Prefacio

Podríamos discutir hasta el infinito lo que hay que entender, en el sentido corriente, por psicología. Cada cual piensa inmediatamente en ejemplos, en particular en ejemplos de comportamientos que describen de la manera más penetrante nuestras relaciones, nuestra manera de vivir en nuestro entorno, y que finalmente permiten la familiaridad y los intercambios en el seno de una comunidad cotidiana. Pero, ¿es eso todo? nos preguntamos. Tenemos más bien la impresión de haber quemado etapas, omitiendo los themata fundamentales de la inteligencia y de la emoción que, bajo el aspecto de oposiciones entre razón y pasión, objetividad y subjetividad, conocimiento y afecto, se disputan nuestra atención y ofrecen otra visión más completa de lo que cada cual entiende por psicología. Con sus herramientas perfeccionadas y sus materiales, los investigadores logran salir adelante bien, y lo que es más, son convincentes. Y sin embargo debemos reconocer que, siguiendo las oscilaciones de lo que llamamos “literatura”, es difícil no percibir una especie de ciclo, casi de moda, donde tan pronto se expresa la supremacía de la inteligencia como la de la emoción. Razón y pasión, conocimiento y afecto se alternan. A quien incumbe decidir si estamos hoy en el principio o en el fin de una fase en la cual la emoción predomina es al historiador de la ciencia.

Todo lo que sabemos aquí, toda la plana de especialistas, es que se habla con más frecuencia que en el pasado reciente de nuestra inteligencia emocional. Y en la psicología social, investigadores tan eminentes como Zajonc han declarado, con la certeza de un Hume, el predominio del afecto sobre el pensamiento, afirmando que la batalla con la razón está ganada de antemano por la pasión.

Bernard Rimé ha seguido sus investigaciones sobre la emoción desde hace decenas de años, podría casi decir que les ha consagrado su vida. Y es natural que se haya convertido en uno de los investigadores más reconocidos en este terreno. No hay ni que mencionarlo. Pero el hecho es que su libro se publica en un momento en que el interés sobre la vida emocional y los afectos es general. No quiero decir que sea único, ya que, desde Ribot hasta Maisonneuve, no carecemos de referencias. Pero si consideramos la variedad de investigaciones experimentales y el número de análisis de fenómenos esenciales, ninguna otra obra de referencia ofrece una lectura tan cautivadora.

Prologar un trabajo de esta amplitud y de esta calidad tiene algo de intimidatorio. Sólo la confianza amigable que me concede Rimé justifica quizás mi incursión en un dominio que no me es nada familiar, al menos es mi impresión. Vale la pena precisar que este libro es en primer lugar la exposición de una teoría general con implicaciones profundas y “subversivas” que el pensamiento socio-psicológico debe aún asimilar. En el pasado, los pensadores han considerado el cuerpo como el primer obstáculo para una vida ordenada, dirigida según la reflexión, regulada por mecanismos o guiada por la idea que el individuo se hace de su propio equilibrio. Las necesidades que se manifiestan en el organismo exigen ser satisfechas inmediatamente y son sordas a la voz de la razón. Poderosos deseos se enfrentan a las normas morales. Pensadores y legisladores, en su sabiduría, han intentado anticiparse a esta confrontación y han decidido normas que satisfacen en parte estas exigencias, pero frenando delicadamente los deseos. La batalla que causa estragos entre estos adversarios está en el corazón de la vida humana: apetito corporal contra sociedad refinada, naturaleza contra cultura. Podríamos percibir un “aire familiar” entre los deseos del cuerpo y los estados emocionales, como mínimo si consideramos sus consecuencias. Con esta diferencia: que estos últimos derivan de una “rotura de simetría”, dicho brevemente, de una solución de continuidad en la interacción “individuo-medio”.

Al exponer al principio de su libro las teorías de la emoción, Rimé, de un modo conveniente, empieza por la famosa teoría de Darwin, según la cual toda emoción formaría parte del equipamiento adaptativo del individuo, estaría en continuidad con la de toda especie cercana, universal, es decir común a todas las culturas. Apenas hace falta añadir que el excelente libro de Darwin sobre la expresión de las emociones, cuya plétora de ideas y hechos llenan sus páginas, sigue ejerciendo fascinación e influencia sobre quienes se interesan en estos fenómenos. Las ideas expuestas en esta obra maestra tienen, innegablemente, un aire de simplicidad convincente y, en cierta medida, próximo a nuestras observaciones corrientes. Quizás sea una de las razones, ciertamente no la más importante, que han incitado a James a invertir la lógica del sentido común planteando que no es el estado mental lo primero en la emoción, desencadenando luego la expresión corporal, sino a la inversa. Así pues, según James, en estas emociones que implican una sensación corporal –las llama emociones “en bruto”–, la sensación corporal precede el sentimiento de emoción, y no al contrario. Esta toma de posición está en desacuerdo con la intuición. Supone en efecto que nos enfurecemos porque gritamos, y que tenemos miedo porque nos estremecemos. Yo mismo escribí que amamos porque somos celosos, y no que nos ponemos celosos porque amamos.1 James, más que Darwin, se preocupa por la acción humana, y no por la evolución o el sistema nervioso o el córtex. En su artículo “¿Qué es una emoción?”, dice “la parte más importante de mi entorno” lo que suscita una emoción “es el hombre, mi semejante”, y en su manual de psicología, consagra todo un capítulo a esta idea. En el presente libro, Rimé pasa revista a todas las hipótesis teóricas importantes que se han sucedido desde las obras clásicas de estos dos grandes precursores. Lo que éstas describen o predicen corresponde a lo que pasa realmente ante nuestros ojos.

Si me he permitido insistir sobre James, es porque saca a la luz el hecho de que la emoción humana no sólo tiene una función naturalmente evolutiva, sino que también apunta a un objetivo. Lo subrayo porque estamos muy tentados de creer que la teoría de la compartición social de las emociones se inscribe en esta perspectiva. Explica por qué los individuos se afanan en expresar y poner en palabras sus emociones. ¿Cómo es si no, que en vez de adoptar una posición de repliegue, aprovechan todas las ocasiones para introducir su propia experiencia en el campo social? Esta compartición les permite moverse más libremente, expresar un afecto que, aunque mezclado con todo tipo de experiencias diferentes, se ordena en una relación con el otro que satisface sus fines. Aquí se halla, por supuesto, el resultado de numerosos estudios admirables que el lector descubrirá con placer.

Pero también comprenderá, es de desear, que la conducta habitual consistente en separar en principio las emociones de los pensamientos o conocimientos y reunirlos a continuación no permite comprender lo que pasa en realidad. Cuando los expresamos, los comunicamos, emociones y pensamientos se encuentran en una continuidad interiorizada; son las facetas de una misma experiencia psíquica, el resultado de un mismo proceso. La teoría de Rimé nos muestra lo que el filósofo Stanley Cavell llama knowing by feeling, “conocer por lo sentido”, que escribe: “Conocer por lo sentido” no es “conocer tocando”; es decir, no es que proporcione la base de una pretensión de saber. Pero podríamos decir que el sentir tiene la función de una piedra de toque: la marca dejada en la piedra escapa a la vista de los otros, pero se deduce un conocimiento, o bien el resultado tiene forma de un conocimiento –es dirigido hacia un objeto, el objeto ha sido testado, el resultado es una convicción. Creo que esto sugiere la razón por la cual estamos deseosos de comunicar la experiencia de esos objetos. No es solamente que yo quiera decirles lo que ese objeto es para mí, lo que yo siento, para atraer su simpatía o para que me dejen tranquila o por cualquier otra razón por las que revelamos nuestra sensibilidad. Es más bien porque quiero decir algo que he visto u oído o algo de lo que me he dado cuenta o que he llegado a comprender: estas son las razones por las que se comunicará tales cosas (porque nos informan sobre un mundo que compartimos o que podríamos compartir). Solo que me encuentro con que no puedo decíroslo: lo que hace que sea mucho más urgente decirlo. Quiero decíroslo porque el conocimiento no compartido es una carga –quizá no el mismo tipo de carga que supondría un secreto, se parece más a la carga que supondría no ser creído o no ser digno de la confianza de alguien”.2

He tratado, y temo haberme extendido demasiado, de expresar la originalidad de la teoría de Rimé. Y hasta qué punto esa originalidad nos invita a considerar de una manera diferente el modo de conocer, de expresar las emociones. En suma, la imagen de compartir evoca la del diálogo. Porque las emociones no compartidas son una carga, de la misma manera que un secreto puede ser una carga si permanece incomunicado o incomunicable.

Una vez conquistado por la teoría de la compartición social de las emociones, el lector sigue, capítulo tras capítulo, los afinados análisis de la experiencia emocional y de los traumatismos colectivos. No puedo cometer la impertinencia de decir que tal parte o tal capítulo son mejores que tales otros, por la simple razón de que todos son excelentes. Y los he leído convencido de que cada uno de ellos nos enseña alguna cosa que merece ser conocida. Por supuesto, hay análisis que impresionarán más a un lector debido a su interés o al grado de sorpresa que experimenta. En ese sentido, el análisis del ritual de duelo me ha sorprendido por su similitud con el análisis de Durkheim; no esperaba, en efecto, encontrarlo en esta obra, donde queda probada su extraordinaria pertinencia. ¡Es tan raro que un psicólogo social se aventure en el terreno de la antropología!

En suma, estamos ante un libro rico, de una calidad científica excepcional y cuya lectura es constantemente placentera. Es lo que necesitaba nuestra disciplina y también nuestra colección. Estaría de más enumerar a todos aquellos que –psicólogos, sociólogos, médicos, facultativos e incluso periodistas–, no dejarán de encontrarlo enriquecedor y útil. Les sorprenderá su claridad, su firmeza de espíritu y también el entusiasmo de su autor. Por mi parte, cuanto más me adentraba en su lectura, más me convencía de que Rimé ha mantenido sus promesas y de que sus ideas pasarán con éxito la prueba del tiempo. Es lo único que tenía que decir en este prólogo.

Serge Moscovici

 

1 . Moscovici, L’âge des foules, Paris, Fayard, 1981, p. 342.

2 . S. Cavell, Must we mean what we say?, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, p. 192.