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LAS MONTAÑAS Y EL CLIMA

Quien quiere pescar tiene que estar dispuesto a mojarse.

Proverbio lepcha*

El día empezó a estropearse hacia la hora de comer. Estábamos todos sentados en las rocas bajo una fina llovizna, como esa que cae en las colinas de Escocia en cualquier época del año. Era 2014 y llevábamos varios días caminando por Garwhal sin saber lo que ocurría al otro lado de la frontera, en Nepal. Se preparaba la que sería la peor tormenta en años.

Habíamos superado el puerto de montaña y a lo lejos se extendían varios picos de siete mil metros; entonces comenzó a soplar viento y la lluvia se convirtió en granizo. Nuestro guía no tardó en perderse por culpa de la niebla. Me puse el sobrepantalón, una prenda de plástico pesada, como las que llevan los operarios de carreteras, solo que el mío me llegaba apenas por debajo de la rodilla. Yo llevaba polainas y el hecho de llevar un sobrepantalón corto me ahorraba peso e incrementaba el paso de aire; de lo contrario, puede dar mucho calor. Todos llevábamos prendas para la lluvia, algunas llamativas y transpirables, otras más pesadas y tupidas, pero cien por cien impermeables. No hay equipo ligero y transpirable que impida el paso de la lluvia tras cuatro o cinco horas, a menos que haya sido reimpermeabilizado recientemente. Teníamos la cara cortada, tonificada y helada por el granizo que caía en forma de grandes piedras, no del tamaño de una pelota de golf, pero sí lo bastante voluminosas para que su impacto resultase doloroso. Advertí que estábamos pasando por segunda vez por delante del mismo redil. Me debatía entre la emoción de saber que habíamos salido de la parte más alta, donde no hay gente ni animales, y la inquietud de ver que estábamos caminando en círculos. El guía dijo que en los diez años que llevaba viajando por esa zona del Himalaya jamás había visto un tiempo semejante a finales de otoño; en la temporada de los monzones, quizá, pero no a finales de otoño. Ninguno de nosotros sabía que al otro lado de la frontera, en Nepal, esa misma tormenta causaría cuarenta y tres muertos, veintiuno de los cuales eran excursionistas como nosotros. Sería la peor catástrofe montañera de la historia nepalí. En algunas zonas, ese día llegó a caer un metro y medio de nieve, y quienes estaban peor preparados fueron quienes más lo sufrieron. Muchos murieron en el turístico recorrido del Annapurna, una ruta de alto nivel en la que los excursionistas se alojan en hostales y casas de té. Como no se necesitan tiendas de campaña, los turoperadores recomiendan llevar calzado ligero y no más ropa impermeable y aislante que la imprescindible. Uno de estos grupos mal equipados se vio atrapado en un paso obstruido por la nieve y sus miembros murieron congelados.

A ciento cincuenta kilómetros de ellos, nosotros, finalmente, encontramos el camino. Bajamos hasta la estación de esquí de Auli, totalmente desierta y llena de barro, donde el cuerpo de una vaca muerta bloqueaba una de las pistas negras. Los empapados edificios de hormigón estaban vacíos; todavía faltaba un mes para que la estación abriera. Nos secamos en la cabaña de un vigilante y dejamos la ropa mojada humeando junto a la estufa.

Quienes pasan día y noche en las montañas suelen desarrollar cierto olfato para el tiempo. Sin duda, esa es una de las principales habilidades del alpinista experto. Esperar, atacar cuando las condiciones dan una tregua, confiar en que dure o saber dar media vuelta cuando la confianza se evapora: todo eso se aprende a fuerza de pasar días y noches a la intemperie. Claro que algunos nunca adquieren esa intuición, y muchos himalayos que viven en casas no tienen mejor instinto para el tiempo que un alpinista o un excursionista que se encuentra de paso. Más adelante veremos cómo los consejos de los nativos con respecto al tiempo fueron decisivos para que James Scott se decidiera a realizar una peligrosa salida por Nepal a consecuencia de la cual pasó cuarenta y tres días perdido en la montaña.

A pesar de que los meteorólogos son cada vez mejores haciendo predicciones, cualquier pronóstico que aspire a ir más allá de las dos semanas siguientes se basa más en probabilidades estadísticas que en el examen de las condiciones reales. Aunque la nuestra sea la época de los satélites y los sofisticados artilugios tecnológicos, el tiempo sigue siendo el reino de lo invisible y lo imaginario.

La altura de las montañas es proporcional a la complejidad de su clima; los indígenas, temerosos del rayo y el trueno, los aguaceros colosales y los ríos de hielo, han llegado a la conclusión de que las montañas son el lugar donde los nagas forjan el tiempo. Se hace difícil disentir cuando uno se encuentra atrapado en una tormenta a gran altura. El Himalaya es la cordillera más alta del mundo, y, por tanto, soporta uno de los climas más extremos del planeta. El K2 es famoso por sus vientos de más de ciento cincuenta kilómetros por hora, capaces de arrancar a un alpinista de las cuerdas y arrojarlo a la nieve. Los monzones pueden descargar lluvia y nieve, sobre todo en las zonas más orientales del Himalaya; Ladakh, sin embargo, es casi un desierto en el que caen menos de 75 milímetros de lluvia al año. En lo alto, las ventiscas pueden rugir con intensidad ártica mientras quienes contemplan la estampa desde la carretera del Camello de Mussoorie no ven más que el cielo azul y las nubes movidas por la brisa. Nadie puede predecir el tiempo con más de seis días de antelación,* use el modelo que use, y esta impredecibilidad es aún mayor en las montañas más altas.

En las regiones altas del Himalaya y el Tíbet predominan los vientos fuertes de componente oeste, que a menudo derivan en vendavales. Por encima de los siete mil metros, como ya hemos dicho, los vientos pueden superar los ciento cincuenta kilómetros por hora, arrasan las tiendas y hacen que caminar sea imposible.

En cierto sentido, las montañas crean el tiempo, pero se sirven de la ayuda de los monzones. En la India hay dos monzones: el monzón sudoeste y el monzón nordeste. El Himalaya oriental, Nagaland y Birmania actúan como barrera ante el monzón nordeste, que en la India tiene poca influencia y no llega a penetrar en las zonas septentrionales. En esta región, las estaciones son tres (frente a las dos que se dan en las zonas más bajas del país): fría desde principios o mediados de octubre hasta finales de febrero, cálida desde marzo hasta mediados de junio, y lluviosa desde mediados de junio hasta finales de septiembre.

El monzón húmedo llega procedente del océano, golpea la India a finales de mayo o comienzos de junio y descarga aguaceros por todo el país. El Himalaya oriental —Sikkim, Bután y Assam— se lleva la peor parte. Durante esta época, en Darjeeling caen 2.590 de los 3.100 milímetros de precipitación que recibe todos los años, con cuarenta y cinco días lluviosos (muy lluviosos) entre julio y agosto. En Mussoorie son unos veinte, y en Murree, unos catorce. En las zonas orientales del Himalaya las lluvias son más fuertes, y los días, menos claros que en las zonas occidentales. El valle de Cachemira solo tiene unos cinco días de lluvia en agosto, durante los que caen unos 50-80 milímetros de agua.

En el Hunza, las lluvias veraniegas hacen que los valles sean impracticables, y aunque en invierno sí pueden explorarse, el frío impide subir demasiado. En Ladakh apenas se registran precipitaciones y el verano es la mejor época para ir de visita, a menos que uno prefiera caminar por los ríos helados.

Hacia el 15 de junio, el monzón se abalanza sobre Delhi y continúa hacia el norte hasta Nepal y Garwhal. El Tíbet no se ve muy afectado. Aproximarse al Himalaya desde el norte puede resultar engañoso: el aumento de las temperaturas debido al monzón puede afectar a las laderas septentrionales, aunque el monzón en sí no llegue a percibirse. Generalmente, quienes escalan el Everest aprovechan las tres o cuatro semanas de mayo en que los vientos del oeste amainan gracias a la proximidad del inminente monzón.

El «estallido» del monzón no se parece a ninguna otra tormenta. En lo alto de las montañas, unas tres semanas antes de la llegada del monzón, puede notarse el chhoti barsat.* Se trata de un periodo de clima inestable que puede hacer que el alpinista o el viajero inexpertos piensen que el monzón se ha adelantado. En las llanuras, el inicio del monzón es repentino; en alta montaña, puede ser súbito o gradual, pero, a diferencia del chhoti barsat, no escampa al cabo de uno o dos días.

El fin del monzón es mucho más gradual. Los periodos de mal tiempo se acortan y los de buen tiempo se alargan. Hacia octubre, ya ha pasado todo; en las montañas, octubre y noviembre son en general los meses más secos y despejados. Es la época para salir a hacer trekking y admirar los picos despojados de su velo nuboso. No obstante, para los montañeros también hay inconvenientes: a medida que la corriente de aire monzónica se desinfla, los vientos del oeste vuelven a ganar fuerza. En noviembre es común que se produzcan vendavales, que a grandes altitudes son mucho más letales que las nubes, pues no solo pueden llevarse a la gente volando, sino que son mucho más fríos que los vientos premonzónicos de mayo. Los días se acortan, el sol está más bajo y calienta menos. Lo bueno es que los arroyos, hasta entonces crecidos por el deshielo o las lluvias, pueden vadearse con facilidad.

Donde los dioses forjan el tiempo.

Desde diciembre hasta febrero hace demasiado frío para la mayoría de los alpinistas, si bien en la década de 1970 un grupo de tenaces montañeros polacos comenzó a realizar ascensos invernales al Himalaya; hoy en día, la tendencia sigue viva entre un abanico más amplio de nacionalidades. El monzón nordeste procedente del mar de China no afecta a las montañas, pero el gélido aire invernal se asienta en los valles, desde donde se filtra hacia las llanuras cálidas más bajas y provoca vientos de componente norte en el Himalaya. También se producen turbulencias ciclónicas con origen en Irán, e incluso en Irak, que descargan nieve y lluvia.

Los puertos más elevados pueden verse afectados en cualquier momento hasta mayo. El topógrafo y montañero Kenneth Mason escribió:

En una noche despejada de abril o mayo, después de un par de días buenos, el Zoji La es un puerto totalmente seguro para una gran caravana; hacia el amanecer o poco después, puede ser peligroso. El 17 de mayo de 1926, advertí a un pequeño grupo de ladakhis que no lo cruzaran a la luz del día; no me hicieron caso y murieron sepultados bajo una avalancha, a pesar de que, dos noches antes, yo mismo lo había cruzado con un grupo de ciento sesenta porteadores. Lo mismo puede decirse de Burzil, Kamri y otros puertos.

Los efectos del monzón son menores en el Karakórum. En Gilgit y el Pamir, los vientos del oeste y el noroeste predominan entre mayo y agosto, y las variaciones debidas al monzón solo se perciben de forma puntual. En el Hunza y el Nagar, los antiguos viajeros creían que el buen tiempo, ajeno al monzón en regiones tan occidentales, duraba desde julio hasta agosto.

En invierno, por encima de los tres mil metros hace frío, pero vale la pena subir por la limpidez del aire. A dos mil metros, los días suelen ser soleados. En los años noventa pasé ahí una semana enseñando aikido a los soldados indios de un campo de entrenamiento cercano a Dehradun. En una especie de granero con el suelo cubierto de colchonetas de judo y vestidos únicamente con el kimono, practicábamos llaves y proyecciones con las puertas abiertas al aire claro y frío, el cielo azul y la silueta del Everest visible en la distancia. Por las noches, la temperatura en mi habitación del hotel no llegaba a los cero grados y tenía que dormir con un gorro de piel.