Cuando la vida desborda la vida… lo siniestro

Yo jamás he sido, por así decirlo, engañado por los hombres. Por cartas, siempre. Y en verdad no por las de otros, sino por las mías. […] El fantasma crece bajo la mano que escribe. Los besos escritos no llegan a destino, los fantasmas se los beben en el camino.

Cartas a Milena. Kafka

La incandescencia de la belleza

De la caída de un reino al descubrimiento del inconsciente

La belleza reinó durante siglos de tradición estética. Desde la Antigua Grecia se alzó como ideal maridado con el orden y la armonía. Para la metafísica occidental, la belleza hace tríada con el bien y la verdad. Pero esta relación es solo una identificación para negar que bajo la belleza apolínea, ingenua y serena late con fuerza una belleza dionisíaca —en términos de Nietzsche. Ni la belleza más canónica de cada época está exenta de formas serpentinas que hacen comparecer en la superficie su temblor.

Aun así, la belleza dionisíaca quedó agazapada en la nocturnidad hasta la época moderna. Como apunta Umberto Eco en su Historia de la belleza (2015, págs. 218-219), los rostros inquietos de los pintores que se autorretratan, como Durero, ya destilan el ánimo de una generación atrapada por la imposibilidad de rechazar su patrimonio artístico y la sensación de extrañeza ante el mundo renacentista. De ese sentir contradictorio aparecen los manieristas, que arrastran las formas a lo irracional y a lo onírico, teatralizando un inconsciente siglos antes de ser descubierto.

Como reacción al progreso ilustrado, el romanticismo y la novela gótica en Inglaterra hacia finales del siglo XVIII se rinden a las oscuridades del alma que el imperio de las luces acallaba. Con Kant nace el sentimiento estético, el interés pasa de las propiedades de los objetos a sus efectos subjetivos. El filósofo retoma los estudios de lo sublime de Burke (1757) para describir las impresiones del ser humano ante la sacudida de las tempestades, los glaciares, lo ilimitado de los cielos estrellados y el atronador silencio. Con el estremecimiento por lo violento de lo sublime, lo bello se problematiza, como el resto de ideales. Lo feo, lo cómico, lo macabro, lo grotesco y lo siniestro, hasta entonces tomados como desviaciones de lo bello, reivindican su entidad como categorías portadoras de legítimas visiones de mundo.

Frente al idealismo del progreso y a la contención del racionalismo, las ambientaciones góticas miran al pasado, a los subterráneos de la razón, a lo horrible que retorna. Este exceso precipita el surgimiento de un nuevo modelo literario a principios del siglo XIX, principalmente en Alemania: el fantástico. Lo inquietante emerge de los escenarios familiares burgueses más triviales a través de la vacilación discursiva, la complejidad de los puntos de vista y temas como la locura, el doble.

Desde la segunda mitad del siglo XIX, los fantasmas se tornan más invisibles, más psicológicos. El arte atiende a la decadencia, a la enfermedad, al desgaste de los cuerpos. Rindiéndose a la tentación de lo demoníaco, emerge la femme fatale. Definitivamente, lo pesadillesco tiene el sabor de lo extraordinario. La revolución industrial alienta el gusto por los automatismos, los juguetes mecánicos y las representaciones visuales. El ferrocarril ensancha el mundo de lo posible, anima la curiosidad de lo exótico y la literatura de viajes. Ese ánimo por lo desconocido eclosiona con la aparición del cinematógrafo y la invención del psicoanálisis.

Al tiempo que nace el cinematógrafo, prometiendo un largo futuro de ilusión y fantasmagorías, Freud descubre el inconsciente, terra ignota radicalmente extranjera que supone un seísmo en la historia de la civilización. Si el hombre moderno celebra el individualismo y cree autoafirmar la existencia desde el cógito cartesaino, el inconsciente le impide su transparencia. Así, si en la primera mitad del siglo XIX aparecen las biografías y la literatura romántica gravita alrededor del yo lírico, en su segunda mitad, la literatura fantástica ya muestra que el sujeto solo existe dividido. Bessière propone que «la narración fantástica supone un discurso descentrado del sujeto» (Cesarini, 1999, pág. 122).

Esto también concierne a la experiencia cinematográfica. El cine invita al espectador a desconocerse, a adentrarse dispuesto para el arrebato. La sala a oscuras aniquila lo mundano y abre con todo ritual el telón hacia lo que no sabemos que nos concierne. Para Barthes, «el espectador de cine podría hacer suya la divisa del gusano de seda: Inclusum labor illustrat; justamente porque estoy encerrado trabajo y brillo con todo mi deseo» (2009, pág. 408).

HeimlichUnheimlich: en continuidad

Freud rastreó la etimología de lo siniestro (unheimlich) y advirtió que el término alemán heimlich (‘familiar’) había desarrollado su significado recorriendo una ambivalencia hasta coincidir con su opuesto (secreto): lo ominoso revela la inmanencia de lo extraño en lo familiar. Freud publicó Lo ominoso en 1919, cuando escribía Más allá del principio del placer (1920). Ahí advierte que el destino de la pulsión que nos impulsa a la vida es, por continuidad, pulsión de muerte. Einstein escribió a Freud en 1932 para preguntarle si había camino alguno para evitar los estragos de la guerra a la humanidad. A la pregunta «¿cómo la paz?», Freud respondió «¿por qué la guerra?», leyendo la antítesis trazada a lo largo de la civilización entre amor y odio, las fronteras entre Eros y Thanatos, como una ilusión, pues ambas instancias no avanzan la una sin la otra. Ese más allá del principio de placer —o goce para Lacan— es otro nombre de lo siniestro.

Para Eugenio Trías, tampoco hay oposición entre la belleza y el horror, sino que lo siniestro es «condición y límite de lo bello» (2006, pág. 27). La belleza debe su resplandor a lo siniestro y, a la vez, es el velo que evita el abismo. Lacan ya anotó que la experiencia de lo bello es la última barrera que detiene al sujeto ante el horror, «porque lo verdadero no es demasiado bonito de ver» (2005, pág. 262).

Lo siniestro amenaza con el encuentro del sujeto con aquello que Lacan llamó lo real, que no debe confundirse con la realidad. Lo que constituye a esta es el mínimo de idealización que necesita el sujeto para afrontar el horror de lo real, «la distancia que separa a la belleza de la fealdad es, por tanto, la misma que separa a la realidad de lo real» (Žižek, 2011, pág. 76). Es la guerra cuando los humanos no han desviado los destinos de la pulsión a través del amor, el arte u otra forma de la sublimación. Pero tampoco debe identificarse con la muerte —ella, de hecho, circunscribe un límite simbólico. Lo real es un caos alrededor del cual se arremolinan lo imaginario y lo simbólico. Aunque todas las palabras y todas las imágenes son insuficientes para cubrirlo, el pensamiento audiovisual ha tratado de sitiarlo en la habitación roja de Twin Peaks (Mark Frost, David Lynch, 1990-1991), la habitación 237 de El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980) o incluso la puerta del lagarto negro de Magical Girl (Carlos Vermut, 2014). Lo real es un encuentro del sujeto con un enigma súbito inextirpable que tiene que ver con el cuerpo, con el sexo, con lo insondable. Por ello, lo siniestro no siempre se encamina a lo peor, puede ser, a pesar de todo, una invitación a saber, como muestra la angustia.

Lo fantástico encarnado: tinieblas interiores

Todorov (1981) plantea una conversación triangular entre lo extraño, lo maravilloso y lo fantástico. Cuando hay un fenómeno sobrenatural, puede haber dos tipos de reacciones. Si los personajes lo asimilan en el terreno de lo posible, nos encontramos ante lo maravilloso; si quedan perplejos, ante lo extraño. Y aunque para Todorov el último es un género, sus fronteras no son fijas: «Solo está delimitado por el lado de lo fantástico; por el otro lado, se disuelve» (1981, pág. 35). Lo extraño es, pues, inasible o resbaladizo, porque es una experiencia de los límites. Caillois (1970) indica que aparece en culturas donde ya no se cree en los milagros, por ello, como categoría surge cuando se resquebraja lo sagrado: «Los dioses, tras la ruina de su religión, se convierten en demonios» (Freud, 2013, pág. 236).

Cuando hablamos de las narrativas cinematográficas, ni lo fantástico ni lo siniestro son un género. Lo fantástico se ha definido como macrogénero, y lo siniestro como un momento escénico particular de angustia inquietante, un viso del terror, lo fantástico encarnado (Trías, 2006, pág. 45).

Ante el espejo

Para Pierre Mabille, «la verdadera riqueza, la verdadera felicidad (y estas se encuentran en el mundo de lo maravilloso) solo son accesibles a los que logran mirar(se) en el espejo» (Todorov, 1981, pág. 89), objeto presente cuando los personajes del cuento viajan a lo sobrenatural. Pero mirarse tiene un precio. En lo maravilloso la imagen del espejo permite un reconocimiento que abre camino, pero en lo extraño nos lleva al precipicio de nuestro ser.

En el estadio del espejo que teorizó el psicoanalista francés, es un pasaje en el que el niño se encandila —¡se maravilla, claro!— y siente jolgorio. Si hasta entonces el niño sentía su cuerpo fragmentado, ahora se apoya en la unidad de su imagen especular. Lo maravilloso es el triunfo de lo imaginario, la cobertura de la imagen. Pero, en ese juego, acabará emergiendo lo extraño, lo que obstaculiza el reconocimiento. Lacan llama a ese punto no especularizable el objeto a: plus siniestro que no se refleja —lo saben los vampiros— o que actúa como una mancha —lo sabe Dorian Gray.

Nada muestra mejor que un espejo que la identidad se hace en la imagen fuera de sí. La subjetividad no es autónoma, porque lo íntimo no se gesta ni se negocia sin el Otro.

«El hombre encuentra su casa en un punto situado en el Otro, más allá de la imagen de la que estamos hechos, y ese lugar representa la ausencia en que nos encontramos. […] la imagen especular deviene la imagen del doble con la extrañeza radical que ella introduce» (Lacan, 2015, pág. 57).

Y precisamente porque la imagen en el espejo revela que no hay autonomía para el sujeto, nos convoca como objetos. La metamorfosis, de Kafka (1915), muestra esto con toda su literalidad: un sujeto extraño para sí mismo se vuelve bichejo al despertar en una habitación de aspecto habitual. Sartre (1968) advierte que Kafka no se adentra en seres extraordinarios: el hombre normal es el fantástico. Todo cuerpo se siente como un cuerpo extraño.

En el cuadro de Magritte La reproducción prohibida (1937), un hombre de espaldas al espectador se mira en un espejo. Pero este no devuelve la imagen reflejada (el hombre de frente), sino la misma imagen del hombre de espaldas. El intento de (re)conocimiento puede derivar en un mal encuentro. Hoffmann, Allan Poe, Dostoievski y Borges han explorado las posibilidades delirantes de los dobles. En el cine, David Lynch es, quizá, el que mejor conduce por estos laberintos. Carretera perdida (Lost Highway, 1997) puede interpretarse, de hecho, como una interpretación fílmica de La reproducción prohibida.

Dice Freud en El malestar en la cultura (1929) que el yo se origina desligándose del mundo exterior. Por ello la ciencia ficción acude al universo para adentrarse en la naturaleza humana. El magnífico y flotante bebé de las estrellas de 2001: Una odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) es una poderosa prueba. A esa lejanía interior Lacan la nombra extimidad (2005; Miller, 2011). Esta no se opone a lo íntimo, es aquello que por ser lo más íntimo no se puede situar e incluso se desea extirpar. Bajo esta lógica, el odio al otro extranjero esconde lo extranjero que uno siente de sí. Escribe Machado: «Lo otro no se deja eliminar, subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en el que la razón se deja los dientes» (1999, pág. 35).

Ante la obra: el aura y el punctum

También hay una extimidad de las imágenes. En la superficie de la visualidad a veces hay una región negada al entendimiento que sale a nuestro encuentro haciendo jaque mate a la Gestalt y a la semiótica. Seguramente todo espectador ha experimentado que una obra de arte lo compromete, lo describe e incluso lo fotografía en lo más íntimo, pero al tiempo se presenta inaccesible. Benjamin llama aura a ese «entretejido muy especial de espacio y tiempo: manifestación irrepetible de una lejanía, por más cercana que pueda estar» (2003, pág. 47). El aura es un modo de nombrar lo incalculable que nos conmueve en una obra de arte.

Barthes acuña el término punctum para referirse a lo que nos punza desde las imágenes. El punctum es heraldo de lo siniestro porque me encuentra allí donde me desconozco, es el significado secuestrado, el sentido presentido donde se enroca la interpretación.

Por ello, a pesar de que el arte entra en la lógica de consumo, el punctum y el aura se resisten a la reproducción. Son lo insólito de la creación.

Una escena: lo feo de situación

Incertidumbre

En Historia de la fealdad, Umberto Eco nombra lo siniestro como «lo feo de situación» (2017, pág. 311), allí donde desfallece cualquier amarre. Para Jentsch (Freud, 2013), lo siniestro requiere incertidumbre intelectual. Aflora cuando, en las cosas inertes, parece temblar cierta alma o una persona viva muestra rasgos mortecinos e incluso intenciones desalmadas. Es siniestro un familiar al que llamamos varias veces y no se da la vuelta. Son siniestras las miradas ambiguas, las muñecas de porcelana, las estatuas de los museos de cera y los personajes pintados de Hopper, más detenidos que los edificios que los enmarcan. Son siniestros algunos retratos hiperrealistas, las fotografías borrosas, los impostores, las posesiones, los autómatas, otras criaturas con inteligencia artificial y la obra de Philip K. Dick.

Retornos, repeticiones

Freud parte de las elaboraciones teóricas de Jentsch, pero añade una condición crucial: «Lo ominoso no es efectivimente algo nuevo o ajeno, sino algo familiar de antiguo a la vida anímica, solo enajenado de ella por el proceso de la represión» (Freud, 2013, pág. 241). En cuanto el inconsciente es memoria del olvido, lo siniestro es el regreso de lo reprimido —marcado en el prefijo un de unheimlich. Lo que se ignora se repite, por lo que Freud introduce también la compulsión a la repetición de la psique. Lo ominoso se experimenta cuando se tropieza por enésima vez con el mismo mueble o con la misma persona, también en la intensa impresión que nos dejan los déjà vus.

Doppelgänger

En 1914, Otto Rank estudió el doppelgänger como esa sombra que acompaña al ser demasiado cerca, marcando su dualidad. Freud entiende que lo siniestro que se desprende de las duplicaciones, los parecidos, los desdoblamientos y cualquier otra escisión o multiplicación figurativa está causado por el empeño defensivo del yo: este que expulsa lo que no se permite y se lo atribuye a una figura exterior. En la psicosis, se advierte la magnitud de la literalidad de esto: el sujeto que delira asigna sus más íntimos pensamientos fuera de sí, quedando convertido en objeto invadido por su propio goce. Por ello la locura espanta, pues tiene la potencia reveladora de recordar la ferocidad de nuestras pulsiones. «No tengo miedo de un peligro. ¡Tengo miedo de mí mismo!», escribe Guy de Maupassant (1883).

Sueños cumplidos

Lo ominoso recoge mecanismos psíquicos de la etapa infantil que quizá no se hayan superado. El más frecuente es el relacionado con la oscuridad o el silencio. Otro quizá menos evidente es el animismo o la creencia narcisista en la potencia del pensamiento. Por ejemplo, un niño, por celos, imagina íntimamente destinos desgraciados para su hermano. A la mínima mala fortuna con la que este se tope, el niño directamente se asignará la culpabilidad. Nos inquieta que se cumplan nuestras sospechas, nuestras fantasías e incluso nuestros deseos si eso ocurre precipitadamente o se realizan en su dimensión más absoluta, arrasándolo todo. Esa es la lógica subjetiva del pensamiento supersticioso, de la creencia en el mal de ojo.

El ojo y la navaja

Freud estudió lo ominoso acudiendo a El hombre de arena, de E.T.A. Hoffmann, una de las obras claves del fantástico. Lo novedoso de su interpretación es que no colocó su atención sobre la muñeca Olimpia, que cobra vida, sino sobre Coppelius, identificado como el hombre que amenaza a los niños con hurtarles los ojos. El estudio de sueños, fantasías y mitos ha enseñado que la angustia de quedar ciego u otras amputaciones suele sustituir al miedo a la castración. Edipo Rey, cuando advierte que se ha casado con su madre, se arranca los ojos. La imagen cinematográfica paradigma de lo siniestro nos la ofrece Buñuel cuando con una navaja tacha un ojo inocente en Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929). Son también inquietantes ciertas miradas inciertas, los búhos, otros testigos mudos o cualquier mirada panóptica que nos vigile mientras dormimos, como las brujas u otras variantes del hombre del saco. Causan desasosiego las amputaciones, los miembros mecánicos y las manos cortadas que siguen moviéndose. Incluso la cirugía causa escalofríos. Como la pulsión conduce a lo ilimitado, tememos lo que amenaza con no morir, como Nosferatu, eterna sombra con garras.

No son los motivos, es el lenguaje

Dice Bessière que «no existe un lenguaje fantástico en sí mismo. […] Existe solo merced a los discursos que deconstruye desde dentro» (Ceserani, 1999, pág. 95). Por ello, los motivos de lo siniestro también pueden ir modificándose con las épocas, sus predilecciones estéticas, sus promesas de pensamiento y sus fantasmas. Hay el siniestro tecnológico, un siniestro poshumanista, un siniestro tan esforzado que deviene kitsch. Otro que, cuando se violenta, se disuelve y se adentra en esa abyección para la que «nada le es familiar, ni siquiera una sombra de recuerdos» (Kristeva, 1980, pág. 13). Incluso hay un siniestro digital anestesiado bajo ese «bello pulido» (Han, 2015, pág. 11) que parece carecer de la fuerza de la negatividad. Lo espeluznante pende también del lugar en el que nos sitúa el relato: precisamente el cine es «una máquina simbólica de producir punto de vista» (Aumont, 1997, pág. 55).

Un tiempo: de la angustia al miedo

Freud hace una puntualización importante para el compromiso de este libro: «La ficción abre al sentimiento ominoso nuevas posibilidades que faltan en el vivenciar» (2013, pág. 250). Como lo siniestro es una experiencia subjetiva fugitiva, cuando pasa por el entramado simbólico de un relato, este traza una itinerario para tratar la angustia. Hay un goce y un aprendizaje en hacer ese tránsito porque invita a revisitar pretéritos temblores: las raíces del miedo son también las del deseo.

Angustia

Además de «lo feo de situación» como clave escénica y categoría estética, lo siniestro implica una temporalidad muy precisa en la que el sujeto queda suspendido, como literalmente queda Scottie en Vértigo: de entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958): colgante del tejado, mira el vacío bajo sus pies tan espantado como fascinado. El cine ha advertido la potencia de transitar los pasillos de la sospecha en el momento anterior a toparnos con lo peor. Si lo siniestro es un súbito aparecer, la angustia es un todavía no, un trayecto en el que no aparece aún la imagen del objeto. «El sujeto que se tapa los ojos frente a la pantalla, en realidad, está queriendo ir más allá de la pantalla para ver qué es lo que hay detrás de ese objeto de la angustia» (Bassols, 2011a, págs. 42-43). Anonadado, el sujeto asoma su mirada a la nada.

La filosofía ha tratado de captar la nada que hay en la angustia. Después de que Hegel, en la Fenomenología del espíritu (1807), impugne la pretensión de Kant de que a través del análisis del conocimiento se puede captar el absoluto, Kierkegaard trabaja El concepto de la angustia (1844). Y utiliza precisamente el motivo del hombre mirando el vacío, planteando que la angustia emerge en ese mareo de libertad en el que hay posibilidad de elegir, esto es, de pecar, de equivocarse, de desaparecer. La nada es la pura anticipación en la que el hombre se desdobla a sí mismo proyectándose. Sartre mantiene estos planteamientos en El ser y la nada (1943), pero continúa entendiendo que la nada es el negativo del ser.

En El ser y el tiempo (1927) y en ¿Qué es metafísica? (1929, 1943, 1949), Heidegger socava la disquisición fundamental de Kierkegaard y Sartre: señala lo paradójico de preguntarse qué es la nada y sostiene que esta comparece en el ser a través de la angustia, escribiendo su indeterminación. Acaba definiéndola con toda lucidez como el no-estar-en-casa.

No solo la filosofía tuvo grandes dificultades para capturar la fenomenología de la angustia (Ojea, 2002), también el psicoanálisis. Este precisamente nació escuchando y calibrando la dimensión del lenguaje que Heidegger entendería como morada del serdit-mansion, añadiría Lacan. La angustia fue uno de los conceptos sobre los que Freud más volvió y tuvo que enmendar. Para él, está del lado de la falta, la refiere a la castración —al principio como efecto de la represión, después como causa de ella. Fue Lacan quien la situó como una demasía. El objeto de la angustia no se reconoce —como sí ocurre en el miedo y en la fobia—, sino que escapa al conocimiento, es inasimiliable y, por ello, se experimenta como exceso. En su seminario sobre La angustia (1962-1962), el psicoanalista francés pide regresar al texto freudiano Lo ominoso para ir a su origen. La angustia solicita lo más ignorado de nosotros mismos, es la certeza de nuestra incertidumbre. Quien nada en la angustia no sabe de qué se angustia, queda atravesado por una indefinición. Y, sin embargo, es el único afecto que no engaña porque –de eso no hay duda— se experimenta en el cuerpo.

En lugar de querer ir a la fuga, como ocurre con el miedo, la angustia paraliza, por ello Freud habla de inhibición en Inhibición, síntoma y angustia (1925) y Heidegger de fascinada quietud en ¿Qué es metafísica? Otra solución es el acto precipitado para no pensar y esquivar las preguntas que nos hace. Muchos diagnósticos infantiles, oscilantes entre el déficit de atención y la hiperactividad, dan noticias de intentos tempranos de aplacar la angustia. El problema es que así también se escabullen del deseo.

Con todo, la angustia replica la sensación de objeto a la que nos relega el espejo. Inhabilita incluso al héroe, al que de nada le sirve en ese momento la fuerza ni la identidad.

«Del lado de la angustia, la pregunta no es “¿Quién soy?”, porque a esa pregunta uno puede responder con palabras, con significantes —soy psicoanalista, soy padre de dos niños, soy del Deportivo—, pero ahí estamos en el plano de las identificaciones. Del lado de la angustia, la pregunta sería más bien “¿Qué soy?”» (Fernández Blanco, 2006, pág. 35).

A las puertas de su formación universitaria, muchos jóvenes suelen quedar invadidos por la angustia: ¿qué profesional seré?, ¿qué esperará de mí la empresa? o ¿qué será de mi futuro? Después de atentados terroristas, invaden a los ciudadanos preguntas como ¿qué somos para el Otro? o ¿qué quieren de nosotros? Luego el poder ya suele redirigir las preguntas hacia el quién —la autoría, quién comanda los hechos, la identidad de un pueblo, etc.—, tan necesario para la justicia como para el odio.

El miedo

La angustia es una pregunta incómoda e inconcreta que queda a la espera de la palabra. De ahí la importancia simbólica de tejer relatos para hacer vivible la vida. La función fundamental de los juegos y los cuentos infantiles, incluso del cine de terror, es ayudar a pasar de la angustia al miedo. Si requieren un figura que condense lo monstruoso, es para dibujar un contorno a lo imposible de asimilar y hacer del mundo un lugar más transitable. «El miedo que se dice es, a la vez, marca de un herida y construcción de un borde, de un límite, en el corazón mismo del sujeto» (Miller, 2017, pág. 18). Los contenedores del mal tienen la potencia salvífica de alojar lo intruso para el sujeto y darle un nombre, un significante, a lo que no lo tiene. El miedo es un hecho del discurso, una conquista para el niño, una respuesta y un tratamiento a la angustia. Por ello nunca dejamos de acompañarnos del terror, «amamos tanto a nuestros miedos como a nosotros mismos, como lo demuestra la industria del horror» (ibídem, pág. 137). Aun así, no toda la angustia se trata con el miedo, siempre queda un resto: «La angustia es la inscripción del no-habitar-el-mundo [el no-estar-en-casa heideggeriano] sobre un cuerpo que está necesariamente condenado a habitarlo (y a desear en ese mundo no habitable)» (Rodríguez Serrano, 2015, pág. 91). La angustia es un canto del deseo con la voz del goce peligroso que nos recuerda que estamos vivos.

El cine: escritura de luz

«Se llama siniestro a todo lo que estando destinado a permanecer en el secreto, en lo oculto, ha salido a la luz» (Freud, 2013, pág. 225). Cómo no va el cine a cobijar especialmente lo siniestro si es una escritura de luz, un tren de sombras que despliega las dobleces que ocultan los cuerpos tridimensionales. Por su carácter de escamoteo, la superficie fílmica tiene una gran potencia reveladora de la subjetividad. Dice Jacques Tourneur que «no hay nada más evanescente que una imagen sobre celuloide» (Pedraza, 2002, pág. 21). También el sujeto dividido es pura evanescencia —frente al individuo de la racionalidad moderna. El psicoanálisis lacaniano entiende el sujeto como una suspensión entre dos significantes, algo que la teoría fílmica valida con el concepto de sutura (Oudart, 1969), ese hilvanado por el que el espectador sostiene el vacío entre dos imágenes para darles sentido. A diferencia de la literatura, el cine tiene una curiosa relación con la ausencia, porque si la dice, deja de decirla, luego solamente puede evocarla desde el fuera de campo. La relación entre lo que se presentifica y lo que escapa hace «de lo ausente un discurso» (Gómez-Tarín, 2006).

Barthes relata que al salir del cine se quedaba «pegado con cola a la representación» (2009, pág. 408); Domènec Font que algunas películas «se apoderan de nosotros al salir a la calle, cuando necesitamos frotarnos los ojos para distinguir entre la realidad y el fantasma» (1998, pág. 93). Todo ello se explica con que el espectador interpreta, desde el inconsciente, esa otra escena. Se ha aceptado con unanimidad que lo ominoso se da cuando se desdibujan los lindes entre la realidad y la fantasía, pero hay más reticencias para aceptar —porque es más difícil de atrapar— que la realidad es leída desde el marco del fantasma. Este es un concepto lacaniano para nombrar esa escena pegajosa de goce, esa fantasía que se ha olvidado de que lo es pero que deviene catalizadora de todas las fantasías e interpretaciones del mundo. Posiblemente porque arrinconamos todas las historias desde nuestro fantasma, la semiótica ha defendido que hay tantas lecturas como lectores. Lo siniestro hace aparición cuando el fantasma se tambalea y aflora la irrealidad que hay en la realidad.

Hollywood como espejo pintado: el velo

Hollywood se ha erigido sobre lo familiar: no solamente sus historias protegen a la institución, sino que su discurso propone abrigar al espectador en un mundo consistente y con-sentido. El cine clásico genera un espacio habitable y un tiempo controlado en un relato que se origina por la falta de saber, que anima la sucesión y transformación de las escenas hasta que las líneas narrativas se cierran evitando cualquier incertidumbre o ambigüedad. El clasicismo, desde una posición de cámara neutra, vela por la legibilidad del relato y la orientación del espectador, y al final garantiza una causalidad esclarecida y la delimitación de las fronteras entre el bien y el mal.

Así se constituyó lo que Burch acuñó como Modo de representación institucional (MRI) (1987), que se ha erigido como el lenguaje natural del audiovisual, cuando paradójicamente es un sofisticado artificio que niega constantemente su voz y su artefacto «por medio de técnicas de continuidad y una narrativa “invisible”» (Bordwell; Staiger; Thompson, 1997, pág. 3). Además, «Hollywood se ha caracterizado por su capacidad para fagocitar e incorporar a su cine todo rasgo innovador exógeno» (Higueras; Rodríguez Serrano, 2018, pág. 16). No solamente la censura del código Hays delimitabalo que se podía y no representar entre 1934 y 1967, sino que reabsorvía lo extraño de las vanguardias u otras experimentaciones con la escritura fílmica, hasta hoy. Por ello, el cine clásico es «un espejo pintado» (Company, 2014, pág. 12) empeñado en desmentir su reverso.

Otra de las estrategias de alejar lo extraño es la noción de género, un pacto tácito de expectativas entre industria y espectador que demarca el horizonte de lo posible y de lo esperable para poder amortiguar el encuentro con lo insólito —de hecho, el cine de terror es uno de los más codificados. Los géneros permiten «el reconocimiento, la estandarización, la imitación» (Altman, 2000, pág. 197). Esto es, domestican la experiencia fílmica.

A pesar de todo, sería ingenuo pensar que el cine clásico estuvo exento de lo siniestro, pues no hay lo familiar sin un secreto soterrado. Del mismo modo que lo siniestro es la incandescencia de lo bello, también lo es del clasicismo cinematográfico. Pero la emergencia de lo real trataba de evitarse desde el velo. La función del velo es la que parece anunciar al sujeto que hay algo más allá, cuando en realidad no hay nada. Esta es la condición por la cual a veces la imagen hollywoodiense se ofrece como fetiche.

El maniersimo y el gesto

Si había un lugar que el código Hays aconsejaba no representar, era la cama, mobiliario tentador para el retozo de los cuerpos. Los recién conocidos protagonistas de la screwball comedy Sucedió una noche (It Happened One Night, Frank Capra, 1934) pernoctan en una habitación, pero colocan entre cama y cama una sábana, a la que llaman las murallas de Jericó, suntuoso alzado del velo. En 1940, el clímax de Rebeca (Rebecca, Alfred Hichcock) se inicia desde la cama de la fallecida —ama del saber en el relato—, hasta hacer arder la habitación con el ama de llaves dentro. Esa cama en llamas se carga la contención denotativa del cine clásico fundiendo simbólicamente deseo y muerte, enseñando que «[la] pertinente introducción [de lo siniestro] en un sistema fílmico tan codificado como es el del cine de género no se consigue sin que todo el edificio de la representación sufra una violenta sacudida» (Company, 2014, pág. 105).

Así como, en el arte del alto renacimiento, el manierismo adelanta al barroco, introduciendo cierto énfasis en la pintura académica; lo siniestro despunta en el cine clásico con el manierismo. Este es un modo de narrar que, sin oponerse frontalmente al cine clásico, desafía sibilinamente su neutralidad desde el interior:

«En el cine clásico la cámara adopta la distancia justa, que es la posición de un tercero —allí donde el suceso, el acto, el gesto o la palabra alcanzan la máxima densidad de su sentido—; en el film maniersita [queda] atrapada en los pliegues de la representación —allí donde el suceso, el acto, el gesto o la palabra se descubren como espejismos vacíos de sentido» (González-Requena, 1996).

En Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), Orson Welles construye desde la falta de saber: la palabra Rosebud... arrastra el sabor del significante perdido para siempre que no se colma ni con todos los objetos. En Solo el cielo lo sabe (All that Heaven Allows, 1955), Douglas Sirk trae la soledad desde una pantalla televisiva convertida en oscuro reflejo. El virtuosismo de los manieristas, no por casualidad muchos de ellos inmigrantes, pone en evidencia el artificio negado del espejo pintado.

La modernidad europea: silencio y voz

El mutismo de la guerra

Las brechas de los filmes manieristas en el marco del cine clásico atisban las rupturas que se darán a finales de los años cincuenta en Europa. Si el manierismo supone un gesto que retira delicadamente el velo del cine clásico, la modernidad cinematográfica denuncia sin disimulo su ilusión. La bomba atómica había abierto el agujero de lo real, mostrando la potencia devastadora de la pulsión de muerte y el fracaso de todo proyecto racionalista. Mientras los propietarios de las majors se resisten a cambiar el modelo, en Europa la crudeza del neorrealismo italiano muestra que el cine no puede seguir adaptando obras literarias decimonónicas tras la Segunda Guerra Mundial. El free cinema se posiciona contra del inmovilismo. Las miradas a cámara de los filmes de la nouvelle vague profanan uno de los tabús del cine clásico. Al mirar a cámara, el espejo deja de mirarnos para someterse a un ejercicio decidido de autorreflexividad: el cine se mira a sí mismo.

Pese a la heterogeneidad de los movimientos en los distintos países, el cine moderno europeo es un cine vagabundo del sentido que pone de relieve el desencuentro y la pérdida. Truffaut habla de la infancia, en el cine de Michelangelo Antonioni los personajes se independizan de la cámara, que deambula —El eclipse (L’eclisse, 1962)—, e incluso los desaparecidos dejan de ser buscados —La aventura (L’avventura, 1960). La modernidad cinematográfica se mueve entre la imposibilidad de olvidar el pasado —es un cine del duelo— y la ilusión por ensayar nuevas singladuras en el lenguaje del cine. Como anota Agustín Rubio, «el cine moderno presenta rasgos, a la vez, de adolescente y de anciano: es angustioso, en la medida en que se encuentra con las cosas indecibles […] pero también gozoso, porque […] se deja contaminar por la realidad —la improvisación, el azar, la contingencia» (2010, pág.18).

Con todo, si el relato es «una ficción que brinda un decorado presentable a una verdad que no se puede presentar desnuda» (Vicens, 2016, pág. 20), en la modernidad encontramos gran dificultad para recomponer una escena significante que alce de nuevo el velo ante el horror. Aarón Rodríguez Serrano sugiere que es el cine hollywoodiense —y no el europeo— el que ha podido elaborar relatos sobre el Holocausto tratando de reconstruir la idea de comunidad: «Si Auschwitz es un espejo en el que inevitablemente seguimos reflejándonos, el Schindler de Spielberg nos permitió un parpadeo para reconstruirnos brevemente» (2015b, págs. 221-222).

Quizá es más fácil hablar del trauma de los otros cuando uno ha salido triunfante, sobre todo si no se está dispuesto a reconocer el mal que anida en cada ser hablante. Quizá en Europa aún hay demasiada culpa, demasiada vergüenza heredada, quizá la angustia nos arrebata el tiempo de comprender, clave para poder reconstruir. Quizá es más difícil creer en la historia como narrativa:

«Lo que socaba a los hombres que han pasado por pruebas [de guerra] no es tanto el encuentro con la muerte, sino que dejan de creer en la historia. Lo afectado es la historicidad misma […]. Metidos en las fauces de la guerra, lo que se impone es la lógica de la alteridad radical. […] la soledad de una extrañeza en el mundo, es lo que reconduce al sujeto hacia sus orígenes, en los cuales se planteó, para él, esa insondable decisión del ser: enlazarse al mundo de los otros, al Otro, o desaparecer» (Briole, 2015, pág. 101).

Es innegable que, mientras en Estados Unidos «el manierismo cierra la puerta del clasicismo y abre la de la modernidad, la tardomodernidad cierra la puerta de la modernidad y se encuentra frente a un gran vacío» (Losilla, 2012, pág. 180). Los autores continúan el duelo de la modernidad desde un cine de interiorización, anclado en un presente a rastras con el pasado. En 1958 Antonioni dice: «Me parece que es importante ir a ver qué es lo que ha quedado de todas las experiencias pasadas, dentro de los personajes. […] De las experiencias pasadas de la guerra y de la posguerra» (2002, pág. 13).

Desde luego, el cine de autor europeo, como veremos, está a la deriva de la angustia. Sin embargo, la reivindicación de la noción de autor que se explicita en la modernidad cinematográfica muestra que ante al enmudecimiento de la guerra sí se reivindica el valor de la voz como enunciación. Esto es, el peso de una palabra capaz de encarar el horror, así como el honor, el amor y el vínculo con el Otro. Podríamos decir que el cine de autor europeo no ha conseguido construir grandes relatos narrativos sobre la Guerra —La vida es bella (La vita è bella, Roberto Benigni, 1997) sería una importante excepción—, pero ha alambicado hondos poemas de amor que lloran la memoria —Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959)—, que gritan el despertar de un amor menos narcisista —Los amantes del Pont-Neuf (Les amants du Pont-Neuf, 1991)— y que, desconfiando de los ideales, buscan tejer tras el duelo una fraternidad más humana y singular —la trilogía Tres colores (Trois couleurs, Krzystozf Kieslowski, 1993-1994).

Siniestro de autor

Aunque no podemos hablar de lo siniestro como género, sí podemos hablar con pleno derecho de un cine siniestro de autor. Estrictamente hablando, podríamos decir que todo cine de autor queda recorrido por lo siniestro. Lo ominoso como insistencia que recorre una obra enseña la importancia de la sublimación artística como un modo de tratar el encuentro con un goce que dejó huella. La obra le permite al autor recortar ese goce invasivo: «Escribir es cortar, recortar» [en catalán, lletra es un anagrama de retall] (Bassols, 2011b, pág. 57), pero también es repetir. La repetición es precisamente lo que caracteriza a la autoría cinematográfica, como muestran los estilemas, esos rasgos de estilo por los que el autor es una «huella de huellas» (Gómez-Tarín, 2013) y se presta al rastreo, al reconocimiento del espectador.

Lacan (1999) diría que lo que la repetición busca repetir es precisamente lo que siempre escapa. La sublimación es un intento de generar «eso que no está disponible en el Otro» (Domínguez, 2014), pero como eso no aparece se desliza de filme en filme sin permitirle al autor dejar de obrar. En cualquier caso, cada repetición introduce algo nuevo: el autor es aquel que repite para no repetir, para inventar desde lo traumático. En su carta a Antonioni, Roland Barthes dice que «contrariamente al pensador, el artista no evoluciona; barre, como lo haría un instrumento muy sensible, la sucesión de nuevos que le presenta su propia obra» (2013, pág. 79). El último Lacan, a partir de la escritura de Joyce, plantea el concepto de sinthome (2006) para hablar de las invenciones más singulares. El sinthome es un sofisticado y complejo modo de sublimación, un bricolaje con las miserias, rotos y retales de una historia que sacude y renueva el arte. Por ello el cine aún está pensando la naturaleza de Frankenstein.

Cine posclásico: tramas desencadenadas

Al otro lado del Atlántico, el Nuevo Hollywood de los setenta engrasaba la maquinaria del espectáculo hollywoodiense con la sangre que el clasicismo había elidido. Pero esa rabia e irreverencia se frena, en general, en los ochenta. Aparece el cine de la nueva carne y el ciberpunk, pero tratando el sufrimiento con cierta celebración, como muestra el delicado escrutinio de los circuitos bajo la piel del cíborg. Seducido por lo tecnológico, el cine se acomoda, rindiéndose a las superproducciones de aventuras o familiares. Con los efectos especiales se irá cambiando ese grano arenoso desaturado de los setenta por la nitidez y el brillo fulgurante del espectáculo con largo futuro.

En Dinamarca, el movimiento Dogma 95, con Lars von Trier a la cabeza, provocó la reflexión sobre la espectacularización del cine digital, promoviendo otro sistema de reglas escritas para evidenciar las no escritas del lenguaje hegemónico. Aunque sus directores traicionaron lúdicamente sus postulados, su reivindicación de la cámara al hombro evidenciaba que el cuerpo que mira es un cuerpo que tiembla.

Creyendo que puede prescindirse del velo, el cine se rinde a la pulsión escópica hasta el paroxismo del espectáculo. Cambia el estatuto de su mirada. Si en el cine clásico esta supone un acto de conocimiento, en el cine contemporáneo se trata de una «mirada cautiva» (Company; Marzal, 1999) en unas imágenes «cárceles del goce» (Miller, 1994). Hay muchos espectáculos que nos atraen, no tantas historias que nos cobijan. Es lógico que «el no-estar-en-casa heideggeriano se ha disparado como una infección que apunta directamente al corazón de la vivencia contemporánea» (Rodríguez Serrano, 2015, pág. 85). Vemos muy claramente cómo el empeño hollywoodiense en derribarlo todo menos la familia esboza sus miedos en el home invasion. Este subgénero de terror transluce el insidioso deseo de desmontar las arquitecturas de la sociedad del bienestar cuando la palabra no cobija. Como Mad Men (Matthew Weiner, AMC, 2007-2015) plantea, ni la más ideal de las casas ni la más ideal de las familias, oficios o estados desalojan ese malestar o «nostalgia de volver a casa» (Bort; Gómez-Tarín, 2012).

En el cine contemporáneo, el inconsciente queda teatralizado a cielo abierto, el trauma cala en la trama y propicia narrativas desencadenadas que invitan a despertar —si los relatos lineales ayudan a dormir, los no lineales se sostienen en la angustia. En los noventa aparecen los puzzle films (Buckland, 2009), proponiendo una dislocación narrativa que el espectador debe recomponer si quiere entender, y los mind-game films (Elsaesser, 2009), aún más inquietantes porque, además de la ordenación caótica, el relato nos sitúa en puntos de vista perturbados por la locura o el trauma. Para Teresa Sorolla, «la fracturación narrativa en el cine no lineal posclásico provoca una particular emergencia de lo trágico» (2018, pág. 53). El problema es qué hacer con eso que emerge, pues en el cine posclásico hay una «inversión siniestra de la estructura del relato clásico» (González-Requena, 2007, pág. 582): como no hay tutela simbólica que acompañe la travesía de conocimiento, no hay aletheia posible ni principio de realidad al que agarrarse. Si el desgarro entre deseo y ley está en la base de toda narración en un época marcada por el desfallecimiento simbólico, el cine propone «ficciones que no son capaces de transmitir la experiencia de la adquisición de un saber sobre la historia y, por lo tanto, nacen ya muertas» (Company, 2014, pág. 41).

Esta dificultad para articular una singladura de saber explica que el héroe amnésico sea el arquetipo del cine posclásico y el thriller «el gesto moral dramático por excelencia» (Palao, 2007). El héroe amnésico, síntoma de una época que rechaza su subjetividad, advierte que ni puede recordar ni olvidar, por lo que nada puede saber, luego el mundo se vuelve inmundo. Esto extraña cada vez menos a los espectadores de esta época sin brújula, en la que cada vez quedan menos semblantes para ignorar que «estamos todos locos» (Laurent, 2014).

En este contexto, «las obras de David Lynch serían las más realistas dentro de este nuevo realismo» (Catalá, 2016, pág. 229). Sin embargo, es importante advertir que la mayoría de puzzle films o mind-game films no alcanzan ni la subversión ni la poesía que este autor consigue. Las desorientaciones narrativas suelen ser una estrategia discursiva de feria que acaba orientando al espectador sin adentrarlo en lo enigmático. Alardean de la crisis de los relatos haciendo del delirio un juego, pero, como todo delirio —lo vemos en la clínica de las psicosis— son una maquinaria de producir sentido y elucubraciones de saber, como muestran los complejísimos mapas que elaboran las audiencias para entender Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010) o Westworld (Jonathan Nolan, Lisa Joy, HBO, 2016-).

Posiblemente, un modo de crear narraciones subversivas sería reivindicar en el relato el no-saber para preservar la noción de misterio —«vale la pena dejarse caer y empezar a pensar en el abismo durante la propia caída: haciendo de la caída un discurso» (Català, 2016, pág. 103). La fotografía documental contemporánea nos da pistas al respecto: trabaja el no-ver. Para denunciar lo real de la realidad, algunos artistas visuales nos «devuelven una imagen difícilmente legible […] a través de su propia composición o llevando a los límites las bases del lenguaje visual hegemónico. La luz, la oscuridad, el ruido» (Martín, 2018, págs. 89-90). Para leer la realidad, desleír la imagen.

Buscar los límites, sobreexponer la opacidad

Cambian los tiempos y cambian los semblantes. En la historia del cine, advertimos una retirada del velo, algo que observamos claramente cuando los relatos retornan: lo que se ocultaba o sugería en un filme suele manifestarse en sus remakes. A esto contribuyen tanto la conquista de las libertades de expresión como los nuevos encuentros con el horror. Por ejemplo, los ataques del 11-S legitimaron la escenificación de la barbarie. Estados Unidos respondió al terrorismo con más terror.

«El torture porn desenmascara a los espectadores de Estados Unidos lo que sus políticos, militares y plutócratas son capaces de hacer a los demás […] muestra el dolor que los norteamericanos pueden llegar a sufrir, y sufren, en manos de el otro, esa alteridad radical» (Navarro, 2006, pág. 463).

Cuando no se está dispuesto a enfrentarse con lo extranjero que habita en uno, cuando se rechaza lo éxtimo con firmeza, se corre el riesgo de convertirse en agente del horror. Cuando fracasa lo simbólico, lo fronterizo que permite el lenguaje en su buen decir, se alzan fronteras físicas con peores destinos que cualquier maldición.

Como hemos adelantado, hoy encontramos en el cine de autor europeo una estética cruda que muestra cierta resistencia —e incluso imposibilidad— a elaborar una retórica del miedo, dejando al espectador en el tiempo nebuloso de la angustia. Por el contrario, el cine de terror más taquillero tiene un código muy codificado. Nos atrevemos a interpretar ambas posturas, siempre salvando excepciones, como un intento de clamar que un Otro venga a poner límites simbólicos, con la diferencia de que el cine europeo parece saber algo sobre la inexistencia del Otro —como garante de sentido— y el cine estadounidense insiste en hacerlo existir, aun a costa de creerlo un destructor.

En cualquier caso, cuando el horror se vuelve espectáculo exquisito o delicioso ritual, es importante abrir una pregunta: ¿a dónde se va el miedo? Lo siniestro puede enseñarnos algo sobre el debate por los límites de la representación. Aunque es la vitalidad de la obra de arte, esta «en ningún caso [lo] patentiza crudamente» (Trías, 2006, pág. 50). Aunque los medios y las redes insisten en representar lo irrepresentable, a veces la insistencia en evidenciar esconde cierta pereza de pensamiento o ingenuidad. Solo quiere representarlo todo quien cree poder reconocerse en un espejo.

La proliferación de las imágenes, desde los selfies hasta el torture porn, no responde solamente al ejercicio de (libertad de) expresión, sino que es síntoma de que no encontramos ni la culpa ni la vergüenza que dejan los límites simbólicos. Nuestra pasión por pasarlo todo por la visión del espacio público rechaza el ejercicio de la mirada y trasluce una tentativa de extraer lo que amenaza en la intimidad: sobreexponer la opacidad que hay en mí… a ver si la luz (re)vela… lo que en mi cuerpo se rebela. Publicar lo siniestro para desterrar lo éxtimo. Ahora bien, lo siniestro es el velo retirándose, no el velo retirado. Si en algún momento el velo cae, nuestros ojos no permanecerán en el rostro para verlo.