Un día de primavera tiene tres fríos y tres calores.
Proverbio ladakhi
Vi la balsa y pensé que eso había que probarlo. Parecía un sacrilegio, y sin duda lo era. A fin de cuentas, aquel era el todopoderoso Ganges. Piragüismo de aguas rápidas en aguas sagradas: definitivamente, aquello tenía que ser signo de algo. El comercio todo lo erosiona o lo consume, dejando tras de sí un rastro de experiencias... y de contaminación. Las fuentes de contaminación del Ganges, el río más sagrado de la India, son múltiples: los residuos agrícolas, la industria, el alcantarillado, los yacimientos de piedra y grava de los márgenes, los diques y los cadáveres a la deriva. Y a pesar de todo, a su paso por Rishikesh, el olor del río era más bien agradable; he olido cosas peores en algunos recodos del Támesis dejados de la mano de Dios.
En 2015, en una zona de aguas estancadas del Ganges, se encontraron más de un centenar de cadáveres devorados por los cuervos y otros carroñeros. Eran «enterramientos de agua», reservados para las muchachas solteras y las gentes más pobres. En general, los muertos se incineran y luego las cenizas se arrojan al Ganges, lo cual es más caro que arrojar directamente los cuerpos a la corriente.
Prácticamente solos en el Ganges.
Los vivos también crean problemas. Más de setenta millones de personas practican sus abluciones en el Ganges. Según un informe de 2015, la contaminación fecal ha difundido un supermicrobio resistente a los antibióticos. Los áshrams de las ciudades sagradas de Haridwar y Rishikesh parecen ser los culpables de gran parte de los vertidos de aguas residuales: diecisiete de los veintidós principales áshrams arrojan vertidos sin tratar al río. En mayo y junio, cuando miles de devotos se bañan en el río sagrado, la presencia de supermicrobios es sesenta veces mayor que el resto del año. El Ganges figura habitualmente como el quinto río más contaminado del mundo, aunque sospecho que hay muchos otros ríos muertos más pequeños en las antiguas repúblicas soviéticas y en las minas de oro clandestinas de Latinoamérica. Por lo menos en el Ganges no hay tres palmos de espuma de detergente sobre el agua, como vi una vez en el Brague, un riachuelo encantador del sur de Francia, muy cerca de Niza. Y todavía hay peces; lo único que vi en el Brague fueron culebras de agua de un amenazador color negro. Dicho esto, los vertidos industriales representan el doce por ciento de todas las aguas residuales que desembocan en el Ganges.
Para la mentalidad occidental, la contaminación y el piragüismo de aguas rápidas no encajan con la trascendencia religiosa del Ganges. Sin embargo, cuando uno asiste a alguna de las ceremonias junto al río que (casi todas las noches) se celebran en Rishikesh y Haridwar, su percepción de la trascendencia religiosa cambia. A diferencia de los europeos del norte, los indios no expresan su devoción con tanta circunspección y envaramiento. Para empezar, hay demasiada gente, y para seguir, todo aquello es una locura... como la gente que corre de un lado para otro buscando la bendición del fuego sagrado que pasa de mano en mano.
La luz es ligereza: podría ser fruto de un feliz azar, pero no me parece ningún accidente que la luz tenga un papel tan destacado en toda la iconografía religiosa. Supongo que es la ligereza de la luz, en todas sus formas, lo que nos acerca a lo trascendente. Las cosas pesadas se hunden; las cosas ligeras suben, se elevan.
También flotan, como los cadáveres arrojados al Ganges. O como los turistas que navegan a bordo de las balsas inflables Avon.
Descender en el sentido de la corriente es fácil. El agua, como si fuera una cinta transportadora, lo conduce a uno a su destino. Pero para las cosas buenas de la vida hay que remar a contracorriente. Los peregrinos remontan el río hasta sus fuentes, van en contra de su sentido natural, la ruta fácil. Algunos de los peregrinos que se ven en las carreteras de Himachal Pradesh van montados en unas motos Enfield Bullet que jadean agonizantes incluso a altitudes moderadas, otros viajan en autobús, otros caminan con bastones de sadhu y escudillas, nada más, por las fangosas, irregulares y desvencijadas carreteras que recorren todos y cada uno de los cañones del Ganges y sus afluentes. Algunos de los peregrinos se dirigen a Haridwar o Rishikesh, otros siguen adelante hasta el lago sagrado de Roopkund. Los budistas, los hindúes y los jainas van aún más allá, hasta la fuente de todas las fuentes: el lago Manasarovar, al pie del monte Kailash. Desde el punto de vista de todo viaje real e imaginario por el Himalaya, el que todos los ríos surjan de un mismo lugar, en torno al monte Kailash y sus alrededores, es un hecho extraño y, a la vez, fundamental.

Lo llena a uno de pasmo que semejante coincidencia sea posible: cinco grandes ríos (el Indo, el Sutlej, el Karnali, el Ganges y el Zangbo-Brahmaputra) nacen en la misma parte del Himalaya, cuatro de ellos no muy lejos del monte Kailash (y el Ganges, a solo sesenta kilómetros), un extraño pico con forma de cúpula que se alza hasta los 6.638 metros en la parte tibetana de la cordillera. El Kailash, cuyo nombre quizá sea una derivación del sánscrito kelasa, «cristal», es la montaña más venerada de todo el Himalaya. Los chinos le pidieron a Reinhold Messner que coronara este pico sagrado, pero el alpinista tirolés —uno de los mejores montañeros del mundo—, muy sensatamente, rehusó. En cierta ocasión, cuando le preguntaron quiénes eran los mejores alpinistas, Messner respondió de forma memorable: «Los que siguen vivos». Sabía muy bien que estas cosas no son ningún juego, por lo menos no a la larga.
Rishikesh, un buen sitio para venerar a los dioses fluviales.
Pero el Kailash no es más que un pretexto, un símbolo: lo importante es el lugar. Los ríos crean vida allá por donde pasan, en un sentido banal, pero también en otro más importante. El aire es más ligero, hay vida de todo tipo, movimiento y sustento. Pero lo más curioso es que el Indo, el Zangbo y el Ganges trazan un perímetro en torno al Himalaya y definen así su extensión. El Zangbo, tras un viaje increíble por el espinazo del Himalaya, abre un boquete en ese muro inexpugnable y se convierte en el Brahmaputra, que retrocede y baja hacia la India, donde confluye por fin con el Ganges. Ambos ríos circundan la cordillera del Himalaya en su totalidad; en su definición más estricta, el Himalaya se extiende desde las fuentes del Ganges hasta la garganta del Zangbo en Arunachal Pradesh. Las montañas paren ríos, que a su vez acunan a las montañas. Pensamientos como estos ocupan la mente del peregrino mientras ve cómo los sadhus, uno tras otro, avanzan con paso cansino por las carreteras de Garwhal, siempre hacia arriba, cada vez más cerca del manantial.
No exactamente en la misma zona que las demás, pero sí muy cerca, se encuentra la fuente del Oxus, que fluye en dirección oeste por el intrigante corredor de Wakhan y delimita la frontera septentrional de Afganistán. Hacia el sur discurre el Indo, que en distintos momentos ha marcado la frontera entre Afganistán y la India, por ejemplo durante el Imperio kushán. Hay quien insiste en que en estos tiempos turbulentos que vivimos debería establecerse un reino pastún entre Helmand y el Indo, y otro tayiko-uzbeko entre el Oxus y el río Helmand.
Las personas siguen a los ríos. El Zangbo-Brahmaputra define el extremo oriental de la India; el Ganges separa la India himalaya de las regiones meridionales, y el Zangbo es la principal arteria del Tíbet, y pese a encontrarse en el sur del país, es su centro gravitatorio.
Las montañas constituyen otro tipo de divisoria, ya que nunca son lineales en el sentido que lo es un río. Cruzar un río es un acto de transformación, «cruzar un vado / y llegar a ropas secas, distintas»,* pero cruzar una cordillera implica un desafío y un subidón de ego. Cuando uno atraviesa un puerto de montaña no siente que esté entrando en un nuevo territorio, sino que, al verlo a sus pies, le parece haberlo conquistado, solo le falta acabar con las últimas bolsas de resistencia. Tanto el Tíbet como Nepal se han reclamado territorios mutuamente desde la atalaya de un paso de montaña. China sigue exigiendo partes de la India situadas por debajo de las zonas más elevadas de la espina dorsal del Himalaya. Los ríos representan límites menos discutibles; el reino más antiguo, Mesopotamia, era literalmente la tierra entre dos ríos, no la tierra entre dos cordilleras.
La divisoria entre el Tíbet y la India sigue a grandes rasgos la línea de los picos más altos, pero todavía dista de estar resuelta. China reivindica gran parte de Arunachal Pradesh y trató de apoderarse de él en 1962; en la actualidad, sigue realizando incursiones regulares —la última, en 2013—, pero siempre termina retirándose en cuanto aparecen las fuerzas indias. En cierto modo, el Himalaya es un reino en sí mismo; partirlo por la mitad parece ir en contra del sentido común, por eso no es de extrañar que todas las partes implicadas crean que deberían tener acceso a las estribaciones de la vertiente opuesta. Tradicionalmente, los nómadas y los pueblos de las montañas siempre se han movido de un lado a otro de sus permeables fronteras, pero los ríos son menos dóciles: salvo que haya un puente, es imposible cruzarlos, y aun entonces suele haber ciudades a lado y lado, como ocurre en el río Bravo, entre Estados Unidos y México. Muchas de las lamentables disputas territoriales que se producen son debidas a que los ríos no llegan a las fronteras. Me imagino un nuevo mapa del mundo en el que las fronteras entre países estuvieran delimitadas por los ríos y en el que cada Estado fuera una especie de Mesopotamia. Que la naturaleza decida: los países con pocos ríos podrían seguir siendo grandes; el resto serían minúsculos. A lo mejor es cierto que todo país debería entenderse como un conjunto de islas interiores, divididas inapelable e inexorablemente por los ríos que surcan la tierra.
El Sutlej es el tributario más oriental del Indo. Es un gran río por derecho propio y el más largo de cuantos cruzan el Punyab, donde algunos todavía lo llaman Satadree. Nace en el Tíbet, en el lago Rakshastal, relativamente cerca del Kailash. En tibetano se lo conoce como «el río elefante» y entra en la India a través de Shipki La, un paso situado a 5.669 metros de altitud. Recorre el Punyab hasta el Indo y Pakistán, y termina en el mar Arábigo. Los geólogos creen que hace unos cinco millones de años fluía en sentido contrario y confluía con el Ganges. En la actualidad existe una propuesta para dar marcha atrás en el tiempo y construir un canal que vuelva a unir el Sutlej con el Ganges, lo que permitiría que los barcos cruzaran la India sin tener que bordear su extremo sur. Como todos los grandes proyectos, también este evoca imágenes míticas e ideas enterradas en la ancestral memoria de las antiguas vías fluviales; semejante canal, cuyo objetivo aparente es ahorrar tiempo y dinero, supondría en realidad una vuelta atrás, la reunión de dos sistemas acuáticos del Plioceno, un intento más del ser humano por desafiar a los dioses e invertir los efectos del tiempo. Evidentemente, el coste ecológico del proyecto sería descomunal.
El río Indo, el abrevadero de una de las civilizaciones más antiguas del mundo, la cultura del valle del Indo, da nombre a la lengua, la religión y las gentes de la India: los hindúes. De aquí que los persas llamaran a esa zona «la tierra del pueblo del Indo»: Indostán.
El Antiguo Egipto, Mesopotamia y la cultura del valle del Indo fueron dones de los grandes ríos; solo gracias al exceso de agua pudo el hombre edificar grandes ciudades y avanzar hacia la cultura urbanocéntrica actual. Pero lo que nosotros buscamos no son los efectos de los ríos, sino los misterios de sus fuentes. Uno de los problemas más curiosos de la ciencia fue explicar la coincidencia de tamaño entre la Luna y el Sol cuando se ven desde la Tierra. Ocurre como en esas fotos en las que alguien que posa en primer plano «sostiene» una gigantesca roca distante: la Luna es cuatrocientas veces más pequeña, pero el Sol se halla cuatrocientas veces más lejos. Curiosa coincidencia. Según el astrónomo Myles Standish —antiguo profesor en el Instituto de Tecnología de California (Caltech) y en la Universidad de Yale, así como autor de más de trescientos artículos sobre mecánica celeste—, esa semejanza de tamaño es única entre los planetas y lunas que pueblan nuestro sistema solar. Esto me hace pensar en el extraño equilibrio entre las tasas de formación y destrucción de la corteza; el más mínimo desequilibrio habría provocado la implosión o la explosión de la Tierra hace miles de millones de años...
Estas coincidencias dan una vuelta de tuerca más en el Himalaya, donde el Indo es anterior a la forma actual de este y el Zangbo apareció varios millones de años más tarde, aun cuando ambos nacen en la región del Kailash.
Para entenderlo, podemos empezar estudiando la zona de sutura del Indo: el punto donde tuvo lugar la actual colisión. La zona de sutura recorre el sur del Tíbet y el extremo norte del «Pequeño Tíbet», Ladakh. Leh, la capital de Ladakh, era un importante punto de encuentro para las caravanas que se dirigían hacia Asia Central y el destino de las mercancías procedentes de Jotán y Yarkand. Resulta fascinante que las antiguas fronteras de acontecimientos geológicos anteriores a la aparición del hombre puedan influir sobre nuestra existencia. También en las zonas de destrucción de placas encontramos grandes diferencias humanas, sin duda debidas a los drásticos efectos climáticos resultantes.
El río Indo es anterior al Himalaya, o al menos a la actual encarnación del Himalaya. Parece haber cierto consenso en que en esa zona ya había montañas antes del surgimiento de esa mole cargada de esteroides hace cincuenta millones de años. En ese momento los ríos quedaron «capturados» por las líneas de falla, que en algunos puntos provocaron cambios en su curso. La principal línea de colisión es la sutura del Indo, que se fusiona con la sutura del Zangbo, el cual describe un giro en lo alto de Nagaland y se entrelaza con la línea de colinas que recorre la espina dorsal de la frontera indo-birmana.
El que el Indo y el Zangbo nazcan tan cerca del monte Kailash y circunden el Himalaya es, como ya hemos visto, algo extraordinario. El que el Sutlej y el Ganges nazcan a cuarenta kilómetros convierte esta zona en el venero principal del Himalaya y de buena parte del subcontinente indio. ¿Cómo sabían los antiguos que aquel era un lugar clave en la formación de esa cordillera épica? Hasta el siglo XIX nadie sabía que el Brahmaputra era una continuación del Zangbo; se creía que sencillamente brotaba del Himalaya, no que pasaba a través de él. Del mismo modo que la sabiduría tradicional del Sáhara sugiere cierta comprensión de los procesos geológicos que formaron sus arenas, también en el Himalaya detectamos que bajo los fundamentos mitológicos de sus gentes subyace una forma de comprensión que explica, si bien de otra manera, la importancia del paisaje, una forma de comprensión que confirman los últimos hallazgos científicos. Uno más de los misterios del Himalaya.
Las pruebas de esta sabiduría ancestral se hallan esparcidas por los textos y las obras de arte de las civilizaciones antiguas, a pesar de que estas respondían a las necesidades de pueblos y eras pasadas. El hecho de que, gracias a los sueños y los estados hipnóticos, estos pueblos antiguos poseyeran un amplio conocimiento de la estructura del planeta no parece improbable.* El acto de peregrinar hasta la fuente de un río podría ser en origen una simple comprobación destinada a asegurarse de que el río fluía sin problemas. El hombre tiende a ritualizar todo lo que hace, a convertirlo en puro espectáculo vacío. El peregrinaje, aunque sus raíces estén en algo tan prosaico como el mantenimiento de un río, puede convertirse en otra cosa. Si en algo los antiguos eran mucho mejores que nosotros, era en encontrar actividades dotadas de sinergia y que tuviesen múltiples usos y beneficios, actividades que irradiaran y armonizasen con el planeta. El peregrinaje es una de esas actividades.