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CUANDO LOS DEMONIOS HACÍAN TEMBLAR LA TIERRA

Quien no ve el hielo no se compadece del agua.

Proverbio nepalí

Estaba caminando entre dos aldeas en Nepal occidental cuando una roca enorme se desprendió de lo alto de un risco que se alzaba junto al estrecho sendero. Los senderos del Himalaya casi siempre son angostos, con un precipicio a un lado que, aunque esté arbolado, resulta imposible escalar, y menos con prisas. El ruido que hace una roca —y aquella era del tamaño de una furgoneta— al desprenderse no es especialmente fuerte, pero sí característico, como un disparo. No hice nada por ponerme a salvo. Me quedé mirando cómo el peñasco bajaba dando tumbos, arrastrando consigo una avalancha de cantos más pequeños y dejando una magulladura sobre el risco. La rama de un cedro deodara, gruesa como un brazo, quedó partida limpiamente en dos sin ofrecer ninguna resistencia; luego, la roca pasó por encima de mi cabeza y desapareció. Miré hacia abajo. En la parte baja del sendero, un grupo de hombres tocados con gorros rojos que paseaban unas cabras se pegaron tranquilamente a la ladera y la roca pasó a pocos centímetros de ellos. Aparte de la devastación de los terremotos (yo me fui poco antes del terrible seísmo de Lamjung de 2015, en el que perdieron la vida ocho mil nepalíes), estos desprendimientos cotidianos son el único momento en que las montañas dejan entrever las fuerzas que constituyen la esencia de su realidad.

Durante siglos, y así sigue siendo en muchas zonas rurales del Himalaya, se creyó que los terremotos estaban provocados por los nagas, una raza de demonios o dioses (resulta difícil decidirse, aunque sus tendencias destructivas concuerdan más con nuestras ideas acerca de los demonios). Los nagas tienen forma de serpiente y forman parte de las antiguas religiones ctónicas que adoraban a los animales divinizados. Con el tiempo, estas se vieron desplazadas por las religiones de la luz —las religiones solares y los monoteísmos procedentes de Oriente Próximo—, y los demonios fueron relegados al papel de... meros demonios. Más tarde, la ciencia ocuparía el lugar de los grandes monoteísmos. La ciencia ha intentado erradicar a los demonios desenterrándolos para dejar a la vista su tumba vacía. Pero los demonios se ocultan en las profundidades y, hoy en día, habitan nuestro subconsciente e influyen de un modo impreciso en las ideas incluso de quienes todos los días acuden a trabajar en los laboratorios y empresas de los parques tecnológicos.

Una de mis películas favoritas es Cosmic Zoom (Eva Szasz, 1968), un cortometraje de animación en el que aparece un muchacho que rema por el río Ottawa. La vi de niño, durante la clase de «estudios integrados», con el proyector de 16 mm del colegio, por lo común escondido en una cavidad del pilar rectangular situado en el centro del aula. Casi siempre veíamos documentales sobre lugares remotos. A mí me encantaban. Me gustaba sentarme de espaldas al pilar; oír el zumbido y el tableteo del proyector y aspirar el aire cálido y viciado teñido del tenue aroma del celuloide evaporado formaba parte del ritual, era un modo de entrar más a fondo en la realidad de lo que estaba viendo. Lo más llamativo de la película —y cuando diga esto todos la recordarán— es que no «ocurre» nada: la cámara se limita a alejarse hasta que vemos el río, Canadá, la Tierra y, por último, el sistema solar, y luego el zoom vuelve a aproximarse hasta que reaparece el muchacho. Entonces vemos un mosquito posado en su mano y cómo la sangre entra por la trompa del mosquito; el zoom desciende hasta el nivel celular y atómico, y, por último, vuelve a retroceder para mostrarnos de nuevo al muchacho, que continúa remando por el río con su perro. No hemos viajado ni en el espacio ni en el tiempo, sino en la perspectiva. Evidentemente, alguien podría decir que el viaje ha tenido lugar en el espacio, en el sentido de la altura; esto último también altera la perspectiva, pero en este caso, opino, los cambios que se producen en la perspectiva a medida que subimos más y más alteran el significado de lo que vemos. A vista de globo —o cuando pillamos un buen globo—, todas las relaciones cambian.

La ciencia trata de explicar las cosas en términos de leyes, pero para ello se basa en descripciones pormenorizadas de la realidad visible, en viajes que todos podemos realizar y en los que nada es susceptible de controversia. Cuando la ciencia dio con las herramientas que le permitían hacer observaciones a nivel macro y microscópico, comenzó a generar información y teorías tanto acerca del mundo visible como del invisible. El telescopio y el microscopio son los instrumentos que marcaron un verdadero cambio en la ciencia; gracias a ellos, dejó de ser un pasatiempo con el que los gentilhombres mataban la curiosidad para convertirse en una rama del ocultismo. Por primera vez, era posible afirmar con rigor que se había descubierto lo que hasta entonces estaba escondido.

Los telescopios y los microscopios alteran nuestra perspectiva de un modo radical. Cuando uno se pasa el día mirando por uno u otro, puede que empiece a pensar en términos distintos de los de quien se limita a ver las cosas a pie de calle con el ojo desnudo.

El gran atractivo de la altura, y sobre esto volveremos en capítulos posteriores, es que nos brinda este cambio radical de perspectiva. Antes de que existieran los telescopios y los globos aerostáticos, había que subir a las montañas para ver las cosas con otra perspectiva. Desde las alturas, las personas se ven como hormiguitas y las estrellas parecen más cercanas.

Los telescopios son para los físicos; los biólogos prefieren los microscopios. Los experimentos mentales de Einstein tenían que ver con los planetas y el espacio; los de Darwin, con los animales y las plantas. Ambos provocaron una revolución en sus respectivos campos, y hoy en día sus ideas impregnan las ciencias a las cuales se dedicaron. Sin embargo, las ciencias de la tierra, que vivieron una revolución similar con las teorías de la tectónica de placas y de la deriva de los continentes, no despiertan tanto interés entre el público general. Wegener, el primero en formular la deriva continental como una hipótesis falsable (su comprobación es mucho más sencilla que la de la teoría evolutiva: puede que los continentes se muevan despacio, pero su lentitud es fiable), sigue siendo una figura oscura, pese a estar a la par de Darwin y Einstein en cuanto a audacia de pensamiento. Quizá es que las rocas son más aburridas que nuestros orígenes y el tejido del universo. ¿O quizá es porque la deriva continental, aunque tardó setenta años en convertirse en la ortodoxia, no encontró ninguna oposición ruidosa y violenta? Sea como fuere, lo que yace por debajo de la superficie terrestre se halla tan escondido como el nivel subatómico o los confines del sistema solar. Podemos atisbarlo y hacer inferencias, pero eso es todo. Podemos perforar parte de la corteza de la Tierra (unos pocos kilómetros), pero siempre habrá cientos de kilómetros sobre los que no podemos hacer más que conjeturas. El interior de la Tierra sigue siendo algo que solo podemos conocer de segunda mano, a partir de la refracción de las ondas magnéticas y de radio. Los geólogos discrepan enérgicamente sobre los detalles de la tectónica de placas (lo único en lo que están de acuerdo es en el movimiento en sí de las placas), de modo que en lo que sigue me atendré a los elementos menos controvertidos de la teoría. Como dice el profesor Mike Searle, «es casi seguro que todos los modelos propuestos para el Himalaya, el Karakórum y el Tíbet son erróneos; algunos pueden ser útiles, pero la mayoría son muy inexactos».

Ya hemos visto que el mega-Himalaya constituye una barrera norte-sur natural que se extiende a la izquierda de la meseta del Tíbet en dirección al macizo de Altái y más allá, un tramo de terreno montañoso que termina en la Siberia estable, así llamada porque, a diferencia de la placa tectónica índica, permanece tercamente en el mismo lugar pese a los impactos que reciben sus bordes meridionales. Estas montañas que avanzan en sentido norte son el resultado de colisiones y deformaciones anteriores debidas al movimiento de las gigantescas placas de la corteza terrestre.

Sin embargo, tenemos también una línea montañosa que va de este a oeste, desde los Alpes al Himalaya, pasando por los Balcanes y los Zagros de Turquía e Irán, que señalan el punto de la colisión (muy posterior, pero igualmente remota) entre dos placas continentales: el supercontinente de Gondwana (África, Arabia, India) y Laurasia (Europa y Asia). Apretujado entre ambas, se encontraba el antiguo océano Tetis, cuyos últimos vestigios forman el mar Mediterráneo. La colisión entre estos dos supercontinentes provocó un acortamiento sustancial de la corteza en las zonas interiores, del mismo modo que cuando empujamos una alfombra puede aparecer una ondulación a cierta distancia de donde hemos aplicado la presión. Desde los Pirineos hasta el mega-Himalaya, pasando por los Alpes, los Balcanes y los Zagros, se formó un cinturón montañoso que actualmente marca la divisoria entre los climas fríos y los cálidos.

Las cadenas norte-sur y este-oeste confluyen en la zona de gran altitud que rodea el Karakórum, donde se encuentra la mayor concentración de ochomiles del mundo. Ese es el centro montañoso del planeta, y cuando uno está ahí resulta evidente.

¿Qué pruebas he visto con mis propios ojos? Las enormes líneas de falla, con sus curvas y dobleces; las conchas fosilizadas de las cumbres, los desprendimientos.

Los desprendimientos —el derrumbe de las montañas por las que vamos caminando— son un signo de erosión, de destrucción, de entropía. No nos dicen nada de cómo se ha formado una montaña, pero son un buen indicio de cómo ha ido cobrando forma.

Pero antes de entrar a discutir cómo las montañas mueren y se tornan polvo (imitando a cámara lenta lo que le ocurre al río de la historia con el que empezábamos el libro), tenemos que retroceder 50 millones de años, hasta el momento en el que el vasto océano Tetis separaba los dos supercontinentes de Laurasia y Gondwana. Estos continentes comenzaron a resquebrajarse en la noche de los tiempos, hace entre 140 y 50 millones de años. India se separó de Madagascar y el sur de África y se desplazó hacia el norte, a una velocidad de unos veinte centímetros anuales. Y entonces, ¡pam!: hace entre 50 y 55 millones de años impactó contra lo que sería la meseta del Tíbet. Los demonios acababan de ponerse en pie de guerra.

Cuando dos placas continentales colisionan es como una lucha entre dos gigantes, o dos nagas, en paridad de fuerzas. Ningunos de los dos está dispuesto a ceder, así que la colisión es más fuerte que cuando chocan las cortezas oceánicas y continentales, y eso es lo que ocurrió cuando la antigua placa continental de Gondwana atacó a la también antigua placa de Laurasia.

En cierto sentido, tanto Darwin como Wegener intentan reemplazar a los dioses y a los demonios con el tiempo: el tiempo profundo, un periodo de tiempo tan extenso que se arroga las funciones del infinito y hace que todo se vuelva posible. Cuando Einstein demostró que el tiempo y el espacio forman parte de un continuo, delineó una imagen majestuosa del infinito que nos hace recordar nuestra humilde condición, de manera similar a las descripciones escritas u orales de las deidades.

Una confluencia sagrada en el alto Ganges.

De modo, pues, que hace 50,5 millones de años el Himalaya empezó a cobrar forma; en un abrir y cerrar de ojos, pasaron otros 10 millones de años y, al parecer, puede considerarse que hace 40 millones de años las montañas ya estaban en su sitio, pues el agua de mar nos muestra ya los signos de la erosión, una prueba fiable de elevación topográfica. ¿Cómo lo sabemos? Por el aumento de la presencia de estroncio en el agua, que puede medirse.

Las rocas de la cumbre de Everest contienen tallos fosilizados de lirios de mar que crecieron en los mares tropicales poco profundos de hace 400 millones de años. En la meseta del Tíbet, el registro fósil incluye primitivos caballos en miniatura, hipopótamos y palmeras, todos ellos atrapados en la piedra cinco kilómetros por encima del nivel del mar, donde el hombre moderno apenas tiene oxígeno para respirar.

Dejemos pasar otros 5 o 10 millones de años. Los picos presentan un metamorfismo que data de hace 35 o 30 millones de años. En esa época aumentaron también el grosor de la corteza y la elevación.

Si dejamos pasar otros 10 millones de años, llegamos a una época de enfriamiento, exhumación y elevación: es el momento en que el Everest alcanzó su mayor altura, unos trescientos metros más que en la actualidad (probablemente habría sido imposible escalarlo sin oxígeno... en el caso de que hubiese habido alguien, humano o yeti, para escalarlo).

Hacia esa época, hace unos 16 o 20 millones de años, se produjeron los mayores cambios en la fauna del subcontinente indio. Empieza a apreciarse un rápido enfriamiento, acompañado de una erosión a mayor escala de las montañas más altas.

Transcurrieron unos cuantos millones de años más, marcados por la erosión y una desaparición general de formas de vida. El norte de Pakistán y la India pasaron de estar totalmente cubiertos de jungla a ser zonas herbosas. Un millón de años después, surge otro naga, un fenómeno climático que dominará toda la región: la aparición y consolidación de los periodos monzónicos.

Hace 7,4 millones de años, los monzones de verano ya tenían mucha fuerza, y se detecta un aumento en la acción de los elementos: de las montañas bajaba una mayor cantidad de sedimentos.

Al cabo de otros 4 millones de años, los monzones volvieron a ganar intensidad. El progresivo enfriamiento provocó, hace 2,5 millones de años, las glaciaciones del Cuaternario en la zona del Everest. La atmósfera se cargó de un polvo que fue a depositarse en China. El mundo continuó enfriándose, a pesar del incremento de CO2 en la atmósfera, y el monzón se volvió más variable.

Hace 2 millones de años, la glaciación provocó la rápida erosión de los gigantes del Himalaya y el Everest perdió altura.

La vida en el Tíbet fue desplazándose hacia el sur; hacia esa misma época, los glaciares al sur del Everest alcanzaron también su máxima extensión. ¡Y el frío continuó hasta hace 20.000 años!

Hace 18.000 años se produjeron tanto un enfriamiento como un paulatino calentamiento global, así como la retirada de los grandes glaciares (aunque, de forma anómala, algunos crecieron mientras que otros se encogieron, igual que ocurre hoy en día). El clima se polarizó. El Tíbet y Ladakh se convirtieron en zonas casi desérticas y el resto del Himalaya registró un aumento de la pluviosidad. El Karakórum se elevó rápidamente en comparación con el resto del Himalaya.

A medida que los estudios sobre el Himalaya fueron ganando en detalle, se vio cada vez más claro que la teoría básica de las placas tectónicas, con su modelo de placas rígidas e indeformables —como los huesos que componen el cráneo de un niño—, no alcanzaba a explicar las inmensas distorsiones presentes en las montañas. Parecía evidente que los lechos oceánicos consistían en grandes placas rígidas de densa corteza basáltica y que las colisiones provocaban trituración y fracturación o un leve pandeo; lo que no parecía tan claro era que eso fuera lo que estaba ocurriendo en el Tíbet y el Himalaya. Los terremotos se producen a lo largo de toda la meseta del Tíbet, y no solo donde los bordes se doblan o pandean.

El borde destructivo de una placa es el punto donde una placa se hunde por debajo de otra (lo que se conoce como «subducción»). Esto, por lo común, ocurre tras algún tipo de colisión prolongada que ocasiona un acortamiento de la corteza; suena a receta de cocina, pero se trata del hundimiento horizontal de una placa que luego, al verse empujada hacia arriba, forma una cordillera montañosa.

Sería razonable preguntarse por qué la tasa de crecimiento de la corteza queda equilibrada por la tasa de destrucción. Parece extraño que esto ocurra, aunque, de no ser así, el mundo dejaría de ser un orbe. Una respuesta sería que las fuerzas gravitatorias y centrípetas de un planeta en rotación son tan enormes que sirven para impedir un crecimiento desmesurado. Pensemos en la imagen del yin y el yang: como ilustración de este equilibrio es tan buena como cualquier otra. Lo realmente notable es que en el núcleo de una «ciencia dura» como es la geología sigue habiendo algo esotérico, oculto, imaginario: un mundo milagrosamente equilibrado por obra y gracia de dioses y demonios. Los nagas están ahí; en las sombras, sí, pero están.