No hay sensación más reconfortante que estar lejos de casa y sentirte como en ella. Aunque las calles sean otras, los olores excesivamente fuertes y las personas que te rodean no se parezcan en nada a las que conoces. A mí esa extrañeza me gusta porque tengo que esforzarme el doble para entenderlo todo, y cuando lo consigo, me entusiasmo. En esos momentos mi mente se relaja y siento un hormigueo en el pecho. Por eso en ocasiones salgo de mi círculo. Fuera. Para sentir ese cosquilleo otra vez y lograr hacer míos elementos que no los son. Como cuando un lugar insulso acaba pareciéndote encantador a medida que lo frecuentas. Luego, ¡voilà!, como en casa.
Pero con Nariman no hubo tiempo para la angustia ni para la incertidumbre porque enseguida me abrió la puerta de su casa y me sentó en su mesa a estudiar.
Es sincera y noble, y yo, simplemente, me sentí bien. Le agradecí su hospitalidad aunque, en el fondo, eché de menos que me costara un poco más entrar en su casa. Tal vez, porque no llegué a saborear lo placentero de alcanzar aquello que requiere un esfuerzo. Fue entrar en su salón y caer de bruces en su vida.
Pero vayamos por orden.
La primera vez que nos vimos fue en una cafetería en la «Calle de los Hambrientos». Se llama así popularmente porque la avenida está llena de restaurantes de comida rápida donde los estudiantes compran shawarma a 1,5 dinares jordanos, equivalente a dos euros.
Caminar por esa avenida es penetrar en una enorme humareda que sale de las cocinas y que envuelve todas las puertas de los establecimientos. Es difícil saber cuál puede estar mejor, porque hay muchos y porque no se ve nada. Hay que apartar la nube de humo con la mano y acercar la cara al menú. Pero huele bien.
Nuestra primera clase de árabe la hicimos en una cafetería de la misma calle. Y ahí la esperaba esa mañana, repanchingada en un sofá mullido, refugiada del alboroto de ahí fuera. Ella llegó tarde pero le perdoné el retraso aunque nunca se disculpara. Asumimos que la cantidad de coches en la carretera era razón suficiente para su media hora de tardanza. Puede que sí lo fuera porque si una cosa es cierta en Amán es que los coches asfixian la ciudad y es facilísimo quedarse atascado en un embotellamiento a cualquier hora del día. Cruzar la calle a pie es como atravesar un laberinto estrecho que te obliga a pasar ladeada entre coche y coche y ponerte perdido el pantalón.
Al principio detestaba esos vehículos en todas partes y el humo denso que ahogaba las calles y mi garganta. Los primeros días me tapaba la nariz con un pañuelo, intentaba que el hollín solo pringara el fular y así proteger mi boca y mis pulmones. Luego me cansé y dejé de resistirme: sucumbí a la contaminación y a partir de entonces caminaba a pleno pulmón por las calles de Amán.
—¿Cómo estás? —me preguntó en un español impecable.
Estudió inglés y español como especialidad en la Universidad y le dedicó tanto empeño que en cuatro años ya leía a Cervantes y a Neruda. Solo por eso Nariman sobresale por encima de muchas. Porque su curiosidad le quema por dentro.
Me lo contó en su mail cuando respondió a mi anuncio en el que buscaba profesora de árabe para unos meses. Luego me lo repitió en un perfecto español cuando la conocí en la cafetería, a pesar de hablar con los labios pegados, porque aguantaban el alfiler que atravesaría su pañuelo por detrás de la nuca.
A sus treinta y tres años no está casada, y supera la media de edad, con creces, para ser madre en Amán: una media que está, aproximadamente, en los veinticuatro. Pero hace tiempo que sabe cómo estructurar su vida, qué hacer y de qué abstenerse para no perder el tiempo, —algo que a mí me parece complicadísimo. No le fue fácil pero ahora está segura de que así la vida se digiere mejor. Se dio cuenta de ello después de dejar a su único novio, por ser desganado y poco ocurrente, y acto seguido rechazar un trabajo como profesora de lengua en una de las mejores academias de Amán. Al parecer tenía que madrugar demasiado para impartir la primera clase y decidió anteponer su modorra a su sueldo.
—A partir de ahí ya puedo hacer lo que me apetezca —y se rió satisfecha por haberse desprendido de dos pesos pesados.
Luego se recolocó la chaqueta y el pañuelo que le cubría el pelo pero que le realzaba sus ojos verdísimos, y se untó crema en la cara, para que su piel siguiera siempre reluciente y blanca. Puede que demasiado blanca para ser jordana porque si bien en Jordania hay infinidad de tonalidades, la mayoría de las pieles son color café, y con poca leche. Las caras suelen ser angulosas y las narices prominentes. Muy parecidas a las de sus vecinos sirios y a los libaneses. La cara de Nariman, en cambio, es redonda, como una hogaza de pan. Pero, como prácticamente la mayoría de los jordanos, su pelo es negro. Aunque eso lo supe después.
Ese día habló con entusiasmo sobre cómo debíamos organizar las clases. Y con el tiempo descubrí que derramaba la misma pasión en cualquier cosa que hacía. Recuerdo la tarde en que fuimos a comprar café molido, y nos llevamos también la cafetera y el molinillo, porque entendió que así el sabor del grano sería más puro y duradero.
También con fervor hablaba de Palestina. Ahí nacieron sus padres, y aunque ella es jordana, quiere preservar esa identidad. Sobre todo, a fuerza de repetirlo porque no le queda otra. Ni a ella ni a gran parte del país.
Tras las guerras árabe-israelíes más cruentas —en 1948 y en 1967, en las que hubo un desplazamiento masivo y forzado de personas— por lo menos dos millones de palestinos entraron en Jordania como refugiados. Aunque no existen datos oficiales sobre el número exacto, se estima que, de los casi diez millones de habitantes que viven en el país en 2019, el 70 % es de origen palestino.
De hecho cuando caminas por la calle y hablas con la gente es complicado que alguien te diga «soy jordano cien por ciento». Los que han estado siempre, los originarios del territorio que ocupan en la actualidad el país son los beduinos del desierto. El resto de los jordanos son los que huyeron de Palestina, los que abandonaron sus hogares y cruzaron la frontera con la esperanza de regresar algún día. Aunque siguen aquí, en Jordania, que se ha convertido, mientras tanto, en su nuevo país.
Nariman forma parte de las nuevas generaciones: los hijos de los palestinos que lo dejaron todo atrás, pero que nunca han pisado su tierra de origen, porque es dificilísimo que puedan cruzar la frontera. La ocupación israelí en Jerusalén y Cisjordania, y las estrictas medidas de seguridad que aplican los soldados de Israel, hacen que ningún palestino sea bienvenido en esas tierras.
Solo los que todavía tienen familia al otro lado de la frontera la intentan cruzar. Y aún así, obtener el visado es complicadísimo. El proceso se convierte en una lucha burocrática que puede durar meses y que, en la mayoría de los casos, acaba en decepción cuando se les deniega. Otros, los que no necesitan viajar a Palestina porque ya no les queda familia al otro lado, rechazan la idea de tener un sello de Israel en su pasaporte, por ser el país ocupante, y porque esa misma huella les prohíbe entrar en otros países árabes contrarios a las políticas de Israel.
Sin embargo, todavía hoy, Nariman y toda su generación reivindican las raíces de un lugar que nunca han conocido. Y lo exigen desde Jordania, desde el país que acogió a los suyos y que ahora también les acoge a ellos.
Aunque hablar de pena y angustia no sería justo porque, si bien Nariman defiende sus orígenes con indignación, debajo de ese tira y afloja de sentimientos es feliz y enérgica en su día a día.
Vive con sus padres y sus tres hermanos al oeste de la ciudad, justo detrás del Centro deportivo Al Hussein, a quince minutos del centro en coche. Es un barrio de clase media, de casas adosadas y blanquecinas, y con edificios de cuatro pisos, como máximo, desperdigados en medio de grandes parcelas de tierra. Su casa está al final de una pendiente asfaltada y sin salida, que cada mañana recorría a pie al salir del taxi. Los primeros días indiqué a los conductores cómo llegar hasta la puerta pero luego comprobé que se quedaban atascados intentando dar la vuelta en el callejón y decidí que mi parada habitual sería la calle anterior.
Llamaba al timbre desde la verja de hierro, atravesaba el jardín y llegaba a la puerta envuelta en un tufo a eucaliptos.
—Sabah alhair —me saludaba Nariman entre beso, beso y beso (aquí se dan tres). Y veía cómo su hermano corría por detrás arrastrando las sábanas con las dos manos.
—Hoy ha dormido aquí en el suelo porque mi otro hermano ronca mucho —me confesaba riéndose, y empujábamos el colchón para llevarlo a otra parte de la casa y dejar despejada la sala.
Aquí los hijos no se independizan hasta que se casan y algunos siguen viviendo bajo el mismo techo incluso con sus nietos. En la misma casa pueden amontonarse hasta diez personas en solo cuatro habitaciones porque, indiscutiblemente, en Jordania la familia es un pilar indispensable para todos y precede a cualquier cosa. Son los padres, los primos o los tíos los que ayudan al resto de la familia a encontrar trabajo, a comprar un coche, a reformar una casa o a arreglar cualquier papel administrativo. Porque en Jordania todo funciona con wastas —‘contacto’ en árabe—, muy práctico si uno quiere simplificar su vida por estos lares. Además, las familias suelen ser numerosísimas, así que se crea una gran red de tentáculos que llega a todos los ámbitos sociales, para que a todos los miembros les resulte fácil hacer cualquier cosa.
Cuando renové mi visado, por ejemplo, mi amigo Basim solo tuvo que hacer una llamada. Al día siguiente nos plantamos en la oficina de policía del norte de la ciudad. Ahí nos recibió un tal Mahmud, con el que intercambié un saludo corto. Luego se giró y le seguimos a lo largo de varias salas grandes, vacías, sobrias y con las paredes llenas de chorretones marrones de humedad. En la última habitación dos matrimonios esperaban sentados en unas butacas junto a una larga cola de asiáticos, que sujetaban varios papeles en la mano y aguardaban a que les sellaran el pasaporte. Mahmud cogió el mío, se saltó la cola a la torera, selló una página y me lo devolvió. Se lo agradecí y muy serio me contestó:
—Estos chinos no tienen wasta —y se fue por donde habíamos entrado.
Pero la realidad es que Nariman tampoco contaba con ese sostén. Gran parte de la familia seguía en Palestina así que tanto ella como sus hermanos habían salido adelante con más trabajo que amparo, pero sin deber favores a nadie. Puede que por eso fuera una chica con empuje que mantenía a sus padres en una inquietud y una zozobra constante. Nariman hacía y deshacía a su gusto y ellos la admiraban por su vitalidad pero, al mismo tiempo, jadeaban un paso por detrás de ella, deseando que algún día se sentara y en ese impasse se le ocurriera formar una familia.
Lo deduje después de pasar días enteros en su casa. El salón de invitados, que solo sirve para los amigos menos cercanos, se convirtió rápido en nuestra clase. Y con el tiempo llegué a conocer todas las estancias de la vivienda. Incluso me senté en el sofá de su salón. Puede parecer una simpleza pero ese sofá es solo para los más allegados. Y yo agradecí que me abrieran los espacios más íntimos de la casa, a pesar de ser mucho más sencillos que las zonas donde se recibe a los invitados.
El salón donde hacían vida solo tenía dos sillones cubiertos con una tela gris delante del televisor, una estufa y dos grandes ventanales. Poco más. Pero entre todos intentaban darle calidez, cada uno a su manera. La madre adornaba la mesa con flores del jardín, el padre colgaba mapas de Jordania en la pared, y Nariman ocupaba todo el sofá para echarse la siesta.
La sala para los huéspedes, en cambio, era más pomposa pero mucho menos acogedora. Simplemente, porque nunca estaban ahí. Tenía una mesa de madera larga con un jarrón de cerámica en medio y varias sillas alrededor, preparada para comidas numerosas. Las cortinas de los ventanales eran largas, gruesas y pesadas. Delante habían colocado dos butacones verdes ribeteados de madera brillante y un sofá grande del mismo color con los bordes ondulados. De esos que invitan a tumbarse con el brazo estirado hacia atrás. Como si solo los de fuera se merecieran descansar en un lugar solemne.
Y ahí pasábamos las mañanas, con solemnidad. En la mesa grande leíamos los libros, escribíamos y hablábamos cada día durante tres horas. Todo delante de un armario de madera oscura con una cristalera donde se exponían los regalos y objetos más valiosos: copas de cristal, el jarrón chino —el primer obsequio de la boda de su madre—, unos recipientes de vidrio azul que se retuercen hacia arriba, una cafetera pintada en Jerusalén y una muñeca vestida de flamenca que su hermano Nader trajo de Sevilla. Al poco también colocaron la bandeja de cerámica que les traje de Palestina y luego la última compra de Nariman:
—Hoy me he hecho un autoregalo —me contó emocionada cargando la caja desde su cuarto.
Se sentó en la mesa y la abrió con delicadeza mientras su madre por detrás se quejaba de lo mucho que había pagado por eso. Deshizo el nudo de terciopelo, arrancó la cinta adhesiva del cartón, rompió la parte superior e introdujo la mano,
—¡Tachán! ¡Me ha encantado al verlo! —gritó.
Para mi sorpresa, se había enamorado de una tacita de té con la bandera española y un gran toro en el lateral. Pagar quince euros por tan extravagante souvenir hubiera sido un robo si no fuera porque en esta casa cualquier referencia a España tiene un valor especial. Todos, excepto la madre, hablan español: el padre, el hermano mayor, el mediano, el pequeño y ella. Y cuando digo que lo hablan es que cualquiera de ellos puede pronunciar la palabra oftalmólogo sin vacilar.
El padre, Ahmed, estudió español en Madrid. Nadir, el hermano mayor, y el mediano, Nihad, lo estudiaron en Granada. Ahora trabajan juntos como guías turísticos en Jordania —de ahí los mapas colgados en el salón. El hijo pequeño se llama Fadi y nunca lo ha aprendido pero se le ha pegado de tanto escucharlo en casa. La madre, Salma, no lo habla, pero cada día me daba los «¡Buenos días! » al entrar por la puerta.
Nariman, en cambio, lo aprendió para desafiar a su padre. Él le dijo que nunca le ayudaría a estudiar español porque era una lengua demasiado complicada. Y eso, a ella, le proporcionó el temple necesario para aprenderlo y además, ser la mejor en clase.
El inglés lo perfeccionó viviendo en Estados Unidos con una beca. Ahí consiguió dar con el acento americano, con el argot de la calle y, por descontado, con las desavenencias propias del choque de culturas.
—Lo de llevar pañuelo no les convencía. A mi vecina tuve que cocinarle un plato para ganarme su confianza —me decía entre risas, por lo bobos que podemos llegar a ser los humanos cuando miramos sin ver.
A ella en el fondo no le importaba que la observaran, lo que le irritaba era no saber qué estaban pensando. Por eso, a veces, en el supermercado simulaba que no hablaba inglés, para que los trabajadores perdieran el tiempo intentando buscar un producto que no existía. Luego regresaba a casa con las manos vacías pero con una sonrisa canalla.
A los veinte años decidió cubrirse el pelo, cuando creyó que su cuerpo empezaba a ser un reclamo. Puede que estuviera plenamente convencida de ello o que, simplemente, se dejara llevar por la corriente de la sociedad, esa de la que tanto cuesta salir.
Sea como fuere, tras la decisión de ponerse velo y de cubrirse el cuerpo, su habitación se transformó en un alboroto de ropa que duró varias semanas, y que su madre intentaba organizar sin remedio. La manga corta ya no le servía, ni la de tres cuartos, así que, zambullida en el armario durante horas, buscaba, seleccionaba, guardaba y lanzaba por los aires lo que ya no utilizaría. Desplumado el armario, recorrió varias tiendas comprando decenas de telas de colores para llenar los huecos nuevos del ropero y componerse, así, ese hiyab que los primeros días dejaba olvidado en su cuarto hasta que se acostumbró a llevarlo siempre.
—Solo cuando sabes que el hombre al que has conocido es con el que te vas a casar —confesó— te quitas el pañuelo y le enseñas tu pelo. Él también tiene derecho a saber cómo eres realmente. En cambio, si lo sabe todo de ti desde el principio, ¿qué queda de íntimo? —añadió.
Y justamente eso hizo cuando conoció a Mohamed. Un primo segundo al que se vio obligada a querer solo por ser médico pero al que dejó cuando imaginó una vida insípida y aburrida y unos hijos demasiado altos, como él.
—¿Ves esto? —me preguntó un día con una maraña de felpa en la mano—, se coloca alrededor de la coleta cuando te recoges el pelo. Luego, el pañuelo por encima. Así el moño queda mucho más elevado y abultado, algunas incluso se ponen dos felpas, y queda como una montaña. —Me contaba mientras se miraba al espejo de lado. Y siguió—muchas mujeres ahora lo llevan así, como las turcas, aunque la moda jordana es distinta: aquí la cara está más descubierta y la tela no se ciñe a las mejillas —y clavó el último alfiler en la tela.
No hacía mucho, una amiga de las de su grupo decidió descubrirse el pelo después de cinco años, al conocer a un chico: «chicas, que sepáis que me lo he quitado».
Les escribió por Whatsapp, para que ninguna se llevara un chasco al verla. Como si la vestimenta de una fuera cosa de todas.
Luego lo discutí con mi compañera Cristina Sánchez en el balcón de su casa en Jerusalén:
—¿Nosotras nos depilamos las ingles porque realmente queremos? ¿Lo hacemos por ellos? ¿O porque se lo hemos visto hacer a nuestras madres desde niñas?
Y así una pregunta tras otra con una copa de vino en la mano hasta que nuestras reflexiones perdieron el sentido y nos fuimos a dormir.
Aunque yo a Nariman casi siempre la vi despejada en su casa. Ese fue mi privilegio. La vi con su gran melena ondulada y salvaje que desmontaba y recogía de nuevo en la coronilla como una gran rosca de merengue.
Las clases cada vez se complicaban más. Nariman intentaba transmitirme esa pasión suya por las lenguas con ejercicios muy didácticos y con charlas que duraban horas. Pero su empeño embotaba mi cabeza hasta tal punto que me entraba sueño y tenía que disimularlo yendo al baño a cada rato.
Por las noches caía rendida en la cama, cuando mi cerebro ya no atinaba a juntar una b con una a, y al día siguiente la cara de traspuesta me duraba hasta mediodía. Sobre todo, porque vivía a cincuenta minutos de su casa. Me levantaba pronto sabiendo que tendría que lidiar con la caravana mañanera para no llegar tarde a clase. En taxi, por supuesto, aquí los únicos transportes públicos son los autobuses de línea que van atiborrados y son lentísimos.
Mi primer apartamento lo encontré en el séptimo círculo. Así están distribuidas las áreas en Amán: en círculos. Cada uno corresponde a una rotonda para coches alrededor de la cual se conforma el barrio. Todas se unen por una carretera que funciona como arteria principal, y recorrerla es la forma más rápida de moverse por la ciudad. El círculo número uno es el más céntrico, la parte antigua de Amán, donde una se pierde entre la gente, entre los mercados de comida, los de ropa, y donde se vive plenamente la agitación de la urbe. A medida que te alejas, los barrios son más modernos y sosegados. En total hay ocho y, aunque después del último también hay muchas urbanizaciones, ya están lejos del centro. Justo ahí vivía Dalia, pero eso viene después.
Amán tal como lo conocemos ahora poco tiene que ver con aquellos años en los que las oleadas de refugiados palestinos poblaron las colinas. En 1948 comenzaron a llegar y se crearon nuevas zonas residenciales, casas improvisadas agolpadas en espacios pequeños como enjambres de abeja. Setenta años después, los edificios de nueva construcción son otra cosa. Ahora, los que tienen dinero lo invierten en casas grandes con jardín y lejos del centro abarrotado. Es como si hubiera dos ciudades en una.
Pero gran parte de esas zonas adineradas están todavía por hacer. Al menos esa es la sensación que se percibe al recorrerlas: la de lugares en constante transformación. Es normal dar con solares abandonados y llenos de basura cada tres o cuatro casas, a la espera de que alguien edifique un nuevo bloque y tape el hueco. Es difícil saber si existe orden o planificación para situar las viviendas en el terreno. Más bien parece que cualquiera puede levantar una donde se le antoje. No importa que justo al lado haya una gran parcela vacía y llena de cochambre porque tarde o temprano alguien construirá una vivienda. Al principio me sorprendió que al lado de una mansión lujosa hubiera tanto descuido, pero luego lo asimilé como parte del paisaje y, con el tiempo, no me daba cuenta.
Mi apartamento estaba cerca de esos barrios emergentes, justo al lado de la academia de lenguas a la que asistí solo cuatro días. Resultó ser un fiasco: la profesora apenas hablaba inglés y era difícil seguir el hilo de cada conversación. Además mis compañeras de clase sabían más que yo y me costaba entender.
—Te hemos puesto aquí porque no hay ninguna clase con un nivel por debajo —me dijo la secretaria, asumiendo que tenía que conformarme con su escasez.
En una semana alcancé a aprender dos palabras nuevas y pagué por un libro que me llegó el día en que me despedía de la academia y de ella:
—Lo siento, tienes que llevártelo, no reembolsamos —dijo hurgando en el cajón de su mesa sin mirarme. Estuve a punto de lanzar el libro por la ventana delante de sus narices porque ya no me servía para nada, pero tragué saliva y lo enterré en la mochila.
Aprendí poquísimo en esa escuela pero hice buenas compañeras de clase. Con Ida y Haleema recorrí los barrios más céntricos de Amán y todas las galerías de arte. Ida, danesa, estudiante de antropología, que se recogía su pelo rubio en un moño destartalado y caminaba siempre como si le pesaran los pies, insistía en conocer todas las salas de arte de la ciudad para escribir su trabajo final de carrera. Así que Haleema y yo nos encontramos muchas veces contemplando cuadros o fotografías en medio de grandes salas solitarias, o dormitando delante de una pantalla donde se sucedían interminables imágenes de algún lugar remoto del mundo. Mientras, Ida tomaba notas de voz en su móvil sobre los cuadros. Como las guardaba en danés, nunca supimos qué le inspiraban aquellas obras.
Juntas también probamos el mejor falafel de la ciudad, en Abu Jbara, y el mejor bocadillo de falafel, en Al Quds. Al menos para nosotras. Este último es un local diminuto en la calle Rainbow. Tenía apenas cinco metros cuadrados y a veces había que esperar en la acera a que te entregaran el pedido. En ese espacio pequeño trabajaban ¡ocho personas para preparar un sándwich! Con tantas manos y tanto empeño salían riquísimos.
Cuando se nos hacía tarde íbamos a Reem, el puesto callejero donde se forman largas colas porque sirven, dicen, el mejor shawarma de Aman. Alguien tiene que llevarte hasta ahí porque a simple vista es una cabina pequeña y vieja que no inspira confianza. Pero la ternera está tostada por los bordes y cruje y está deliciosa cuando la muerdes junto al pan de trigo.
También nos gustaba ir a la panadería Bi donde preparan sabrosos mana’eesh para comer en casa. Son pequeñas pizzas que hacen al momento con queso, pavo, carne, verduras o za’atar, una mezcla de especias que se puede añadir a cualquier comida. Durante las primeras semanas las probé todas porque mi apartamento todavía no tenía fogones.
Era un sencillo estudio con una habitación, una cocina y un baño. El edificio estaba recién reformado y estrené todo lo que había dentro: la cama, la nevera, el sofá y el baño. El salón tenía un enorme ventanal por donde entraba luz todo el día y por las mañanas me tomaba el café mirando a la calle. Veía la carretera y los edificios blanquecinos con las persianas siempre bajadas.
Ibrahim era el dueño del inmueble. Lo heredó de su padre y había invertido mucho dinero en reformar los pisos y alquilarlos para sacarse un sueldo. Era muy alto, corpulento y con barriga. Se aplastaba el pelo hacia atrás con tanta gomina que le brillaba como un disco de vinilo. Hablaba con arrogancia, fumaba puritos y se subía los pantalones a cada paso para que su gran panza no los lanzara hacia el suelo y lo dejara despojado de golpe.
Cuando me enseñó el apartamento me advirtió de que solo podían entrar mujeres y que fueran «muy amigas». Repitió «muy amigas» varias veces y empañó sus gafas de sol con su aliento denso. Esa vez me acompañaba mi amigo Alí, quien intentó convencerle de que yo era una chica sensata y de que en España se tienen tanto amigas como amigos. Tras una larga cháchara sin sentido decidí aceptar las llaves y deshacerme de las maletas que cargaba.
El piso era bonito y luminoso pero con el tiempo fueron apareciendo las incomodidades de vivirlo: el cable de la nevera no era lo suficientemente largo como para enchufarlo a la pared; la lavadora perdía agua; y la puerta de entrada al edificio solo se abría haciendo palanca con un palo. En fin. Ibrahim prometió colocarme pronto un hornillo en la cocina. Me lo prometió el primer día y todos los siguientes hasta que pasaron varias semanas y me acostumbré a comer alimentos fríos.
Su cocina me la imaginaba ostentosa, porque Ibrahim vivía en el primer piso del mismo edificio, y era el único con un recibidor grande, majestuoso, y que daba directamente a la calle. La puerta de cristal la aguantaban dos columnas de mármol en los laterales que a su vez sostenían un techo picudo de cemento pintado. Ahí recibía a sus invitados y a mí cuando firmé el contrato. Me hizo sentar en la butaca de mimbre, sobre una alfombra roja, y me ofreció pastelitos dulces una y otra vez, hasta que los terminé. Nunca vi su casa por dentro, pero con la puerta entreabierta me pareció distinguir una piel de animal colgada de la pared y un fino hedor a rancio. No sé si por culpa del empacho de tanta tartaleta que me dejó un poco aturdida.
Los inquilinos, en cambio, accedíamos a nuestras casas por una puerta escondida en un lateral del edificio. Por ahí mismo también se entraba al salón de belleza del tercer piso. La hermana de Ibrahim aprovechó el tirón de la herencia y también instaló su propio negocio.
La sala tenía la misma distribución que mi piso pero alguien la había camuflado con fotografías y productos para el pelo hasta borrar cualquier rastro de vivienda. En los dos sofás empotrados contra la pared se colocaban las mujeres que querían hacerse la manicura o la pedicura, y en la salita pequeña, que en mi apartamento era el dormitorio, te ofrecían masajes y depilación.
Fátima, la hermana de Ibrahim, me reconoció al entrar y me ofreció una silla. Tenía el pelo largo hasta los hombros y ondulado con insistencia hasta quemarse las puntas. Seguramente hacía pruebas con él, de forma y de color, porque cuando la vi por primera vez era negro azabache. Ahora, en cambio, se lo había teñido de un naranja oscuro que le blanqueaba la cara. Pero el maquillaje de los ojos era tan delicado y elegante que una pasaba por alto lo blancuzco de su piel. Ella misma le indicó a una de las chicas que se sentara delante de mí para ocuparse de mis manos. Era de Filipinas. Llevaba diez años viviendo en Amán y mucho tiempo saltando de un salón a otro trabajando como esteticista,
—Me voy donde me pagan mejor —dijo.
Le pregunté alguna otra cosa más pero sus respuestas eran tan cortas y desinteresadas que me callé y dejé que se preocupara por mis uñas.
Luego, Nariman insistió en que le pidiera consejo a ella antes de ir a cualquier sitio. Sobre todo si era un salón de belleza. No puedo negar que era infalible a la hora de comprar, sabía dónde encontrar cualquier cosa a mitad de precio y de buena calidad. Pero su testarudez, a veces, era implacable. Un día se negó a acompañarme al centro comercial cerca de mi casa porque era caro y le recordaba a sus tiempos en Estados Unidos, así que para evitar la nostalgia, recorrimos toda la ciudad hasta dar con esas varas de metal para los pinchos morunos que llevé a una barbacoa.
Lo cierto es que Nariman era incansable en sus decisiones y resultaba complicado sugerirle un cambio en plena faena. Si alguien objetaba algo, ella asentía con la cabeza y aseguraba que si luego había tiempo, nos encargaríamos de ese otro menester. Con lo cual, en muchas ocasiones me quedaba con un palmo de narices porque el día no era tan largo. Pero, a pesar de su cabezonería, era imposible enfadarse con ella porque su actitud firme estaba cargada de cariño y ternura. Solo un día, esa excesiva confianza en sí misma, me resultó impertinente.
—¿Utilizas crema hidratante? —me preguntó mirándome fijamente, con su nariz pegada a la mía—. Tienes la piel seca —sentenció.
No retiré la vista del libro intentando dar con una buena respuesta a esa grosería.
—Sí, pero Amán es muy seco. ¿Por qué lo dices? —le contesté; y me levanté lentamente hacia el espejo, como si no me importara que hubiera descubierto los indeseados vestigios de la edad.
—Tienes que probar esta crema —dijo enseguida. Y caminó hacia el baño trayendo de vuelta un bote mágico. Se lo agradecí y entendí que su piel fuera lisa y brillante como una bola de billar.
Luego certifiqué que la piel de Nariman no era la única que relucía. Aquí las mujeres se arreglan, se cuidan y son presumidas.
Lo descubrí, entre otras cosas, al observarlas cuando recorría casi todos los cafés de la ciudad que tenían internet.
Me pasaba horas entre el libro de ejercicios y lo que ocurría alrededor. En varias ocasiones volvía al mismo local porque tenía mesas grandes y el café lo servían sin cardamomo. Como aquella vez que regresé a una librería-restaurante, cerca de mi casa, solo para ver si también habían vuelto las dos chicas que me entretuvieron tanto la tarde anterior.
Imaginé que tendrían veinte años. Cuando se sentaron delante de mí ni siquiera me vieron. Dejaron sus bultos en la mesa, se acomodaron y luego la chica del pañuelo negro solo tuvo ojos para el camarero. «¡Buf!» resoplaba cada vez que el chico se acercaba, como si le saliera la vida por la boca. Luego movía sus manos rápido para sofocar sus mejillas, se miraba reflejada en la pantalla del móvil para retocarse las pestañas, los labios y todo, hasta que el chico se acercaba de nuevo y ella se desparramaba otra vez por la mesa. Enseguida, su amiga la recogía a pedazos y la recomponía entera con una sonrisa cómplice. Así pasé la tarde hasta que se fueron y me quedé sola otra vez en esa mesa inmensa a la que no volví.
Con el tiempo se me pegó esa manía que tenía Nariman de comprar en las tiendas más pequeñas. Aunque luego, sola, no me fuera fácil dar con el precio justo. Probablemente, por la lengua, y porque en muchas ocasiones no pude ver el trueque de cerca. Nariman me hizo esperar fuera de la tienda, más de una vez, porque estaba segura de que el color de mi pelo incrementaba el precio de las cosas. Así que muchas de las lecciones de regateo las vi de lejos y a duras penas.
En mi calle por ejemplo, no había nada. Solo un centro comercial al fondo y una pequeña tienda escondida entre los matorrales a la que me acostumbré a entrar después de clase. Ahí compraba bolígrafos o libretas y también fue donde hablé por primera vez con Mohamed, el portero de mi edificio. Ese día llenaba una bolsa con enchufes, pilas y bombillas y me saludó rápido. Era raro verlo lejos de casa porque tiene que estar disponible las veinticuatro horas del día, todos los días de la semana, para todos los vecinos, y para cualquier cosa. Por eso mataba las horas fumando cigarrillos en la acera de la calle frente al edificio y hablando con cualquiera que saliera o entrara.
Era joven y elegante, siempre llevaba pantalones oscuros y un jersey fino de cuello redondo. Vino desde Egipto con veintiseis años y llevaba cinco trabajando como portero porque ganaba más dinero que en su país. Como la mayoría de los egipcios que se instalan en Jordania, muchos acaban vigilando una vivienda o trabajando de jardineros.
Nuestras conversaciones nunca fueron fluidas porque él no habla inglés y a mí me cuesta una eternidad entender el árabe egipcio. Disimulábamos nuestra torpeza con risas pero, en realidad, la incomunicación era frustrante. Con el tiempo conseguimos entendernos con pocas palabras y muchos signos.
Su trabajo no era cualquier cosa. Se encargaba de recoger la mensualidad de todos los inquilinos, de entregarnos las facturas de la luz y del agua, de arreglar las puertas, de recoger la basura, de atender a Ibrahim —el casero impertinente—, de darle de comer a las decenas de gatos de la calle y de barrer toda la escalera. Se ocupaba de eso y de todo hasta que arrastraba los pies al caminar por el cansancio. Porque Mohamed era el comodín. A cambio, Ibrahim le proporcionaba una habitación y un sueldo pobre.
Uno de los primeros días mi baño se inundó al encender la lavadora. El agua se filtró hasta el salón y la cocina y el apartamento parecían un lago. No se me ocurrió otra cosa que llamarle por teléfono para pedirle auxilio:
—Mohamed, ven por favor, problema, mi casa —le dije.
A los dos minutos llamó a la puerta y gritó algo muy alto al ver mi casa convertida en un humedal marrón. Me hizo una señal con la mano y regresó con una enorme fregona. Para entonces yo estaba de pie en el sofá, nerviosa e indicándole desde arriba por dónde se había colado el agua. Tardó en secarlo todo y yo en pisar el suelo. Luego volvió con un tendedero:
—He visto que no tienes, te irá bien —me pareció entender.
Luego me indicó dónde colocar el tubo del agua por la parte trasera de la lavadora para que no volviera a ocurrir. Me sentí ridícula y se lo agradecí muchas veces.
Pero al cabo de un mes, cambié de apartamento.
—Ibrahim, he decidido dejar el piso, me voy a otro barrio —le dije un día por la ventanilla del coche en una de sus eternas guardias delante del edificio, que, la verdad nunca supe para qué servían.
—Lucía, eso es muy mala suerte para mí —contestó con una mano en el corazón. Seguramente no porque fuera yo, sino por la pérdida del potencial de su negocio.
En algunos barrios los pisos alquilados por extranjeros blancos tienen más valor. Entre otras cosas porque pagan más pero también porque sirve como reclamo para futuros inquilinos. Recuerdo que durante mi búsqueda de apartamento leí en un anuncio en internet: «En la casa ha vivido una familia americana ¡durante cuatro años!».
Como si la familia estadounidense le hubiera otorgado a la vivienda un prestigio que antes no tenía.
Por eso Ibrahim sintió tanto que me fuera, porque le abría un agujero en su cuenta. Le mentí diciendo que estaba muy a gusto en el apartamento, pero fui sincera cuando le conté que ya no tenía sentido vivir al lado de una academia en la que ya no estudiaba.
Para entonces ya había contactado con Nariman a través de internet. Prefería mudarme a un barrio más cercano a su casa y en el que poder pasear por las aceras sin toparme con un árbol gigante cada cuatro pasos. En Amán, fuera del centro, las aceras no importan nada, porque nadie camina por ellas. Por eso están repletas de arbustos grandes que te obligan a rodearlos poniendo el pie en la carretera y luego otra vez en la acera.
Me despedí de Mohamed con pena por dejarlo con Ibrahim, y de Ibrahim con alivio por perderlo de vista.
Una mañana llegué tarde a clase sin excusas que valieran, y ese día Nariman veía una serie turca con su madre en el salón. Las series de Turquía son un éxito en Jordania. Atraen sus personajes ricos, los desengaños amorosos y los embustes. Y esas tramas se ven desde casa, en los restaurantes, en los establecimientos donde sirven sopa de lentejas e incluso en las tiendas de ropa. En esos momentos Amán se sume en un silencio tal que una puede oír a los pájaros piar, cosa casi imposible el resto del día.
A raíz de las series Nariman quedó fascinada por esas vidas del norte y decidió pasar seis meses en Estambul y, de paso, desempolvar el turco que había estudiado hacía tiempo —de eso hace ya dos años. Ahí descubrió un país afable en el que «la ropa era mucho más barata y más bonita» decía. Incluso se compró una alfombra rosa fucsia para sus rezos, ribeteada con hilo dorado en los extremos y con un dibujo abstracto y reluciente en el centro.
Cuando me la enseñó me pareció que el tapete volaba por los aires con delicadeza antes de caer al suelo.
—Esto no lo encuentras aquí, las alfombras de Jordania son mucho más clásicas —dijo mientras la contemplamos desde arriba embobadas.
Esa misma tarde me recorrí todas las tiendas del zoco buscando algo parecido para adornar mi casa pero tan solo di con una pequeña alfombra marrón que reposaba encima de una montaña de tapices sucios. El hombre me la vendió por cuatro euros sin rechistar, satisfecho de vender una alfombra mugrienta. En casa la lavé tres veces hasta que el agua de la lavadora dejó de ser negra y pude colocarla junto a la cama. Y ahí sigue.
Uno de esos días, en clase, me esforzaba en pronunciar correctamente una palabra abriendo mucho la boca. Ella, mientras tanto, no me escuchaba porque me habló de repente.
—El otro día leí un estudio de un investigador, un doctor. Decía que los homosexuales deberían medicarse para dejar de estar enfermos. Puede que tenga razón —me dijo.
—Si eso fuera verdad —le dije con la boca llena de unas galletas que siempre había en la mesa—, la epidemia habría arrasado con la mitad de mis compañeros de trabajo. —Y salieron disparadas algunas migas aterrizando en mi libro.
—¿En serio? —y alargó mucho la o final. Como intentando imaginarse cómo trabajaba yo junto a mis colegas inmorales. —¿Me podrías enviar algún artículo que lo rebata? —añadió.
Le dije que sí, algo confundida. Me sorprendía que en ciertos temas no llegáramos a la misma conclusión.
Luego, en casa, escudriñé en internet durante varias horas hasta dar con un artículo decente y creíble y se lo envié. Nunca volvimos a hablar del tema pero entendí que por su cabeza transcurrían unas normas demasiado asentadas para un cambio tan drástico.
Es cierto que Jordania se considera uno de los países de Oriente Medio más tolerantes. Ser homosexual no es ilegal, pero mostrar afecto en público no sienta bien a gran parte de la población. Si paseas por la calle es prácticamente imposible reconocer a alguna pareja del mismo sexo porque la orientación sexual se oculta de puertas adentro o se demuestra en un escenario muy reducido y oculto para la mayoría.
En la cafetería Books@Café, por ejemplo, pasé varias mañanas porque las vistas de la ciudad desde la terraza son impresionantes, pero no supe que era un lugar de ambiente hasta que me lo dijo mi amigo Mike. Él mismo solía acercarse hasta ahí, abrir su aplicación en el móvil y rebuscar, entre las decenas de fotografías, a un chico que estuviera de buen ver. Desconozco si alguno accedió a conocer a mi amigo flaco, encorvado y con orejas prominentes. Pero lo que sí di por hecho es que la homosexualidad aquí es una realidad tremendamente acallada.
El calor de octubre era punzante y al respirar, el aire caliente quemaba los pulmones. Me embadurnaba la cara con crema solar y me llenaba de coraje antes de pisar la calle. Ya en ella, buscaba la sombra desesperadamente bajo los alféizares, rozando la pared. Durante las horas más asfixiantes la gente se refugiaba en sus casas o en las tiendas donde había aire acondicionado y la mayoría de los restaurantes no tenían clientes hasta la noche.
Ya a media tarde, cuando el sol comenzaba a retirarse, la gente respiraba hondo aliviada, salía en tropel a la calle y entonces la ciudad parecía otra.
Afortunadamente, el salón de invitados en casa de Nariman era muy fresco. Agradecía pasar las horas ahí para olvidarme, al menos por un rato, del infierno que había tras las paredes.
Sahem también sabía que en ese lugar uno podía respirar sin quemarse las fosas nasales. Empujaba la puerta con su pata peluda y entraba airoso, elegante y descarado. Caminaba lenta y delicadamente por encima de la moqueta y dejaba al vuelo su pelo largo y sedoso color crema. Él mismo se había adueñado de todos los espacios de la casa.
—Sahem habibi, ven conmigo —decía Nariman.
Y lo cogía del suelo, lo apretujaba contra su pecho y lo besaba y le hacía carantoñas. A veces, incluso, mientras yo memorizaba palabras, ella salía del salón y volvía cargada con él pero con una chaqueta marrón puesta del revés, de modo que la espalda le quedaba al aire y el pecho protegido con la tela.
—Es la que me pongo cuando lo cojo porque creo que le gusta el tacto —me decía envuelta en el jersey como una molla de pelusa que al gato le encantaba restregarse por la cara.
—Mi madre y yo nos peleamos por cogerlo porque es guapísimo, ¿a que sí? —me dijo el primer día. —Se lo compré a mi prima por ochenta dinares (unos noventa euros). Nacieron cinco más o menos y los vendía todos, pero lo mío fue amor a primera vista y en cuanto lo cogí ya no lo solté —y se agachó para acariciarle el lomo.
Hacía tiempo que Sahem se había adueñado de la casa. Se tumbaba en cualquier sitio buscando el lugar más fresco aunque eso nos obligara a todos a dar un salto mortal para llegar a la cocina. Era lento y perezoso pero con una paciencia infinita porque pasaba de brazo en brazo, hecho un ovillo, como si nada. Por las mañanas, temprano, salía al balcón de la cocina, se subía al poyete mirando a la calle y se quedaba ahí, durante horas, con los ojos entornados para que el sol no le molestara.
Nariman compró a Sahem pero podría haberlo adoptado fácilmente porque las calles de Amán están «despiertas» toda la noche por los miles de gatos que hay. Se amontonan alrededor de los contenedores en busca de comida y si te descuidas pueden provocarte un infarto cuando salen de repente del fondo de la basura. Hay tantos por todas partes que las ratas no existen en la ciudad. La gente de los comercios suele alimentarlos y algunos gatos ya consideran la puerta del local su territorio. Debajo de la mugre y el polvo que los cubre se distinguen algunos preciosos.
Durante el descanso, a media clase, íbamos a la cocina a preparar el café en un pequeño cazo que Nariman ponía en los fogones. Luego agregaba leche y azúcar y removía hasta que salían burbujitas.
Encima del mueble de los platos vivía Asfur, un pájaro gris y naranja que cantaba mucho cuando la madre de Nariman cocinaba. La jaula estaba envuelta en plástico en la parte inferior para que el animal no dejara perdido el mueble.
—Fíjate en la cara de Sahem cuando se lo enseño —me decía Nariman alzando el gato hacia el armario hasta que éste se cogía con las patas en el borde de madera y su cara quedaba a tres centímetros de la jaula.
—Mira qué concentrado —me señalaba riéndose y aguantando a Sahem con los brazos en alto.
–—Déjalo ya en el suelo, anda… —le insistía yo. Porque creía que un día los ojos de Sahem saldrían disparados. Y mientras Asfur, ahí, acurrucado y hecho una bola en el otro lado de la jaula.
—No le pasa nada. No me gusta el pájaro, es muy pesado porque canta mucho. El problema es que mi hermano se lo regaló a mi madre porque quería una mascota, casi al mismo tiempo que compramos a Sahem.
—¿Y cómo se llama? —le pregunté.
—Asfur —respondió.
—Pero Asfur significa ‘pájaro’, ¿verdad? —pregunté.
—Sí, pues así se llama —me contestó riendo y cargando el café hasta el salón de invitados. Como si el pájaro no mereciera más nombre que el de su condición. A mi favor tengo que confesar que así aprendí esta palabra.
Con el tiempo le cogí cariño a Pájaro y me rendí a los encantos de Sahem. También lo estrujé, lo acaricié, lo molesté y lo alcé al armario para atormentar a Asfur y complacerle a él.
Con el tiempo conocí a todos los hermanos de Nariman, al mayor, al mediano y al pequeño y no me importó que Sahem maullara quejicoso tras la puerta en cada clase.
Con el tiempo probé la deliciosa comida de la madre de Nariman varias veces y trencé el pelo de la vecina de abajo, de diez años, cuando venía de visita; luego tampoco me importó que Sahem se deslizara por mis piernas sacando las uñas.
También con el tiempo conseguí hablar en árabe con el padre de Nariman y con la madre. A los meses murió Asfur y ella misma lo encontró tieso en el suelo de la jaula. Ahí respiré aliviada por Sahem, que ya no tendría que vivir constantemente al acecho. Al fin y al cabo, me había encariñado con un gato sofisticado y refinado que ignoraba lo fatigosa que era la calle.
Con el tiempo vi la tele sentada en el sofá del salón. En el de la familia, no en el de invitados. Incluso convine con Nariman, que Sahem era el mejor gato del mundo.
Puede que con el tiempo tanto él como yo sintiéramos que esa casa también era un poco nuestra.