CAPÍTULO DOS

Antes de su resurrección, Oliver era un joven atractivo, del tipo que las chicas miraban por la calle. Era esbelto y atlético, no delgado como yo, y tenía un aire arrogante al que ya jamás conseguiría acostumbrarme. No había perdido la arrogancia en su segunda vida, pero ahora era diferente, menos seguro de sí mismo y más amenazador.

Compartíamos la mayoría de los rasgos (el pelo castaño y rizado, y los ojos oscuros, en especial), pero ya no nos parecíamos, no como antes. La resurrección de Oliver había agregado casi treinta centímetros a su altura, y la mayor parte de su cuerpo estaba formado por líneas afiladas y ángulos raros. La ropa no le quedaba bien. Llevaba una camisa de lino amplia con las mangas enrolladas, los tirantes colgados a la altura de las rodillas, y los pantalones holgados en lugares inusuales. Su cabello oscuro había vuelto a crecer y era tan grueso como antes, pero no lo volvería a hacer sobre las cicatrices, así que tenía franjas calvas en mitad de los rizos.

Con la resurrección también había perdido la estructura ósea que le marcaba los pómulos y la mandíbula cuadrada. Tenía un párpado caído, y la piel del rostro, igual que la del resto de su cuerpo, tenía arrugas y estaba constantemente magullada por la maquinaria que presionaba desde su interior. Habían pasado dos años y aún se me hacía difícil no apartar la vista. Me obligué a mirarlo a los ojos y a mantener la mirada firme desde la puerta. Como no respondió, dejé caer mi bolso en el suelo, junto a la silla, y dije:

—Perdón por no haber pasado antes.

Ya comenzaba a sentir una presión en el pecho y me costaba pronunciar las palabras sin que me faltara el aliento.

Mientras yo me quitaba el abrigo y la bufanda, Oliver me observaba desde lo alto, sentado sobre el escritorio, con una pipa apagada entre los dientes. Fumar se había vuelto peligroso desde que tenía los pulmones hechos de papel encerado y cuero, pero a él todavía le divertía mordisquear la pipa como si estuviera encendida. Los recuerdos que había retenido de su vida anterior, como fumar, eran raros e impredecibles.

Le di una patada a una bola de papel que había bajo la silla.

—¿Qué ha pasado aquí?

—Me aburro —respondió Oliver, y se bajó del escritorio para sentarse a horcajadas en la silla.

Las articulaciones mecánicas rechinaban cada vez que se movía. Yo había reemplazado uno de sus brazos por una pieza mecánica, y también las dos rodillas, porque era más seguro que esperar a que los huesos se regeneraran mal.

—Entonces, ponte a limpiar este sitio y estarás ocupado durante un buen rato. He arreglado tu camisa —agregué mientras la sacaba de mi bolso y se la arrojaba. La atrapó con la mano mecánica—. ¿Necesitas algo más?

—Tabaco.

—No. —Moví un ejemplar gastado de El paraíso perdido a un lado del diván y me hundí en el almohadón—. ¿Por qué has destrozado el papel que te traje?

—Porque escribir me aburre. Todo me aburre, estoy muy aburrido.

Oliver arrojó la camisa sobre el almohadón de plumas. Se produjo un sonido metálico, agudo como el de una tetera al fuego, y él hizo un gesto de dolor.

Me incorporé en la silla.

—¿Te molesta?

—El brazo no —dijo, y se golpeó el pecho con los nudillos. Un sonido hueco inundó la habitación.

—He traído mis herramientas.

—Estoy bien.

—No seas tonto, déjame que te eche un vistazo.

Saqué los guantes de cuero del bolso mientras Oliver aumentaba la potencia de la lámpara que se balanceaba sobre el escritorio y se quitaba la camisa. Tenía la piel tan arrugada y perforada que apenas parecía piel. Aún se veían los puntos de sutura, los pernos, las manchas azules que habían dejado las agujas. Algunas zonas de su cuerpo se abultaban y ondulaban por los laterales a medida que los engranajes giraban debajo. Con torpeza, hundí los dedos bajo la costura del pecho para abrirlo.

Por dentro, Oliver era todo máquina, hecho de engranajes y pasadores igual que un motor. Y, en cierta forma, no era más que eso, un motor que hacía todo lo que su cuerpo irremediablemente roto ya no podía hacer. La mitad de su caja torácica había desaparecido, reemplazada por varillas de acero y un montón de engranajes apiñados que se conectaban mediante tubos de cuero a dos fuelles que se abrían y cerraban con cada respiración. En lugar de un corazón, ahora había un resorte rodeado por un nudo de engranajes, que se movían en sincronía y sonaban como un reloj en lugar de latidos.

El problema era fácil de detectar. Uno de los pernos se había aflojado y hacía que uno de los engranajes chocara contra el peso oscilante al girar. Me puse las gafas de aumento que me colgaban del cuello y busqué en el bolso las pinzas de punta.

—¿Puedo preguntarte algo? No consigo recordarlo y me molesta. —Oliver me enseñó su mano de carne y hueso. Una cicatriz fina y blanca atravesaba los nudillos—. ¿De qué es? Es más vieja que las demás.

—Creo que te la hiciste en un combate de boxeo. —Utilicé las pinzas para sujetar el engranaje suelto y colocarlo de nuevo en su sitio. Oliver contuvo el aliento—. Lo siento, debería haberte advertido que podía doler.

Se encogió de hombros como si no importara, pero su voz sonó más tensa cuando volvió a hablar.

—No creo que sea una cicatriz de boxeo. Parece como si hubiera roto una ventana con el puño o algo así.

—No, me dijiste que alguien tiró una botella al ring y te cortó la mano.

—¿Gané?

—Por favor, Oliver, ¿importa? Te hiciste daño demasiadas veces por hacer cosas estúpidas. No tengo muy claros los recuerdos.

—¿Estabas allí ese día? ¿Has boxeado alguna vez?

Saqué las pinzas por debajo del peso y sujeté una llave para ajustar el perno suelto.

—No, el boxeo es demasiado violento para mí.

—Ojalá pudiera boxear ahora.

Apreté el perno más de lo necesario, y Oliver gritó.

—Y en cuanto te quitaras la camisa sobre el ring, verían todas las piezas de metal y te sacarían de allí a la fuerza.

—Por el amor de Dios, Ally, era una broma. —Flexionó los dedos y se quedó observando la cicatriz que se movía con la piel—. Es raro, sabes. Tener cicatrices y no saber de dónde vienen.

—Bueno, ¿hay alguna otra que no puedas recordar? —pregunté.

—No recuerdo ninguna. —Se pasó las yemas de los dedos por la costura que tenía en el cráneo—. No recuerdo cómo me hice ninguna de ellas.

Limpié una mancha de grasa que había en la llave inglesa y no dije nada.

Oliver había recuperado la mayor parte de la memoria poco a poco y con mi ayuda. Había vuelto al mundo en blanco, pero algunas cosas, como el habla, la lectura y las habilidades motoras, habían vuelto enseguida. Recuperar los recuerdos le había costado algo más. Intenté contarle lo que pude, pero siempre con la sensación de que en lugar de recordar, él solo repetía ciegamente lo que yo decía. A veces me sorprendía con una anécdota que yo nunca había mencionado, aunque los recuerdos que volvían a su mente eran impredecibles: recordaba peleas puntuales con mi padre, pero nada sobre nuestra madre; se acordaba del color de las paredes de nuestra tienda en París, pero había olvidado todo de Bergen; sabía que detestaba a Geisler, aunque yo había tenido que explicarle por qué. Cada vez que recordaba algo sin mi ayuda, me daba miedo. Sobre todo porque algún día, sin previo aviso, quizás recordara su muerte, y su recuerdo no coincidiría con la historia que yo le había relatado.

Ajusté mis gafas para evitar que se me deslizaran por la nariz.

—Por suerte para ti, estoy yo, que lo recuerdo todo. Respira. —Oliver obedeció y empujé el engranaje con dos dedos enguantados para asegurarme de que estuviera bien colocado—. Funcionará por ahora. Uno de los pernos se ha desgastado, así que no se quedará en su sitio mucho tiempo. Te traeré uno nuevo la próxima vez que venga.

—¿Y qué debo hacer hasta entonces?

—Puedo dejarte mis pinzas, por si necesitas ajustarlo. —Revolví en mi bolso hasta que las encontré y luego se las arrojé. Patinaron hasta el borde del escritorio con estrépito—. En realidad, no son para pernos, pero nuestro padre se daría cuenta si falta una llave inglesa. ¿Cómo va todo lo demás?

—Me noto el brazo rígido.

—Es probable que necesite una limpieza. No he traído aceite, pero puedo darle pulso. Quizás sirva. —Oliver hizo una mueca, y yo estuve a punto de bromear sobre lo acostumbrado que debía estar ya al dolor, pero cambié de opinión en el último segundo. Cambié los guantes de cuero por los de reanimación, que estaban en el bolso. Oliver se echó en la silla mientras yo me frotaba las manos, y los dos contemplábamos la energía pálida que se acumulaba entre las placas—. Lo siento, tardan mucho en activarse.

—Dile a nuestro padre que necesitas un par nuevo.

—Son difíciles de conseguir ahora. Todas las herramientas de los Aprendices de Sombras se vigilan muy de cerca. Los comerciantes tienen que entregarle a la policía una lista de compradores. Hay sitios en los que incluso se necesita un permiso.

—Ginebra se está volviendo más inteligente.

Separé las palmas con un resoplido. Un rayo de luz blanca y azulada recorría las placas.

—Prepárate.

Apoyé los guantes sobre las placas conductoras del hombro mecánico. Se produjo un débil destello al entrar en contacto con el metal y luego Oliver se sacudió cuando la electricidad recorrió todo su cuerpo. Los engranajes del brazo comenzaron a acelerarse a medida que la electricidad tensaba el resorte principal, que se movía más rápido que antes. Dobló el codo un par de veces y asintió.

—Mejor.

—La próxima vez, avísame antes de que sea necesario aceitarlo.

Oliver hizo un gesto de indiferencia, se puso de pie y rotó el brazo mecánico.

—¿Te quedarás en Ginebra? —preguntó.

—Es lo que quiere nuestro padre. ¿Recuerdas a Morand? —Oliver negó con la cabeza—. Tiene una pensión en la frontera con Francia para los mecánicos que necesitan un sitio en el que alojarse. Insiste en que vayamos a trabajar para él, pero a nuestro padre no le interesa. Creo que él y nuestra madre están cansados de mudarse tan a menudo. Solo desearía que se hubieran cansado en algún sitio más acogedor.

—Yo hablaba de ti. ¿Tú vas a quedarte? —Recogió un puñado de papel hecho jirones y lo arrojó al fuego—. ¿No ibas a matricularte en la universidad este año?

—Sí.

—¿Y qué ha pasado?

Me quité los guantes de reanimación y volví a guardarlos. Solo con pensar en la universidad sentí una punzada aguda, como si un alambre tenso me tirara del pecho. Había hecho planes durante mucho tiempo: ir a la Universidad de Ingolstadt para estudiar mecánica con Geisler, igual que Oliver estaba a punto de hacer antes de su muerte. El deseo todavía era profundo y era aún peor frente a él.

—No lo he hecho.

—¿Por qué no?

—No he querido. Nuestro padre me necesita. No hay dinero. —Me encogí de hombros—. ¿Qué importa?

Oliver sujetó un atizador de la chimenea y lo hundió entre las llamas.

—Solo pensaba que si ibas a la universidad, tal vez yo también podría marcharme.

—¿A dónde?

—A cualquier lugar, lejos… y sin ti. —Sin querer, lancé una carcajada. Oliver frunció el ceño, y yo cerré la boca enseguida—. ¿Qué te resulta tan gracioso?

—No puedo dejarte solo.

Frunció más el ceño, y durante un extraño momento, vi la sombra de nuestro padre en su rostro.

—Puedo cuidarme solo.

—Sí, claro. Oliver, me he pasado toda la vida cuidándote de las tonterías que haces. Incluso cuando éramos niños. ¿Quién asumió la culpa por robar dulces para que no te echaran del colegio? ¿Quién te sacó de la cárcel dos veces para que nuestro padre no se enterara? ¿Quién arregló todos aquellos relojes para que no perdieras aquel trabajo en París?

—Y no olvides que estaría muerto sin ti —agregó, y de pronto su voz sonó casi como un gruñido.

Me llevé las manos a los ojos.

—Por favor, Oliver, no quiero volver a hablar de eso.

—No vas a ir a la universidad por mi culpa. Ni siquiera te has matriculado. Pasabas todo el día hablando de la universidad, lo recuerdo perfectamente. No soy idiota, Ally.

Una llamarada se encendió dentro de mi pecho y me puse de pie con tanto ímpetu que mi silla se tambaleó.

—Qué mierda, está bien. Tienes razón, ¿es eso lo que quieres escuchar? No he solicitado plaza en Ingolstadt porque tengo que quedarme aquí y cuidar de ti.

Tardé en entender lo que acababa de decir. Entonces, Oliver repitió:

—¿Ingolstadt? —Y mi corazón se partió—. ¿Quieres ir a la Universidad de Ingolstadt?

—Oliver…

—Geisler da clases allí.

Percibí la ira que se asomaba: ese animal salvaje que apenas había conseguido controlar en su primera vida y que bramaba indomable en la segunda. Di un paso en dirección a él y levanté una mano.

—No fue mi…

Lanzó el atizador, que rebotó por el suelo. Unos restos de brasas ardientes salieron volando y chispearon al golpear la piedra.

—Estaba conmovido por tu sacrificio y ahora me entero de que sigues obsesionado con Ingolstadt y con estudiar con el hombre que me asesinó.

Sentí una piedra fría en la boca del estómago, pero no demostré ningún tipo de emoción.

Cuando le conté a Oliver la historia de su muerte, se me ocurrió que lo más fácil era echarle la culpa al Dr. Geisler. Era la misma mentira que les había contado a mis padres, a la policía y a Mary, y a todos desde entonces: que se había producido un accidente en la torre del reloj mientras Geisler escapaba de la ciudad. Que Geisler había empujado a Oliver, aunque no a propósito. Que el cristal del reloj se había roto con el impacto y Oliver había caído a la ribera del río. Era demasiado tarde para retractarse. Le había contado la historia demasiadas veces, hasta grabarla en su mente, en un intento de ocultar la verdad. Pero lo que más deseaba era poder volver atrás en el tiempo e inventar otra historia. Culpar a la policía, quizás, al exceso de vino o a los tablones sueltos. Algo que no fuera un obstáculo para cumplir mis sueños.

—Fue un accidente, ya te lo expliqué.

—Pero terminé muerto de todas formas. ¡Geisler es la razón por la que soy un monstruo!

—No eres un monstruo —dije, aunque mi voz sonaba falsa de tanto repetirlo. Cuando se repite algo muchas veces, incluso la verdad, empieza a sonar como una mentira, y yo ya no sabía bien cuál era la verdad.

—Entonces, supongo que me mantienes aquí encerrado para protegerme, ¿no? —preguntó—. Porque soy frágil y quieres cuidarme, no porque la gente saldría corriendo al verme.

—No eres un monstruo —insistí.

—Pero Geisler, sí. —Su voz se convirtió en un grito—. Él me asesinó, Alasdair, me asesinó, y tú quieres ir a Ingolstadt y continuar con su investigación de locos.

—Estás vivo gracias a esa investigación de locos —respondí.

—Bueno, ¡preferiría estar muerto!

Sujetó el ejemplar de El paraíso perdido de mala manera y lo arrojó contra la pared. El libro se abrió por la mitad, como si tuviera alas, y cayó al suelo con un ruido sordo. Nos quedamos mirándolo durante un instante. Podía palpar el silencio que se había instalado entre nosotros, denso y jadeante como si estuviera vivo.

—No digas eso, sé que no piensas así.

Oliver hundió la barbilla en el pecho.

—A veces, sí. —Su voz aún temblaba, pero se había tranquilizado de nuevo—. A veces me gustaría desarmarme.

—No… no lo hagas —pedí enseguida—. Vendré a pasar unos días contigo. Puedo decirles a nuestros padres que voy a ir a visitar a Morand por un trabajo…

—Que no grites en voz alta no quiere decir que no pueda escucharte gritar.

De pronto se apartó de mí y se inclinó hacia delante, con la frente apoyada en la pared. Su silueta recortada contra la luz del fuego era rara y retorcida, como si hubieran cosido un esqueleto de huesos muy afilados a una piel vacía.

Me hundí en el diván y dejé escapar un largo suspiro por la nariz. Las gafas que me colgaban del cuello se empañaron.

—No importa —le dije—. No iré a Ingolstadt y no te dejaré salir. El mundo es horrible para los que son como tú.

—No hay nadie como yo —respondió.

—Para los hombres mecánicos, quería decir. En especial, en Ginebra. Oliver, la gente te destruiría. Te diseccionarían.

—Ya lo sé.

Se metió la pipa entre los dientes y se dejó caer junto a mí en el diván. Pasamos un rato allí sentados sin hablar. En el hogar, un tronco convertido en brasas se deshizo y lanzó un reguero de chispas por la chimenea.

Entonces, recordé el motivo de mi visita.

—Te he traído una cosa. —Busqué el bolso bajo el escritorio y saqué uno de los libros—. Feliz cumpleaños.

—¿Es hoy?

—Primero de diciembre, como todos los años. —Lo dije de broma, pero Oliver no se rio. Sujetó el libro y se quedó mirando la portada como si fuera el retrato de alguien que no terminaba de reconocer—. Es Coleridge. Te gustaba mucho, a ti y…

Me detuve y tragué saliva. Nunca había mencionado a Mary, sobre todo porque me había roto el corazón, y no sabía si Oliver la recordaba. Me miró de reojo.

—¿A mí y a quién más?

—A ti —le dije—. Te gustaba mucho Coleridge.

—¿Qué escribe?

—Palabras.

Oliver me dio un codazo con el brazo mecánico, y yo lancé un grito. Me dolió más de lo que esperaba.

—¿Qué tipo de palabras, bobo?

—Poesía. Creo que es poeta. No estoy seguro.

Me puse a buscar otro libro en el bolso.

—«Como quien, en camino solitario…».

—¿Qué dices? —pregunté e interrumpí lo que estaba haciendo.

—Es… —Arrugó el rostro y cerró los ojos, muy concentrado—. «Como quien, en camino solitario, / camina entre el miedo y el espanto, / y después de mirar atrás, sigue adelante / sin girar nunca más, / pues sabe que un demonio muy temible / sigue sus pasos bien de cerca».

Detrás de nosotros, otro tronco se deshizo al fuego del hogar.

—Bastante sombrío —le dije.

—Creo que es un poema de Coleridge. Lo recuerdo.

—Ah. —Se me hizo un nudo en el estómago al escuchar la palabra «recordar». Dejé el resto de los libros en el suelo, sin mirarlos, y busqué mi abrigo—. Bueno, puedes leerlo en tu tiempo libre, cuando no estés rompiendo los muebles.

Oliver levantó la vista cuando me puse de pie.

—¿Ya te vas?

—Tengo que ir a otro sitio.

Aunque no dije «a casa», sabía que Oliver había escuchado aquellas palabras de todas formas. Arrojó el libro de Coleridge junto a El paraíso perdido y apoyó los pies en el espacio vacío que yo había dejado.

—Saluda a tus padres por mi parte.

Era un ataque disfrazado de broma, y eso me irritó más que cualquier comentario cruel.

—También son tus padres.

—Creía que ese horror ahora te correspondía a ti. ¿O prefieres que te llame «creador»?

—Qué demonios, Oliver.

Sujeté el bolso y después la bufanda, aunque ni siquiera me la puse: lo único que quería era alejarme de él lo antes posible. Sentía que me estaba sofocando.

—No podré venir mucho de visita esta semana —grité mientras me dirigía hacia la puerta—. Se acerca el mercado de Navidad y nuestro padre se está poniendo nervioso.

—Como todos los años.

—Como todos los años.

—Lo recuerdo.

Me paré en el umbral de la puerta y miré hacia atrás. Oliver estaba sentado y tenía las piernas cruzadas y los hombros caídos. Había levantado otro libro de la pila y, mientras lo hojeaba, se pasó el dedo por el labio inferior, un gesto que solía hacer cuando éramos niños y estaba absorto en sus pensamientos.

Vi el gesto y pensé: Te echo de menos.

Estaba justo delante de mí, al alcance de un abrazo. Y yo no podía dejar de echarlo de menos.

Giré la manija y lo saludé con algo parecido a una sonrisa.

—Te veré pronto —le dije, y me adentré en la oscuridad del castillo, de vuelta hacia el sol poniente del invierno, antes de que él pudiera decir adiós.

Llegué seis minutos tarde a la cena.

Cuando entré en casa, un apartamento que se situaba sobre la tienda, mis padres ya estaban sentados a la mesa. Mi padre estudiaba su reloj de bolsillo y mi madre me miraba tímidamente como pidiéndome disculpas por el espectáculo que habían montado. Sabía que no había sido idea suya. Sobre la mesa había un ganso asado, flanqueado por un plato de papet vaudois y merengue. La cena no se parecía en nada a lo que solíamos comer habitualmente, que por lo general estaba frío y pasado, y que la mayoría de las veces devorábamos en el taller entre cliente y cliente.

Mi padre cerró bruscamente el reloj de bolsillo y me miró por encima de las gafas.

—Llegas tarde, Alasdair.

Oliver me había dejado sin energía, y no estaba de humor para discutir con mi padre, así que me dejé caer en la silla sin decir ni una palabra. Mi madre había puesto las servilletas bordadas y un ramo de campanillas de invierno en una taza de té, entre los candelabros.

Pasamos un largo rato sin hablar. Mi madre contemplaba el plato vacío, mi padre observaba furioso el ganso y yo los miraba a ambos, preguntándome quién de los dos hablaría primero.

Fue mi padre quien al final levantó la copa. Creía que nos daría un discurso, porque le gustaba sermonear, pero solo dijo:

—Feliz cumpleaños, Oliver. —Tenía el ceño fruncido, pero vi el temblor en su boca cuando terminó el brindis—: Te echamos de menos.

Mi madre asintió, con el pulgar contra los labios.

Mi padre me miró, y hundí la vista en mi vaso.

—¿Te gustaría decir algo sobre tu hermano, Alasdair, algo que recuerdes? —me preguntó.

Recordaba tantas cosas de Oliver, pero cuanto más intentaba aferrarme a ellas más rápido parecían escabullirse. Las imágenes de nuestra juventud como Aprendices de Sombras, cuando aún estábamos muy unidos, se habían borrado con los recuerdos más recientes en el Château de Sang, las imágenes de los muebles rotos y los ataques de ira. La fortaleza luminosa que alguna vez admiré se había vuelto cortante e hiriente, y era lo único que quedaba de él. Era un desconocido que vestía su piel y hablaba con su voz. Mi hermano estaba oculto tras sí mismo.

De pronto, sentí ganas de llorar y concentré la mirada en mis dedos para no derramar las lágrimas. Las cicatrices que tenía en la mano, a causa de los engranajes y los cables sueltos que utilicé la noche de la resurrección, cambiaban de rojo a blanco. Tenía en la carne recuerdos de las noches en que había matado a mi hermano y lo había resucitado.

—Por Oliver —dije, y vacié la copa de un trago.