dioses como en el de los hombres. Los dioses, como Wotan, tienen que descubrirla a base de sacrificio. Las fuerzas naturales están sujetas a ese poder misterioso que se entrevé entre las ramas y las raíces de los bosques, el aire, las rocas y los ríos. Es más que probable que el poder mágico se expresara en forma de encantamientos y salmos, de versos cantados que juegan con el poder de las palabras. La magia para los germanos era una realidad; a veces una terrible realidad, y a veces una ayuda indispensable. Se tenía miedo a los magos propios, pero sobre todo a los extranjeros. Así se entiende que el rey Filimer de los godos, según narra el historiador Jordanes del siglo VI, cuando su pueblo llegó a Escitia, en la actual Ucrania, expulsara a ciertas brujas que llamaron aliorumnas, Halju-runnos, que significa «los que corren por el reino de los muertos». El nombre hace sospechar que se trata de mujeres dedicadas al chamanismo, capaces de viajar al mundo de los espíritus mediante el trance, sin duda, conocimientos y procedimientos de los pueblos de las estepas.

La magia permite entrever lo que está oculto. Y en la mentalidad de los pueblos del norte algunos hombres y mujeres son capaces de asomarse a ese conocimiento. Ciertos animales están asociados a la divinidad y pueden actuar por tanto como sus mensajeros. Quizá es el recuerdo de un pasado totémico. Odín, por ejemplo, es señor de cuervos y lobos, y Thor viaja en un carro tirado por dos cabras mágicas. Desde esta perspectiva, ciertos animales eran percibidos como sagrados, y se les suponía poseídos en cierto modo por el poder de los dioses. Mediante su comportamiento expresaban la voluntad de sus sagrados amos. Tácito menciona el uso de ciertos caballos que se reservaban para conocer los designios divinos, caballos que debían ser blancos y no debían emplearse para nada que no fuera su cometido sagrado: «Mas es particular de esta nación observar las señales de adivinanza, que para resolverse sacan de los caballos de esta manera. Estos se sustentan del público en las mismas selvas y bosques sagrados, todos blancos y que no han servido en ninguna obra humana, y cuando llevan el carro sagrado los acompañan el sacerdote y el rey o príncipe de la ciudad, y consideran atentamente sus relinchos y bufidos. Y a ningún agüero dan tanto crédito como a este, no solamente el pueblo, pero también los nobles y grandes, y los sacerdotes; los cuales se tienen a sí por ministros de los dioses, y a los caballos por sabedores de la voluntad de ellos» (Germania, X). El vuelo y los ruidos de las aves les servían, de nuevo según Tácito, para hacer vaticinios, del mismo modo que lo hacían los sacerdotes augures entre los romanos.

Conocer el porvenir, descorrer el velo de lo desconocido, descubrir los hilos que teje el destino, siempre ha sido una preocupación del ser humano. Tácito nos describe un procedimiento mántico usado entre los germanos tanto por particulares, generalmente por el padre de familia para cosas de poca monta, como por sacerdotes si el asunto era de gravedad para la comunidad. Debía cortarse una vara de algún árbol frutal, de la que se obtenían otras más pequeñas en las que se inscribían determinados símbolos. El que echa las suertes debe primero invocar a los dioses mientras alza sus ojos al cielo. Después echa las varas sobre algún lienzo blanco. De cada grupo de tres, toma una e interpreta lo que ha de suceder o la respuesta a lo que se pregunta según el signo grabado en ellas. ¿Hasta qué punto se creía en la eficacia de este procedimiento? Tácito lo deja bien claro: «… si las suertes son contrarias, no tratan más que aquel día del negocio, y si son favorables, procuran aún certificarse por agüeros» (Germania, X). Aunque no hay constancia de ello, para muchos autores los signos que se inscribían sobre las varas no eran otros que las runas, el alfabeto sagrado y mágico que Odín obtuvo en una visión mientras colgaba del árbol de la vida.

Era importantísimo para el clan y la tribu conocer cuál sería el resultado de una batalla. Cuenta Tácito que, antes de combatir, los guerreros tratan de envalentonarse entonando cánticos guerreros, conjuros para asustar al enemigo y llenarse de valor, encantamientos que también servían para adivinar el resultado de una batalla: «Antes de entrar en las batallas, para animarse, cantan ciertos versos, cuyo son llaman bardito, por el cual adivinan qué suceso han de tener: porque o se hacen temer o tienen miedo, según más o menos bien responde y resuena el escuadrón: y esto en ellos es más indicio de valor que armonía de voces. Desean y procuran con cuidado un son áspero y espantable, y para ello ponen los escudos delante de la boca para que, detenida la voz, se hinche y levante más» (Germania, III). Este bardito o canto mágico guerrero es un conjuro destinado a atraer el valor, la fuerza y decantar la victoria hacia el propio bando. Intentan que su canto sea profundo para atemorizar al enemigo. Pero sirve además para saber cuál será el resultado de la batalla. Si suena al unísono y armónico, la victoria se decantará de su lado. Si no… Evidentemente, el convencimiento de estar seguros de ganar el combate o la inseguridad que les infundiría un mal presagio tendría mucho que ver en la suerte de la batalla. Tácito nos informa de que había otra forma de conocer el desenlace de un combate o cuál iba a ser el resultado de una guerra. Consistía este método en atrapar a alguien del otro bando «y le hacen entrar en batalla con uno de los más valientes de los suyos, armado cada cual con las armas de su tierra, y según la victoria del uno o del otro, juzgan lo que ha de suceder» (Germania, X).

Un aspecto importante era el respeto que según los autores clásicos tenían los germanos hacia las mujeres como potenciales profetisas y videntes. Algunas de ellas ganaron renombre e incluso conocemos sus nombres. Los vaticinios realizados por estas mujeres eran tomados en la más alta consideración y se las consultaba a la hora de tomar decisiones importantes. Al respecto dice Tácito, hablando de las mujeres germanas: «Porque aún se persuaden que hay en ellas un no sé qué de santidad y prudencia, y por esto no menosprecian sus consejos, ni estiman en poco sus respuestas» (Germania, X). La primera mención de sacerdotisas que actuaban como respetadas profetisas y adivinadoras aparece en la obra de Julio César en relación a su campaña del año 58 contra Ariovisto, jefe de la confederación: «Inquiriendo César de los prisioneros la causa de no querer pelear Ariovisto, entendió ser cierta usanza de los germanos que sus mujeres hubiesen de decidir por suertes divinatorias si convenía, o no, dar la batalla, y que al presente decían “no poder los germanos ganar la victoria si antes de la luna nueva daban la batalla”» (César, XLIX). De estas mismas mujeres dice Plutarco, en su Vida de César, que practicaban su arte contemplando los remolinos que hacía el agua en los ríos. De la forma que tenían, de su movimiento y del ruido que hacía el agua, formulaban presagios.

Bastante más sangrientos y crueles eran los procedimientos de las sacerdotisas de los cimbros. Según Estrabón, cuando los cimbros se hacían acompañar de sus mujeres en alguna expedición, junto a ellas viajaban ciertas sacerdotisas de cabello y vestiduras blancas con un ceñidor de bronce. Sobre el vestido llevaban una capa de gasa que se abrochaban a los hombros. Iban descalzas, y ejercían como vaticinadoras y adivinas. Armadas con espada recorrían el campamento buscando prisioneros, los adornaban con coronas y los conducían hasta una crátera con una capacidad de entre 400 y 800 litros. El prisionero era suspendido sobre el enorme recipiente. La mujer se subía con una escalera y lo degollaba. Hacían sus predicciones examinando la sangre vertida. Otras abrían al prisionero para ver en sus entrañas si les sería concedida la victoria. Estas mismas mujeres, cuando los hombres entraban en combate, «golpeaban el armazón de mimbre de los carromatos, de modo que realizaban un ruido estremecedor» (Geografía VII, 2).

Algunas profetisas germánicas alcanzaron renombre y un estatus casi divino, como recuerda Tácito: «Así lo vimos en el imperio del divo Vespasiano, que algunos tuvieron mucho tiempo a Veleda en lugar de diosa. Y también antiguamente habían venerado a Aurinia y a otras muchas; y esto no por adulación, ni como que ellos las hiciesen diosas, sino por tenerlas por tales» (Germania, VIII). La Veleda de la que habla Tácito fue una mujer tenida por sabia y profetisa, una sacerdotisa que se mantuvo virgen por motivos religiosos. Su importancia nos la confirma el hecho de que fue la inspiradora del levantamiento bátavo que tuvo lugar en los años 69 y 70. Veleda era tratada como una diosa viviente, como la encarnación de una deidad capaz de emitir oráculos. Vivía aislada en lo alto de una torre próxima al río Lupia, afluente del Rin. Como encarnación de la divinidad no se podía tratar con ella, acercarse a ella ni verla directamente. Un pariente suyo elegido para esta función hacía de mensajero divino e intermediario llevándole las preguntas que querían hacerle y trayendo las respuestas. Su sucesora fue otra importante mujer llamada Ganna, de la tribu de los semnones, que participó como representante de su tribu en las negociaciones con el emperador romano Domiciano. Está claro que estas mujeres, sacerdotisas, videntes y conocedoras de encantamientos gozaban de una elevada reputación en sus comunidades. De la misma tribu que Ganna fue otro vidente, esta vez hombre, llamado Waluburg, anterior al siglo II, que acabó nada menos que en Egipto, que ya era una provincia romana. Un ostracón encontrado en la isla de Elefantina, en el Nilo, contiene su nombre y lo describe como alguien al servicio del gobernador de Egipto, prefecto romano. Muy probablemente ejercía sus labores como adivino. Otra sacerdotisa célebre mencionada por Tácito es Aurinia, una vidente que vivió en el siglo I, y que habría sido vista durante las incursiones que los romanos llevaron a cabo en el interior de Germania entre los años 9 y 14, dirigidas por Druso y Tiberio.

Y, en conclusión, esto es lo poco que sabemos sobre los mitos y los ritos religiosos y mágicos de los germanos antes de la creación de los primeros grandes reinos de Occidente. Todo parece indicar que, antes de las grandes invasiones, los germanos adoraban a dioses asociados a la fertilidad, a la tierra, al mar, que serían identificados después con los Vanir de la mitología nórdica, uno de los dos grandes grupos de dioses que aparecen en la literatura asociada a la era vikinga. Son dioses pacíficos asociados al concepto de riqueza, venerados por agricultores, ganaderos y pescadores de una sociedad sin marcadas diferencias sociales; dioses familiarizados con la magia, especialmente con la adivinación. Pero con el tiempo empieza a despuntar una nobleza integrada por príncipes guerreros dedicados a las acciones bélicas, que empieza a acumular riquezas como resultado de acumular botines, el cobro de impuestos a comerciantes que atraviesan sus territorios, los regalos de las autoridades romanas, etcétera. Entre esta nueva clase de hombres que viven de sus acciones guerreras empiezan a tomar importancia otro tipo de dioses; dioses a los que las sagas escandinavas llaman Æsir, los ases, el otro gran grupo de deidades de la mitología vikinga. Son dioses de naturaleza guerrera, más preocupados por las hazañas que por la tierra, fiel reflejo del carácter de sus adoradores. Wotan, Donar, Ziu, dioses que en Escandinavia toman los nombres sonoros de las divinidades que el gran público conoce: Odín, Thor, Tyr…, los grandes dioses del panteón vikingo, de los que nos ocuparemos en las siguientes páginas para entender el pensamiento mágico y religioso de los hombres y mujeres del norte.