Capítulo I

El traidor: Godoy

La tentación de personalizar en toda coyuntura de transición es muy fuerte. En el tránsito que vive España en 1808 hay un primer nombre que emerge, por sí solo, en todos los análisis de la situación: Manuel Godoy. Hasta los años treinta del siglo XIX, por lo menos, hubo consenso sobre su papel histórico de culpable de todos los males, de válvula de escape para las muchas miserias de todo tipo que vivió España a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Pocos personajes, sin embargo, han dispuesto de tan larga vida y de la capacidad de administrar su memoria como Manuel Godoy, que no murió hasta 1851. Publicó sus Memorias en 1836-1837 con la ventaja de ver la trayectoria política, juzgarla a toro pasado y poderse acomodar mejor a la misma.1 Ochenta y cuatro años de vida con cuarenta y tres para construir su propia imagen después de su salida de España el 23 de abril de 1808. Salvó la vida casi milagrosamente en el Motín de Aranjuez y sobrevivió largos años a sus enemigos. Fue un superviviente, a pesar de muchos. Su larga vida superó el ciclo de la crítica feroz de sus coetáneos y dio ocasión para que el personaje incluso suscitara nostalgia. Lo decía muy expresivamente Mesonero Romanos, que le visitó en su exilio: «Después de haber sufrido el gobierno de Fernando VII con sus Macanaces, Eguías, Lozano de Torres, Víctor Sáez, Españas y Calomardes, España cedía a un sentimiento de envidia hacia aquellos que habían vivido bajo gobiernos más ilustrados y tolerantes».2 Godoy pudo en vida ser carne de nostalgia… Y hasta motivo de exaltación romántica.

A Larra, por ejemplo, le fascinaba la peripecia humana de aquel «hombre-globo», como él mismo llamó a Godoy, que tras su apoteósico triunfo palaciego, «apeado de sus brillantes tronos, lanzado de su propio palacio, desnudado de sus galas y veneras, arrojado por la fuerza de la opinión a los márgenes de un río extranjero, se presenta a las puertas de la patria en modesto traje, con un humilde sombrero redondo en aquella cabeza que cubrieron coronas ducales y con unos cuadernos impresos en la mano, no ya para rescatar las perdidas grandezas, sino para reconquistar el nombre de ciudadano español que catorce millones de hombres poseen sin esfuerzo alguno, para demandar justicia, para hacerse simplemente escuchar». Es curioso. El Larra romántico que se suicidó el 13 de febrero de 1837, muy poco después de leer las Memorias de Godoy, y que fue crítico feroz de la modernidad de Martínez de la Rosa y del giro conservador de los liberales doceañistas, añorando a aquel Godoy e identificándose emocionalmente con el fracaso vital de éste, que tanto contrastaba con la escalada política de los viejos liberales como Toreno o Alcalá Galiano.3

Pero antes de la nostalgia y la identificación sentimental, Godoy generó odio, mucho odio, como siempre, con no pocos componentes de envidia. En ese odio confluyeron todos, conservadores y liberales. Los conservadores porque siempre vieron en él el reverso de Fernando VII: el presunto urdidor de la invención de la Conjura de El Escorial, que le costó a Fernando VII el desprecio y la descalificación de su padre; el amante de la reina con su infinita capacidad de influencia sobre los reyes; el conjurador con los franceses; el gran traidor de España… Pedro Cevallos fue rotundo al escribir: Godoy o el traidor («hombre infame; tú has vendido a tu príncipe, a tu patria y a la nación entera…»). Entre otras muchas graves infamias se le acusaba de querer llevarse «los millones de Veracruz» y la voluntad de ser empadronado en México… El clero jamás le perdonó ni su vida privada ni sus devaneos reformistas, y el eclesiástico Manuel Fortea y Úbeda lo sentenció como «renuevo de Judas».4

Los liberales también lo odiaron después de 1808: Mor de Fuentes, Flórez Estrada, Romero Alpuente. «Malvado, infame, bárbaro» son adjetivos repetidos hasta la saciedad. Azara, ya en 1803, lo comparaba con el traidor conde don Julián, el que trajo los musulmanes a España. Para los liberales, Godoy fue la imagen de la nula credibilidad, de la corrupción económica y política, de la ambición sin límites…5 El último valido de la larga serie de déspotas que no buscaron otra cosa que acumular poder en nuestro país. Capmany también se despachó a gusto contra Godoy en su Centinela contra franceses: «¿Por qué lo librasteis del furor popular en aquel día venerable de Aranjuez, cuando cayó vivo en vuestras manos? Quisisteis obrar como humanos y como caballeros con un cobarde reo que ni era hombre ni caballero […] Este hombre se había vuelto demente con tanto poder y tanto gozar […] nombre execrable que debe borrarse hoy de todos los diccionarios […] Vicioso […] En todos los asuntos despotricaba sin haber abierto jamás un libro […] Cuanto se imprimía en su nombre era pasto de su pluma […] No había género de gloria a que quisiera renunciar […] ¿Qué bien se podía decir del infeliz soberano Carlos IV de que se dijo de Claudio?». El puritanismo le sale a Capmany por la piel.6

La crítica a Godoy fue rentable. Los últimos ilustrados le reprocharon que les fallaran las expectativas depositadas en él como protector. La generación siguiente de liberales lo denostó porque era lo más fácil: echarle la culpa de todo, hasta del fracaso político de esa generación doceañista. Y la verdad es que el Godoy postilustrado nada tiene que ver con el de 1808. El desamor estuvo en relación directamente proporcional con el primer amor que había suscitado.

El primer Godoy y la travesía de los ilustrados

Godoy había emergido en el horizonte político en 1792, tras la caída de Aranda. Éste había fracasado en su política de «atracción y amistad» hacia los hombres de la Revolución francesa y se mostró inoperante en el empeño de salvar a la comprometida monarquía francesa. Carlos IV no pudo asumir la negativa de Aranda a romper con Francia y le cesó muy pronto. Vitalista, seguro de sí mismo, Manuel Godoy se había promocionado en su condición de guardia de corps atractivo (no era el macho ibérico arquetípico; su físico de rubio, imberbe, de cara pálida, desentonaba en los cánones estéticos de la galanura hispánica; en cambio, sí que era destacable su poderosa constitución física, que le hacía sobresalir como extraordinario caballista) y sensible. No era el tosco y zafio rufián de la leyenda. Sus amores con la reina, pese a tantos rumores como circularon en su momento, o el cliché que fabricaría más tarde el marqués de Villaurrutia, nunca se han podido demostrar plenamente, y desde Pérez de Guzmán a La Parra se han negado tales supuestos. Ningún documento ha podido demostrar tal aserto, aunque las versiones de lo que dijo la reina María Luisa en el proceso de las abdicaciones de Bayona avalan la imagen de un Carlos IV marido consentidor de su mujer.7

La escalada de Godoy ciertamente fue impresionante: jefe del Estado Mayor del cuerpo de Guardia de Corps en 1791, subdelegado personal del monarca en la Junta de Generales de 1792, ingresó en la orden de Carlos III, marqués de Alcudia con terreno para tener 99.000 ovejas, grande de España, miembro del Consejo de Estado, primer secretario de Estado y Despacho en 1792, superintendente general, collar de la orden del Toisón de Oro… Casado con María Teresa de Villabriga (hija de Luis Antonio, hermano de Carlos III) con la que tendría una hija, mantuvo siempre una amante estable que fue Pepita Tudó, con la que tuvo dos hijos y con la que se casó en 1829, una vez muerta su mujer.

Godoy, aparte de la relación de amistad entrañable con la familia real, que había sabido ir fabricándose cuando Carlos y María Luisa eran príncipes de Asturias, podía capitalizar ante el rey Carlos IV su desvinculación de golillas y aristócratas, su condición de hombre libre de ataduras corporativas e ideológicas, de nexos clientelares previos. El propio Godoy en sus Memorias tenía claro su principal capital, su fuente de legitimidad: «Un hombre de quien fiarse como hechura propia suya, cuyo interés personal fuese el suyo, cuya suerte pendiere en todo caso de la suya, cuyo consejo y cuyo juicio, libre de influencias y relaciones anteriores, fuese un medio más para su acierto o su resguardo, en los días temerosos que ofrecía Europa».

Días temerosos. El miedo como referente constante. Godoy, en tiempos de miedo, se convirtió en la tabla de seguridad a la que se agarraron los reyes abrumados por lo que les había pasado a Luis XVI y María Antonieta. Godoy nunca supo hacia dónde iba la historia, que era lo que todos querían saber. Pero sí sabía de dónde venía, como después reflejó en sus Memorias. Intuyó la trascendencia de los cambios históricos que se estaban viviendo buscando siempre la mejor acomodación, por su parte, en el tren de la historia. Quizás sólo fue un escalador demasiado rápido, pero lo cierto es que muchos le vieron como alternativa al drama de la polarización ideológica, el hombre del cambio necesario y posible del viejo régimen del Despotismo Ilustrado a lo nuevo que nadie sabía qué podía ser. El hombre sin miedo en un mundo de miedos.

Godoy recibió en noviembre de 1792 de Carlos IV la misión de arreglar la «desbaratada situación de la Corona», de la que era muy consciente el rey. Floridablanca desde 1789 había tratado las ideas revolucionarias francesas cual si se tratara de una epidemia. Aranda creyó que bastaba mirar para otro lado. Godoy trató la revolución como un problema político, no ideológico. No una epidemia, sino una crisis que había que afrontar estratégicamente y con mucha frialdad. Siempre tuvo muy claro que de los inquietos preliberales de su tiempo «ninguno de ellos aprobaba la marcha violenta de la Revolución francesa».8

Su trayectoria política fue un tobogán de crisis y resurrecciones. La primera crisis la tuvo en la primavera de 1794, cuando se vio claro que no podía ganar la guerra de la Convención. El aluvión de críticas fue feroz. La caída de Robespierre en julio de 1794 fue providencial para él. La política exterior francesa, en manos de los termidorianos, dejó de basarse en la doctrina girondina de extender la revolución y se planteó como objetivo la paz en Europa. El nexo mayor que encontró Godoy con la Francia termidoriana fueron Tallien y su esposa Teresa Cabarrús, hija del antiguo director del Banco de San Carlos. El Tratado de Basilea fue un balón de oxígeno para Godoy. El rey le dio el título de Príncipe de la Paz.

El mayor problema para Godoy, en estos años, provino de las intrigas del arandismo, con mucha tradición conspirativa a sus espaldas. En ese contexto se produjo la conjura de Alejandro Malaspina (que acabó apresado en 1796 y permaneció en la cárcel hasta 1803) y la de Juan Picornell, más populista que el anterior, saldada también con el fracaso más rotundo.9

La Inquisición siguió incordiando. En 1793 había sido procesado el fabulista Samaniego y en 1796 el profesor de la Universidad de Salamanca, Ramón de Salas, una de las figuras de la Ilustración liberal. Eran toques de aviso de las fuerzas reaccionarias que a Godoy le venían bien para hacer valer su progresismo como protector de las Luces. Nombró como inquisidor general primero a Abad y Lasierra, luego a Ramón José de Arce. Éste es el periodo áureo de Godoy. Jornadas de trabajo impresionante, política reformista pragmática, hábil captación de intelectuales, fueron las claves de la imagen coyuntural de Godoy como el hombre de la Ilustración necesaria y posible. Como dijo Menéndez Pelayo, «acabó muchas cosas de las empezadas por Carlos III y abrió el camino a otras»: el método pestalozziano, los jardines de aclimatación, la Escuela de Ingenieros Topógrafos, el Observatorio Astronómico, desarrollo de la enseñanza técnica y profesional, los viajes de naturalistas a América… Godoy fue el gran referente de los últimos ilustrados.10

No duró mucho el éxito. En 1797 nombraba a Saavedra secretario de Hacienda y a Jovellanos secretario de Gracia y Justicia. Fue su techo progresista. Francisco Arias de Saavedra, sevillano, fue un personaje bien diagnosticado por Blanco White: «Irresoluto en sus proyectos, tan vacilante en sus juicios, tan incapaz de tomar una decisión que lo demoraba todo».11 Un eterno dubitativo que fue utilizado por todos y para casi todo. Sucedió a Godoy como secretario de Estado por cinco meses, tras los que sería destituido por Urquijo. Volvió después al cargo, por unos meses también. Fue presidente de la Junta Local y miembro de la Junta Central y de la Regencia hasta 1810, año en que se retiró. Estuvo en todas partes y en ninguna. El godoyismo eufóricamente progresista fue flor de un día. En 1798 la presión francesa, con las intrigas de Cabarrús, forzó la caída momentánea de Godoy. El Directorio consideró que Godoy era un obstáculo en su estrategia diplomática respecto a Inglaterra y Portugal. De marzo de 1798 a octubre de 1801, cuando Godoy fue nombrado generalísimo de los Ejércitos, no tuvo cargo político alguno. Mariano Luis de Urquijo fue la momentánea estrella política del momento como nuevo secretario de Estado.

Urquijo, bilbaíno, diplomático de carrera, discípulo de Meléndez Valdés en Salamanca, era también un tipo atractivo físicamente, como Godoy, y que intentó seguir el camino de éste utilizando sus prendas personales con la reina. Fue mucho más torpe que Godoy. Había publicado en 1791 la traducción de la obra de Voltaire, La muerte de César. Procesado por la Inquisición en 1792, fue protegido y liberado de las garras inquisitoriales por Aranda. Su apuesta, mientras estuvo en el poder de 1798 a 1800, fue el regalismo radical. Como tantos otros regalistas fue abandonado por el rey cuando chocó con el papa. Acabó como afrancesado, siendo ministro de José I. Un personaje honesto pero demasiado plano y radical para los tiempos que le tocaron vivir. Intentó suicidarse tirándose en un estanque, curiosamente, cuando se enteró que su querido Napoleón había firmado la paz con el papa. Fue rescatado y, como dice mordazmente Blanco, «después comprendió lo poco que su muerte habría influido en el desarrollo de la guerra francesa».12

La llegada de Bonaparte al poder tras el 18 Brumario de 1799 alteraría la situación de nuevo a favor de Godoy. Las intrigas de Azara en París acabaron con Urquijo y en 1801 volvía Godoy al poder, apoyado por Bonaparte. Ya nada sería como antes de 1798.

Apocalípticos e integrados: la deserción de los intelectuales

De 1792 a 1798 Godoy había suscitado auténtico entusiasmo entre los intelectuales. Por supuesto, su prodigiosa ascensión generó recelos y críticas desde el «partido español», desde la aristocracia inmovilista menospreciadora de los advenedizos en política. Pero las prevenciones fueron, de momento, ahogadas por el aluvión de halagos de intelectuales felices por sentirse protegidos. La Paz de Basilea supuso el momento de gloria de Godoy. Quintana le dedicó una oda. ¿Qué decir de Meléndez Valdés o Forner? Le llovían los elogios. Cuando perdió la Secretaría de Estado en 1798, aunque recibiese los títulos de generalísimo de los Ejércitos de su Majestad o de almirante, la situación ya nunca fue la misma. Godoy siempre se consideró solo, la soledad de los escaladores sin tregua. Pero no estuvo solo en una primera etapa. La intelectualidad española después del miedo de Floridablanca a la Revolución francesa había apostado por él. ¿Por qué?

Empezaremos por decir que España tuvo Ilustración, aun con todas sus peculiaridades, más allá de lo que habían previsto los gobernantes españoles. A lo largo del siglo XVIII España cambió. Nuevos cultivos, nuevos caminos, nuevas empresas económicas, nueva sociabilidad… Algo se movía. La pequeña nobleza había respondido al reto ilustrado y de esta cantera salieron la mayor parte de los juristas, funcionarios y clérigos con sensibilidad reformista. Limitaciones hubo muchas, ciertamente. La Inquisición frenó alegrías liberales. El fantasma de la heterodoxia estuvo siempre presente. La llamada Ilustración cristiana —término acuñado por Batllori— más bien parecía una reduplicación, porque la Ilustración española era intrínsecamente cristiana (tomismo puro, rigorismo moral).13 La monarquía absoluta controló férreamente la situación. Campomanes había hecho de guardián de ésta estigmatizando como sacrílego todo intento de levantamiento del pueblo contra la misma. El Estado lo era todo. Lo crea la sociedad para su propia conservación. Lo define así Campomanes: «Una agregación de ciudadanos bajo leyes y superiores legítimos que les conservan en paz a sus personas y haciendas, librándolas ya de sus enemigos externos, ya de las agresiones internas que dañen o perjudiquen al Estado en común, a cualquiera de sus ciudadanos en particular o una clase de vasallos de la prepotencia de las otras clases».14

Pero el modelo político que habían representado en la España de Carlos III Campomanes, Aranda y Floridablanca ofrecía no pocas grietas en los años ochenta. El adjetivo ilustrado se rebelaba contra el sustantivo absolutismo. Aquel programa reformista cargado de buenas intenciones que había pretendido acercar el Estado a la sociedad o ésta al Estado reflejaba muchos signos de desgaste. Las reformas quedaron todas en el discurso normativo puramente teórico. La propiedad agraria quedó inmóvil. Disminuyeron los alumnos universitarios mientras se acumulaban los proyectos de nuevos planes de estudio. Sobraban juristas y teólogos. Faltaban hombres de humanidades y ciencias. Había exceso de funcionarios. Los jóvenes no tenían futuro profesional. El regalismo, en su choque con la Iglesia, había erosionado sus fuentes de legitimación, y la expulsión de los jesuitas, lejos de refrendar moralmente al régimen político, abrió boquetes difíciles de cubrir en la enseñanza.15 El propio Estado centralista diseñado por Felipe V reflejaba las tensiones centrífugas de herencia austracista que parece encarnar el arandismo. Las resistencias de la mayor parte de la nobleza y del clero y de todo el aparato corporativo a las innovaciones fueron notables. La monarquía no emite otro mensaje que prudencia y lentitud. Pronto se quedaría sin Luces. La Inquisición fue lo suficientemente autónoma como para poner periódicamente palos en las ruedas de la maquinaria reformista. El proceso a Olavide en 1776, un funcionario típicamente reformista, desazonó a todos. La conciencia de la superficialidad de las transformaciones, limitadas a lampedusianos bálsamos consolatorios, empezó a extenderse. Europa se convirtió, como había hecho doscientos años antes con Felipe II, en la caja de resonancia de las insatisfacciones propias. La supuesta Leyenda Negra se desató, pero entonces no promovida desde la envidia o la competencia imperialista, sino desde el desdén despectivo, la conciencia de superioridad hacia una España con un penoso recorrido de potencia a mediocridad. Ahora se denunciaban los defectos caracteriológicos, el retraso cultural, el balance global de la aportación de España a Europa. El espejo europeo reflejaba una imagen de España triste y macilenta y, lo que es peor, sin derecho ni a la memoria nostálgica.16

Se ha tendido a dividir el pensamiento español de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX en tres sectores, en función de la ideología de sus representantes: los conservadores, los innovadores y los renovadores. La situación es más compleja. El referente más que ideológico será estratégico: la vinculación con el poder. Un poder que en este momento parecía estar divorciado de las Luces y había perdido sus metas culturales. Y unos intelectuales que no se imaginaban una sociedad sin padre protector. Los comportamientos de estos intelectuales serán muy individualistas y desde luego con muy escasa coherencia y dando muchos palos de ciego. Los años ochenta del siglo XVIII serán pródigos en realineamientos y reajustes posicionales, sin proyecto alguno definido. Hay unos pocos conservadores, hay otros pocos radicales del cambio, y abundan los que no saben, no contestan. ¿Renovadores? No, insatisfechos, desconcertados, desorientados, en busca de la sombra del poder que ya no da sombra. Lo único que les une es el desconcierto con respecto a los tiempos que vivían. Lo reflejaba maravillosamente Moratín en su carta a Forner: «Créeme, Juan, la edad en que vivimos nos es muy poco favorable; si vamos con la corriente y hablamos el lenguaje de los crédulos, nos burlan los extranjeros, y aun dentro de casa hallaremos quien nos tenga por tontos; y si tratamos de disuadir error funesto y enseñar al que no sabe, la santa y general Inquisición nos aplicará los remedios que acostumbra».17

Floridablanca se había convertido en cabeza de turco. El valenciano Luis de Arroyal, en 1788, decía con todo descaro que «el conde de Floridablanca entendía tanto de economía política como de cazar ratones». El vasco Ibáñez de la Rentería escribió también duras palabras contra Floridablanca en El raposo. Pero la inmensa mayoría de los intelectuales no se atrevió a cuestionar el sistema a fondo. Ni siquiera los más progresistas. Los elogios a Carlos III con motivo de su muerte en 1788 por parte de Jovellanos son todo un monumento a la discreción políticamente correcta. Incluso un tipo tan acre como Arroyal no se anduvo corto a la hora de las flores a Carlos III: «Yo bien sé que el poder omnímodo en un monarca expone la monarquía a los males más terribles, pero también conozco que los males envejecidos de la nuestra sólo pueden ser curados por el poder omnímodo».18

Los extremos sí se mueven. Los viejos tradicionalistas, hacia un pensamiento cada vez más reaccionario, cada vez más nervioso. La inquina a lo que huela a «filosofía» es notable. Se traducen las obras de los antifilósofos entre 1770 y 1777. Si España se miraba en el espejo ilustrado europeo ¿por qué no se podía mirar en el espejo reaccionario de la propia Europa?

El fraile sevillano Fernando Cevallos y Mier será el primero en lanzarse de frente contra todo lo presuntamente moderno en su libro La falsa filosofía (1774-1776). Después escribirá Demencia de este siglo ilustrado (1776) y Juicio de Voltaire, que no llegó a imprimirse. El fantasma de la libertad se va haciendo agobiante a los más pesimistas, a los catastrofistas, a los apocalípticos de derechas. El canónigo Pedro de Castro, el abate Cándido María Trigueros, el franciscano José Marín, o el arzobispo de Santiago, Francisco Alejandro Bocanegra sirven de avanzadilla al desmadre reaccionario que provocará la Revolución francesa. Los desgarros del presbítero mallorquín Vilá y Camps, el arcediano de Segovia, Clemente Peñalosa, y naturalmente el más beligerante de todos, el capuchino Diego José de Cádiz, con sus enardecidas obras Idea de un caballero cristiano (1794) y El soldado en católica guerra de religión (1799), se acomodaban al argumento de que la Revolución les daba la razón en todas sus fatalistas predicciones.19

El pánico de Floridablanca de que habló Herr me temo que era anterior a 1789. Lo que hizo 1789 fue contagiar ese viejo miedo a la revolución a mucha gente y, desde luego, saltar del imaginario a la realidad. El cordón sanitario no fue demasiado eficaz, pero el miedo fue demasiado libre. El carmelita Manuel Traggia, que estuvo en Francia en 1788, se encargó de difundir el miedo a las ideas revolucionarias en Reflexiones sobre los excesos, sedición y libertad filosófica de los franceses (1793). Asume su dimensión de «escritor público», como él mismo se denomina, y la cruzada se desata. La obsesión contrarrevolucionaria impregna a muchos. El mismo Forner se radicaliza en sus últimos años. En 1794 escribía Amor de la patria, donde hace una condena de la democracia, de los cálculos egoístas y cínicos, un alegato en favor de la realeza y de las «implacables virtudes antiguas». Su polémica con el censor, su ofendido ego, le impulsan cada vez más a la derecha, a la derecha incluso de Floridablanca.20 Capmany, el desengañado ilustrado liberal, también da un giro en la misma dirección. Ibáñez de la Rentería fue otro de los que se impresionaron por la Revolución y creyeron que el mundo temblaba bajo sus pies. Catalanes y vascos fueron los más sensibles a la incidencia de la Revolución francesa. Su condición de ciudadanos de tierras fronterizas y las vivencias de la guerra de la Convención hicieron estragos. Se pusieron a prueba identidades nacionales, pero sobre todo la tentación revolucionaria fue muy fuerte. El clero contribuyó decisivamente a ganar la guerra para España a costa de atar religión, rey y patria. El pensamiento reaccionario salió legitimado más que nunca por la guerra de la Convención, y desde luego los ilustrados vascos y catalanes, ante la presencia del ejército revolucionario francés, iniciaron un proceso de contrición que se radicalizaría en 1808. La experiencia revolucionaria alteró los currícula ideológicos traumáticamente. El más espectacular fue el caso de Pablo de Olavide, santo y seña del progresismo ilustrado, viejo amigo de Voltaire, que había sido procesado por la Inquisición en 1776, y que había escapado del convento donde estaba recluido en 1780, emigrando a Francia. Allí había chocado con los robespierrianos y escribió El Evangelio en triunfo. Historia de un filósofo desengañado (1797), que apareció inicialmente como obra anónima en Valencia (regresó en 1798 tras el perdón regio). La obra fue puesta en el Índice para después tener un éxito editorial portentoso. Era un ejercicio autocrítico que acercaba a Olavide al integrismo. El desengaño ante la Revolución ponía en cuestión la Ilustración. El desengaño, como veremos, será una de las variables decisivas en la historia del pensamiento español.21

Pero no todo fue desengaño. También la Revolución fue un estímulo para los idealistas radicales. Luis de Arroyal, nutrido ideológicamente en la progresista Universidad de Salamanca, yerno de Andrés Piquer y funcionario en un pueblo de Cuenca, dio el salto a Madrid para desde allí terminar sus Cartas políticas económicas (no se publicarán hasta 1841) y el célebre folleto Pan y toros, que circuló manuscrito y no se editaría hasta 1812: «En el estilo o método seguiré el de la Constitución francesa del año ochenta y nueve, pues, aunque sea obra de nuestros enemigos, no podemos negar que es el más acomodado, y no negaré tampoco valerme de lo bueno que encontremos en ella, puesto que la razón no conoce partidos ni rivalidades doquiera encuentra la justicia y la verdad la adopta por suya y la recibe como cosa propia».22

Aun con las prevenciones de Arroyal, la fascinación por la Revolución francesa impregna a algunos intelectuales. Floridablanca trató a estos admiradores de Francia como si realmente ellos fueran el enemigo a batir. La tertulia de la condesa de Montijo, con personajes como Meléndez Valdés, Jovellanos o Joaquín Lorenzo Villanueva, fue obligada a disolverse y enmudecer momentáneamente. La España oficial de Floridablanca se identificó con el pensamiento reaccionario y al radicalismo ilustrado no le quedó más remedio que la contención o la fuga. Muchos de estos ilustrados se fueron a Francia cual tierra prometida en busca del modelo inspirado en los sueños revolucionarios. No les fue demasiado bien. Muchos de ellos, apocalípticos visionarios, acabaron como aventureros desnortados, ciudadanos sin patria, extravagantes sin remedio.

Entre ellos destacan Andrés María de Guzmán (Díaz Plaja lo llamó Guzmán el Malo), un pícaro singular que fascinó, por cierto, a Pío Baroja; Manuel Rubín de Celis, un asturiano de Llanes, soldado y propietario de minas en Perú, comerciante, contratista de azogue, enfrentado a Floridablanca, que abjuró de la religión católica, se hizo revolucionario por imperativo de la coyuntura y murió en la miseria en 1799; José de Hevia, un madrileño diplomático que trabajó en la embajada de París con Fernán Núñez, y acabó también pobre y arruinado, muriendo en 1816; Vicente María Santibáñez, madrileño, el más culto del grupo, miembro de la Sociedad Vascongada de Amigos del País, catedrático en Valencia, académico de Buenas Letras en Barcelona, quien procesado por la Inquisición en 1785 emigró a Francia en 1792, donde se nacionalizó francés en 1793. Apresado en las cárceles revolucionarias, se suicidó en 1794; Juan Antonio Carrese, vasco, procesado por el Santo Oficio, emigró en 1793, luchó en la guerra de la Independencia en el ejército francés, y fue luego exiliado y conspirador contra Fernando VII, para morir en 1830...23 Personajes todos ellos de vidas apasionantes, desgarradas, obsesionados por la felicidad pública, por la educación, por el rechazo a la religión católica, por la libertad, por los grandes principios ideológicos elevados a los altares por la Revolución francesa. Como decía Rubín de Celis: «Quien propone este proyecto ama cordialmente, desde la edad de quince años, a los hombres, la justicia, la libertad y la igualdad, y odia y detesta a los tiranos y los bribones a los que combatirá siempre y en todo lugar con una mano en la pluma y la otra en la espada». Una mezcla de revolucionarios a la francesa y de héroes épicos a la española. El de vida más delirante y al que a la postre le fue mejor fue José Marchena.

El sevillano José Marchena Ruiz de Cueto era hijo único de un abogado y rico propietario sevillano, fiscal del Consejo de Castilla. Muy piadoso de niño, en la Universidad de Salamanca trabó amistad con catedráticos y amigos liberales como Juan Meléndez Valdés, Ramón de Salas o Diego Muñoz Torrero, futuro diputado liberal de las Cortes de Cádiz. Leyó a los filósofos ilustrados y escribió en 1787 un pequeño ensayo filosófico titulado El observador, un ingenioso esbozo de utopía social y religiosa. La obra sería prohibida por la Inquisición y en 1792 Marchena se exiliaría en Francia pidiendo una pensión a Aranda. Marchó a Bayona, desde donde escribió centenares de proclamas revolucionarias en francés y en español. El líder girondino Brissot se lo llevó a París junto a Juan Antonio Carrese y José de Hevia. El triunfo jacobino lo llevó a la cárcel en 1793. Con fama de contradictorio y excéntrico, leía la Guía de Pecadores de Luis de Granada en la cárcel. Su formación religiosa marcó su propio discurso contra el yugo de la opresión de pensamiento. Los conceptos de igualdad, humanidad y tolerancia son sublimados en su texto Avisos a la nación española. La caída de Robespierre en 1794 le situó en un apartamento en París próximo a las Tullerías. Pronto se enfrentó al Directorio desde sus principios, que lo vinculaban al modelo constitucional estadounidense: federalismo, parlamento bicameral, nítida división de poderes, plenas garantías de derechos de los ciudadanos y sufragio censitario. Su giro conservador era patente, y ello le llevó a la defensa de los emigrados monárquicos. Los enemigos se le multiplicaron. Su proverbial falta de aseo personal le convirtió en personaje pintoresco y exótico. Medía metro y medio y era feo de solemnidad. Tras una breve estancia en Suiza, volvió a París en 1797. Tenía veintisiete años. Buscó el apoyo del embajador Azara sin conseguirlo. Publicó una revista de pensamiento, Le Spectateur Français, con artículos que sólo escribía él. En diciembre de 1798 fue expulsado de Francia. El 18 Brumario fue favorable inicialmente a sus intereses. Fue nombrado empleado del Estado Mayor del general Moreau en Alemania y Suiza. Aficionado a la estadística y la matemática, se permitió el lujo de escribir una obra llamada Fragmentum Petronii, supuesto pasaje perdido del Satiricón de Petronio, cargado de claves eróticas, que la comunidad académica creyó que era auténtico. También tradujo poesías del bardo escocés Ossian inventadas por MacPherson en el siglo XVIII. Se interesó por la literatura hindú y escribió un ensayo sobre el País Vasco en el que defendía la tradición foral vasca... Acompañó a Murat como miembro del aparato propagandístico del ejército francés josefino, con alta responsabilidad en el Ministerio del Interior. Secretario de Murat, director de La Gaceta de Madrid, se exilió en Francia en 1814, dedicándose a la traducción de Rousseau, Molière y Voltaire. Volvió a España en 1820 y murió feliz un año después creyendo haber cumplido sus sueños. Pionero del afrancesamiento, Marchena fue avanzadilla también de una generación de raros y curiosos, difícilmente adaptable a las flexibilidades y acomodaciones de todas las transiciones.24

Pero entre los reaccionarios, tipo Diego José de Cádiz, o los radicales, tipo Marchena, había una importante cantidad de postilustrados que se quedaron en España a verlas venir y que creyeron tener en Godoy a su profeta. Frente a los apocalípticos de uno u otro signo, ellos, por decirlo con palabras de Umberto Eco, son los integrados del sistema, los herederos del Despotismo Ilustrado, dispuestos a amortizar aquel legado hasta el final. Su apuesta por Godoy estuvo en directa correlación con la escalada política de éste. Unos se decepcionaron pronto, entre 1798 y 1800; otros no lo hicieron hasta 1808.

Godoyistas incondicionales fueron el gran literato Leandro Fernández de Moratín, Juan Antonio Melón, el clérigo Pedro Estala, los hermanos Llaguno, el citado Juan Pablo Forner y el célebre canónigo Juan Antonio Llorente. Todos disfrutaron de prebendas. Forner, increíble productor de halagos a Godoy, en 1796 fue nombrado nada menos que fiscal del Consejo de Castilla, el mismo cargo que ocupó Campomanes durante más de veinte años. El problema para Forner es que se murió un año después. A Llaguno, Godoy lo tuvo siempre en el gobierno; a Moratín lo colocó en la Secretaría de Interpretación de Lenguas. Todos ellos estuvieron con Godoy mientras éste se mantuvo en el poder. Arrastraron siempre el estigma de la contaminación política y acabaron haciéndose afrancesados en 1808 porque su principal referencia política fue siempre el poder establecido. Moratín es el arquetipo. Un hombre tímido, picado de viruela, reservado, culto, que había vivido en París en 1792 durante los momentos más turbulentos de la Revolución, cargado de inhibiciones y miedos, necesitó siempre la protección del poder. Trabajó de oficial en una joyería, y su padre, Nicolás, murió cuando él tenía veinte años. Ideológicamente fue más liberal que muchos de los liberales, pero siempre fue un neoclásico, un antiguo, en un momento en que sólo primaba el valor de la modernidad. Por lo demás, fue el intelectual oficialista al que asustaba el futuro. Tuvo el mérito de la coherencia moral. Tras el Motín de Aranjuez escribió: «Yo no soy amigo de Godoy, ni su consejero, ni criado. Pero todo lo que soy se lo debo a él, y aunque la filosofía de recibir favores sin mostrarse agradecido por ellos está muy en boga hoy, me tengo en demasiada estima para abonarme a esa infamia». Editó el periódico afrancesado El Imparcial. Fue bibliotecario jefe de la Biblioteca Real en 1811. Se refugió en Peñíscola y en Valencia al final de la guerra. En 1814 se le permitió vivir en Barcelona, donde presentó su versión de El médico a palos. Acabó yéndose a Francia en 1817, volvió a Barcelona en 1820, pero se volvió a ir definitivamente a Francia en 1822. Vivió en Burdeos en casa de su amigo Manuel Silvela. Murió en 1828 en París. Moratín fue el integrado discreto.25

Juan Antonio Llorente representa otro perfil de integrado, el del escalador eterno. Llorente había nacido en Calahorra en 1756. Huérfano precoz, de pobres recursos, fue bachiller en leyes en Zaragoza, sacerdote, abogado, aspirante frustrado a canónigo y a fiscal del obispado de Calahorra antes de recalar en el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Logroño como comisario en 1785, tras haber sido letrista de zarzuelas. En 1788 fue nombrado secretario de la Inquisición de Corte. Canónigo de Calahorra en 1790, aspiró también frustradamente al arcedianato de Tortosa. Se convirtió en el historiador oficial de Godoy, que lo utilizó para intentar demostrar la inexistencia de razones históricas que justificaran las exenciones fiscales de los vascos. Su vida fue la del ambicioso eterno aspirante a todo, para lo que no cesó de hacer méritos. Tras la caída de Godoy en 1798, fue desterrado un mes a San Antonio de Cabrera, al norte de Madrid, pero volvió a la Corte en 1805. Sería nombrado canónigo de Toledo y la irrupción francesa no hizo sino promocionar sus propias ambiciones. Pasó de Godoy a José I sin transición alguna. Fue miembro de la Asamblea de Bayona, pero, a su pesar, no fue nombrado ministro inicialmente por José I. Fue designado consejero de Estado de José I seis días antes de que, por la batalla de Bailén, tuviera que emigrar el francés a Vitoria. Durante la guerra fue el afrancesado más premiado: director general de Bienes Nacionales, comisario general apostólico de la Santa Cruzada, académico de la Real Academia de la Historia y de la Lengua. Aparte de sus dos clásicas obras sobre la Inquisición escritas en 1810 y 1811-1812 (Memoria histórica y Anales de la Inquisición), en las que más que la desaparición de la Inquisición postulaba su reforma, escribió obras justificativas de la política de José I (Disertación sobre el poder, Observaciones sobre las dinastías de España, Discurso sobre la opinión nacional de España acerca de la guerra con Francia). Siguió las peripecias de la corte de José I hasta su salida a Francia en 1813 y no regresaría a España hasta 1823. En la última etapa de su vida extremó su radicalismo antipontificio. Su última obra, El retrato político de los papas, le costó la separación definitiva de la Iglesia. Uno de los intelectuales malditos de la historia de España, pero su presunto radicalismo, que tantos rasgamientos de vestiduras ha generado, fue impostado y más producto de la coyuntura histórica que no de su propia ideología. Como, por otra parte, le ocurriría a otros muchos liberales.26

El segundo Godoy: los desengañados y la alternativa liberal

El cambio de siglo le vino mal a Godoy. El ilustrado preliberal pareció desaparecer engullido por la vorágine política del bonapartismo. Su definición de lo que debía ser el sistema entonces era bien expresiva: «Poca democracia, como las medicinas heroicas que se mezclan para la confección de un cordial generoso, otra dosis igual de aristocracia y una dosis monárquica bien fuerte, atemperada por entrambas». Su conciencia del absolutismo la tenía muy clara en 1802: «La variedad de opiniones es el germen de las contiendas […] Este mal tiene trascendencia, pero no falta el remedio y ninguno es tan oportuno como el desprecio; si éste no basta, tenemos el del encierro. No importa que chillen, antes bien puede ser conveniente dejarlos explayar su corazón, pues indirectamente vendrán a demostrar el veneno que en él encierran». Su desprecio a la opinión no era sino el correlato de la conciencia del abandono por parte de los intelectuales. Blanco White escribió con lucidez: «Hubo un tiempo en el que al Príncipe de la Paz le gustó ver su nombre en verso, pero fue tal la multitud de sonetistas que vertieron profusamente sus alabanzas sobre él que ha acabado por hacerse insensible al canto de las masas». También ironizó sobre la vida de los «pretendientes»: «Van penosamente camino de Palacio para vagar por sus galerías durante horas y horas hasta que consiguen hacerle una reverencia al mérito o a cualquier otro personaje del que dependen sus esperanzas».27 El intelectual dominante en la coyuntura que examinamos fue el desengañado buscador de alternativas.

Los intelectuales desencantados con Godoy empezaron a emerger a finales de siglo. Algunos parece que nunca llegaron a encantarse. La esperanza en el Godoy del cambio necesario y posible les duró poco, si es que la tuvieron alguna vez. Los ilustrados carloterceristas arrastraron siempre el síndrome de la nostalgia de la España irrepetible, de la ocasión perdida con aquel rey. Tocquevillianos antes de Tocqueville, siempre estuvieron convencidos de que las Luces habían muerto con la Revolución. Algunos entretuvieron sus frustraciones con la intriga política, como Azara o Cabarrús. Otros simplemente se situaron al margen de la política directa, sólo sabiendo decir: «No es eso, no es eso», mucho antes que Ortega. Me estoy refiriendo a Jovellanos. Azara fue un buen servidor del Estado desde sus embajadas en Roma y París. Tuvo que conjugar sus principios con Godoy, que tenía muy pocos. Se murió muy cansado de la experiencia. Cabarrús era un ilustrado con ideas y sin patria. Creyó encontrar en España un territorio de experimentación. Compitió con Godoy en picaresca y como era lógico salió perdiendo.

Francés de Bayona, casado con una vasca, había creado el Banco de San Carlos, en 1782, y la Compañía de Comercio de Filipinas, y pronunció la necrológica de Carlos III en la Sociedad Económica de Amigos del País. Fue godoyista porque Godoy lo sacó de la prisión donde estaba acusado de fraude y corruptelas. Su hija Teresa fue una de las grandes damas de la Francia revolucionaria, salvando a muchos del terror de Robespierre. Godoy lo vinculó al gobierno en 1795 y le nombró embajador extraordinario en las conversaciones de paz entre Francia e Inglaterra. Fue un tipo ambicioso, utilizado por Godoy como aval intelectual para resolver el caos financiero. Él se dejó querer, pero sin entusiasmo alguno por su papel. Amigo íntimo de Jovellanos, con ideas similares a las de éste, optó por la vía del cinismo intrigando contra Godoy y propiciando su caída en 1798.28

Jovellanos fue el mejor ejemplo de ilustrado hamletiano. Más intelectual que político, mostró siempre dudas y escrúpulos, como una especie de erasmista de última generación. Estuvo diez años en Sevilla a la sombra de Olavide, y llevó una gran carrera jurídico-administrativa con todos los reconocimientos (Academia de la Historia, Academia de San Fernando, Sociedad Económica de Amigos del País de Oviedo). Voz persuasiva, sobrio, suave, discreto, honesto, fue pronto víctima, en 1792, de intrigantes como Lerena, un hombre de Floridablanca, un corrupto de escándalo que lo semidesterró a Gijón. Godoy lo liberaría e intentó contratarlo con algún cargo considerado como insatisfactorio por Jovellanos. Finalmente fue nombrado ministro de Gracia y Justicia en 1798. Estuvo sólo ocho meses en el gobierno, pues nunca se encontró a gusto. Sus escrúpulos morales nunca vieron bien los excesos de Godoy, que le parecía un déspota oriental y un advenedizo. Además, el bonapartismo del valido le sacaba de quicio. No tardó en ser de nuevo víctima del secretario de Estado José Antonio Caballero, la cara reaccionaria de Godoy. En su informe, éste calificaba a Jovellanos como «uno de los corifeos o cabezas de partido de esos que se llaman novatores», y lo condenaba como «individuo odioso a la sociedad y abominable a todos, si se exceptúan aquellos a quienes ha arrastrado su sistema y opinión, que por lo general son pocos». Fue encerrado en la cárcel de Bellver en 1801 y no saldría hasta 1808.29

El Jovellanos que sale de la cárcel se encuentra ante un dilema, el gran dilema ante el que debieron optar los ilustrados españoles después de marzo de 1808: el patriotismo o el afrancesamiento. Y optó, tras no pocas vacilaciones, por el patriotismo. Tenía sesenta y cuatro años. Todos tiraban de él. José Bonaparte le propone ser nada menos que ministro de Interior en el gobierno de los afrancesados, entre los que cuenta con grandes amigos. Los resistentes a Napoleón apelan a sus viejas raíces. Por fin se decide en su famosa carta a Cabarrús: «Yo no sigo un partido, sigo la santa y justa causa que sostiene mi patria […] España no lidia por los Borbones ni por Fernando, lidia por sus propios derechos originales, sagrados, imprescriptibles, superiores e independientes de toda familia o dinastía. España lidia por su religión, por su Constitución, por sus leyes, sus costumbres, sus usos; en una palabra, por su libertad, que es la hipoteca de tantos y tan sagrados derechos».30

Jovellanos fue convertido por los liberales en el referente moral, como presunta fuente de legitimidad para la guerra y para el constitucionalismo gaditano. La visión que nos dejó de él lord Holland es casi la de un santo: «Había demasiada bondad en su semblante y maneras para transmitir a su compañía cualquier cohibición dolorosa [...] carácter límpido y mente filosófica, daban a la conversación un tono de formalidad y corrección, cual raramente se mantiene en el diálogo de una sociedad meridional».31 Traje oscuro, con aire clerical, alto, soltero. En realidad fue utilizado primero como víctima de Godoy para fustigar el godoyismo, y luego, en las Cortes, para vender el constitucionalismo entre los conservadores. Jovellanos nunca se enteró de por qué le querían tanto. Como suele ocurrir, lo consideró lógico. Jovellanos nunca fue propiamente un demócrata, sino un ilustrado receptivo, ególatra, conservador, reformista gradualista, temeroso del desorden, nostálgico de la primera España de Carlos III. Él mismo decía: «Nadie más inclinado que yo a restaurar, fortalecer y mejorar, nadie más reacio que yo a alterar». Quería «regenerar a España y elevarla al grado de esplendor de que una vez gozó y del que gozará a partir de ahora». Defendió radicalmente al individuo, soñó con una racionalización económica acompañada de un progreso cultural, una España asentada en la libertad económica y el consenso social con un Estado paternalista compensador de inevitables desigualdades. La soberanía popular, para él, era una locura. Sus prevenciones a los riesgos de la guerra civil fueron muy significativas. «¿Es por ventura mejor una división que arma una parte de la nación contra el todo para hacer su opresión más segura y sangrienta, o una reunión general y estrecha que hará el trance dudoso y tal vez ofrecerá alguna esperanza de salvación?». Esa «reunión general», no la pudo ver, pues murió en noviembre de 1811. Sin ser un liberal moderno, Jovellanos fue instrumentalizado como el avalador moral de los liberales. Murió lo suficientemente pronto para no decepcionarse más. Ni conservadores ni liberales acertaron a asumir cómo era. El cuadro que de él nos dio Blanco, desde luego, es quizás el más lúcido: «Su irreprochable conducta pública y privada en todas las etapas de su vida, la urbanidad de sus maneras y la clásica elegancia de su conversación lo convierten en un admirable ejemplo de antiguo caballero español. Pero a las virtudes y exquisitas cualidades de su carácter une muchos de los prejuicios característicos de su época. Así, al más apasionado apego a los privilegios y distinciones de la sangre añade una veneración casi supersticiosa a toda clase de formas externas [...] Quería restaurar las Cortes, pero más como una pieza de anticuario, con todos los ropajes del siglo XV, que en cuanto depositarias efectivas del poder». El propio Blanco lo considera como juez y hombre de letras, respetado y admirado por todos.32

De Jovellanos, a su muerte, habló bien todo el mundo. La primera generación de liberales, tanto los patriotas como Quintana o Argüelles —aunque éste explícitamente discrepe de algunas de sus opiniones en Examen histórico de la reforma constitucional en España (1835)— o afrancesados como Moratín, lo ponderó como hombre sin tacha. En su tumba, en la iglesia parroquial de Gijón, Quintana y Nicasio Gallego grabaron una inscripción con los siguientes apelativos: «Magistrado, ministro, padre de la patria, no menos respetable por sus virtudes que admirable por sus talentos, urbano, recto, celoso promovedor de la cultura y de todo adelantamiento de su país, literato, orador, poeta, jurisconsulto, filósofo, economista, distinguido en todos los géneros, en muchos eminente, honra principal de España mientras vivió y eterna gloria de su provincia y de su familia». La generación de la Restauración, de Manuel Cañete a Cayetano Rosell, pasando por Amador de los Ríos, persistió en las glosas. Un historiador tan profundamente conservador como era Cándido Nocedal lo ensalzó entre montañas de nostalgia, subrayando de él, especialmente, su religiosidad, sus buenas maneras, su sensibilidad artística, su talento literario. Desvinculando, eso sí, sus ideas económicas y políticas de la práctica revolucionaria: «No es Jovellanos responsable de que la revolución haya aplicado fuego al edificio antiguo antes de tener levantado el nuevo, dejando descubiertos y a la intemperie grandes y respetables intereses, que se han visto en peligro, y que acaso no están aún del todo asegurados. Cuando Jovellanos decía que era conveniente enajenar las tierras concejiles, para entregarlas al interés individual y ponerlas en útil cultivo, asentaba una verdad evidente a nuestros ojos; cuando decía que uno de los medios más seguros de proteger el interés particular de los agentes de la agricultura sería variar las leyes que favorecían la amortización, exponía un principio ciertísimo, y a nuestro modo de ver, incontrovertible. Jovellanos no es el que inspira con su libro a las modernas asambleas para romper tratados, infringir pactos solemnes y arrancar de cuajo el firmísimo cimiento de la sociedad, que es el respeto debido a todo linaje de propietarios; lo que hace es manifestar el rumbo que deben seguir los gobiernos y los legisladores para poner remedio a males positivos y gravísimos, con medidas eficaces, pero sucesivas, bien meditadas y tomadas con anuencia de los propios dueños».33

Los primeros carlistas fueron los únicos críticos con el jovellanismo, palabra que identificaron como sinónimo de duplicidad o ambigüedad política, con esa extraña capacidad del pensamiento reaccionario para la sospecha que se alberga tras la apariencia. Pero ellos han sido los únicos que desentonan en la curiosa sinfonía de fascinación jovellanista que ha caracterizado siempre el pensamiento ulterior. Después, hasta ellos mismos se sumaron a la nostalgia jovellanista.

Trafalgar y los nuevos intelectuales

La decepción de los intelectuales con Godoy se intensifica después de 1805 y la batalla de Trafalgar. Trafalgar, fruto de la alianza coyuntural hispano-francesa contra Inglaterra, fue un desastre. España perdió diez de los quince barcos con los que luchó, con un total de 1.022 muertos, 2.500 heridos y unos 2.500 presos, del total de 12.000 españoles intervinientes, con la práctica desaparición de una generación de grandes marinos: Churruca, Alcalá Galiano, Gravina, aparte de los heridos Escaño, Álava, Hidalgo de Cisneros o Valdés.

El impacto emocional de Trafalgar se reflejó en la propia estela literaria que generó. La oda de Mor de Fuentes a la Derrota Gloriosa, los poemas de Arriaza, Moratín o Sánchez Barbero, todos ellos inmediatos al fracaso, son un buen testimonio de ello. Después vendrían los comentarios de Böhl de Faber en 1835, la exaltación liberal de Marliani en 1850 y naturalmente Galdós en 1873, sublimando todo este pensamiento en la imagen de una derrota con honor, estableciendo bien la diferencia de comportamiento entre los marinos mártires y una corte impresentable. Pero más allá del mito liberal de Trafalgar, la batalla tuvo consecuencias político-nacionales trascendentes: abrirá paso a la explosión antifrancesa. El enemigo ya no será la Gran Bretaña, sino el aliado de Trafalgar. Se metabolizó una percepción: la alianza con Francia sólo servía a los franceses y Godoy sería el culpable de casi todo.

Tras Trafalgar empieza a emerger una nueva promoción de intelectuales-poetas que a caballo de la poesía y de los debates entre la poética de Batteux y de Blair reasumen el discurso de los «filósofos» marcando totalmente la distancia con el último Godoy y el nuevo poder fernandista. Serán los últimos desengañados del godoyismo, pero serán también los que esgrimirán la alternativa liberal. La gran figura será Manuel José Quintana, quien no era virgen políticamente. En enero de 1796 había participado en el homenaje a Godoy del teatro de los Caños de Peral y había escrito un poema exaltando el éxito de la Paz de Basilea. Pero sería también el hombre de la ruptura literaria con el viejo régimen. Los levantamientos necesitan poetas que alimenten la autoestima y estimulen los sueños de cambio. Ese poeta fue Quintana. Era hijo de un funcionario del Consejo de Órdenes Militares y funcionario él también de la Cámara de Comercio. Compuso múltiples poesías multiuso, desde una dedicada a la invención de la imprenta a otra para Juan de Padilla. En 1807 publicó su Vida de los españoles célebres (Cid, Guzmán el Bueno, Roger de Lauria, Príncipe de Viana, Gran Capitán, Vasco Núñez de Balboa, Francisco Pizarro, Álvaro de Luna, Bartolomé de las Casas…). Como dramaturgo escribió Pelayo y El duque de Viseo. Godoy le nombró censor teatral en 1806. Fue un intuitivo que supo hacia dónde iba la literatura (hacia el Romanticismo) y creyó que la vida iba en la misma dirección. Él fue el que dio el salto cualitativo del intelectual irritado y negativo de finales del siglo XVIII al sublimador de una ilusión colectiva, escribiendo los manifiestos de la nación española en noviembre de 1808 con extraordinario éxito (9.000 ejemplares vendidos en cuatro días). Fue el predicador, el gran animador. Nunca logró, por cierto, ser elegido diputado en las Cortes de Cádiz. Vanidoso, retórico, visionario, confundiendo constantemente política y literatura, Quintana fue el contrapunto de Capmany, a quien odiaba. Éste fustigó con crueldad terrible su verborrea. Quintana era un madrileño imaginativo, convencido de la fuerza de la poesía como motor del cambio en la opinión pública. El otro, un catalán amargado que sólo creía en la fuerza de la economía. Nada que ver entre sí. Los dos coincidirían en las Cortes de Cádiz, uno desde el optimismo histórico de estar protagonizando uno de los episodios épicos que tanto le gustaban, y el otro desde el pesimismo de largo recorrido instalado en la frustración. A los dos les unía la mala relación con sus respectivas esposas. El uno optó por un brindis al sol, el otro por la soledad atormentada. Dos opciones personales. Dos opciones políticas en el ámbito liberal.34

Si Quintana era un recién llegado, Antonio de Capmany llevaba a sus espaldas todo el legado de la Ilustración con sus contradicciones. De familia austracista de Gerona, había estudiado filosofía en el colegio episcopal, en Barcelona, e iniciado una carrera militar que le había incluso desplazado a Portugal en 1762. Formó parte del círculo de Olavide hasta que éste cayó en desgracia. Adquirió cierto nombre en Madrid, siendo nombrado académico de la Historia (secretario desde 1790) y miembro de la Academia de Buenas Letras de Barcelona. Filólogo e historiador, ha sido considerado el padre de la historia económica en España por sus célebres Memorias históricas sobre la marina, comercio y arte de la antigua ciudad de Barcelona (1779-1792). Fue un intelectual extraordinario y un político atormentado por considerarse poco querido. En 1808 jugó la carta patriótica con mucha retórica y fue diputado a Cortes por Cataluña. Murió en 1813 víctima de la fiebre amarilla. Desubicado, ejerció de catalán en Madrid fustigando la «ociosidad castellana», y de castellano en Cataluña con críticas al catalán como «idioma anticuado, provincial y plebeyo». Por último, ejerció de patriota español en Cádiz, el patriota más atípico. Los liberales españoles, después de su muerte, nunca le valoraron positivamente. La acusación de envidioso y extravagante fue su principal estigma. Cayó mejor entre los conservadores, que valoraron su radicalismo puritano. Juretschke murió mientras preparaba una biografía apologética del personaje. La historiografía catalana lo ha glosado acordándose sólo del Capmany anterior a 1808. Algunos historiadores catalanes, incluso, piensan que murió demasiado tarde.

Los epítetos que se cruzaron Quintana y Capmany son de auténtico órdago. Quintana llamó al catalán «hipócrita, negro calumniador, asesino, pirata y salteador en el mundo literario, maldiciente, crítico superficial, injusto y maniático, mero practicón y casuista en gramática, ignorante en los verdaderos principios de la metafísica del lenguaje, ansioso de morder y despedazar, envidioso, dómine pedante, delator y hombre infame».

Y Capmany le reprochará la vanidad infinita, la ambición incontrolada, el falso patriotismo, la invención de una biografía ad hoc. Denuncia que es falsa la independencia respecto a Godoy y que Quintana había huido el 2 de Mayo de Madrid y que se había construido una red mediática de glosadores y admiradores insoportables. «Se ha llegado a creer el presunto sabio de la nación, el escritor político de cuya pluma pende la opinión pública, el modelo de la oratoria, como antes se lo había creído de la poesía, el espejo del patriotismo verdadero, en el que deben mirar todos los españoles». Le acusa de que si se fue de Madrid o Sevilla fue por triplicar su sueldo como secretario de la junta. «Este Aquiles de la literatura es sólo talón», dijo, y suplica que «no nos haga molestos los dulces nombres de patria y patriotismo repitiéndolos continuamente».35

La tertulia de Quintana en Madrid con Arjona, Escosura, Gallego, Arriaza, Cienfuegos, Martínez de la Rosa, Meléndez Valdés… es la representación de la intelectualidad española que quería abrir nuevas fronteras. La imagen que pintó Capmany de la tertulia es bien visible de esa ruptura generacional, más que ideológica: poetas que se quitan las palabras unos a otros, clérigos haciendo la apología del suicidio o el elogio de la sodomía, contradictorias afirmaciones sobre la tiranía, murmuradores, espías, «pícaros tunantes», «pérfidos bribones»… Los primeros liberales. Muchos de ellos se habían formado en Salamanca. Su destino sería dispar.

Meléndez Valdés, un jovellanista débil de carácter, se haría afrancesado tras vivir atemorizado los motines de Asturias. Cienfuegos fue, en cambio, quintanista. Dejó escrito que «al fin y al cabo sólo se muere una vez». Los franceses le deportaron a Francia en 1809 y murió muy pronto. La ideología de estos liberales no era tan radical como para exiliarse en la Francia revolucionaria, como había hecho Marchena. El año de 1808 representó su gran oportunidad histórica. La mayoría de ellos encontró el carro patriótico al que subirse y convertirían las Cortes de Cádiz en su momento de gloria. En su apuesta histórica dejaron detrás muchas cosas. Abjuraron de Godoy y las ilusiones de mecenazgo que en cierto tiempo albergaron. Enterraron a los viejos ilustrados compañeros de viaje. Capmany fue su mayor víctima. Se inventaron una revolución más retórica y poética que real. Casi todos acabaron siendo conservadores, porque fueron revolucionarios más de representación que de hecho.

Quintana fue inicialmente bien visto por Blanco White, aunque desde 1810 tuvieron graves diferencias políticas. Blanco le llamó «joven letrado, cuyos talentos poéticos, selecta cultura y variada formación lo hacen el primero de nuestros hombres de letras, así como su amabilidad y los elevados y honorables principios de su conducta lo convierten en inestimable amigo y en el más agradable de los compañeros». Lo contrapone a Moratín. Quintana, para Blanco, es el independiente. Moratín, el godoyista integrado.36 La realidad era más compleja. Quintana nunca ejerció cargos políticos importantes. Pese a que se ha escrito que fue secretario de la Junta Central, fue sólo oficial primero de la Secretaría de la Junta Suprema y secretario de la Real Cámara y Estampilla del Consejo de la Regencia. Sin embargo, fue la voz liberal por excelencia. Nunca se pasó al lado reaccionario como otros liberales. Poco después de haber sufrido cárcel en Pamplona de 1814 a 1820, en 1823 desliza un discurso justificativo en sus Cartas a lord Holland realmente acomodaticio. Subraya que los españoles buscaron, obviamente, los cambios políticos —«reformar nuestras instituciones políticas y civiles»— y rehúye, desde luego, el término «revolución». En cuanto a las Cortes, no pudo ser más ambiguo: «No es de mi propósito ahora el examen filosófico de esta obra legislativa. Defectuosa o no, la Constitución española no es para mí en este lugar más que una cuestión de hecho. Pudo ser mejor, pero también ser peor, pero ésta es la que se hizo, porque alguna había de hacerse». Volveremos sobre este punto más adelante, pero el Quintana revolucionario, diez años después, había perdido todo su fuelle. La historiografía posterior, desde Cueto o Valera a Derozier pasando por Azorín, han visto en él, con razón, más a un nacionalista que a un revolucionario. Durante la Década Ominosa perteneció al Estamento de Próceres y fue ayo de Isabel II, que le coronó en 1855 en el Senado.37

La vanidad fue su principal referente vital. Su tertulia liberal madrileña se despedazó en 1808. La ruta del desengaño, en algunos casos, generó una auténtica desubicación. Ni integrados ni apocalípticos, ni siquiera desengañados: desorientados, desubicados. El más significativo de ellos fue Blanco White, un personaje en busca siempre de su identidad perdida.

Sevillano, nacido en 1775 en el marco de una familia de padre irlandés, descendiente de comerciantes emigrados a Sevilla y de madre sevillana, pertenecía a la baja aristocracia venida a menos. Siguió estudios con preceptor privado con los dominicos y luego en la Universidad de Sevilla, en las titulaciones de Teología y Filosofía. Sus grandes amigos serán Manuel María de Arjona, Félix José Reinoso y Alberto Lista, con los que constituyó una tertulia en el ambiente de la Sevilla ilustrada. En 1799 se ordenó sacerdote y tras varias oposiciones se hizo capellán magistral de la Capilla Real de San Fernando, en la catedral de Sevilla. En los años de la Revolución francesa, Blanco hacía una vida de lo más ordenada, viviendo en una Arcadia feliz al margen de lo que le rodeaba. Lista y Reinoso también se ordenaron sacerdotes. En 1803 Blanco asumió una cátedra de Humanidades en la Real Sociedad Económica de Amigos del País. En 1805 se va a Madrid en plena crisis religiosa, y buscará la protección de Godoy. Capmany ironizó sobre él cuando asistía a la tertulia de Quintana, fustigando su señoritismo andaluz: «Tú no dices misa, tú no tienes coro, vas de fraque y botas al paseo, al café, al teatro, a los bailes, a las visitas a… cuando quieres. Pero ¿qué grillos te echó tu pobre madre?».38 Fue profesor del Instituto Pestalozziano (que dirigía Amorós) gracias a Godoy. Estuvo a punto de ser nombrado preceptor del infante Francisco de Paula. El Motín de Aranjuez y el 2 de Mayo cortarán drásticamente su existencia de godoyista complaciente. Vivió el 2 de Mayo atormentadamente: «No podía soportar la idea de ser llamado traidor por la gran masa de mis compatriotas, ni de vivir bajo la continua amenaza de ser una víctima más del acostumbrado espíritu vengativo y sanguinario del pueblo».

¿Qué hacer? Por lo pronto hizo lo que sus amigos: la huida al sur. Pero sus amigos se dividieron. Unos, como Lista y Reinoso, se afrancesaron. Los otros, con Quintana a la cabeza, se integraron en el bando patriota. El mismo Quintana quedaría al servicio de la Junta Central. De entrada, Blanco opta por los segundos. El Semanario Patriótico, que aparece en septiembre de 1808, publicará sus textos inflamados de militancia antibonapartista y de radicalismo tal que acaba molestando a la junta, la cual cerró el periódico en agosto de 1809. Fustigaba a los egoístas «amantes exclusivos de sí mismos, que por la bajeza de sus pensamientos o por cálculos miserables y errados, separan sus intereses de los de la patria y piensan poder salvarse, aunque perezca ella». Él nunca supo lo que le convenía. En 1810 se embarca para Inglaterra. Allí publica artículos en El Español, que sacó 47 números entre 1810 y 1814. En el periódico publicaron artículos Jovellanos, Capmany, Martínez Marina, Martínez de la Rosa, Nicasio Gallego y Flórez Estrada. El objetivo del periódico era «continuar exponiendo a la consideración de sus compatriotas los principios más puros de la sana filosofía, los mismos que con tanto boato hicieron resonar los franceses al empezar su revolución desgraciada».

Blanco desliza en el periódico todo su pesimismo, que es mucho. Su mensaje repetitivo es contundente: la revolución ha fracasado. Sus invectivas sentaron mal a todos, especialmente al optimista profesional que era Quintana. Arriaza fue enviado a Londres para denostarlo. Los diputados de las Cortes de Cádiz pedían literalmente su cabeza. Se derribaron así los pocos puentes que le unían a España. Las vacilaciones de Blanco fueron increíbles, pero se posicionó frontalmente contra los doceañistas de Cádiz, rechazando la Constitución de 1812 con argumentos contra el populismo hipócrita: «El bien y la libertad del pueblo consisten en la equidad de las leyes y no en halagar sus pasiones». Curiosamente él, que había criticado a Jovellanos, cuando muere éste en 1811 escribe una necrológica enormemente afectiva: «Infeliz del que después de haber empleado una larga vida en adornar su corazón con las virtudes públicas y privadas […] se halla de repente en un mundo del todo nuevo, en que se le pide que empiece a merecer la opinión pública, sin que nadie sepa cuál es ni las reglas por que se guía». Tampoco lo sabía bien Blanco, como no lo sabe nadie. En cualquier caso, se hace jovellanista y seguidor de Burke. A partir de 1812 lleva a cabo su peregrinaje religioso al anglicanismo y de ahí pasará por múltiples confesionalidades. Murió en Liverpool en 1841. Enemigo feroz del fanatismo religioso español, crítico de la decadencia y la inutilidad social de la aristocracia española, crítico asimismo, y durísimo, de la tormentosa vida privada de Godoy —Seco le considera responsable de las fantasías que sobre la vida sexual del valido se han difundido—, Fernando VII le llegó a ofrecer el ejercer de espía sobre los exiliados liberales, lo que no aceptó.39

La vía política de Blanco siempre fue muy suya. Nada que ver con el conservadurismo tradicional, pero tampoco con los doceañistas. Definía así el régimen político de la monarquía: «El despotismo español no tiene aquel carácter irritante y cruel que arrastra a un pueblo a la desesperación. No es la tiranía del negrero cuyo látigo siembra deseos de venganza en el corazón de los esclavos. Es más bien la precaución del ganadero que castra al ganado cuya fuerza teme. El animal injuriado crece sin darse cuenta del daño, y después de una breve doma puede pensarse que incluso ha llegado a amar el yugo». Cuestionaba así la imagen que los liberales habían trazado del despotismo español, pero no se quedaba sólo en la crítica política, sino que ahondaba en el ataque a una sociedad castrada que es capaz de amar el yugo. Un desubicado que no sólo cuestionaba el sistema político, sino que penetró como nadie en la crítica de la sociedad que lo sustentaba. Mantuvo mejores relaciones desde Inglaterra con los afrancesados que con los patriotas liberales: «Aunque odio a los franceses, quiero a los verdaderos amigos que he dejado [...] ¿Cómo puedo creer que aquellos que han sido modelos de hombría durante toda su vida, se hayan convertido de repente en malas personas?». Su desgarro respecto a España le vino sobre todo del lado religioso. Su singular patriotismo lo definió muy bien: «Me hallo presto a reconocer que no sentí esa especie de patriotismo que vuelve a los hombres ciegos ante los defectos de su país y los suyos propios. España, en cuanto cuerpo político, abatido miserablemente por su gobierno e Iglesia, dejó de ser para mí un objeto de admiración desde un periodo muy temprano de mi existencia. Nunca me sentí orgulloso de ser español, me sentía mentalmente degradado en mi condición de español, condenado a plegarme ante el más indigno sacerdote o lego que pudiera entregarme cualquier día a las cárceles de la Inquisición [...] Y, sin embargo, tengo patriotismo bastante para no quedarme con el partido francés, apoyado como estaba por los hasta ahora invencibles ejércitos de Napoleón, sino que tomé mi propio camino rodeado de peligros y dificultades [...] Nunca dudé por un instante de la justicia de la causa española ni justifiqué los procedimientos con los que Napoleón se dispuso a provocar la sustitución de la dinastía española. Sólo puse en tela de juicio la conveniencia de un levantamiento popular. Pero, desde el momento en que ese levantamiento ha tenido lugar efectivamente, había de defender la causa de España a toda costa».40

La caída de Godoy

Curiosamente, Godoy, en un escenario absolutamente dominado por Napoleón, hasta marzo de 1808 fue el único que, por iluso o por ambicioso, quiso en determinados momentos jugar al ajedrez político con el corso. Sólo un arribista audaz podía ser tan arrogante, hasta el punto de que Napoleón lo valoró a su manera y lo mimó (hasta el punto de salvarle la vida) más que a cualquiera de los personajes de la corte de Madrid. Mientras tanto, el antigodoyismo se desató en niveles superiores incluso a las campañas de descrédito emprendidas contra don Juan José de Austria a fines del siglo XVII o Patiño a comienzos del XVIII. El fernandismo político fue el principal articulador de esta operación. El mito del Godoy traidor se solaparía, como veremos, con el del príncipe mártir Fernando. El buen príncipe hijo de unos padres que quedaron bien reflejados en el pincel cruel de Goya como el rey estúpido y la reina, en el mejor de los casos, inconsciente. El estigma de los presuntos amores de la reina madre con el audaz Godoy pesó mucho en el imaginario colectivo de la época y en el posterior. La historiografía actual, como decíamos, es reticente a la tesis de las relaciones sexuales de Godoy con María Luisa, pero el mito del guardia de corps galán que fundamenta su escalada política en sus encantos personales difícilmente pudo resistir la tentación del morbo. Y desde luego la publicística española, sobre todo en 1808 (con bastante retraso respecto a cuando pudo haber motivo para la crítica), encontró en las relaciones entre la reina y Godoy un territorio de habladurías constante. La confianza ciertamente absoluta hacia Godoy por parte de los reyes puede tener argumentos que no procedan de la alcoba. Esa confianza de los reyes, por otra parte, Godoy nunca cesó de agradecerla y de compensarla con su fidelidad personal. Paralelamente al arquetipo del Godoy seductor se desarrolla la imagen del Godoy corrupto, acumulador de bienes personales, o la del político ambicioso sin límites que presuntamente llegó a pensar en subir al trono, imágenes que hicieron estragos a lo largo de 1807 y 1808 y que culminaron en el Motín de Aranjuez. El punto de partida del hundimiento de Godoy fue la presunta Conjura de El Escorial, descubierta en octubre de 1807, golpe de Estado fernandino contra Carlos IV y Godoy. La escena la conocemos bien: el padre indignado al haber descubierto cartas comprometedoras del hijo a Napoleón. El hijo que pide perdón. El padre que, por la intervención de la madre, concede perdón («perdono a mi hijo y le volveré a mi gracia quando con su conducta me diere promesa de una verdadera reforma en su frágil manejo»). El hijo alegó que «lo que había hecho era por el bien de la patria, declaró los deseos que tenía de hacer feliz la España enlazándose con una princesa de Francia […] hacerles conocer a sus augustos padres los perjuicios que les ocasionaba la absoluta confianza en D. Manuel Godoy». Se procesó al duque del Infantado y a don Juan Escóiquiz por estar involucrados directamente en la conjura. A otros detenidos, como el marqués de Ayerbe, el conde de Orgaz y don Juan Manuel de Villena no se les pudo probar nada. Mucho ruido y pocas nueces. La sentencia de enero de 1808 hacía constar «no haber ni aun la más mínima sospecha ni el más leve indicio de que se hubiera querido atentar a la vida y trono de S. M.».41 A nadie le interesaba echar leña al fuego. El tema se saldó con la exigencia de arrepentimiento de Fernando y algunas sanciones a los nobles implicados. La confusión no podía ser mayor.

La representación que hizo Fernando (sin duda en un texto escrito por Escóiquiz) con motivo de la Conjura de El Escorial define bien la imagen de escalador que el fernandismo tenía de Godoy: «Dicho Godoy es un hombre lleno de ambición, de codicia y de ineptitud, entregado pública y descaradamente a todos los vicios, y que reúne en su conducta todas las señales, todos los procederes de un conspirador […] Llámase ambición desmedida la de un hombre que con poco o ningún mérito se eleva desde un grado ínfimo a la mayor altura y no se sacia de honores, de dignidades ni de autoridad. Godoy, en menos de diez y ocho años, ha subido de simple guardia de corps y de hidalgo particular y pobre a generalísimo y almirante».

De entre las muchas versiones de aquel tiempo tan confuso entre la Conjura de El Escorial y el Motín de Aranjuez, la que merece más crédito es la que aporta Flórez Estrada. Para él, Napoleón hizo creer a Carlos IV que el príncipe de Asturias, deseoso de coronarse cuanto antes, «había formado el proyecto de atentar a su vida». La presunta conjura del 30 de octubre de 1807, para Flórez Estrada fue una calumnia fruto de una delación ilegal «por ser hecha por una mano oculta [...] Los reyes se acabaron de hacerse odiosos a sus pueblos [...] todo conspiraba a hacer que los españoles apetecieran una mudanza completa y una reforma general de un gobierno tan tiránico». Napoleón intercedió para que el príncipe fuera liberado. «La nación se escandaliza ahora aún más que antes con la terminación de un proceso de esta importancia en que ni son castigados los delincuentes». Según Flórez Estrada, Napoleón negoció un presunto matrimonio de Fernando, al que le hizo incluso llegar un retrato de una sobrina de Josefina. Mientras tanto, Bonaparte inicia la invasión de España. Godoy decide expatriarse con los reyes a América, «a quienes era necesario llevar consigo para asegurar su dominio en aquel vasto imperio». Los fernandistas se opusieron y el propio Carlos se dejó convencer de que tampoco le convenía. Godoy fracasó en su intento de desplazar a la familia el 14 de marzo de 1808 a Andalucía. Los grandes de España se reunieron el día 16 para impedir el viaje de los reyes y terminar con Godoy. El día 16 se gesta el Motín de Aranjuez. Ese mismo día el rey Carlos IV intentaba tranquilizar a los españoles respecto a los franceses: «Sabed que el exército de mi caro aliado el emperador de los franceses atraviesa mi reyno con ideas de paz y de amistad. Su objeto es trasladarse a los puntos que amenaza el riesgo de algún desembarco del enemigo y que la reunión de los cuerpos de mi guardia ni tiene el objeto de defender mi persona, ni acompañarme en ningún viaje que la malicia os ha hecho suponer como preciso. Rodeado de la acendrada lealtad de mis vasallos amados, de la qual tengo tan irrefragables pruebas, ¿qué puedo yo temer? Y quando la necesidad urgente lo exigiese, ¿podría yo dudar de las fuerzas que sus pechos generosos me ofrecieran? No; esta urgencia no la verán mis pueblos. Españoles, tranquilidad…». Paralelamente subrayaba que los reyes «ni piensan ni han pensado jamás en salir del seno de sus amados vasallos». ¿Estulticia o cinismo? Posiblemente, ambas cosas. Porque, pese al manifiesto, Carlos IV, el día 17 por la noche, según Flórez Estrada, había acordado irse con Godoy a Andalucía. Fernando y su hermano Carlos «que estaban de concierto, asiendo a sus padres les imploran a que se detengan y desistan de tan temerario proyecto». La tensión explota ese día y se desata el Motín de Aranjuez. Godoy, siempre según Flórez Estrada, llegó a amenazar con un bastón a Fernando. Fue su último ejercicio de autoridad.

El motín se dispara con el asalto perfectamente planificado a la casa de Godoy en la medianoche del día 17. No se encontró en primera instancia a Godoy, escondido en la propia casa, en una buhardilla, metido entre unas esteras hasta la mañana del día 19. El cuadro de su detención es patético: «Le hirieron en una ceja de una piedra y en un muslo de una puñalada y una pedrada en el pecho […] Le dieron dos latigazos, cayó en tierra, entró en un pajar y se tiró sobre la paja, en donde dejó mucha sangre».

Flórez Estrada dice que «aunque tenía un par de pistolas consigo» no tuvo valor para quitarse la vida. Le salvó de la muerte el príncipe Fernando, el mismo que más había contribuido a su caída. El alboroto duró hasta el día 20. Se detuvo a Josefina Tudó en Almagro, se saquearon y quemaron los muebles de las casas de don Diego Godoy, el hermano de Manuel, su madre, el ministro de Hacienda y secretario Sixto Espinosa, don Eustaquio Moreno, el canónigo Duró, don Narciso Salazar, don Pedro Marquina y otros nobles vinculados personalmente a Godoy. Se arrasó el Jardín Botánico de Madrid como obra de Godoy y se destrozaron retratos y medallones del valido.

La imagen del Godoy derrotado y maltrecho no le suscitó a Flórez Estrada ni un ápice de ternura: «Tímido y anonadado no desmintió su carácter, y el terror y la cobardía que entonces manifestó le privaron hasta de aquel interés que la serenidad y el valor suelen atraer en semejantes ocasiones aun sobre los más viles criminales».42

Al día siguiente del motín, Godoy era cesado. Carlos IV ordenaba la confiscación de sus bienes e instaba a la población de Madrid a tratar bien al ejército francés de paso por Madrid «con toda la franqueza, amistad y buena fe que comprende a la alianza». Al mismo tiempo traspasaba la Corona a Fernando, su hijo. Con la caída de Godoy, Napoleón parecía tenerlo todo controlado. Godoy, encarcelado y destituido; Carlos IV, abdicando su corona en beneficio de Fernando; los fernandistas, radiantes. La aristocracia creía haber conseguido sus planes de recuperación de espacio político. El clero consiguió suspender la venta de bienes eclesiásticos, la tímida desamortización planteada por Godoy. Los franceses encantados, naturalmente, de haber ahondado en la crisis de la monarquía española. Y hasta los habitantes de Aranjuez, contentos de haber evitado la salida de los reyes y beneficiarse así de la permanencia de la corte. Todos felices. Godoy quedó prisionero inicialmente en el cuartelillo de guardias de corps de Aranjuez, luego en el torreón de Pinto y después en el castillo de Villaviciosa de Odón. Carlos IV y María Luisa fueron obligados a asentarse en El Escorial. Fernando nombró a Azanza ministro de Hacienda, al duque del Infantado presidente del Consejo de Castilla, a Valentín Foronda tesorero general, y a O’Farrell ministro de Guerra. Liberó a Jovellanos y lo llamó junto a Floridablanca para que vinieran a la corte. Se instaló en Madrid, donde ya estaba Murat desde hacía unos días.

El pueblo, mientras tanto, no podía estar más lejos de la realidad. Durante el Motín de Aranjuez cuenta una de las crónicas que los amotinados preguntaron al embajador francés Beauharnais «si sus paisanos venían de buena fe y les respondió con la mano al pecho: “Yo les aseguro que sí”. Entonces el que llevaba la voz le pidió un abrazo y se lo dio diciendo: “Viva Napoleón”, y añadiendo: “Creemos lo que nos asegura, pero de lo contrario ya puede decirle lo que sabemos hacer”». ¿Repetir el Motín de Aranjuez o hacer la revolución? El 2 de mayo de 1808 estaba muy cerca.