El primer detective y fundador de una agencia privada de detectives fue François-Eugène Vidocq (1775-1857). También fue un famoso criminal, un ladrón y un habitual de las cárceles desde la adolescencia hasta que en 1811 se unió a la fuerza policial parisina como informante con un conocimiento valiosísimo del submundo criminal. En efecto, su actividad delictiva persistió y facilitó sus quince años de carrera como jefe de la oficina de la Sûreté. En aquella época, el trabajo policial consistía sobre todo en capturar ladrones y restituir propiedades privadas. Los bienes hurtados solían aparecer una vez que el detective-negociador llegaba a un acuerdo a cambio de cierta cantidad de dinero. El ladrón prudente podía también comprar protección policial. Vidocq se encontraba en el centro de este mundo, y se retiró, rico, tras fundar en 1827 su propia agencia de detectives, el Bureau des Renseignements. La agencia prosperó, con oficinas en una de las exclusivas galerías acristaladas de París, un personal de 40 agentes y un modelo de negocio que engendró un buen número de agencias rivales.1 Vidocq y sus imitadores habían descubierto un lucrativo nicho en la pujante economía urbana, sobre todo en las áreas de recuperación de robos y recaudación de deudas.
Vidocq personificaba las fuerzas que moldeaban París a principios del siglo XIX. Era un inmigrante en la ciudad, que se unió a toda una legión de delincuentes de poca monta. En aquella época, la población de la ciudad se multiplicó por cuatro, llegando a los dos millones en 1860. El historiador francés Louis Chevalier describe una situación de «deterioro social» conforme nuevas minorías «étnicas» (es decir, regionales) sobrecargaban las infraestructuras de la ciudad, creando arrabales, congestión y enfermedades como la epidemia de cólera de 1832. La pobreza era ubicua, y se reflejaba en una clase social compuesta por prostitutas, vendedores ambulantes, mendigos y huérfanos callejeros, los gamin. Los antiguos gremios de artesanos sufrían las amenazas de las nuevas clases trabajadoras.2 En medio de este aparente desorden, la policía se basaba en sus informantes: «En toda comunidad urbana habría siempre un cierto grado de complicidad entre la policía y aquellos que la policía consideraba potencialmente peligrosos».3 Vidocq era un talento natural para un papel que combinaba conocimiento del crimen y socios en el submundo con despreocupación y habilidad para los negocios. Aun así, el nicho del detective procedía de una peculiar conjunción de Estado y economía: una policía al límite y un crecimiento explosivo.
Parte importante del éxito de Vidocq fue la publicación, en 1828, de sus memorias por un negro literario, tituladas Mémoires de Vidocq.4 Conforme las memorias se traducían al inglés con el título Vidocq! The French Police Spy e inspiraban una obra de teatro en Londres con el mismo título, Vidocq, que ya era una celebridad en París, comenzaba a convertirse en leyenda. El pícaro detective se codeaba con Honoré de Balzac y Victor Hugo y les ayudaba con sus retratos del submundo criminal de París. Los misterios de París, de Eugène Sue, que reflejaban ese submundo, inauguraban un nuevo género literario que pronto sería imitado en otras ciudades. El sitio de Vidocq en la historia quedó fijado para la eternidad en 1841, cuando Edgar Allan Poe publicó la primera historia de detectives, «Los crímenes de la calle Morgue», protagonizada por el astuto y aristocrático C. Auguste Dupin, inspirado en Vidocq. Chevalier señala: «La leyenda de Vidocq, alguien que combinaba en una sola persona orden y desorden, policía y crimen, trabajo sucio y alta política, era un elemento importante en el pensamiento popular. La enorme silueta, ahora protectora, ahora aterradora, no solo acechaba desde detrás en las más importantes obras contemporáneas, sino que también dominaba los miedos y creencias de la gente».5
En Gran Bretaña, la investigación privada siguió un sendero diferente, en parte como reacción a la Francia de la época. Desde finales del siglo XVIII el Estado había acosado y reprimido a los movimientos por la reforma parlamentaria y el derecho de asociación de los trabajadores. Espías del gobierno se infiltraban en las redes de la incipiente Sociedad Correspondiente y grupos de trabajadores sospechosos de violar las leyes de Agregación, que prohibían los sindicatos. Oliver «el espía» provocó un escándalo de escala nacional cuando, al mismo tiempo que promovía la militancia como vía para la reforma, informaba de los nombres de los rebeldes a las autoridades, que arrestaban, juzgaban y, en algunos casos, ejecutaban a los líderes. E. P. Thompson asegura: «El empleo de informantes se había convertido, literalmente, en una práctica rutinaria por parte de los magistrados en los grandes centros industriales, […] pero esta práctica era considerada por una gran parte de la opinión pública como ajena al derecho inglés [y] por todo el país creció el clamor contra “el sistema de espías continental”».6
A diferencia del patrón continental, en las ciudades británicas la vigilancia se dejaba a los tribunales de magistrados, que recibían las peticiones criminales y detenían a las personas acusadas para los juicios. El Tribunal de Magistrados de Londres empleaba a seis agentes llamados «cazadores de ladrones» o «corredores de Bow Street», debido a la situación del tribunal en la calle Bow, cerca de Covent Garden. A principios del siglo XIX, Londres se había convertido en la ciudad más grande del mundo, doblando su población en setenta años (1750-1820) con todo el potencial para el desorden que procede de la inmigración, los arrabales en crecimiento, la agitación de la clase obrera y el delito… o, al menos, el miedo al delito. El Londres de Dickens necesitaba una fuerza de policía metropolitana, una que pudiera presumir de respetabilidad sin emplear servicios de espías ni informantes criminales. En 1829, el parlamento aprobó la ley de Policía Metropolitana, que proporcionaba patrullas diurnas y nocturnas de policía por las calles de la ciudad. Una política preventiva subrayaba la presencia de la autoridad, identificada mediante uniformes de tipo militar, cascos que proporcionaban una mayor altura y una conducta profesional que comunicaba orden. A menudo llamados «bobbies» o «peelers», por su proponente parlamentario Robert Peel, estos oficiales no consiguieron hacerse respetar de inmediato. La mitad de los reclutas originales fueron despedidos por embriaguez, y los espías policiales saturaban el movimiento sindical. Aun así, la fuerza metropolitana se esforzaba por eliminar ese tipo de conductas poco profesionales y forjarse la reputación de proporcionar orden público.7
La palabra «detective» procede del latín detegere, que significa ‘exponer’ o ‘revelar’, una práctica con connotaciones odiosas en Gran Bretaña. Habría que esperar hasta 1842 para que se añadiera a la fuerza una rama de investigación, orientada a la prevención, y a que los primeros detectives comenzaran a trabajar y buscar aceptación. En Inglaterra los detectives privados eran casi desconocidos. Charles Frederick Field se retiró de la Policía Metropolitana a mediados de la década de 1850 para pasar a la práctica privada, aunque se metió en problemas por seguir presentándose como funcionario público. Ignatius Paul Pollaky fundó Pollaky’s Private Inquiry Office en 1862, ciertamente entre las primeras de su clase, y prometía investigaciones discretas en casos de elección, divorcios y libelos. Más conocidos como «agentes interrogadores», estos investigadores trabajaban sobre todo en temas matrimoniales. Un estudioso de la época escribe: «Si no hubiera sido por la ley de Causas Matrimoniales de 1857, responsable de los tribunales de divorcios tal como los conocemos, nunca habríamos tenido los centenares de detectives privados y agencias que hacen de la investigación matrimonial una profesión. […] Los propios términos “detective privado” e “investigador privado” nunca se habrían utilizado».8
En Estados Unidos, la agencia de detectives logró su éxito más importante hacia la década de 1850, cuando Allan Pinkerton fundó en Chicago la North-Western Police Agency. Los primeros detectives fueron criaturas del ferrocarril, que se remontaban a los años 1830 en las líneas regionales sureñas y del Medio Oeste. Los ferrocarriles del Medio Oeste se expandieron en la década de 1850, y tras la guerra de Secesión, la construcción de líneas férreas entre el río Misuri y Sacramento (California), financiada masivamente por fondos federales, dio como resultado en 1869 la primera conexión «transcontinental», entre los ferrocarriles Central Pacific y Union Pacific.9 Estos primeros ferrocarriles ofrecían nuevas oportunidades tanto para los negocios como para el crimen. Los osados atracos a trenes se multiplicaban, y también lo hacían las mercancías hurtadas y los ladrones entre pasajeros. A veces los empleados del ferrocarril y los miembros de seguridad sucumbían a la tentación. La seguridad suponía toda una serie de problemas especiales: los trenes que cruzaban jurisdicciones políticas carecían de protección policial continua. Se crearon policías específicas para la vía férrea, pero no eran rivales para la astucia y la movilidad geográfica de los delincuentes.
Pinkerton tuvo la idea de ofrecer un nuevo servicio a los ferrocarriles: una policía privada que emplearía métodos de investigación no solo para atrapar a los ladrones y recuperar el botín, sino también para evitar el robo. Contrató a antiguos y experimentados investigadores de la policía para que vigilasen los trenes y las estaciones y alertasen de los delitos, y para que observaran los refugios de los depredadores del ferrocarril: cantinas y pensiones en los que los ladrones reunían información acerca de potenciales objetivos. Cuando ofreció este nuevo servicio, Pinkerton adoptó los métodos del espía a la tarea de policía de incógnito. Al principio Pinkerton firmó contratos de protección con un consorcio de seis compañías ferroviarias encabezado por la Illinois Central Rail Road. El contrato, fechado el 1 de febrero de 1855, distinguía agentes de tres categorías salariales (y, es de suponer, de habilidades) que ofrecerían protección contra cualquier amenaza a las vías, el correo o «las depredaciones de cualquier banda» que afectara a dos o más de las compañías. Aunque los agentes de la Pinkerton se hicieron famosos por perseguir ladrones de trenes como Butch Cassidy y The Sundance Kid, su principal tarea era la vigilancia, en especial de los trabajadores del ferrocarril. En lengua contractual, los agentes de Pinkerton comunicarían «en todo momento cualquier información que tengan concerniente a los hábitos o asociaciones de los empleados de dichas compañías [ferroviarias]».10
Figura 1.1. El logo de la Pinkerton incorporaba el antiguo, y frecuentemente empleado, símbolo del ojo que lo ve todo. Fundada en 1850, la agencia tuvo varios nombres antes de adoptar el nombre de Pinkerton, el logo y su afirmación de cobertura a escala nacional tras la guerra de Secesión.
En 1858, la joven agencia fue rebautizada con el nombre de Pinkerton’s Protective Police Patrol, la primera en un campo de empresas similares que crecían en paralelo al comercio y la industria. El modelo de negocio se extendió. Gracias a las agencias, los atracadores de trenes acabaron siendo arrestados o muriendo en tiroteos, junto con algunos detectives. Los agentes de la Pinkerton, o sencillamente los «pinks», se convirtieron en una conocida institución estadounidense gracias a unas excelentes mercadotecnia y relaciones públicas, simbolizadas por su marca registrada del «ojo privado». Pinkerton se apropió del clásico «Ojo de la Providencia» u «Ojo que todo lo ve», un antiguo símbolo presente en las religiones egipcia y hebrea y que anteriormente se había empleado para múltiples propósitos, como símbolo de la francmasonería y como parte del diseño del Gran Sello de Estados Unidos y del billete de un dólar. Bajo el ojo, en el logo original de la Pinkerton, el lema de la agencia prometía: «Nunca dormimos».
Igualmente importante fue que Allan Pinkerton comenzó una serie de populares libros en los que celebraba sus aventuras y las de su agencia, como The Expressman and the Detective; Strikers, Communists, Tramps and Detectives; y The Model Town and the Detectives. Publicados entre la décadas de 1870 y 1880, los autores de la mayoría de los dieciséis volúmenes fueron negros literarios, y unían melodrama al trabajo detectivesco. El dramaturgo y novelista Cleveland Moffett siguió la tradición con una serie de «Historias auténticas de los archivos de Pinkerton», que apareció en el McClure’s Magazine y que posteriormente se recogieron en un libro. Moffett y los negros literarios de la Pinkerton inventaron diálogos entre atracadores de trenes y atribuyeron intrépidas acciones a los detectives en historias que incubaron el género del true crime, historias de delitos auténticos.
El negocio de Allan Pinkerton florecía y se extendía más allá de sus contratos ferroviarios. Se unió al esfuerzo bélico de la guerra de Secesión, y protegió trenes, investigó a especuladores y usureros, espió planes confederados y dirigió el servicio secreto. Admitió haber ganado una buena suma de dinero trabajando para el gobierno. Pero la atención pública era a la vez una bendición y un problema. En 1861, el Chicago Tribune atribuyó a la Pinkerton el descabezamiento de un complot que supuestamente debía matar a Abraham Lincoln durante su discurso de inauguración, aunque no queda nada claro cómo consiguió el diario la historia de una operación secreta, o si en realidad fue una invención de publicistas de la agencia. Los diarios del sur negaron que existiera complot alguno, y el Chicago Democrat denunció la historia: «¿Cuánto tiempo más ha de ser la población de este país engañada por estos detectives privados? […] ¿Cómo van a conseguir casos si no es inventándoselos? No hubo jamás ninguna conspiración excepto en el cerebro del detective de Chicago».11 La sospecha pública sobre las actividades de los detectives, originadas en Europa, reaparecieron en Estados Unidos como un rasgo intrínseco del oficio.
Tras la guerra, las agencias de detectives se ajustaron a una economía pujante, y en especial al auge de la industria pesada. Las industrias siderúrgicas de Chicago fabricaban las vías y los coches-cama que circulaban sobre ellas. Los detectives extendieron sus servicios. Aplicada en principio a los robos por parte de los empleados, la experiencia en trabajo de incógnito y vigilancia de las agencias se adaptó bien a investigar los esfuerzos obreros por crear sindicatos. El espionaje industrial y el espía laboral surgieron y crecieron hasta convertirse en la principal fuente de ingresos. Servicios de protección surgidos para trenes y vías se adaptaron con facilidad a las plantas industriales.
La «Edad Dorada»* de Estados Unidos (1878-1899) recibe su nombre de un conjunto de cambios sociales y económicos que combina crecimiento económico, concentración industrial y creación de riqueza, por un lado, con excesos y desigualdades, por otro, y que dio lugar a un extendido reordenamiento de las clases sociales y la geografía. Se disparó la urbanización. Entre 1870 y 1920 la cantidad de gente que vivía en las ciudades se duplicó y pasó del 25 al 50 % de la población.
Figura 1.2. Allan Pinkerton (sentado, a la derecha) durante su participación en la guerra de Secesión. También aparece Kate Warne (de pie, centro), que, cuando Pinkerton la contrató en 1856, se convirtió en la primera mujer detective privada.
En 1920, en el noreste la población urbana alcanzó el 75 %. Es notable que hacia 1900, el 60 % de los residentes en ciudades consistiera en inmigrantes o hijos de inmigrantes. De costa a costa, ya en la década de 1880, las grandes ciudades estadounidenses eran predominantemente lugares de inmigrantes de primera o segunda generación: Chicago, con un 87 %, Nueva York, con un 80 %, o San Francisco, con un 78 %.12 Una red transcontinental de vías férreas conectaba las ciudades del país con las periferias rurales: entre 1860 y 1880 se triplicaron las millas de vías instaladas, y volvieron a triplicarse en la década de 1920. De un modo oportuno y adecuado a la época, las vías férreas transcontinentales eran desacertadas tramas financiadas por el gobierno en un laberinto de corruptelas, destinadas a la bancarrota.13 Se trataba de la era del monopolio, de los grandes conglomerados como la Standard Oil de Rockefeller, la U.S. Steel de J. P. Morgan y muchas más, desde la fabricación de maquinaria agrícola al refinado azucarero o el envasado de carne. La infraestructura en expansión y la abundancia de mano de obra apoyaron un crecimiento económico sin precedentes que favoreció a todos los sectores, pero en medida desigual.
La Edad Dorada se vio sacudida por sucesivos auges y caídas. En las décadas de 1870 y 1890 hubo graves depresiones que causaron problemas en forma de desempleo y reducciones salariales. Los problemas de la mano de obra motivaron el primitivo movimiento sindical. En varias localidades aisladas se produjeron una serie de protestas salariales y por recortes de puestos de trabajo que culminaron en la huelga general de 1873-1874. Aunque la huelga fracasó, marcó una nueva realidad en la sociedad estadounidense. «La importancia de las huelgas no reside en su éxito o fracaso, sino más bien en la disposición de los huelguistas a expresar sus quejas de un modo directo, dramático y frecuentemente revelador».14 Precipitadas por la depresión, las huelgas ferroviarias de 1877 enfrentaron en conflictos violentos a un sector sindical mejor organizado contra la Guardia Nacional. El descontento social cada vez ocupaba más la atención pública.
Las huelgas ferroviarias proporcionaron el telón de fondo a la sensacional lucha de los mineros irlandeses inmigrantes «Molly Maguires», en las excavaciones de carbón de antracita de Pensilvania. El conflicto enfrentó a los mineros con la Philadelphia and Reading Railroad, empresa que había acabado dominando el trabajo en las minas. La batalla de los mineros por un salario justo y su sindicación frente a una dirección empresarial agresiva acabaron en violencia y en la ejecución por horca de diez presuntos conspiradores de las comunidades irlandesas. En realidad, los auténticos Molly Maguires, una sociedad secreta de campesinos irlandeses que luchaba contra terratenientes opresores, no coincidían con las organizaciones fraternales y sindicales que libraban la lucha minera en Pensilvania. La errónea conexión surgió de la antipatía de los propietarios de las minas por los sindicatos y de la literatura popular sensacionalista que retrataba el movimiento de un modo simplista, como resultado de terrorismo extranjero. En la segunda serie de libros dedicados a las hazañas de su agencia, Pinkerton publicó The Molly Maguires and the Detectives, una sesgada intriga que convertía en héroe al agente de la Pinkerton James McParland, demonizaba a los irlandeses y servía sobre todo como «argumentario de venta de su agencia de detectives». Una notable mejora en la prosa, en comparación con la del primer libro de la serie, The Expressman and the Detectives, sugiere que el jefe ya había recurrido a los negros literarios.15
Los disturbios urbanos alcanzaron su expresión más dramática en mayo de 1886 en la plaza de Haymarket, en Chicago. A la estela de una huelga general por la jornada de ocho horas, los líderes sindicales convocaron una manifestación en el centro de la ciudad para protestar por un sangriento enfrentamiento el día anterior ante la fábrica de equipamiento agrícola McCormick. Mientras los conferenciantes animaban a la multitud de tres mil trabajadores, sobre todo de origen alemán, y mientras la policía se disponía a disolver violentamente a la multitud, una bomba de origen desconocido explotó matando a siete policías y tres civiles e hiriendo a muchos más.16 Nuevamente la prensa culpó a «salvajes extranjeros», y un juicio espectáculo llevó a la ejecución en la horca de cuatro anarquistas. Las personas juiciosas y críticas no estaban convencidas de su culpabilidad, ni de la inexistencia de posibles provocadores infiltrados. Charles Siringo, el famoso «detective vaquero» de la Pinkerton, aseguró haber estado trabajando para la agencia durante las manifestaciones de Chicago con otros agentes que, según dijo, contactaron con anarquistas e intentaron sin éxito evocar amenazas violentas, y que después escribieron «llamativos informes que le resultaban convenientes a la agencia» y ofrecieron «falso testimonio» con respecto a la planificación de actos violentos.17
El historiador Paul Boyer señala: «Los disturbios urbanos ya eran conocidos desde el período de preguerra, pero en la Edad Dorada tomaron un cariz más amenazador, como expresión directa de malestar laboral».18 Como en el caso europeo, lo que generó nuevos mecanismos de control social fue el miedo a la descomposición moral, a la chusma, a la carencia de ley, a exigencias laborales de una parte de las riquezas y a la erosión de la autoridad normativa. Las sociedades por la reforma moral y el poder coactivo de la policía crecieron en paralelo. La expansión del poder policial, empero, suscitó profundos temores a otro mal, el Estado tiránico. La agencia privada de detectives daba una respuesta a este dilema.
Tan solo a mediados del siglo XIX, con el crecimiento de las ciudades industriales —y los espectros de las bandas proletarias, del delincuente violento y del gandul degenerado—, consiguió el miedo al desorden social sobreponerse a la desconfianza hacia el Estado omnipotente. […] Pero los escándalos revelaron que muchos de los detectives públicos estadounidenses, como los cazadores de ladrones británicos antes que ellos, eran poco más que recaudadores que cobraban un pellizco a criminales que conocían y arrestaban solo a aquellos que no pagaban el diezmo. […] De modo que apenas resultó sorprendente el hecho de que la detección «municipal» de crímenes fue devuelta, en su mayor parte, a manos privadas. Los primeros detectives privados estadounidenses fueron antiguos agentes municipales. […] Hacia la década de 1850 habían surgido seis agencias privadas en el país; hacia 1884 había catorce tan solo en Chicago.19
La rápida urbanización, los poderosos conglomerados corporativos y un comercio cada vez más extendido gracias a las redes de vías férreas del este y del Medio Oeste proporcionaron los cimientos materiales para agencias de detectives cada vez más necesarias. En 1871, un periodista de Nueva York observaba: «Todas las grandes ciudades comerciales poseen en abundancia “agencias de detectives”, como se hacen llamar».20 Pinkerton continuaba dominando la industria, pero sus rivales se le acercaban. Thomas Furlong operaba desde San Luis como agente especial para la Missouri Pacific Railroad y empleaba representantes regionales, entre ellos el joven William J. Burns. Furlong aprendió la lección de Pinkerton y publicó sus propias memorias, convenientemente agrandadas, Fifty Years a Detective, impulsando tanto la reputación de su agencia como el género de historias de crímenes auténticos.
Gus Thiel, antiguo agente de la Pinkerton, fundó su propia agencia en 1873 en San Luis, especializada en «detección ferroviaria» (es decir, en espiar a los empleados) y, hacia el oeste, en disputas mineras. Hacia 1909, la Agencia de Detectives Thiel mantenía oficinas en quince ciudades. En 1879, James Wood abandonó el Departamento de Policía de Boston para crear «la agencia de detectives pionera en Nueva Inglaterra». William Baldwin fundó la Agencia de Detectives Baldwin (que más tarde se asociaría con Thomas Felts) y trabajó para la línea férrea de Virginia y en operaciones mineras de carbón. James Farley fundó en 1902 la primera agencia dedicada completamente a reventar huelgas, y operaba en toda la nación desde Nueva York. En 1909 la industria se vio sorprendida por la inauguración en Nueva York de la William J. Burns National (más adelante sería International) Detective Agency, que para 1920 se había expandido a treinta ciudades y había iniciado una intensa rivalidad con la Pinkerton. La competición entre la Burns y la Pinkerton se centraba en afirmaciones acerca de cuál era más eficaz y, en especial, más «profesional» (es decir, menos dada a prácticas impropias como la intimidación, la ruptura de huelgas y el trabajo matrimonial). La búsqueda de respetabilidad (con resultados bastante irregulares) moldeó el carácter de estas dos grandes firmas y, ciertamente, de varios modos, de la industria al completo.
Cuarenta años después de su debut en Estados Unidos, la agencia de detectives había conseguido un lugar familiar, si bien ambivalente, en el modo de hacer negocios de la nación. Entonces, en 1892, los sucesos en torno a una huelga en Homestead (Pensilvania) lo cambiaron todo. Una catástrofe que desafiaría la conciencia nacional comenzaba de un modo poco prometedor con una disputa laboral en la fábrica de Homestead de la Carnegie Steel Company, a nueve kilómetros río arriba de Pittsburgh. El conflicto se centraba en innovaciones tecnológicas en el proceso laboral que conllevaban reducciones salariales para buena parte de los 3.800 trabajadores representados por el sindicato más grande del país, la Amalgamated Association of Iron and Steel Workers. Con Andrew Carnegie en su Escocia natal, el enérgico jefe de operaciones de Homestead, Henry Clay Frick, rechazó una oferta de rebaja salarial hecha por los sindicatos en las negociaciones e impuso un cierre patronal. Sindicatos y población local se movilizaron para bloquear cualquier llegada de trabajadores de fuera mientras continuaban presionando para negociar. Los registros censales estadounidenses de 1890 ya no existen, pero el censo de 1880 describe una población representativa, si bien más pequeña, de seiscientas personas, entre ellas una mayoría de residentes inmigrantes y de primera generación de origen alemán, inglés e irlandés. Entre los empleados en la fábrica y trabajadores domésticos, las personas nativas de primera generación eran más numerosas que los inmigrantes llegados hacía poco. Los trabajadores metalúrgicos eran en su mayoría nativos de primera generación y más de la mitad de los hombres estaban en empleos especializados.
Frick se mostró inflexible. Aseguró que había amenazas de daños a la propiedad (algo que en esta fase los trabajadores se habían comprometido a evitar) y alzó una verja alrededor de la planta; en un desafortunado paso, pidió refuerzos. Las oficinas de la Pinkerton en Chicago, Filadelfia y Nueva York reunieron pronto una fuerza de trescientos guardias, de los que cuarenta eran empleados regulares de la agencia y el resto reclutados de las calles, como era habitual en situaciones de reventar huelgas. En un guiño a la ley federal que prohibía el transporte de fuerzas armadas privadas a través de fronteras estatales, los hombres de la Pinkerton llegaron en un tren y las armas y la munición, en otro. El plan era transportar a los guardias en dos barcazas que remontarían el río Monongahela, desembarcar dentro del perímetro vallado del lado del río de la planta y asegurar la fábrica, quizá para trabajadores de reemplazo, si las cosas hubieran llegado a ese extremo. Los trabajadores, que esperaban problemas, mantenían una vigilancia fuera de la fábrica y a lo largo del río. Mientras las barcazas se disponían a atracar, una furiosa multitud irrumpió a través de la verja, se enfrentó a las fuerzas de la Pinkerton y advirtió que todo aquel que pusiera pie en tierra iba a resultar dañado. Hubo intercambio de amenazas; ambos bandos se enrocaron. Entonces se dispararon tiros, aunque es imposible saber quién disparó primero. En el enfrentamiento siguiente, murieron cuatro trabajadores y dos guardias, y mucha más gente resultó herida.
El enfrentamiento duró toda la noche y llegó a la mañana siguiente, cuando los agentes de la Pinkerton, atrapados en las barcazas y enfrentados a una multitud inamovible, acordaron rendirse a cambio de un desembarco pacífico y una salida segura de la ciudad. La multitud se tranquilizó momentáneamente cuando se le aseguró que la Pinkerton respondería de acusaciones de asesinato por las muertes a tiros de los cuatro trabajadores. La situación pareció controlada hasta que las líneas que se habían formado a cada lado de la hilera de guardias de la Pinkerton en retirada se convirtieron en un furioso griterío de insultos y, posteriormente, de despiadados abusos físicos. Pese a todas las circunstancias que contribuyeron a la violencia en Homestead, este acto final de humillación, infligido a un enemigo en retirada por una muchedumbre frenética, se convirtió en el tema central de la posterior percepción pública, en gran parte gracias a narraciones sensacionalistas en la prensa.21
Homestead perjudicó a todo el mundo. El nombre mismo de la fábrica de Carnegie acabó haciéndose sinónimo de una vergonzosa historia de relaciones laborales. El sindicato de trabajadores metalúrgicos quedó destrozado, y los esfuerzos sindicales quedaron detenidos durante los siguientes cuarenta años. El Congreso se hizo notar con prolongadas investigaciones, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, que repartieron culpa por todas partes. Sus informes reconocieron una potencial amenaza a la soberanía nacional en los ejércitos privados, y aprobaron la —simbólicamente— importante ley «anti-Pinkerton», que prohibía al gobierno emplear a la agencia. La firma sufrió un grave golpe a su reputación y a sus intereses económicos. Veintiséis estados aprobaron leyes contra el empleo privado de guardias armados.22 Una introducción póstuma a las memorias de Allan Pinkerton reconocía que «caben escasas dudas de que los sucesos [de Homestead] hicieron añicos la reputación de la agencia».23 En los círculos laborales se odiaba y maldecía a los «pinks». Canciones y rimas los representaban como opresores. Bajo la dirección de Robert Pinkerton, el hijo y sucesor en los negocios de Allan, la agencia respondió con cambios en sus prácticas que alteraron el foco de su trabajo del mundo «industrial» a los servicios «de seguridad». Se introdujo la formación para empleados, se buscaron clientes comerciales y se anunció la profesionalidad. Se abandonó el trabajo de revientahuelgas… o al menos se dijo que se haría. No satisfecha con limpiar su propia imagen, la agencia menospreció a sus rivales, sobre todo a la opulenta Burns y sus métodos. A finales de la década de 1940, mientras James Horan y Howard Swiggert preparaban su libro autorizado The Pinkerton Story, los perros de presa de la agencia vigilaban de cerca los borradores y manuscritos para asegurarse de que en esa versión de la historia la firma no tuviese responsabilidad alguna en la violencia de Homestead.24
Si Homestead supuso un golpe para la agencia, la reacción general fue incierta. Un estudio de opinión pública efectuado tras Homestead revelaba que se denunciaba el uso de la violencia, ya fuese por parte de los obreros, de los detectives o de la policía. Pero se concedía a los propietarios el derecho a defender su propiedad por la fuerza de ser necesario. Los trabajadores tenían el derecho a dar o dejar de dar su «propiedad», su fuerza de trabajo, pero no el derecho a coaccionar a otros. Si las diferencias eran irreconciliables, siempre poseían la libertad de escoger a otro empleador, pero no de forzar concesiones de los propietarios.25 En aquella época, los derechos de la mano de obra eran en gran medida negativos: podían reunirse y hablar, pero no podían forzar a sus empleadores. La negociación colectiva quedaba muy, muy lejos. En efecto, durante el Temor Rojo de la década de 1920, en muchos estados las leyes criminales contra el sindicalismo amenazaron las libertades de expresión y reunión de partidarios radicales de los trabajadores.26 Al final, Homestead y el debate nacional que provocó acabaron siendo asuntos en disputa.
Figura 1.3. La violenta huelga de Homestead, en 1892, generó una onda expansiva que alcanzó todo el país, generó investigaciones en el Congreso y causó una corriente de censura que dañó por igual a la Pinkerton, al sindicato de trabajadores metalúrgicos y a la corporación Carnegie. (Frank Leslie’s Illustrated Weekly, 14 de julio de 1892).
De Vidocq a Pinkerton, el detective privado fue siempre una figura de turbia legitimidad. El mero acto de «detectar» se combinaba con facilidad con el espionaje ilícito, y los primeros agentes del oficio procedían del submundo criminal. Ya en 1871, un periodista de Nueva York había descubierto pruebas de «flagrantes operaciones que han hecho del término “detective privado” sinónimo de delincuente. […] Los intereses de la sociedad exigen la supresión de esta peculiar institución».27 En 1906, un tal Thomas Beet escribió el muy difundido artículo «Métodos de las agencias privadas de detectives estadounidenses» para Appleton’s Magazine.28 El nombre de Beet aparecía junto al encabezado «Representante estadounidense de John Conquest, exinspector jefe de Scotland Yard». Puede que algunos se cuestionaran si Scotland Yard tenía un representante para Estados Unidos, pero a juzgar por la frecuencia con la que se citaban las opiniones de Beet, el aura de autoridad pareció funcionar. Las voces críticas afirmaban que las agencias pretendían luchar contra la delincuencia pero eran «una amenaza vital a la sociedad estadounidense, […] nidos de corrupción que trafican con el honor y confidencias de sus clientes y con la credulidad del público, y que dejan tras de sí una estela de desgracias, desastres e incluso muerte. […] Nada menos que el 90 % de los establecimientos de detectives privados, adoptan la forma que adoptan, están podridos hasta el núcleo».29 Hubo periodistas e historiadores que dieron a Beet por fuente fiable. Arthur Train, exayudante voluntario de la fiscalía de distrito de Nueva York, revelaría más tarde que Arthur Beet era un detective de divorcios de Nueva York, pero advirtió, sin embargo, que había muy pocos «genuinos detectives» en un campo en el que la tentación de ser deshonesto era muy grande.30
El del detective turbio podría haber sido un retrato bastante menos convincente de no ser por la ambivalencia expresada por los mayores defensores de la industria. En una reflexión al inicio de su libro Thirty Years a Detective, Allan Pinkerton admitía: «Hubo una época en que se arrojó un halo de idealismo sobre el mouchard de dudosa reputación de los cuerpos parisinos; cuando el corredor de Bow Street de Londres y la “sombra” de la policía estadounidense eran el ideal, […] [pero] el detective ha sufrido una completa metamorfosis».31 Thomas Furlong, coetáneo de Pinkerton, lamentaba que «el gran público no ve con buenos ojos al detective. Quisquillosos abogados e irresponsables chupatintas de la prensa le han hecho creer que todos los detectives son ladrones, matones y canallas, solo porque hay algunos hombres en el oficio cuya especialidad es vender secretos de familia y manipular las pruebas de los casos de divorcio».32 Con su típica grandilocuencia, William J. Burns, el protegido de Furlong, señalaba:
En muchos de mis posicionamientos públicos desde el estrado he pronunciado abiertamente que los detectives privados, como clase, son el montón de criminales más grande que jamás ha gozado de impunidad, […] [pero, afortunadamente] desde que dirijo la William J. Burns National Detective Agency he tenido conocimiento de los escandalosos métodos de chantaje que emplean los detectives privados, y he tomado la firme decisión de hacer todo lo posible por exponer a estos quebrantadores de la ley y parásitos de la sociedad. […] Los detectives privados honestos aplaudirán esta afirmación y se pondrán de mi lado en mi esfuerzo por dar al oficio un aire de respetabilidad, si es que eso es posible.33
Si bien se esforzaban por distinguirse de los gumshoes [«suelas de goma»], término procedente de las gruesas suelas de los zapatos baratos de los hombres de clase trabajadora, estos líderes de la industria también reforzaban el estereotipo. Críticos y reformistas dudaban de la distinción y apuntaban a Homestead o a Burns y sus métodos como pruebas prima facie para apoyar sus argumentaciones. Quizá el oficio se había vuelto más profesional, pero no había mejorado su reputación. Según este punto de vista, el problema residía en la naturaleza misma del oficio: una empresa, en una sociedad capitalista, que obtenía sus beneficios de, entre otras cosas, vender los productos de espiar y controlar el coste de la mano de obra.
En 1872, George McWatters escribió una de las primeras y mejores memorias de un detective estadounidense. McWatters era un inmigrante escocés, como Pinkerton, que también tenía un cierto sentido de la justicia. En Gran Bretaña, Pinkerton era miembro del movimiento cartista, y un abolicionista en Estados Unidos, mientras que McWatters abrazaba principios socialistas en ambos lugares. Su Knots Untied: Ways and By-Ways the Hidden Life of American Detectives concluye (por petición de su editor, asegura) con una evaluación del «sistema detectivesco en general». McWatters señala que la sociedad en conjunto exige el sistema detectivesco como medio de protección y apoyo:
Lo que me asombra es que las clases inteligentes no miren las cosas de frente, que no perciban lo totalmente inútil de pasar por la sociedad sin el trabajo del detective, en tanto nuestros legisladores instituyan diez leyes para proteger la propiedad y solo una para proteger al hombre. […] [El detective] es la excrecencia de un estado de cosas corrupto y enfermo, y, en consecuencia, también él está moralmente enfermo. Su propia existencia es una sátira acerca de la sociedad. Es una triste serpiente, pero no en un paraíso, sino en el infierno social. Es un ladrón, y roba las confidencias de los hombres para arruinarlos.
La ironía en todo esto es que «en su mayor parte, los detectives son excelentes ciudadanos, [y] el sistema detectivesco es una de las mejores instituciones o rasgos de nuestra corrupta civilización, […] parte necesaria de un sistema innecesariamente injusto».34
La cuestión de la legitimidad apuntalaba gran parte de la conducta de, y de la escritura sobre, el oficio de detective. Las agencias se desvivían por proyectar legitimidad mientras opiniones críticas y reformadores buscaban negársela. Sus respectivas historias brotaban de una misma raíz, el carácter intrínsecamente ambivalente del oficio, su dualidad como supuesta exigencia de orden y amenaza al civismo: el problema del trabajo sucio. Charles Siringo lo transmitió de modo contundente: «Los detectives son un mal necesario».35
La leyenda que fue creciendo en torno al detective privado bebió tanto de la escritura de no ficción (a favor y en contra) como de la controversia pública, de la promoción de la propia industria y de la ficción popular que surgió coincidiendo con el nacimiento y desarrollo del oficio. Desde las historias seminales de Poe de la década de 1840 y una colección de novelas que aparecieron en las décadas de 1860 y 1870, la industria editorial y la detectivesca se desarrollaron en paralelo, moldeándose e influyéndose de modo recíproco. Detectives auténticos como Burns o Robert, el hijo de Allan Pinkerton, se esforzaban por distinguirse del estereotipo del gumshoe o del sabueso de fantasía, pero les encantaba compartir el escenario con los idealizados luchadores contra el crimen. Gran parte de lo que la sociedad llegó a comprender de los detectives privados procedió de este diálogo.
¿Por qué alcanzó la industria del detective privado su forma más desarrollada en Estados Unidos? ¿Por qué se dio este fenómeno único a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, y qué inspiró su tan discutida legitimidad? Pese a una vasta literatura sobre ficción detectivesca, sorprendentemente existen pocos intentos por explicar el sistema detectivesco en su época, su lugar y su condición social. «Los historiadores han ignorado, y las sucesivas generaciones han comprendido mal, el papel social del detective».36
En Europa y Estados Unidos, los detectives surgieron junto con la modernidad y en presencia de rápidos y perturbadores cambios: un comercio y una industria en expansión, un aumento drástico de la población (en especial en la ciudad), nuevos inmigrantes en ciudades ya hacinadas, arrabales y enfermedades junto a una riqueza y ostentación cada vez mayores y nuevas oportunidades en los campos del crimen y del castigo. Según aseguraban comisiones públicas que investigaban condiciones sanitarias y de seguridad y observadores literarios, de Victor Hugo a Charles Dickens, el diagnóstico del momento era el desorden urbano. Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos recorrieron sendas revolucionarias distintas hasta la democracia burguesa. Ahora la autoridad residía en el Estado, aunque los estados variaban mucho en cuanto a su poder y al oportuno desarrollo de las instituciones públicas. Las fuerzas policiales metropolitanas daban una idea de la fuerza de los estados. El relativamente fuerte Estado francés instituyó la policía metropolitana, que empleaba detectives como informantes e intermediarios, no como autoridades cuasioficiales. Desde casi su inicio, la fuerza policial creó una división de detectives, en la que se graduaron los primeros detectives. En Gran Bretaña, debido a la desconfianza pública creada por la represión gubernamental contra la reforma política y el movimiento sindical, la fuerza policial metropolitana tardó más en crearse. El «sistema de espionaje continental» resultaba anatema para los parlamentaristas que luchaban por crear un Estado que uniera la fuerza monárquica con instituciones representativas. A medida que las reformas progresaban, la policía comenzó a cobrar entidad propia, separándose de los cazadores de ladrones, aunque su ritmo era vacilante. Finalmente se añadió una rama de detectives a la policía metropolitana, y los detectives privados reaparecieron, en una reducida cantidad.
En Estados Unidos, las condiciones eran diferentes, de modo que se impulsó el oficio, único en su extensión, del detective privado estadounidense. En la segunda mitad del siglo XIX aún no se había desarrollado un sistema nacional de policía, y las fuerzas municipales estaban apenas en sus controvertidos inicios. Estados Unidos carecía también de un movimiento sindical poderoso a una escala comparable a la de la tradición británica. De igual modo, conforme la expansión de la Edad Dorada iba atravesando el país, enormes conglomerados corporativos dominaban porciones cada vez mayores de la economía. El gobierno federal era relativamente débil, en especial en la época de corrupción representada a la perfección por los monopolios ferroviarios. Los estados ofrecían una mescolanza de regulaciones, y el comercio interestatal era territorio no regulado. Ni el Estado nacional ni el naciente movimiento sindical frenaron las policías privadas. Las corporaciones ejercieron su poder para defender su propiedad contra amenazas, procedieran de genuinos criminales o, como era más habitual, de los sindicatos. La expansión económica corporativa y la escasez de fuerzas policiales se combinaron para crear un nicho ideal para emprendedores como Pinkerton, Thiel, Furlong y Baldwin, quienes dieron forma a un nuevo modelo de negocio mucho antes de hacerse llamar agencias de detectives.
Entre los escasos historiadores o científicos sociales que han intentado explicar el advenimiento de las agencias de detectives, prevalecen dos narrativas. En la primera interpretación —y evidentemente más atractiva—, Robert Weiss incluye el sistema detectivesco como parte del aparato creado para controlar la mano de obra: «El temprano desarrollo de la agencia privada de detectives estaba en gran parte preocupada por proporcionar un suministro de mano de obra disciplinada a la industrialización capitalista». Weiss prosigue identificando tres fases en la carrera histórica de las agencias, que surgen de «cambios en la naturaleza de la economía política conforme esta afecta a “la cuestión laboral”».37 La primera fase comienza con las agencias que surgen entre el siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, un período en el que vigilar la mano de obra era responsabilidad exclusiva de detectives privados. Durante los veinte años siguientes, segunda fase, firmas privadas cooperaron con la Oficina Federal de Investigación (FBI) en un intento de contener la organización sindical y las huelgas. En la tercera fase, a partir de la investigación senatorial del Comité La Follette de finales de la década de 1930, disciplinar a las fuerzas sindicales dejó de estar en la cartera de las agencias, que se dedicaron con el FBI a promover el sindicalismo empresarial.
La teoría de Weiss del control del movimiento sindical comprende una importante pero limitada parte de los orígenes de la agencia de detectives. Las primeras agencias, en especial las independientes, estaban enfocadas a varios tipos de desorden y caos. Aunque las grandes agencias estadounidenses lidiaban de un modo desproporcionado con temas sindicales, parte de su negocio —y gran parte del de las independientes— tenía que ver con la protección de la propiedad, los fraudes de seguros, aventuras extramaritales y asuntos similares. El control sindical, con sus implicaciones represivas, era solo uno de entre varios servicios que proporcionaban las agencias. A veces los detectives perseguían delincuentes o, con su presencia, disuadían de la comisión de delitos. A veces incluso hacían el bien, defendiendo a inocentes o cantando las cuarenta a los empleadores. Un énfasis exclusivo en el control sindical deja en las sombras otras fuerzas sociales que afectaron al desarrollo del oficio de detective, como la fuerza del Estado, los movimientos sociales (incluyendo el reformismo y el sindicalismo) y una aversión cultural al espionaje. Sin embargo, el citadísimo artículo de Weiss de 1986 sigue siendo uno de los pocos esfuerzos analíticos por explicar el desarrollo de los detectives privados.
Una segunda explicación, por parte de Rhodri Jeffreys-Jones, señala que los detectives privados eran emprendedores oportunistas, no enemigos de los sindicatos ni lacayos de los capitalistas:
La historia de las agencias privadas de detectives sugiere que la razón de su particular dinamismo en Estados Unidos antes de la década de 1920 era la escasez de fuerzas policiales bien organizadas. Por lo tanto, los detectives privados llegaron para cubrir una necesidad real. […] Los detectives privados no eran, en realidad, agentes de las clases dirigentes de Estados Unidos. Tampoco se oponían al sindicalismo por principio, ni a los trabajadores como clase. Sencillamente vieron la oportunidad de sacar rédito económico de un conflicto. […] El sabueso industrial solo miraba por su propio interés.38
Esta observación acaba con cualquier aparente contradicción entre las creencias cartistas y abolicionistas de Pinkerton, o el magnánimo anuncio de Burns —«creo en la organización de los trabajadores, y creo que ha ayudado al hombre trabajador»—, aunque acabaría denunciando a líderes sindicales propensos a la corrupción y el asesinato.39 A diferencia de Weiss, Jeffreys-Jones atribuye el momento y el «particular dinamismo» de la industria estadounidense a una escasez de policías, la oportunidad resultante para satisfacer determinadas necesidades y el espíritu emprendedor. El sabueso que solo mira por su interés tiene eco en todas las biografías originales de investigadores privados.
Estas teorías son más complementarias que opuestas. La explicación estructural de Weiss no atribuye motivos a los detectives, sino que subraya, de un modo bastante singular, la decidida búsqueda de la industria de una fuerza laboral disciplinada y dócil. Los incentivos y oportunidades ofrecidos a eventuales fundadores de agencias no forman parte de esta narrativa de control social. De modo similar, Jeffreys-Jones se centra en la narración empresarial de los propios detectives, obviando al Estado, la economía y los empleadores corporativos que los crearon. Aunque al subrayar diferentes rasgos de la industria, las teorías se complementan mutuamente, ninguna de ellas se adentra más en profundidad en la lucha por la legitimidad de los detectives privados, un tema que da forma a su organización y a su reputación. En la narración siguiente argumentaré que a fin de llegar a una comprensión completa de esta historia característicamente estadounidense, es necesario evaluar en conjunto las prácticas históricas de la industria detectivesca y el problema de la legitimidad del detective; es decir, tanto las condiciones materiales como los significados culturales.
Todo intento de teorizar sobre la importancia del oficio de detective privado sufrirá de una carencia de pruebas empíricas. ¿Cómo asegurar, por ejemplo, que la mayoría de los reclutas del oficio procedían del submundo criminal cuando tenemos, a fecha de hoy, muy pocas pruebas de su procedencia social? ¿Qué prueba apoya la afirmación de que los detectives estaban sobre todo para controlar a los trabajadores, o que «solo miraban por sus intereses», cuando no sabemos cómo era su labor cotidiana? Dado que gran parte de las pruebas relativas a estas cuestiones se han perdido o destruido, ¿dónde hallaremos las respuestas? En los capítulos que siguen, reconstruyo la historia aprovechando una amplia gama de fuentes, incluidas algunas que se juzgaron, sin mucha base, como ficción, y montándolas en una narrativa continua.
El capítulo 2 se pregunta «¿Quién era el detective?» y proporciona datos largamente enterrados acerca del oficio y sus practicantes. Acto seguido, en el capítulo 3, miraremos hacia las agencias, grandes y pequeñas, para ver cómo se estructuraba el negocio del detective privado y cómo las firmas competían entre sí. El capítulo 4 examina a partir de sus propios informes de campo, el trabajo que realizaban los detectives. Las pruebas sugieren que su principal tarea era la vigilancia, observando a otras personas durante largas y tediosas horas. Como las opiniones críticas han argumentado, el negocio del detective, tanto entonces como ahora, procede de algún tipo de conflicto, e implica la invasión de la intimidad de alguien por medios encubiertos y a menudo poco escrupulosos. Las pruebas presentadas en el capítulo 5 revelan que algunas de las primeras acciones de los detectives eran apenas éticas, y muchas, auténticamente criminales: los detectives privados cometían crímenes como mínimo tantas veces como los resolvían. En consecuencia, el oficio de detective ha sido controvertido, un asunto de preocupación pública que se ha manifestado en investigaciones a los propios investigadores, como se detalla en el capítulo 6. Desde los sucesos de Homestead, comisiones impulsadas por sociedades reformistas y, de un modo más formidable, por el gobierno, han indagado en las actividades de la industria. Además de exponer la necesidad de regulación de prácticas abusivas habituales en el oficio, los documentos de las comisiones proporcionan una rica fuente de pruebas empíricas acerca del negocio de los detectives privados, sus agentes y sus épocas. En el capítulo 7, el análisis pasa a cubrir cómo se construye socialmente el detective de leyenda, cómo el negocio de narrar historias interactúa con el negocio de investigar. Por último, sostengo que estos mundos se combinan: que para conocer plenamente el negocio de los detectives es necesaria una comprensión cultural de la leyenda, y viceversa. A primera vista, la argumentación parece clara, pero examinar sus implicaciones está lleno de sorpresas.