“La consciencia en ti y la consciencia en mí, aparentemente dos, una en realidad, busca la unidad. Y esto es el amor”
(Nisargadatta)
“Uno es el sol, uno el mundo, / sola y única es la luna. El Ser de todos los seres solo formó la unidad, / lo demás lo ha criado el hombre, después que aprendió a contar”
(José Hernández, Martín Fierro)
Del mismo modo que no albergo ninguna duda acerca de la naturaleza no-dual de lo Real, soy también consciente de que la no-dualidad no puede ser pensada ni nombrada. Porque tanto la mente como la palabra que de ella se deriva son necesariamente duales. Esto explica que cualquier discurso acerca de la no-dualidad resulte inevitablemente pálido, oscuro y, en último término, inadecuado. Porque la no-dualidad no tiene nada que ver con el concepto de la misma. Dado que la mente se mueve inexorablemente en el mundo de los opuestos, cuando piensa la no-dualidad –además de empobrecer radicalmente esa vivencia–, la entiende como si fuera lo opuesto a la dualidad. Sin embargo, la no-dualidad no conoce opuesto; es Eso que abraza absolutamente todo lo que es. En esa misma línea, tendría que puntualizar que la expresión que da título a este trabajo –“metáforas de la no-dualidad”– no es estrictamente adecuada; en rigor, son solo imágenes que quieren apuntar hacia la naturaleza no-dual de lo real, en la confianza de que puedan provocar en el lector un “clic” de comprensión, más allá de lo que ellas mismas dicen1.
Sucede que no tenemos otro medio para expresarnos. Por eso, ante el límite de la mente –tanto el pensamiento como la palabra se mueven en la dualidad–, me ha parecido oportuno acudir a imágenes y metáforas que no tienen otra pretensión sino la de “evocar” Eso no-dual. Lo que pretendo con ello es favorecer que, más allá del discurso mental, la imagen pueda despertar la intuición que nace de la sabiduría.
Debido a la propia estructura del libro, las repeticiones resultan inevitables, por cuanto todas las metáforas apuntan a la misma cuestión: ¿quién soy yo?, ¿qué es lo real? La repetición suele frustrar o aburrir a la mente que busca “novedades” y cree necesitar de ellas. Sin embargo, el objetivo de estas líneas no es, en primer lugar, añadir más información a la mente; quiere ser, más bien, un recordatorio insistente y una invitación amable a escucharse y a indagar, para dejarse sorprender, luego desaprender y, finalmente, comprender.
Tengo claro que la realidad no es lo que parece2. Y que necesitamos apertura para aproximarnos a lo real desde una perspectiva diferente a aquella a la que, como consecuencia de nuestra formación, estábamos acostumbrados. Y no por afán de novedad, sino por hacer mayor justicia a lo real.
Como decía, la afirmación que sustenta todas las imágenes y metáforas que pueda utilizar, es simple de formular: la Realidad es no-dual. Hay diferencias, pero no separación. Lo que habían visto o intuido místicos y sabios es ahora confirmado por los científicos, tal como veremos en alguno de los capítulos de este libro: no existe nada separado de nada –la física moderna habla de “entrelazamiento” y “no-localidad” cuánticos–, todo es una gran y única red brotando de un mismo y único fondo.
Como dijera, en lenguaje teísta, el Maestro Eckhart, el gran místico cristiano del siglo XIII, “el Fondo de Dios y mi fondo son el mismo Fondo”. Dios no es un “Ser” separado y superior que –en el supuesto más “noble”– me habría creado a su imagen; eso es solo una proyección mental, por cuanto la mente, por su propia naturaleza, únicamente puede pensar la realidad separándola. Para ella, lo real es una suma de objetos diferentes y separados, organizados además jerárquicamente. En la cima de esa pirámide, se hallaría un “Dios” creador y todopoderoso. Pero no puede existir un ente separado. El Fondo, del que hablaba el Maestro Eckhart, es un modo más de nombrar el Vacío originario, la Nada primera, la Inteligencia creativa…, la Consciencia, que se despliega en infinidad de formas perceptibles.
Quizás no resulte inapropiado formular esta perogrullada: todo lo que es, es. No hay nada que sea, que no participe del “ser”. Lo cual nos pone en la pista de algo fundamental: todas las diferencias que podemos percibir se hallan secreta y profundamente abrazadas por una unidad mayor. Todo es Uno.
¿Por qué nos ha costado tanto reconocerlo? ¿Por qué, desde la filosofía y la teología, surgen tantas resistencias –“ilustradas”– a aceptarlo?3. Porque, en el proceso evolutivo de nuestra especie, nos hallamos todavía identificados con la mente y, en consecuencia, hipnotizados por las formas. Lo cual nos ha hecho creer que las cosas eran como nuestra mente las veía. Y a esa visión –inevitablemente reductora y, por tanto, falseada– la hemos llamado “sentido común”. El motivo no es muy diferente de aquel por el que, durante siglos, dimos como totalmente cierto que el sol giraba alrededor de la tierra y que esta era plana; era –así lo veíamos– algo “evidente”.
De un modo similar, así como en un tiempo no demasiado lejano el ser humano creyó ser el centro del cosmos, todavía hoy sigue pensando que constituye la cima y meta de la evolución. Desde esa creencia, no solo se “distancia” de los animales y de la naturaleza, sino que se erige en el horizonte último al que apuntaría todo el proceso evolutivo. Pero, ¿no es una arrogancia pensar que el proceso de este universo que empezó hace trece mil setecientos millones de años vaya a detenerse precisamente ahora? ¿No somos conscientes de que es solo el narcisismo propio de nuestra especie el que nos hace aferrarnos a esa idea, según la cual lo que hoy llamamos “persona” constituiría el culmen definitivo de la evolución? Sin duda, tenía razón aquel biólogo que, ante la pregunta acerca de cuál era el “eslabón perdido” entre el primate y el ser humano, contestó humildemente: “Nosotros”. Es aquel mismo narcisismo el que nos hace creer que somos “especiales” para el universo –no es casual que los humanos hayan sido etnocéntricos y hayan “creado” un Dios que los elegía y amaba (a los de su propio grupo) de un modo “especial”–, pero la verdad es que lo somos solo para nosotros mismos, del mismo modo que un bebé lo es para su mamá. Hoy basta un conocimiento elemental de astronomía para que caigan por tierra todas aquellas fantasías narcisistas y, en último término, egoicas.
Desde una perspectiva más amplia –y menos antropocéntrica–, parece más adecuado sostener que lo que llamamos “persona” constituye solo un eslabón más de todo el proceso evolutivo a que da lugar el despliegue de la consciencia. Del mismo modo que el teísmo dio paso al humanismo, este lo cederá igualmente a alguna otra “forma” que hoy ni siquiera somos capaces de imaginar.
Con todo, sé bien que de esas falsas “evidencias” no se sale con facilidad. Arthur Schopenhauer advertía que “toda verdad pasa por tres fases: primero es ridiculizada; luego, recibe una violenta oposición; finalmente, es aceptada como evidente”. En cualquier caso, todo empieza por cuestionar aquello que dábamos por supuesto e incuestionado, para evitar prolongar un error mantenido solo por inercia o comodidad.
Comparto estas aportaciones con un solo objetivo: invitar a mirar más allá de la mente, para descubrir la sabiduría (certeza) y belleza de la No-dualidad. En ella todo adquiere sentido y hallamos, finalmente, la respuesta adecuada a la pregunta eterna: “¿Quién soy yo?”. Esa respuesta nos conduce a “casa”, es decir, nos hace reencontrarnos con quienes realmente somos. Y ese reencuentro es fuente de liberación, de gozo, de plenitud y de unidad. Y ahí descubrimos que no somos el “humano” (la “persona”, el “yo”) que creíamos ser y que nuestra mente había absolutizado, sino la consciencia en la que surgen todas esas formas que ella misma sustenta y constituye.
¿Hacia dónde apuntan las metáforas? En principio, las utilizamos porque cualquier cosa que digamos acerca de lo que somos resultará siempre inadecuada y, por ello mismo, falsa. Cuando se vive se sabe, pero no se puede contar. La “experiencia” –nombre también absolutamente inadecuado, ya que en la misma no hay experimentador ni experimentado– es tan sublime y plena como inefable. En ella se muestra lo que somos, que está más allá de todo lo que se pueda pensar o imaginar, porque es todo y nada a la vez, ser y no-ser, sin parangón alguno con aquello a lo que estamos acostumbrados en el estado mental.
Lo que se puede decir de ello es, simplemente, que es. No hay más adjetivos que le resulten aplicables; solo ser, plenitud de ser, pura y radiante transparencia, sin percepción alguna ni perceptor que lo afirme. Está más allá de todas las formas, aunque en todas ellas se expresa. Es nada y todo a la vez, aunque no hay “nadie” que lo atestigüe. Simplemente es.
Para la mente, de naturaleza dual y que únicamente puede existir como “perceptora”, toda consciencia es consciencia de algo. Lo cual explica que sea incapaz de comprender lo que es la percepción en sí, sin un sujeto de la misma. Cuando, en determinados círculos neo-advaitines, se arguye que la consciencia no puede ser consciente de sí misma, se está aplicando –aun sin advertirlo– el mismo modelo dualista. Lo que ocurre, sin embargo, cuando se descorre el velo, es que la consciencia ya no se confunde a sí misma con objeto alguno. Para la mente, todo es una suma de objetos separados: el árbol, la nube, el sol, los otros, yo… La realidad, sin embargo, tal como se muestra en el “despertar”, es que todos los objetos no son sino consciencia.
El mundo de los objetos pertenece a lo que llamamos “nivel aparente”. Hablando con propiedad, habría que decir que ese mundo es transitorio, impermanente y, por tanto, irreal e inexistente. En rigor, solo hay consciencia. Esta es la “plenitud” que, inopinadamente, se regala como pura luz sin sujeto y sin contenidos.
Pero la mente no va a ceder fácilmente. En un mecanismo defensivo con el que busca protegerse, podrá plantear cuestiones como estas: ¿qué había antes de nacer?, ¿qué hay después de la muerte? Desconoce que esos “estados” –si convenimos en llamarlos así– son completamente idénticos al instante presente, tal y como es en sí mismo aquí y ahora; en realidad, todo y siempre es ahora, la Presencia que todo lo sostiene y en la que todo se contiene. Pues bien, en contra de lo que algunos tienden a pensar, no es un “estado” en el que la consciencia no sea consciente de sí misma, sino en el que es tan consciente de sí que no atiende a cosa alguna. Pero únicamente puede saberse cuando se ha visto.
Cuando eso se da, no hay realidad alguna que podamos percibir –todas nuestras percepciones han quedado en el olvido en el mismo instante en que se producen–, desaparecen todos los conceptos y se da por sí misma la percepción cristalina del propio ser. Esto no significa que se “vea” algo, sino que no hay ya necesidad alguna de ver o de no ver, es decir, de ser o de no ser. De nuevo, sencillamente, Eso es.
¿Eso es todo? Llegados a este punto, observo que, entre las personas que participan en los grupos, talleres o retiros que organizamos, suelen darse dos tipos de reacción. Para unos, ese planteamiento les produce desesperanza y desazón; otros, por el contrario, lo ven como “demasiado optimista” e incluso ilusorio, llegando a pensar que se trata solo de otra construcción mental más, con la que se buscaría sostener nuestra confianza en la realidad; para estos últimos, el único estado que reflejaría la verdad última de lo que es, sería el estado de “sueño profundo (sin sueños)”; dado que en ese estado no hay consciencia, eso sería la prueba definitiva de que la propia consciencia aparece y desaparece, como todo lo demás.
La primera de esas reacciones es característica de quienes, por diferentes motivos, se hallan más identificados con la mente y, por tanto, con el yo. La misma identificación les lleva a defender enérgicamente la “realidad” del nivel aparente, sin captar la contradicción que ello supone. Comprendo que, para la mente, la afirmación de que todo lo que ella percibe sea solo apariencia inconsistente, resulta desesperadamente frustrante, porque la mente no es más que el conjunto de sus percepciones; si estas se le niegan, entra automáticamente en estado de shock, con una sensación de vértigo que fácilmente desemboca en la angustia. Pero sienta lo que sienta, el suyo es, como decía más arriba, un universo –creado por ella misma– irreal e inexistente. Por más que se rebele nuestro “sentido común”, tal universo no existe “ahí fuera” al margen de la mente que lo modula. Sin embargo, no es esa la causa de la angustia que amenaza, sino más bien el hecho de habernos reducido a la mente y al yo.
La segunda postura parece, a simple vista, más sofisticada. Pero me inclino a pensar que también ella nace de la propia mente decepcionada que, al negarle lo que creía real, termina negando realidad a todo lo que es. Para ella no hay alternativa. Y no me refiero solo al nihilismo –filosófico o pragmático– que parece ser compartido por muchos de nuestros contemporáneos, sino a cierta corriente neo-advaita que, presumiendo de un rigor que llevaría a la verdad desnuda, termina abocando, en mi opinión, a un nihilismo vulgar con el que termina confundiéndose. Con ello, se sitúa prácticamente en las antípodas de la gran tradición advaita de la que afirma beber. No es extraño que en esa misma corriente se viva o incluso se propugne un olvido completo del “mundo de las formas” –las dimensiones corporal, psicológica, afectiva, social, política…– con el pretexto de que pertenecen al nivel de lo impermanente. En la práctica, tal planteamiento constituye una coartada perfecta para el nihilismo más extremo y una justificación (interesada y, por tanto, egoica) de cualquier posicionamiento. Su error de base me parece doble: por un lado, pretende “atrapar” la consciencia desde la mente; por otro, desconoce –en la práctica, niega– la constitución paradójica de lo real y, en concreto, del ser humano. Es evidente que no somos el cuerpo, ni la mente, ni el psiquismo…, ni nada que podamos nombrar, pero no lo es menos que todo ello constituye la forma en la que se expresa lo que somos, por lo que de ahí brota espontáneamente una actitud de cuidado. Por el contrario, el olvido de esta dimensión desemboca con frecuencia en un sufrimiento personal de difícil salida. De hecho, justo aquí radica, en mi opinión, la diferencia entre “sabiduría” y “cinismo”.
A los representantes de esta corriente les gusta proclamar que “todo lo que no existe en el sueño profundo no es real”. Sin embargo, esa es únicamente una conclusión mental. Con lo cual, no es difícil advertir lo patético del empeño de la mente por “perseguir” a la consciencia. Quienes lo han experimentado, saben que, más allá de los estados de vigilia, sueño con sueños o sueño profundo sin sueños, existe otro estado (o más exactamente, un “no-estado”) inefable. Aun consciente de la incapacidad de las palabras para expresarlo, me atrevería a decir que la diferencia radica en lo que podría llamarse “plenitud de ser” –sin sujeto ni objeto en la misma–, que no es diferente del vacío, de la nada o incluso del no-ser. Porque lo que ahí se muestra transciende por completo todas las palabras, todos los conceptos y todo cuanto pudiera imaginarse.
Ellos insisten argumentando que “la presencia de la consciencia es la prueba de que ella no estaba”, para concluir que no había consciencia antes de la manifestación ni la hay después; lo que conocemos es solo un “estado” aparente, dado que lo único real es un “no-estado” de nada absoluta. A mi modo de ver, no advierten que quien habla ahí es solo la “consciencia mental”, a cuya luz se pretende juzgar todo lo demás. Por lo tanto, sería más honesto e intelectualmente más riguroso decir que, en nuestro “estado mental”, no nos es posible saber si la consciencia “estaba” o no. No podemos recordarlo, porque el estado mental implica el “olvido” de todo aquello que la mente no puede percibir.
¿Cómo será una consciencia no “desdoblada”, sin objetos que percibir? No sabemos, porque carecemos de referencia adecuada y porque estamos reducidos a una forma particular de ser conscientes. Pero es eso precisamente –nuestra realidad de “personajes” dentro de un “guion” que se nos escapa– lo que, por honestidad intelectual, impide hacer afirmaciones absolutas.
El propio Ramana Maharshi –al que suelen citar quienes niegan la consciencia como realidad permanente–, aun mencionando el sueño profundo como referencia –dado que en ese estado no hay dualidad– para apuntar a lo últimamente real, nunca lo equiparó, sin embargo, con “turiyatita”, el puro estado de ser, plenitud de consciencia. Ahí solo sabes que eres nadie –y que en eso consiste la sabiduría–, pero no se echa de menos nada.
¿Cómo se vive entonces? No buscas nada, no decides nada, no “te” apropias de nada…, porque no existe tal cosa como un “yo” que fuera el (supuesto) sujeto de esas acciones; hay acciones, pero no un hacedor individual. No buscas nada, porque reconoces tu verdadera identidad como plenitud. Es la Consciencia –Plenitud, Vida– la que, en un fluir incesante, se despliega y expresa constantemente. Pero no eres “tú” quien lo ve –el “tú” o el “yo” es una ficción, solo un pensamiento o construcción mental–, sino la misma consciencia en “ti”, o mejor, la consciencia que eres “tú”. El modo concreto como se traduce en ti es simple: todo se reduce a un vivir viviendo en apertura inocente desde la consciencia que somos, desde Eso que es consciente.
Iba a decir que un día, en el momento más impensado, aquel estado (o no-estado) te sorprende y todo es luz y gozo, exquisita transparencia, radiante unidad… Pero tengo que detenerme aquí, porque veo que quiero exigir a las palabras más de lo que pueden dar. No es un “estado” ni, ciertamente, “te” ocurre a “ti”, y la referencia a la “luz”, al “gozo”, a la “transparencia” e incluso a la “unidad” resulta siempre demasiado egoica. Por eso, vista la incapacidad para hablar directamente de ello, pasemos a las metáforas…
1 . En esa misma línea se mueve una breve presentación en torno a este tema, que puede verse en: https://youtu.be/7DCPt0UW3pU
2 . Es el título de un libro de Carlo Rovelli, responsable del “Equipo de gravedad cuántica”, del Centro de física teórica de la universidad de Aix-Marsella: C. ROVELLI, La realidad no es lo que parece. La estructura elemental de las cosas, Tusquets, Barcelona 2015.
3 . Sobre estas resistencias, puede verse lo que he escrito en La dicha de ser. No-dualidad y vida cotidiana, Desclée De Brouwer, Bilbao 22016, págs. 23-42: “Resistencias ilustradas a la no-dualidad”. Las resistencias más fuertes me parecen venir de tres campos: el filosófico, el psicológico y el teológico (religioso). Y creo importante reconocer que cada una de ellas busca proteger algo que se considera valioso. Lo que sucede es que, a mi modo de ver, su temor parte de una visión reductora. La filosofía quiere proteger el valor de la razón frente al peligro de la irracionalidad, pero ignora que la no-dualidad no se orienta hacia la irracionalidad, sino hacia la trans-racionalidad (no niega ni desvaloriza la razón, sino que, valorándola e integrándola, la transciende). La psicología, por su parte, busca proteger el yo individual autónomo y maduro, frente al riesgo del narcisismo y de la regresión más o menos psicótica; sin embargo, cae en la trampa de confundir la “personalidad” con la “identidad”, y parece olvidar que la trascendencia del yo, no solo no es equiparable al narcisismo, sino que constituye el paso imprescindible para toda experiencia transpersonal (o mística). La teología (religión), finalmente, busca proteger el carácter “personal” de Dios, frente al temor de caer en el panteísmo o la increencia, pero no advierte que ella misma ha “cosificado” lo que nombra como “Dios” y que aquel mismo carácter “personal” que pretende defender convierte a la divinidad en un ídolo a nuestra medida.