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Fue un verano raro, tórrido, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York. Soy estúpida con esto de las ejecuciones. La idea de que te puedan electrocutar me asquea, y en los periódicos no se leía otra cosa: los titulares desencajados me acechaban desde todas las esquinas por la calle y en todas las bocas del metro hediondas, con un tufo rancio a cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no me quitaba de la cabeza qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro.

Creía que debía de ser lo peor del mundo.

Nueva York ya era un suplicio. A las nueve de la mañana, el aparente frescor húmedo del campo que de alguna manera calaba durante la noche se evaporaba como el último coletazo de un sueño dulce. Grises como espejismos al fondo de sus desfiladeros de granito, las calles calientes temblaban al sol, las capotas de los coches hervían y centelleaban, y el polvo seco, cargado de escoria, se me metía en los ojos y me bajaba por la garganta.

Seguí oyendo hablar de los Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que no pude pensar en nada más. Igual que la primera vez que vi un cadáver. Durante semanas, la cabeza del cadáver —o lo que quedaba de ella— aparecía flotando detrás de los huevos con beicon de mi desayuno y de la cara de Buddy Willard, que de entrada fue el culpable de que lo viera, y muy pronto sentí que arrastraba de una cuerda la cabeza de aquel cadáver, como una especie de globo negro y sin nariz que apestaba a vinagre.

Ese verano sabía que no estaba fina porque solo podía pensar en los Rosenberg y en lo estúpida que había sido al comprarme todos aquellos vestidos incómodos y caros que colgaban en mi armario, lacios como pescados, y en que todos los pequeños éxitos que había ido sumando con tanta alegría en la universidad quedaban en nada frente a las lustrosas fachadas de mármol y cristal de Madison Avenue.

Se suponía que me lo estaba pasando en grande.

Se suponía que era la envidia de otros miles de universitarias como yo en toda América, que habrían dado cualquier cosa por andar a trompicones de un lado a otro con aquellos mismos zapatos de charol del número treinta y siete que me había comprado en Bloomingdale’s un día a la hora del almuerzo, con un cinturón de charol negro y una cartera de charol a juego. Y cuando salió mi foto en el número de la revista donde las doce estábamos trabajando —tomando martinis con un escueto corpiño de lamé imitación plata pegado a una enorme nube de tul blanco, en la azotea de alguno de los rascacielos a la luz de las estrellas, en compañía de varios hombres jóvenes anónimos, ejemplares americanos de pura cepa contratados o prestados para la ocasión—, sin duda todo el mundo creyó que estaba en una nube.

Mira qué cosas pasan en este país, dirían. Una chica vive diecinueve años en un pueblo por ahí perdido, tan pobre que no puede comprarse ni una revista, y de pronto consigue una beca para la universidad, y gana un premio aquí y un premio allá, y acaba manejando Nueva York como si fuese su propio coche.

Solo que yo no manejaba nada, ni siquiera mi propio rumbo. Me limitaba a ir de mi hotel al trabajo y a las fiestas y de las fiestas a mi hotel y de vuelta al trabajo, dando bandazos como un tranvía. Supongo que debería de haberme sentido igual de emocionada que la mayoría de las otras chicas, pero no conseguía reaccionar. Me sentía muy quieta y muy vacía, como el ojo de un huracán, avanzando a duras penas en medio de la vorágine.

 

 

Éramos doce, en el hotel.

Todas habíamos ganado el concurso de una revista de moda, escribiendo artículos y cuentos y poemas y consejos de tendencias, y de premio nos dieron trabajo en Nueva York durante un mes, a gastos pagados, y montones y montones de obsequios, como entradas para el ballet o pases a desfiles de moda y cortes de pelo en un lujoso salón de belleza, además de la oportunidad de conocer a gente de éxito en el campo que deseáramos y consejos para realzar el cutis según nuestro tipo de piel.

Aún tengo el estuche de maquillaje que me regalaron, pensado expresamente para alguien de ojos castaños y pelo castaño: un tubo de rímel marrón con un cepillo minúsculo, un cuenco redondo de sombra azul donde apenas cabía la punta del dedo, y tres barras de labios que iban del rojo al rosa, todo en la misma cajita dorada con un espejo en uno de los lados. También tengo una funda blanca de plástico para las gafas de sol, con conchas de colores y lentejuelas cosidas y una gran estrella de mar verde.

Me daba cuenta de que seguíamos acumulando regalos porque eran publicidad gratuita para esas marcas, pero no podía andarme con escrúpulos. Me chiflaban todos aquellos regalos llovidos del cielo. Después los escondí durante mucho tiempo, pero cuando volví a encontrarme bien los saqué y todavía andan por casa. Uso las barras de labios de vez en cuando, y la semana pasada corté la estrella de plástico de la funda de las gafas y se la di al bebé para jugar.

Así que éramos doce en el hotel, en el mismo pasillo de la misma planta en habitaciones individuales, una después de la otra, y me recordaba a la residencia de mi colegio universitario. No era propiamente un hotel, en el sentido de que se alojaran hombres y mujeres mezclados en una misma planta.

Ese hotel, el Amazon, era solo para mujeres, y sobre todo había chicas de mi edad con padres ricos que querían asegurarse de que sus hijas vivieran donde los hombres no pudieran molestarlas y engañarlas; y todas estudiaban en exclusivas escuelas de secretariado como la de Katy Gibbs, donde tenían que ir a clase con sombrero y medias y guantes, o acababan de graduarse de sitios como la Escuela Katy Gibbs y ya eran secretarias de ejecutivos y subejecutivos y se limitaban a alternar en Nueva York a la espera de casarse con algún hombre de carrera.

Esas chicas me parecían tremendamente aburridas. Las veía en la terraza, bostezando y pintándose las uñas e intentando mantener el bronceado de las Bermudas, y parecían aburridas a más no poder. Hablé con una de ellas, y estaba aburrida de yates y aburrida de volar en avión y aburrida de esquiar en Suiza por Navidad y aburrida de los hombres en Brasil.

Las chicas así me asquean. Me dan tanta envidia que no puedo ni hablar. A mis diecinueve años, yo no había salido de Nueva Inglaterra salvo para ese viaje a Nueva York. Era mi primera gran oportunidad, pero ahí estaba, cruzada de brazos y dejando que se me escurriera entre los dedos como el agua.

Supongo que uno de mis problemas era Doreen.

No había conocido a una chica como Doreen hasta entonces. Doreen venía de una universidad del sur para chicas de sociedad, y tenía un pelo platino radiante que le envolvía la cabeza como algodón de azúcar y unos ojos azules que parecían dos ágatas transparentes, duras y bruñidas y casi indestructibles, y la boca colocada en un mohín perpetuo. No me refiero a un mohín desagradable, sino un mohín divertido, misterioso, como si todos a su alrededor fuesen tontos de remate y les hubiera podido tomar el pelo a su antojo.

Doreen se fijó en mí desde el primer momento. Hacía que me sintiera mucho más lista que las demás, y la verdad es que era divertidísima. Solía sentarse a mi lado en la mesa de conferencias y, mientras hablaban las celebridades que venían a visitarnos, me susurraba comentarios sarcásticos al oído.

Iba a una universidad donde se tomaban la moda tan en serio, decía, que todas las chicas se mandaban hacer una funda para la cartera con la misma tela del vestido, de modo que cada vez que se cambiaban de ropa tenían una cartera a juego. Ese grado de detalle me impresionó. Sugería toda una vida de prodigiosa y cultivada decadencia que me atraía como un imán.

La única cosa que Doreen me reprochó alguna vez fue que me molestara en cumplir los plazos de entrega.

—¿Para qué te matas?

Doreen estaba repantigada en mi cama con un salto de cama de seda salmón arreglándose las uñas largas y amarillentas de nicotina con una lima de esmeril, mientras yo mecanografiaba el borrador de una entrevista a un novelista de éxito.

Esa era otra cosa: las demás teníamos camisones de algodón almidonados y batas enguatadas, o como mucho batines de felpa que servían también para la playa, pero Doreen llevaba aquellos modelitos de raso y blonda medio trasparentes hasta los pies, y saltos de cama color carne, que se le pegaban al cuerpo como electrizados. Desprendía un olor interesante, con un ligero aroma a sudor que me recordaba a las hojas festoneadas del helecho dulce que arrancas y estrujas entre los dedos para sacarles el almizcle.

—Sabes que a la vieja Jay Cee le importa un rábano que ese artículo llegue mañana o el lunes. —Doreen encendió un cigarrillo y echó lentamente el humo por la nariz, que le veló los ojos—. Jay Cee es más fea que un pecado —añadió Doreen fríamente—. Seguro que el carcamal de su marido apaga las luces antes de arrimarse a ella, porque si no vomitaría.

Jay Cee era mi jefa, y a mí me encantaba, a pesar de lo que dijera Doreen. No era una de esas pánfilas de las revistas de moda con pestañas postizas y joyas estrafalarias. Jay Cee tenía cerebro, así que sus pintas feas no parecían importar. Leía en un par de idiomas y conocía a todos los escritores con talento del ramo.

Traté de imaginar a Jay Cee sin el estricto traje de oficina ni el sombrero de rigor que se ponía al salir a almorzar y en la cama con el gordo de su marido, pero no pude. Siempre me costaba horrores imaginar a la gente en la cama.

Jay Cee quería enseñarme algo, todas las señoras mayores a las que conocía querían enseñarme algo, pero de pronto sentí que no tenían nada que enseñarme. Puse la tapa en mi máquina de escribir y la cerré con un chasquido.

Doreen sonrió.

—Chica lista.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —No me molesté en levantarme.

—Soy yo, Betsy. ¿Vienes a la fiesta?

—Supongo —contesté, todavía sin ir a abrir la puerta.

Importaron a Betsy directamente desde Kansas, con su coleta rubia saltarina y su sonrisa de novia de Sigma Chi. Recuerdo que un productor de televisión con la sombra de una barba cerrada y traje de raya diplomática nos citó a las dos una vez en su despacho para ver si teníamos ideas con las que montar un programa, y Betsy empezó a hablarle del maíz macho y hembra de Kansas. Se entusiasmó tanto con el maldito maíz que hasta el productor acabó con lágrimas en los ojos, aunque desgraciadamente, dijo, no le sirviera.

Más adelante, el redactor de belleza convenció a Betsy de que se cortara el pelo y la hizo chica de portada, y aún veo su cara de vez en cuando, sonriendo en esos anuncios de «La esposa de P. Q. viste de B. H. Wragge».

Betsy siempre me invitaba a hacer cosas con ella y las otras chicas, como si de alguna manera intentara salvarme. A Doreen nunca la invitaba. Cuando estábamos a solas, Doreen la llamaba Pollyanna Vaquera.

—¿Quieres venir en nuestro taxi? —preguntó Betsy a través de la puerta.

Doreen negó con la cabeza.

—No te preocupes, Betsy —dije—. Voy con Doreen.

—De acuerdo.

Oí a Betsy alejarse en silencio por el pasillo.

—Vamos a ir hasta que nos hartemos —me dijo Doreen, apagando el cigarrillo en el pie de la lámpara de mi mesilla de noche—, y luego nos largamos al centro. Esas fiestas que montan aquí me recuerdan a los viejos bailes en el gimnasio de la escuela. ¿Por qué siempre reúnen a los niñatos de Yale? ¡Son estúpidos!

Buddy Willard iba a Yale, pero ahora me daba cuenta de que, bien mirado, su problema es que era estúpido. Claro que se las había arreglado para sacar buenas notas, y para liarse con una camarera horrenda en Cape Cod, una tal Gladys, pero intuición no tenía ni pizca. Doreen sí que tenía intuición. Todo lo que decía era como una voz secreta que hablaba directamente desde mis propios huesos.

 

 

Nos quedamos varadas en el atasco a la hora punta de los teatros. Nuestro taxi estaba encajado detrás del taxi de Betsy y delante de un taxi con cuatro de las otras chicas, y nada se movía.

Doreen estaba impresionante. Llevaba un vestido blanco de encaje, con escote palabra de honor, ceñido sobre una especie de corsé que le marcaba la cintura y le daba una turgencia espectacular por arriba y por abajo, y su piel brillaba como el bronce bajo el lustre pálido del maquillaje. Olía como una perfumería andante.

Yo llevaba un vestido de tubo negro de seda salvaje que me había costado cuarenta dólares. Fue una de las compras que hice a lo loco con dinero de la beca cuando supe que era una de las afortunadas que iría a Nueva York. Ese vestido tenía un corte tan raro que no podía ponerme ningún tipo de sujetador debajo, pero tampoco importaba, porque era flaca como un niño y apenas tenía curvas, y me gustaba sentirme casi desnuda las noches calurosas de verano.

Sin embargo, la ciudad me había apagado el bronceado. Se me veía más amarilla que un chino. En otras circunstancias habría estado nerviosa, con ese vestido y el extraño tono de mi piel, pero con Doreen todos mis temores se desvanecieron. Me sentía endiabladamente descarada y cínica.

Cuando el hombre de la camisa azul a cuadros, los pantalones de loneta negros y las botas vaqueras de cuero repujado que había estado mirando nuestro taxi desde debajo del toldo a rayas del bar echó a andar hacia nosotras, no me hice ilusiones. Supe que venía por Doreen. Sorteó a los otros coches detenidos y se apoyó con aire seductor en nuestra ventanilla abierta.

—¿Y qué hacen, si me permitís la pregunta, dos chicas bonitas como vosotras solas en un taxi una noche tan bonita como esta?

Tenía una sonrisa grande y espléndida, de anuncio de dentífrico.

—Vamos a una fiesta —contesté sin pensar, al ver que Doreen de repente se había quedado muda y disimulaba jugueteando con la funda de encaje blanco de su cartera de mano.

—Suena aburrido —dijo el hombre—. ¿Por qué no venís conmigo a tomar un par de copas en ese bar de ahí? Tengo a varios amigos esperando.

Señaló con la cabeza hacia varios hombres vestidos de calle que estaban bajo el toldo. No le habían quitado ojo, y cuando los miró se echaron a reír.

La risa debería haberme alertado. Era una especie de burla disimulada, guasona, pero pareció que el tráfico iba a avanzar de nuevo, y supe que si me quedaba allí sentada, en dos segundos desearía haber aprovechado la oportunidad que se presentaba de ver algo de Nueva York al margen del meticuloso programa que la gente de la revista nos había preparado.

—¿Qué te parece, Doreen? —dije.

—¿Qué te parece, Doreen? —dijo el hombre, con su gran sonrisa.

Hasta hoy no he sido capaz de recordar cómo era su cara cuando no sonreía. Creo que debió de sonreír todo el rato. Supongo que para él era natural, sonreír así.

—De acuerdo, vamos —me dijo Doreen.

Abrí la puerta y nos bajamos del taxi justo cuando arrancaba, y empezamos a andar hacia el bar.

Hubo un tremendo chirrido de frenos seguido de un topetazo.

—¡Eh, vosotras! —Nuestro chófer sacó la cabeza por la ventanilla, colorado de rabia—. ¿Qué creéis que estáis haciendo?

Había parado tan en seco que el taxi de atrás lo embistió, y pudimos ver a las cuatro chicas que iban dentro agitando los brazos y gateando para levantarse del suelo.

El tipo se echó a reír y nos dejó en la acera y volvió para darle un billete al conductor en medio de los bocinazos y de algunos gritos, y entonces vimos que las chicas de la revista se alejaban en una hilera de taxis, como la caravana de una boda donde solo hubiera damas de honor.

—Ven, Frankie —le dijo el hombre a uno de sus amigos del grupo, y un tipo bajo y achaparrado se apartó y entró en el bar con nosotros.

Era la clase de tipo que no soporto. Mido metro setenta y siete descalza, y cuando estoy con hombres más bajos me encorvo un poco y saco una cadera, balanceando el peso sobre la otra, para que no se me vea tan alta, y me siento desgarbada y morbosa, como si fuese un fenómeno de feria.

Por un momento tuve la descabellada esperanza de que nos emparejáramos por estatura, de modo que me tocaría con el hombre que nos había entrado al principio y medía más de uno ochenta, pero él se adelantó con Doreen y no volvió a mirarme. Intenté fingir que no veía a Frankie siguiéndome como un perro y al llegar a la mesa me senté al lado de Doreen.

Estaba tan oscuro en el bar que apenas distinguía nada, aparte de Doreen. Con su pelo platino y su vestido blanco resplandecía tanto que parecía de plata. Creo que reflejaba las luces de neón que había encima de la barra. Sentí que me fundía en las sombras como el negativo de una persona a la que no había visto en mi vida.

—Y bien, ¿qué tomaremos? —preguntó el hombre con una gran sonrisa.

—Creo que yo tomaré un clásico —me dijo Doreen.

Pedir bebidas siempre me anulaba. No distinguía el whisky de la ginebra, y nunca acertaba a pedir algo con un sabor que me gustara. Buddy Willard y los otros universitarios que conocía no solían tener dinero para comprar licores fuertes, o directamente pasaban de la bebida. Es increíble la cantidad de chicos universitarios que no beben ni fuman. Y por lo visto yo los conocía a todos. A lo más que Buddy Willard se atrevió fue a comprar una botella de Dubonnet para los dos, y solo lo hizo porque pretendía demostrar que tenía buen gusto a pesar de que estudiaba para médico.

—Tomaré un vodka —dije.

El hombre me miró con más detenimiento.

—¿Combinado?

—Solo —contesté—. Siempre lo tomo solo.

Pensé que quedaría en ridículo si decía que lo iba a tomar con hielo o soda o ginebra o lo que fuera. Había visto un anuncio de vodka una vez, aparecía nada más un vaso lleno de vodka en medio de una nevada bajo una luz azul, y el vodka parecía claro y puro como el agua, así que pensé que tomar vodka solo podría estar bien. Mi sueño era pedir algún día una bebida y descubrir qué me encantaba su sabor.

Entonces se acercó el camarero y el hombre pidió una ronda para los cuatro. Se lo veía tan cómodo con su atuendo vaquero en aquel bar de ciudad que pensé que tal vez era famoso.

Doreen no decía ni media palabra, se limitaba a toquetear el posavasos de corcho y al final encendió un cigarrillo, pero al hombre no parecía molestarle. La miraba igual que la gente mira a la gran cacatúa blanca en el zoo, esperando a que articulara un sonido humano.

Llegaron las bebidas, y la mía se veía clara y pura, igual que en el anuncio de vodka.

—¿Y qué haces? —le pregunté al hombre para romper el silencio que me cercaba por todos lados, denso como maleza de la jungla—. ¿Qué haces aquí, en Nueva York, quiero decir?

Lentamente, y con lo que parecía ser un enorme esfuerzo, el hombre apartó los ojos del hombro de Doreen.

—Soy pinchadiscos —dijo—. A lo mejor habéis oído hablar de mí. Me llamo Lenny Sheperd.

—Yo te conozco —dijo Doreen de pronto.

—Me alegro, encanto —dijo el hombre, y se echó a reír—. Eso nunca viene mal. Me conocen hasta en el infierno.

Entonces Lenny Sheperd miró a Frankie con insistencia.

—¿Y vosotras? ¿De dónde sois? —preguntó Frankie, pegando un brinco—. ¿Cómo os llamáis?

—Esta es Doreen.

Lenny pasó una mano alrededor del brazo desnudo de Doreen y le dio un achuchón.

Lo que más me sorprendió fue que Doreen hizo como si no se diera cuenta de las confianzas que él se tomaba. Permaneció impasible, morena como una negra con aquel pelo decolorado y el vestido blanco, y tomó delicadamente un sorbo de su copa.

—Yo me llamo Elly Higginbottom —dije—. Soy de Chicago.

Después me sentí más segura. No quería que nada de lo que dijera o hiciera esa noche se relacionase conmigo y mi verdadero nombre o con que fuera de Boston.

—Bueno, Elly, ¿qué me dices, bailamos un poco?

La idea de bailar con aquel mequetrefe, que llevaba zapatos de ante naranja con plataforma y una triste camiseta debajo de una chaqueta azul fachosa, me hizo reír. Si hay algo que desprecio es un hombre vestido de azul. De negro o gris, o de marrón, aun. El azul me parece ridículo.

—No estoy de humor —contesté con frialdad, dándole la espalda y acercando más mi silla hacia Doreen y Lenny.

A esas alturas parecía que aquellos dos se conocieran desde hacía años. Doreen estaba pescando los trozos de fruta del fondo de su vaso con una cuchara larga plateada, y Lenny gruñía cada vez que la veía llevarse la cuchara a la boca, y fingía dar mordiscos como un perro o algo por el estilo, intentando atrapar la fruta de la cuchara. Doreen se reía y seguía sacando los trozos de fruta.

Empezaba a pensar que el vodka era mi bebida, por fin. No sabía a nada, pero iba directo al estómago como el sable de un tragasables y me hacía sentir poderosa y divina.

—Será mejor que me vaya —dijo Frankie, levantándose.

No podía distinguirlo bien, en la oscuridad del local, pero por primera vez oí su voz aguda y ridícula. Nadie le hizo ningún caso.

—Eh, Lenny, me debes algo. Te acuerdas de que me debes algo, Lenny, ¿no?

Me extrañó que Frankie le recordara a Lenny que le debía algo delante de nosotras, unas perfectas desconocidas, pero Frankie siguió allí plantado repitiendo lo mismo hasta que Lenny hurgó en el bolsillo y sacó un gran rollo de billetes verdes, separó uno y se lo dio a Frankie. Creo que eran diez dólares.

—Silencio y largo de aquí.

Por un momento pensé que Lenny se refería también a mí, pero entonces oí que Doreen decía:

—No iré a menos que venga Elly.

Me impresionó que pillara al vuelo mi nombre falso.

—Ah, Elly vendrá, ¿a que sí, Elly? —dijo Lenny, guiñándome un ojo.

—Claro que iré —dije.

Frankie se había desvanecido en la noche, así que no pensaba despegarme de Doreen. Quería ver todo lo que pudiera.

Me gustaba mirar a otra gente en situaciones cruciales. Si había un accidente de tráfico o una pelea callejera o un bebé en formol dentro de un frasco en un laboratorio, me quedaba mirándolo hasta que se me quedaba grabado y no se me olvidaba nunca más.

Desde luego así aprendí muchas cosas que de otro modo nunca habría aprendido, e incluso cuando me impactaban o me daban asco no lo dejaba entrever, sino que fingía saber que las cosas eran siempre así.