Radicales libres

Cine de vanguardia, cine experimental

Cine de vanguardia, experimental, diferente, subversivo, independiente, invisible, secreto, underground, marginal o cine de artistas son algunos de los numerosos epítetos utilizados para designar una serie de prácticas fílmicas —libres y radicales— que huyen de los parámetros estandarizados de la industria audiovisual. En estas manifestaciones cinematográficas existe un conjunto de consideraciones más o menos comunes que permiten estudiarlo desde un punto de vista unitario. Sin embargo, la excepcionalidad de los planteamientos de cada artista y la singularidad estética de las piezas producen fricciones, conflictos y tensiones que dificultan cualquier tipo de acotación estilística, conceptual o ideológica.

Cuando se habla de cine de vanguardia, habitualmente se alude a aquellas películas europeas y norteamericanas realizadas durante las primeras décadas del siglo XX. Son obras fílmicas estrechamente relacionadas con los movimientos artísticos acontecidos en Europa entre los años 1910 y 1930. Si en el contexto europeo la noción de cine de vanguardia designa un periodo histórico delimitado, vinculado al desarrollo de las artes visuales antes de la Segunda Guerra Mundial, en la escena anglosajona el concepto avant-garde cinema sigue utilizándose en la actualidad para identificar propuestas contemporáneas que ensanchan el audiovisual, asumiendo la tradición histórica de este otro cine.

Actualmente, tanto en Latinoamérica como en España, se emplea el adjetivo experimental para considerar trabajos que, huyendo de ciertos convencionalismos narrativos de la ficción y otros parámetros relativos a la representación de la realidad del documental, interrogan al medio cinematográfico interviniéndolo formal o conceptualmente. En este somero repaso etimológico cabe señalar que el abuso actual del adjetivo experimental —superficial en muchas esferas del audiovisual— no impide que el término siga siendo válido para describir consideraciones estéticas y cognitivas de obras fílmicas y videográficas con entidad. Experimental nos sigue pareciendo un adjetivo apto para percibir tanto la inquietud formal de los artistas como el trasfondo ideológico, a menudo disruptivo, que revelan sus configuraciones fílmicas. Más allá del valor formal cabe poner énfasis en los sistemas de producción, los mecanismos de distribución y las estrategias de exhibición que este cine genera, casi de modo autodidacta y autogestionado.

Otro elemento determinante de esta experimentación consiste en la puesta en práctica de soportes fotoquímicos. Utilizar formatos cinematográficos para realizar películas —principalmente 16 mm, 35 mm, 8 mm y súper 8— es signo de credibilidad y conciencia histórica. No es una postura nostálgica sino un acto de resistencia. Es un gesto político que contrarresta la omnipresencia del vídeo digital, cuya perdurabilidad pone en duda. Sin embargo, cabe tener en cuenta que gracias a la consolidación de las herramientas digitales, cuya fácil accesibilidad haya contribuido a su abuso, el cine experimental alcanza nuevas cotas de popularidad a partir del nuevo milenio. Su público encuentra títulos de manera directa gracias a la comercialización especializada en deuvedé y la distribución por internet. En cuanto a la producción, la versatilidad del vídeo digital facilita todo tipo de hibridaciones, que tienen en la ubicuidad de las pantallas actuales otra de sus decisivas ventajas.

Otras denominaciones, como videoarte y videocreación, mantienen sinergias con la de cine experimental, pero presentan diferencias relativas a las herramientas empleadas y a los contextos que las acogen. Sin tratar de solucionar un debate que atañe a cuestiones culturales y políticas, no está de más indicar que la especificidad del medio (cine, vídeo analógico o vídeo digital) y los lugares de proyección o exhibición (sala cinematográfica, festival de cine, centro de arte, galería o museo) son parámetros que determinan la naturaleza de los trabajos. Asimismo, la trayectoria de las personas implicadas permite describir fehacientemente si su obra audiovisual debe considerarse un filme experimental o una pieza de videoarte. Aquí nos decantamos por el uso de cine experimental no solo para analizar las películas del periodo histórico de las vanguardias artísticas y el grueso de títulos de las fructíferas décadas de los años sesenta y setenta, sino también para comprender la relevancia de algunas obras actuales en la evolución de la experimentación cinematográfica.

Cine, un arte visual

Un mínimo común denominador del cine experimental es el énfasis que las películas ponen en lo visual, en detrimento de lo literario. La exploración plástica de las imágenes en movimiento, la textura granulosa de la emulsión fotoquímica, la musicalidad rítmica de los montajes, la imaginación gráfica de sus animaciones, la representación de la temporalidad, las voces no inteligibles y el rechazo a las formas argumentales tradicionales, son algunos de sus trazos característicos. Ofreciendo formas alternativas de ver las imágenes y modos inauditos de escuchar los sonidos, el cine experimental cuestiona la historia del medio en tanto que mito cultural sustentado en un engranaje industrial. Para el especialista Eugeni Bonet este cine es, generalmente, «anarrativo / antinarrativo / metanarrativo /... o narrativamente subvertido» (VV. AA., 1991, pág. 109). Por eso, el cine experimental deriva frecuentemente de los desarrollos prácticos de otras disciplinas artísticas como la pintura, el dibujo, la fotografía, la escultura y la música. Se trata de un cine excepcional que, renegando del guion literario como base de la realización fílmica, contempla la libertad verbal propia de la poesía.

La ausencia de banda sonora sincrónica en el cine de las tres primeras décadas del siglo XX facilita una aplicación del medio que elude el desarrollo narrativo aunque con la inclusión de intertítulos. Ante la imposibilidad de la palabra pronunciada de modo sincronizado, los cineastas de vanguardia establecen coincidencias con músicas instrumentales. Con el cine surrealista las formas argumentales adquieren por fin relevancia, precisamente para negar cualquier tipo de coherencia lineal, transgrediendo las lógicas y las normas relativas a la causalidad.

Ignorando el protagonismo de actrices y actores en el desarrollo de la acción, la ubicuidad enunciativa de los diálogos y el dominio explicativo de la voz en off, el cine experimental se aventura hacia formas fílmicas no regidas por condicionantes literarios. Estas prácticas cinematográficas pueden clasificarse en una serie de divisiones colindantes con la evolución de las artes visuales, que tienen un punto de anclaje con los movimientos artísticos del siglo XX. Son tendencias delimitadas por cuestiones técnicas, géneros acotados por apreciaciones estéticas o categorías estructuradas de acuerdo con concepciones epistemológicas.

Cuestión de formato, asunto contextual

Uno de los rasgos identitarios del cine experimental es la defensa del soporte fotoquímico. Antes de la consolidación del vídeo analógico —ya entrada la década de los años setenta— y la rotunda diseminación del vídeo digital en todas las esferas de la producción y la exhibición con la irrupción de programas de edición para ordenadores personales (Final Cut, Adobe Premiere) y plataformas online (YouTube, Vimeo), este cine personal y diferente solo se puede concretar en formato fílmico. Durante las décadas de los años 1910 y 1920 se emplea el de 35 mm, el estándar de la industria del cine. En 1923 se introduce el de 16 mm, caracterizado por su menor coste económico y la accesibilidad de sus aparatos —cámaras y proyectores—, consolidándose como el más representativo del cine documental y el cine experimental. En 1965 Kodak lanza al mercado otro formato fílmico aún más democrático: el súper 8, caracterizado por tomavistas ligeros, un cartucho susceptible de cargarse automáticamente y una imagen granulosa e inestable. Este nuevo formato amateur —heredero del 8 mm y el 9,5 mm, comercializado en 1922— se anticipa a todos los posteriores soportes videográficos, primero analógicos y después digitales, que fomentan el registro de imágenes por parte de aficionados y directores amateurs. En la actualidad, el cine experimental se debate entre una defensa a ultranza del celuloide, caracterizada por la red de laboratorios independientes que reivindican activamente su uso, y la utilización del vídeo digital, extraordinariamente versátil.

Como toda disciplina artística generada al margen de la industria, el cine experimental busca métodos de producción independientes que generalmente pasan por la autofinanciación. Ayudas de centros de arte, becas y otro tipo de promociones para la realización son otras opciones habituales. En paralelo con estas ayudas públicas se hallan mecenazgos u otros incentivos económicos promovidos por fundaciones privadas. Existen plataformas que ponen a disposición recursos monetarios o logísticos; son distribuidoras, cooperativas y laboratorios independientes que fomentan la práctica fílmica como disciplina artística al margen de la industria. La New York Film-Makers’ Cooperative, la London Film-Makers’ Co-op —reconvertida actualmente en LUX—, Canyon Cinema en San Francisco, Sixpackfilm en Viena, Light Cone en París, Arsenal en Berlín y Hamaca en Barcelona son ejemplos de organizaciones que distribuyen cine experimental para expandir así su grado de influencia. De todos modos, el coste económico de la producción de filmes experimentales lo asume mayoritariamente el propio artista, que también se encarga de distribuir su pieza por las redes de muestras audiovisuales.

Festivales de cine experimental, filmotecas, salas de cine alternativo, microcinemas y centros de arte son los lugares en los que pueden visionarse estas películas habitualmente. Si durante muchos años el acceso a este cine subterráneo ha resultado ser prácticamente imposible, con la popularización de las ediciones digitales y el alcance de internet esta problemática ha quedado subsanada. En contraposición, este acceso ilimitado al cine experimental a golpe de clic genera un tipo de acontecimientos fílmicos centrados en la noción de evento. Poder presenciar en vivo algunas de estas manifestaciones artísticas, con artistas que dirigen la velada desde lo performativo o lo académico para poder debatir posteriormente los trabajos, es un reclamo que facilita intercambiar ideas e impresiones, generando puntos de encuentro incalculables que se complementan con el creciente consumo individual.

El listado de enunciados introducido a continuación vislumbra las principales tendencias estéticas del cine experimental. Descripciones de aspectos técnicos y fundamentaciones teóricas contribuyen a definir los ejes formales y conceptuales que subyacen en ellas. Siguiendo cierta cronología relativa a la historia del cine experimental e introduciendo apreciaciones transversales de naturaleza contextual se observan afinidades y coincidencias. Esta herencia cinematográfica permite comprender el germen, el desarrollo y la actualidad de las prácticas fílmicas de raíz experimental. Cartografiar esta escena a partir de una serie de movimientos específicos es un modo de acotar, indefectiblemente, un terreno inabarcable. También es una manera de pensar los ejes temáticos que se perciben en la selección de títulos analizados.

Vanguardias artísticas y cinematográficas europeas

La mayoría de movimientos de vanguardia de principios del siglo XX flirtea con el nuevo medio cinematográfico para expandir su grado de actuación mediante la diversificación de soportes artísticos. Futurismo, cubismo y constructivismo son vanguardias de las artes plásticas que generan unos pocos filmes excepcionales. Por el contrario, movimientos como el expresionismo alemán, el impresionismo francés y la vanguardia soviética pueden considerarse desarrollos específicamente fílmicos. El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1919-1920), La Roue (Abel Gance, 1922), La glace à trois faces (Jean Epstein, 1927) y El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1928-1929) ejemplifican búsquedas formales en las que la exploración escenográfica, la inventiva óptica y el virtuosismo del montaje acompañan la progresión de los relatos.

Ballet mécanique (1924), el único título de Fernand Léger y Dudley Murphy, vislumbra la posibilidad de un cine cubista. La multiplicidad de puntos de vista, las visiones calidoscópicas y las repeticiones de planos son recursos técnicos que se asocian con sonoridades estridentes, ruidos instrumentales de timbres acústicos inusuales. En las vanguardias artísticas, las películas sustentadas en lo argumental son las realizadas por artistas adscritos al espíritu dadá y al movimiento surrealista. Ambos acogen un listado de películas donde las interpretaciones de actrices y actores adoptan posturas radicalmente atrevidas. Son actuaciones que protagonizan historias intrincadas, hechas de incongruencias, transgresiones y desenlaces hilarantes. Emak Bakia (1927), de Man Ray; Entre'acte (1924), de René Clair y Francis Picabia; Anémic Cinéma (1926), de Marcel Duchamp; Ghosts Before Breakfast (1927-1928), de Hans Richter; La coquille et le clergyman (1927), de Germaine Dulac; Un perro andaluz (1929) y LÂge dor (1930), de Luis Buñuel y Salvador Dalí, y Le sang dun poète (1930), de Jean Cocteau, son películas producidas en Francia o Alemania con postulados dadaístas o surrealistas celebrando lo absurdo, el inconsciente, lo ilógico, el sueño, la magia, la burla, el escándalo y la provocación.

A lo largo de esta misma década de los años veinte se popularizan las consideradas sinfonías urbanas. Documentar el dinamismo de la actividad de las ciudades a lo largo de una jornada es el principal propósito de unos títulos que festejan el frenesí de las grandes metrópolis con registros frenéticos de trasfondo progresista. Son títulos despersonificados que muestran el ritmo de vida urbano experimentando libremente con los recursos del medio cinematográfico. Manhatta (1921), de Paul Strand y Charles Sheeler; Berliner Stilleben (1926), de László Moholy-Nagy; Rien que les heures (1927), de Alberto Cavalcanti; Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walter Ruttmann, y À propos de Nice (1929-1930), de Jean Vigo, son algunos de sus títulos más representativos.

Cine abstracto, visual music

Practicado por artistas visuales interesados en las artes gráficas, el cine de animación abstracto es una de las constantes propias de la vanguardia histórica. Este evoluciona a lo largo de los años hasta revelarse como un subgénero paradigmático de la actualidad audiovisual, la considerada como visual music. La consecución pictórica de formas no figurativas es el embrión de un cine que se detiene en el movimiento de líneas, manchas y formas geométricas diversas. Walter Ruttmann, Viking Eggeling y Hans Richter son los padres de un cine absoluto que poco después deriva hacia una abstracción practicada profusamente por cineastas como Oskar Fishinger (Komposition in Blau, 1935; Allegretto, 1936; An Optical Poem, 1937; Radio Dynamics, 1942), Len Lye (A Colour Box, 1935; Rainbow Dance, 1936), Mary Ellen Bute y Ted Nemeth (Tarantella, 1940; Abstronic, 1952), Harry Smith (Early Abstractions, 1946-1957), Jim Davis (Evolution, 1954) y Norman McLaren (Begone Dull Care, 1949; Mosaic, 1965; Synchromy, 1971). Los estudios lumínicos y cromáticos desencadenan composiciones inefables en perpetuo desplazamiento; son vibraciones etéreas cuyas cualidades plásticas y musicalidad facilitan designarlas como música visual.

Llegada la década de los años sesenta, este cine no objetivo conecta con la sensibilidad psicodélica, la escena musical del momento, el carácter contracultural de las experiencias y la expansión de la mente inducida por alucinógenos. John Stehura (Cybernetic 5.3, 1960-1965), Jordan Belson (Allures, 1961), James Whitney (Lapis, 1963-1966), John Whitney (Matrix III, 1972) y Lillian Schwartz (Pixillation, 1970) crean un cuerpo fílmico hipnótico que seduce a la industria del cine. Numerosos largometrajes de ciencia ficción de la época incorporan hallazgos visuales similares en forma de efectos especiales que ilustran viajes interestelares o estados alterados. Dwinell Grant, Jim Davis, Stan VanDerBeek, José Antonio Sistiaga, Hy Hirsh, Stephen Beck, Jules Engel, Barry Spinello, Manfred Mohr, Robert Russett, René Jodoin y Larry Cuba son otros de los nombres propios de esta tendencia plural que va del cine calculado a la animación por ordenador.

A finales de los años noventa y principios de los 2000, con la proliferación de la música electrónica instrumental y los programas de producción digital de imágenes, la visual music alcanza otro cénit. Expertos en la animación abstracta como Brett Battey, Robert Seidel, Joost Rekveld, Ian Helliwell, Ryoji Ikeda, Semiconductor, Mizue Mirai y Blanca Rego, producen trabajos de puntos y rayas que recogen la herencia de la experimentación fílmica e introducen la tecnología digital mediante parámetros musicales, codificación informática o reincidencia en el error. No por casualidad muchas de estas realizaciones audiovisuales tienen lugar en forma de directo visual en festivales de artes electrónicas o música avanzadas.

Postsurrealismo, cine underground norteamericano

Proyectos recientes como el monumental Unseen Cinema, coordinado por el historiador Bruce Posner, han redescubierto el cine de vanguardia norteamericano del periodo 1893-1941. The Fall of the House of Usher (1926-1928) y Lot in Sodom (1933), de James Sibley Watson y Melville Webber; The Love of Zero (1928), de Robert Florey; The Life and Death of 9413: a Hollywood Extra (1928), realizada junto con Slavko Vorkapić, y Autumn Fire (1933-1935), de Herman G. Weinberg, son algunas de las películas más significativas de la primera vanguardia estadounidense. Dramatizan historias literarias, critican cómicamente la fábrica de sueños o sugieren el enamoramiento otoñal, siempre desde una concreción lírica y poética enfatizada por el virtuosismo de la filmación.

Meshes of the Afternoon (1943), de Maya Deren; The Cage (1947), de Sidney Peterson, y The Potted Psalm (1946), realizada junto con James Broughton, y los primeros metrajes ensamblados del artista visual Joseph Cornell, incluyen derivas surrealistas de naturaleza profundamente yankee. Dreams that Money Can Buy (1947), del artista alemán Hans Richter, residente en Nueva York, es un largometraje que evidencia el grado de influencia del movimiento surrealista europeo en Estados Unidos. El exilio de un buen número de artistas alemanes y franceses deja entrever la notoriedad que adquiere allí el surrealismo en la escena fílmica.

A finales de los años cincuenta e inicios de los años sesenta sobresale el cine de Kenneth Anger, Gregory Markopoulos, Andy Warhol, Ron Rice, George y Mike Kuchar, Jack Smith y Ken Jacobs. El primero es el gran paradigma del cine underground, un cine que ilustra lo marginal y disidente, representando un cine queer posteriormente popularizado por las películas de Andy Warhol. Fireworks (1947) y Scorpio Rising (1963) retratan la homosexualidad desde un punto de vista que se anticipa al pop. Las canciones de rock’n’roll conectan con una audiencia joven que también se identifica con el cine de Andy Warhol y títulos como Chelsea Girls (1966), abiertamente centrados en la sexualidad y la drogadicción. El máximo adalid del pop art no es solo uno de los precedentes del cine estructural —con su retorno minimalista a las bases del medio—, sino también alguien que auspicia lo contracultural del mismo modo que lo hace el cine baudelairiano del primer Ken Jacobs (Blonde Cobra, 1963), Jack Smith (Flaming Creatures, 1963), y Ron Rice (Chumlun, 1964).

Sins of the Fleshapoids (1965), de Mike Kuchar; Hold Me While Im Naked (1966), de George Kuchar; The Illiac Passion (1967), de Gregory Markopoulos, y The Great Blondino (1967), de Robert Nelson, son películas que oscilan entre una precisión fílmica del montaje, una comicidad absurda del cine de ficción más casero e irrisorio, y un delirio exuberante de resonancias oníricas. En Inglaterra, el cine underground sobresale gracias a la erótica enfermiza de Stephen Dwoskin o las acciones corrosivas de Jeff Keen, inclinadas hacia una animación inflamable que anticipa la actitud prepunk.

Cine personal, filme-diario

Stan Brakhage y Jonas Mekas ejemplifican un cine personal y autobiográfico, concretado en una postura expresionista influida por las artes plásticas y una lírica de raigambre poética. El primero se revela como una de las figuras más significativas de la historia del cine experimental, autor de un corpus cinematográfico inabarcable, consolidado por centenares de películas —de duraciones muy diversas— y tratados escritos representativos de su ideario como el libro Metáforas de la visión (1960).

Tras iniciar su trayectoria filmando cortometrajes de ficción de estructuras lógicas, Brakhage alumbra una filmografía que, a grandes trazos, se puede dividir en tres bloques: títulos personales sobre él o su entorno familiar más inmediato (Window Water Baby Moving, 1959; Dog Star Man, 1961-1964); piezas de animación pictórica y cine sin cámara (Mothlight, 1963; The Dante Quartet, 1987) y registros documentales que, por su extremado acercamiento, proponen un hiperrealismo existencial de elementos inidentificables (The Act of Seeing with One Own Eyes, 1971).

Más allá de su intensa labor como dinamizador y sagaz activista del New American Cinema, Mekas realiza una obra intensa estructurada alrededor del diario filmado. Su cine no parte de la idea de concretar películas unitarias, sino todo un proyecto artístico autónomo que da cuenta de su propia experiencia vital. Walden. Diaries, Notes & Sketches (1969), Reminiscences of a Journey to Lithuania (1972) y Lost, Lost, Lost (1976) son títulos autobiográficos que ponen a prueba la cámara de 16 mm, que se concretan en montajes reflexivos que explican su vida retratando la escena fílmica que la rodea, las circunstancias neoyorquinas y aquellas otras propias de su pueblo natal.

Geographies of the Body (Willard Maas, 1943), Go! Go! Go! (Marie Menken, 1963), Fuses (Carolee Schneemann, 1967), Mares Tail (David Larcher, 1969), Film Portrait (Jerome Hill, 1970) y The Adventures of the Exquisite Corpse (Andrew Noren, 1967-2003) —así como buena parte de la filmografía de Saul Levine, Marjorie Keller, Bruce Baillie, Chick Strand, Storm de Hirsch, Robert Nelson, Jack Chambers, Peter Hutton, Margaret Tait y Robert Beavers— mantienen similitudes con la obra de los dos cineastas anteriores. Documentan la propia existencia desde ópticas impresionistas definidas por la noción de cine lírico, un cine que revela propiedades lumínicas cercanas transmitiendo tanto la felicidad como la duda existencial que supone la experiencia diacrónica de estar en el mundo.

Cine estructural, cine expandido

El origen del cine estructural puede vislumbrarse en el incisivo análisis sobre el medio fílmico del cine letrista francés y en el minimalismo tautológico de los Fluxfilms (1962-1970). Asimismo, el cine métrico de Peter Kubelka —con su atención por la rigurosidad del montaje de fotogramas únicos inspirado en la escritura musical atonal— y el cine silente de Andy Warhol —hecho de largos planos fijos, devotos de la temporalidad— son la semilla de un cine formalista, sistemático e incluso académico. El letrismo anticipa fundamentaciones metafílmicas integrando rasgos de la apropiación cinematográfica e intuyendo perspectivas expandidas manifestadas años más tarde en el seno del paracinema. Traité de bave et d'éternité (1951), de Isidore Isou, Le Film est déjà commencé? (1951), de Maurice Lemaitre, y L’Anticoncept (1952), de Gil J. Wolman, son los tres títulos definitorios de una tendencia fulgurante de la que saldrá una de las figuras más determinantes de la contemporaneidad: el guía del situacionismo, Guy-Ernest Debord.

El cine estructural —denominado célebremente por el historiador P. Adams Sitney en un artículo homónimo publicado en la revista Film Culture— está íntimamente vinculado a las tendencias minimalistas y conceptuales del arte del momento. Su desarrollo debe entenderse como un amplio conjunto de iniciativas fílmicas, atentas a la especificidad de las herramientas cinematográficas. Muy a menudo, este cine de fuerte impronta tecnológica estudia el medio aportando piezas que referencian el propio dispositivo empleado. Film as Film es otro de los conceptos utilizados para indicar cómo estas películas desvelan las propiedades de lo cinematográfico esquivando la representación y abogando por una concepción antiilusionista. Una fundamentación antiretiniana inclinada a subrayar el papel protagonista de los aparatos puestos en circulación, en vez de señalar aquello que representan, es también uno de sus signos de identidad.

Algunas películas de los norteamericanos Paul Sharits, George Landow, Barry Gerson, Larry Gottheim, J. J. Murphy, Bill Brand; los ingleses Lis Rhodes, Chris Weslby, William Raban y Peter Gidal —con su teoría del cine materialista—; los canadienses Joyce Wieland, David Rimmer, Chris Gallagher; los austríacos Kurt Kren, Peter Kubelka —con su cine métrico—; los alemanes Werner Nekes, Dore O., Birgit y Wilhelm Hein, Klaus Wyborny, Heinz Hemigholz; los polacos Richard Wasko, Josef Robakowski; el yugoslavo Ladislav Galeta; el francés Christian Lebrat; los japoneses Takahiko Iimura, Yoko Ono, Toshio Matsumoto y Takasi Ito; y el australiano Paul Winkler, asumen el componente metalingüístico de sus trabajos celebrando lo tautológico, lo polisémico y lo especulativo.

The Flicker (1966), de Tony Conrad; Wavelength (1967), de Michael Snow; Tom, Tom, the Piper’s Son (1969), de Ken Jacobs; Serene Velocity (1970), de Ernie Gehr; Zorns Lemma (1970), de Hollis Frampton; Berlin Horse (1970), de Malcolm LeGrice; Seven Days (1974), de Chris Welsby, y Picture and Sound Rushes (1974), de Morgan Fisher, son títulos canónicos de un cine estructural que domina la escena experimental de los años 1970 para caer en desuso entrados los ochenta. En la contemporaneidad se puede observar cierto retorno al cine sistemático en cineastas como James Benning (13 Lakes, 2004; Ten Skies, 2004; One Way Boogie Woogie / 27 Years Later, 2005) o Rose Lowder (Bouquets, 1994-2005).

El cine expandido y el paracinema mantienen muchos puntos de contacto con el cine estructural centrado en actuaciones en directo o aquel otro desplegado en instalaciones fílmicas. La presencia del artista ante la audiencia, el acompañamiento musical en directo, la multiplicación de proyectores —de cine, vídeo y diapositivas—, el uso de estos como instrumento sonoro, el desbordamiento de la imagen más allá de la pantalla, la incorporación de elementos escénicos y otros juegos eventuales son algunos de los recursos que se suman a estas experiencias cinematográficas rupturistas. Movie Drome (1963), de Stan VanDerBeek, y Exploding Plastic Inevitable (1966-1967), de Andy Warhol, son espectáculos precursores de unas experiencias como Light Describing a Cone (1973), de Anthony McCall; Nervous Magic Lantern (1990-2018), de Flo y Ken Jacobs, y las proyecciones en directo de artistas como Bruce McClure, Sandra Gibson y Luis Recoder, o el colectivo OJOBOCA.

Found footage, cine de apropiación

Estrechamente relacionada con la investigación técnica del cine estructural se encuentra la tendencia del cine de found footage. El reciclaje de imágenes, el metraje encontrado, el (des)montaje y la apropiación audiovisual son otros enunciados utilizados para indicar la existencia de un cine de apropiación que, con la llegada del digital, incrementa su presencia de modo exponencial. Revisar la historia del cine realizando comentarios críticos, estudiarla para considerar su trasfondo político y recuperar fragmentos fílmicos pretéritos para ensayar nuevos modos de acercamiento a la maleabilidad de sus sonidos e imágenes, son procedimientos elaborados por cineastas que definen sus piezas en la mesa de montaje —o con el programa de edición del ordenador— desechando la opción de filmar o grabar nuevos materiales. Proponer instancias artísticas con fragmentos de películas no originales es una de las tendencias más visibles del cine experimental actual. Joseph Conrad (Rose Hobart, 1936-1939) y Bruce Conner (A MOVIE, 1958; Crossroads, 1976) son dos de los referentes de un cine que alcanza altas cotas de reconocimiento a finales de los años ochenta e inicios de los años noventa, tanto a nivel práctico como teórico.

Arthur Lipset (Very Nice, Very Nice, 1961), Gianfranco Baruchello y Alberto Griffi (Verifica incerta, 1964-1965); Al Razutis (Visual Essays: Origins of Films, 1973-1984) y Artavazd Pelechian (Tarva Yeghaknere (Les saisons), 1975) son otros precursores de una ecología audiovisual también practicada por Angela Ricci-Lucchi y Yervant Gianikian, George Barber, Mark Rappaport y Martin Arnold, entre muchos otros. Lyrical Nitrate (Peter Delpeut, 1991), Sonic Outlaws (Craig Baldwin, 1995), The Cinemascope Trilogy (Peter Tscherkassky, 1998-2001), Phoenix Tapes (Matthias Müller y Christoph Girardet, 2000) y Decasia (Bill Morrison, 2002) son títulos paradigmáticos de la apropiación fílmica que especulan nuevos montajes con los que resignificar sus imágenes. Sin estar propiamente adscrito a las formas del (des)montaje fílmico, el cine-ensayo es un género que parte de montajes estructurados a partir del uso de imágenes ajenas para indagar sobre ellas desde una mirada analítica propia de cierto cine documental. Películas como las de los norteamericanos Thom Anderson (Eadweard Muybridge, Zoopraxographer, 1974; Los Angeles Plays Itself, 2003) y Alan Berliner (The Family Album, 1986; Wide Awake, 2006), el alemán Harun Farocki (Images of the World and the Inscription of the War, 1986), Jean-Luc Godard (Histoire(s) du cinéma, 1988-1998) y el austríaco Gustav Deutsch (Film Ist, 1998-2002) vehiculan discursos ensayísticos estudiando la ideología que se oculta tras las imágenes. En ellos, el texto escrito o verbalizado se entrelaza dialécticamente con las imágenes para generar conocimiento mediante un género que deriva del cine de compilación.

Animación experimental, cine sin cámara

En el campo de la animación figurativa existe una tradición experimental que se remonta a los inicios del cine. Los dibujos de Émile Cohl (Fantasmagorie, 1908), las siluetas manipuladas de Lotte Reiniger (Las aventuras del príncipe Achmed, 1926), los muñecos animados de Vladislav Starévich (El cuento del zorro, 1937), la pixilación de Norman McLaren (Neighbours, 1952), las ilustraciones de Faith y John Hubley (Moonbird, 1959), la pantalla de agujas de Alexander Alexeieff (Le nez, 1963) y los recortables de Frank Mouris (Frank Film, 1973) son algunas de las técnicas pioneras de una animación que desarrolla historias más o menos excéntricas a partir de la figuración.

Uno de los focos más relevantes de este cine narrativo, hecho con marionetas, stop motion, figuras de yeso, barro, arena y otros materiales moldeables, se encuentra en algunas de las cinematografías de los países del Este. Los polacos Piotr Kamler y Walerian Borowczyk y los checos Jan Lenica y Jan Švankmajer (Alice, 1988; Conspiradores del placer, 1996) son cineastas que hacen animación introduciendo técnicas escultóricas y pictóricas. El francés Patrick Bokanowski (L’Ange, 1982) y los hermanos gemelos norteamericanos Stephen y Timothy Quay (Institute Benjamenta, 1995) recogen la herencia de Švankmajer para crear largometrajes ampliamente reconocidos en el ámbito de la experimentación animada. Otras muchas técnicas inauditas, a menudo autodidactas, se encuentran en las piezas de animadores como Larry Jordan, Robert Breer, Paul Glabicki, Adam Beckett, Al Jarnow, Jonathan Hodgson, Jane Aaron, Stuart Hilton, Isabel Herguera, Lewis Klahr y Janie Geiser.

Una de estas técnicas es la conocida como cine sin cámara, que experimenta con los soportes fílmicos transformando su naturaleza mediante la aplicación de tintas translúcidas, la escritura de inscripciones, el recorte de elementos pegados sobre la superficie de la emulsión, la impresión fotoquímica realizada en el laboratorio u otras opciones artesanales más propias de la pintura, el dibujo, la fotografía y las artes gráficas. Este cine hecho a mano produce tanto películas tintadas, previamente filmadas —caso del cine de George Méliès y Segundo de Chomón—, como fotografiadas en el laboratorio —Le retour à la raison (1923), de Man Ray— u originadas a partir de celuloide opaco, transparente o apropiado. Len Lye, Norman McLaren, Stan Brakhage, José Antonio Sistiaga, Phil Solomon, Caroline Avery, Carl Brown, Jürgen Reble, Helen Hill, Cecile Fontaine y Steve Woloshen son algunos de los artífices de un cine que explora lo matérico manualmente.

Sin ser específicamente animadores, cineastas como el norteamericano Pat O’Neill y el polaco Zbig Rybcinski pueden considerarse creadores inclasificables que producen imágenes con técnicas colindantes con las de la animación. La mayoría de sus películas demuestra el virtuosismo alcanzado con la impresora óptica. Del primero son Water and Power (1989) y Decay of Fiction (2002), dos películas centradas en Los Ángeles que documentan espacios interiores y exteriores simultáneamente, demostrando su contrastada destreza con la copiadora fílmica. Tango (1980) demuestra la habilidad de Rybcinsky para superponer múltiples capas capturadas en el mismo fragmento de celuloide trabajando con máscaras y recortes de imágenes. Entrados los años ochenta, el realizador se adentra en el campo de los vídeos musicales y la innovación electrónica para la creación de imágenes sintéticas en obras videográficas como Steps (1987) y The Fourth Dimension (1988).

Nuevo cine narrativo, cine feminista

Nuevo cine narrativo y new talkies son conceptos que designan un retorno a ciertas estructuras narrativas tras la dominación del formalismo representado por el cine estructural. Entrados los años setenta, la palabra verbalizada y el texto escrito ganan terreno en una experimentación fílmica que muestra reflexiones sobre el poder del lenguaje como transmisor de ideas y la importancia del binomio escritura/imagen para el desarrollo semántico de los sistemas cognitivos. Títulos de Michael Snow (Rameau’s Nephew by Diderot (Thanx to Dennis Young) by Wilma Schoen, 1972-1974), Peter Rose (The Pressures of the Text, 1983) y Morgan Fisher (Standard Gauge, 1984) son filmes estructurales que amplían su área de influencia añadiendo la palabra pronunciada.

En Inglaterra, el texto recitado adquiere pleno protagonismo en las primeras películas de John Smith (The Girl Chewing Gum, 1976) y Peter Greenaway (Vertical Features Remake, 1978; A Walk Through H: The Reincarnation of an Ornithologist, 1979). Ambos evalúan la voz en off para vehicular títulos que perciben las tensiones existentes entre los montajes de imágenes y la escritura. Stephen Dwoskin, por su lado, retoma la narración a lo largo de la década de los años setenta solucionando historias turbulentas mediante planteamientos mínimos. Dyn Amo (1972), Behindert (1974) y Central Bazaar (1976) son títulos perturbadores e inquietantes, tanto desde el punto de vista emocional como sexual.

A diferencia del sistema de producción del cine comercial, fuertemente regido por estructuras jerárquicas eminentemente masculinas, la esfera del experimental fomenta la consolidación de trayectorias fílmicas de impronta feminista. Shirley Clarke, Marjorie Keller, Gunvor Nelson, Chick Strand, Barbara Rubin, Chantal Akerman, Babette Mangolte, Barbara Hammer, Amy Greenfield, Jackie Raynal, Peggy Ahwesh, Leslie Thornton, Sadie Benning, Jayne Parker son cineastas que practican un cine que cuestiona la dominación patriarcal visible en la sociedad. Film About a Woman Who (1974), de Yvonne Rainer; Riddles of the Sphinx (1977), de Laura Mulvey y Peter Wollen; Is This What You Were Born For? Parts 1-7 (1981-1989), de Abigail Child; Born in Flames (1983), de Lizzie Borden, y Syntagma (1984), de Valie Export, ejemplifican un feminismo crítico y combativo que busca cambiar los paradigmas establecidos.

A finales de los años setenta, en consonancia con la fulgurante eclosión del movimiento punk, se aprecia la devoción por unos formatos fílmicos que, como el súper 8, facilitan la libertad creativa y el espíritu «Do It Yourself». Derek Jarman es el cineasta que mejor ejemplifica la vivacidad de un cine lírico, queer y autogestionado que documenta lo cotidiano introduciendo bandas sonoras acordes con la escena musical del momento. In the Shadow of the Sun (1980) y TG Psychic Rally in Heaven (1981) son títulos cargados de capas granulosas de puestas en escena inquietantes y músicas atmosféricas a cargo de Throbbing Gristle. En la escena neoyorquina, la actitud punk, la música new wave, y su otra cara más ruidosa y nihilista, denominada no wave, se traducen en una serie de filmografías que van del cine de la transgresión de Nick Zedd al extremismo hardcore de Richard Kern, pasando por las trayectorias de Vivian Dick, Beth & Scott B., Amos Poe y el primer Jim Jarmusch. Jem Cohen hereda esta actitud autónoma, independiente y autofinanciada, con devaneos urbanos individuales y documentaciones musicales perseverantes —Fugazi, R.E.M., Elliot Smith.

Cine de artistas, cine de exposición

Desde finales de los años sesenta se suceden numerosas prácticas audiovisuales situadas entre el cine experimental y el videoarte que tienen lugar en galerías, museos o centros de arte. Dan Graham, Robert Smithson, Nancy Holt, David Lamelas, Hélio Oiticica, Richard Serra, Trisha Brown, Gordon Matta-Clark, Marcel Broodtahers y el dúo Peter Fischli / David Weiss son algunos de sus responsables. A lo largo de las tres últimas décadas, en el seno de las prácticas contemporáneas, prolifera una línea curatorial que produce discursos artísticos añadiendo el trabajo de cineastas y videocreadores. Documentaciones de acciones corporales (Ana Mendieta, Bas Jan Ader, Tehching Hsieh, Roman Signer), ensayos políticos y socioeconómicos sobre la visualidad (Harun Farocki, Antoni Muntadas), interrogaciones identitarias (Eiija-Liisa Athila, Pierre Huygue) y animaciones expandidas (William Kentridge), por poner algunos ejemplos, hallan cobijo antes en el cubo blanco que en la sala oscura.

Numerosas obras expositivas finalizadas en soporte videográfico han encontrado un reconocimiento crítico en el mundo del arte, una legitimación auspiciada, simultáneamente, por una audiencia totalmente receptiva. 24-hour Psycho (1993), de Douglas Gordon; The Cremaster Cycle (1994-2002), de Matthew Barney; Fiorucci Made Me Hardcore (1999), de Marck Leckey; The Clock (2010), de Christian Marclay; FILM (2011), de Tacita Dean; Grosse Fatigue (2013), de Camille Henrot, y How Not to Be Seen: A Fucking Didactic Educational.MOV file (2013), de Hito Steyer, serían buenos ejemplos de ello. Por otro lado, artistas tan diferentes como Rodney Graham, James Coleman, Runa Islam, Rosa Barba, Manon de Boer, Tacita Dean, João Maria Gusmão y Pedro Paiva, Richard Tuohy, Ben Rivers, Ben Russell, Jennifer Reeves, Nazli Dinçel, Esther Urlus, Jodie Mack, Mike Stoltz, Luke Fowler, Alexandre Larose y Lucy Raven siguen trabajando en 16 mm para expresarse cinematográficamente.

Anotaciones sobre la selección

El listado de cincuenta películas escogidas abarca un amplio muestrario de tendencias fílmicas, una necesaria representación femenina, una diversidad de nacionalidades y cierto favoritismo por el cine hecho aquí. Abstracción, cubismo, sinfonía urbana, dadá, surrealismo, found footage, cine underground, cine letrista, cine lírico, cine autobiográfico, visual music, animación experimental, cine estructural, cine métrico, flicker film, cine expandido, cine directo, diario filmado, cine feminista, cine-ensayo y documental heterodoxo son algunos de los ámbitos representados. Ocho de las películas seleccionadas están realizadas por mujeres; número insuficiente que demuestra cómo la paridad entre géneros, dentro de este ámbito fílmico menos jerárquico, debe continuar reivindicándose. Maya Deren, Yvonne Rainer, Lis Rhodes, Chantal Akerman, Laura Mulvey, Flo Jacobs, Rose Lowder, Tacita Dean demuestran cómo este cine promueve la libertad de planteamientos y posiciones, ignorando los rígidos códigos y las lógicas herméticas de la producción audiovisual.

La mayoría de las películas es de origen norteamericano. Muchas otras proceden de países europeos —Inglaterra, España, Francia, Austria y Alemania—, mientras que Latinoamérica y Asia solo cuentan con un título por continente, los filmes de Fernando Birri y Takashi Ito, respectivamente. En sendas fichas se reflexiona sobre el valor de unas cinematografías alejadas del «canon» del cine experimental internacional. Un canon que, en cierto modo, está pautado por el essential cinema, promovido por programadores y cineastas en el seno del Anthology Film Archives. Este predominio del cine occidental en la configuración del cine experimental internacional no impide que en los últimos años surjan con fuerza cinematografías de nacionalidades escasamente contempladas en el pasado como son las del norte de África y los países de Oriente Medio en la serie de deuvedés Résistance(s).

Finalmente, se ha tenido en cuenta el valor de la cinematografía española, muy poco representativa para la evolución del cine experimental internacional pero del todo significativa para valorar el vigor de innovaciones sonoras y visuales, teniendo en cuenta las deficiencias estructurales y el contexto socio-político en el que se ha desenvuelto. Un perro andaluz (1929), de Luis Buñuel y Salvador Dalí; Tríptico elemental de España (1953-1982), de José Val del Omar; Cuadecuc, vampir (1970), de Pere Portabella; ...ere erera baleibu izik subua aruaren... (1968-1970), de José Antonio Sistiaga, y A Mal Gam A (1976), de Iván Zulueta, son los cinco títulos analizados de este país. Estudiar las relaciones entre estas películas y movimientos de vanguardia como el surrealismo; enfatizar la importancia de la obra de Val del Omar y Zulueta; señalar la singularidad de una película como el making of sobre otra dedicada al mito de Drácula; y recordar el tour de force abstracto aplicado sobre celuloide del pintor vasco son las razones que explican su inclusión. Otros títulos que se podrían haber incorporado son: El lobby contra el cordero (1968), de Antonio Maenza; Lock-Out (1973), de Antoni Padrós; Travelling (1973), de Luís Rivera; Ceremonials (1974), de Benet Rossell, y 133 (1978-1979), de Eugènia Balcells y Eugeni Bonet. Entre los nombres de otros cineastas experimentales de origen español no incluidos en la selección destacamos los de Adolfo Arrieta, Javier Aguirre, Antonio Artero, Ramón de Vargas, Ricardo Bofill, Carles Santos, Josep Lluís Seguí y Carles Comas.

Todos ellos demuestran que en España el cine experimental ha sido una práctica más bien frágil y discontinua. Con la llegada de los años ochenta los formatos videográficos asumen el protagonismo. La omnipresencia de un vídeo digital en perpetua hibridación caracteriza el nuevo milenio en el que cineastas tan dispares como Laida Lertxundi, David Domingo, Alberto Cabrera Bernal, Esperanza Collado o César Velasco Broca recuperan el súper 8 y el 16 mm sin dejar de lado las opciones digitales de creación de imágenes en movimiento.

Radicales libres

El título de este libro lo es también de dos películas representativas del cine experimental aquí analizado: Free Radicals (1958), de Len Lye, y Free Radicals: A History of Experimental Film (2011), de Pip Chodorov. La primera es una película de animación precisa, cuya eficacia reside en la destreza técnica y el talento de un ejercicio sencillo de cine sin cámara. La segunda es un documental que estudia la tradición del cine experimental con una voluntad didáctica, un tono pedagógico no exento de rigor.

Len Lye elabora una breve pieza sobre metraje de celuloide opaco en el que rasga líneas verticales cuyos movimientos, sincronizados con música de percusión africana, deviene una danza rítmicamente estimulante. Por su parte, Pip Chodorov muestra la historia del cine experimental desde un punto de vista personal sustentado por sus amplios conocimientos y su contrastada trayectoria. Su propia voz en off hilvana imágenes de archivo, fragmentos fílmicos y entrevistas a cineastas en un documental ensayístico de tonos autobiográficos. Estructurada en torno a cuatro filmes clásicos de vanguardia, recuperados íntegramente —Rhythmus 21 (1921), de Hans Richter, Rainbow Dance (1936) y Free Radicals (1958), de Len Lye, y Recreation (1956-1957), de Robert Breer—, la película introduce las opiniones de numerosos cineastas vinculados al experimental: Hans Richter, Robert Breer, Jonas Mekas, Stan Brakhage, Peter Kubelka, Ken Jacobs, Michael Snow, Stan VanDerBeek y Nam June Paik.

Libertad y radicalidad son dos adjetivos inherentes a buena parte del cine estudiado a continuación. Es un cine que defiende la libre expresión desde una radicalidad formal que no se conforma con usar el medio fílmico para explicar historias sino que anhela producir experiencias acordes con su especificidad. El escritor británico A. L. Rees va un paso más allá señalando que «la idea del cine experimental o del filme de vanguardia en sí mismo deriva más directamente del contexto del arte moderno y postmoderno que de la historia del cine» (Rees, 1999, pág. 2). En el ámbito científico, el concepto radical libre se asigna a una especie química que cuenta con electrones desapareados, formada tras la ruptura homolítica de una molécula, siendo profundamente inestable y adquiriendo gran poder reactivo. De modo análogo, esta fuerza de reacción de los radicales libres cinematográficos explica el creciente interés que muchas de sus películas despiertan en nuevas generaciones de espectadores deseosos de descubrir obras inicialmente minoritarias.