CAPÍTULO UNO

DOS AÑOS DESPUÉS

El brazo mecánico saltó sobre la mesa de trabajo cuando lo toqué con los guantes de reanimación.

Retrocedí hasta donde se encontraba mi padre, y los dos nos quedamos observando los engranajes, que cobraban vida poco a poco y se entrelazaban. La articulación de la muñeca se contrajo, y los ojos de mi padre se entrecerraron detrás de las gafas. Con los dedos, tamborileó un ritmo rápido sobre la mesa de trabajo, que estuvo a punto de hacerme rechinar los dientes.

Al cabo de un rato, sin apartar la mirada del brazo, dijo:

—Has usado la terraja de un centímetro para la rueda central. —No era una pregunta, pero asentí—. Te había dicho que utilizaras la de un cuarto.

Pensé en enseñarle las ruedas de un cuarto de centímetro que habían terminado con los dientes rotos cuando intenté obedecer sus instrucciones, antes de seguir mis propios instintos y usar la de medio. En cambio, solamente dije:

—No funcionó.

—Un centímetro es demasiado. Si se sale del mecanismo…

—No sucederá.

—Si se sale del mecanismo… —repitió, alzando más la voz, pero volví a interrumpirlo.

—La rueda central gira bien así. El problema es que el trinquete se atasca con…

—Si te niegas a seguir mis indicaciones, Alasdair, puedes ocuparte de atender el mostrador.

Cerré la boca y comencé a guardar mis herramientas en su funda.

Mi padre se cruzó de brazos y me fulminó con la mirada desde la mesa de trabajo. Era alto y delgado, y tenía la complexión de un niño, la misma que yo había heredado. Conservaba la esperanza de que algún día me volvería fuerte y musculoso como Oliver, pero seguía siendo delgado. Mi padre, con sus gafas diminutas y el pelo cada vez más escaso, parecía totalmente inofensivo. No parecía ser la clase de hombre que forja piezas ilegales para reparar la carne humana, en la parte de atrás de una tienda de juguetes. Algunos de los otros Aprendices de Sombras que habíamos conocido sí daban con la imagen, con sus cicatrices, sus tatuajes y ese cierto aire clandestino y sospechoso; pero mi padre, no. Realmente parecía un fabricante de juguetes.

—Morand vendrá a buscarlo mañana, antes de marcharse de Ginebra —dijo mientras golpeteaba el brazo del mecanismo con un dedo. La reanimación había sido tan débil que los engranajes ya comenzaban a girar más despacio—. No hay tiempo para que surjan problemas.

—No habrá problemas. —Dejé caer la funda con las herramientas en mi bolso, con cuidado de no golpear la pila de libros que había colocado debajo, y cuando volví a levantar la vista me encontré con su ceño fruncido—. ¿Puedo irme ya?

—¿A dónde vas con tanta prisa?

Tragué saliva para hacer retroceder el espanto que bullía en mi interior cada vez que lo recordaba, pero hacía tres días que lo venía postergando, más tiempo del debido.

—¿Qué importancia tiene?

—Tu madre y yo necesitamos que estés en casa esta noche.

—¿Por el mercado de Navidad?

—No, te necesitamos porque… —Se puso las gafas en la frente y se pellizcó el puente de la nariz—. Porque hoy es un día especial.

Me aferré a la correa del bolso.

—¿Creías que me había olvidado?

—No he dicho eso.

—¿Cómo podría olvidarme de que hoy…?

Me interrumpió con un suspiro, uno de aquellos suspiros de fastidio y cansancio que le había dedicado a Oliver infinidad de veces, pero que ahora solo iban dirigidos a mí. Me habría gustado decirle: Ya sé que tu hijo mayor fue una decepción y el menor es aún peor, pero decidí permanecer en silencio.

—Solo te pido que llegues pronto a casa esta noche, por favor, Alasdair. Y ponte el abrigo antes de salir de la tienda, tienes toda la ropa manchada de grasa.

—Gracias —respondí, después guardé el resto de las herramientas y los guantes de reanimación en el bolso y me abrí camino hasta la puerta del taller.

No había ventanas, y las sombras danzantes que proyectaban las lámparas de aceite hacían que la habitación pareciera más pequeña y más desordenada. Los platos del desayuno todavía estaban apilados en la silla donde solían sentarse los clientes. Mi taza se había volcado, y las hojas de té mojaban el almohadón desgastado. Había engranajes y pernos por todas partes, y una capa de virutas oxidadas cubría el suelo como salpicaduras de sangre en la nieve.

—Se habla francés en la tienda —gritó mi padre mientras yo me ponía el abrigo.

—Ya lo sé.

—Nada de inglés. Tu acento es más escocés de lo que piensas, en especial cuando tú y tu madre os ponéis a discutir. Cualquiera podría oírte.

—Lo siento, désolé.

Me detuve un momento en la puerta, a la espera del resto del regaño, pero al parecer ya había terminado. Mi padre seguía analizando esa maldita rueda central con las manos entrelazadas, y me pregunté si la apagaría cuando yo me fuera. Se pellizcaría un dedo al intentarlo, y le serviría de lección por dudar de mí. Me di la vuelta y recorrí el corto pasillo que conducía hasta la tienda.

La puerta del taller no se podía abrir desde dentro. Mi padre había tomado aquella precaución después de que en una ocasión, en Ámsterdam, Oliver abriera la puerta secreta mientras había clientes humanos delante. Di un golpe ligero y esperé. Se produjo una pausa y luego sentí una corriente de aire cuando la puerta se abrió de pronto.

Después de haber pasado toda la mañana en el taller, la luz invernal que entraba por las ventanas de la tienda estuvo a punto de cegarme, y tuve que parpadear varias veces antes de ver con nitidez los juguetes que cubrían las paredes.

—Rápido —dijo mi madre, y pasé junto a ella mientras cerraba la puerta velozmente con el hombro. Esta se cerró con el silbido del pistón, y la pared que estaba tras el mostrador volvió a tener el aspecto de un estante repleto de muebles para casas de muñecas.

Mi madre se limpió las manos en el delantal, manchadas por el polvo de yeso de la puerta, y después me miró de arriba abajo. Tenía el pelo oscuro, igual que yo, y era delgada como mi padre, pero yo todavía la recordaba como era antes. Los últimos años la habían consumido.

—Gafas —manifestó, señalando las gafas de aumento que colgaban alrededor de mi cuello. Mientras las escondía bajo la camisa, ella añadió—: Y tienes grasa en la cara.

—¿Dónde?

—Digamos que… en todas partes —respondió haciendo un gesto circular.

Me froté la manga por las mejillas.

—¿Mejor?

—Mejor, hasta que te laves como corresponde. ¿Has podido terminar el brazo de Morand?

—Sí. —Decidí no mencionar la pelea sobre la rueda central—. Que mi padre no te escuche hablar en inglés.

—¿Se ha vuelto a enfadar por eso?

—¿No se enfada siempre? —Hice la mejor imitación de mi padre—: «Nous sommes Genevois. Nous parlons français».

Mi madre sujetó el interior de una caja de música rota y las pinzas de joyero que tenía al lado.

—Bueno, él puede decir todo lo que quiera, pero no por eso seremos suizos, como tampoco éramos franceses cuando vivíamos en París.

—Ni neerlandeses en Ámsterdam —agregué, mientras ajustaba la correa de mi bolso y me daba la vuelta.

—Espera, ¿a dónde vas? Tengo algo para ti.

Me detuve a mitad de camino hacia la puerta.

—Tengo que hacer un recado.

—¿Tan tarde? Ya casi es la hora de la cena.

—Es para el mercado de Navidad —le mentí, y luego agregué rápidamente—: ¿Qué es lo que tienes para mí?

De entre todo el desorden que había en el mostrador, sacó un paquete envuelto y lo sostuvo en alto.

—Ha llegado esta mañana.

Nunca antes había recibido una carta, y mucho menos un paquete, así que lo agarré con mucha curiosidad. Tenía una estampilla de Londres en una esquina, y justo en el centro estaba mi nombre, escrito con una letra gruesa y ornamentada que me golpeó en la barbilla como si hubiera recibido una descarga de los guantes de reanimación.

—Pero ¿qué demonios…?

Mi madre frunció el ceño.

—No blasfemes.

—Lo siento.

Ella clavó la punta de las pinzas en el tambor de la caja de música.

—¿Cómo he terminado con dos hijos que maldicen como marineros? No te educamos para que hables así.

Levanté el paquete para que ella pudiera ver lo que decía.

—Es de Mary Godwin. ¿La recuerdas?

—Esa chica inglesa que andaba siempre contigo y con Oliver el verano antes de que… —Se calló de pronto y ambos bajamos la vista. Eché un vistazo al paquete, pero entonces mi corazón dio un vuelco, así que volví a mirar a mi madre. Ella observaba la caja de música y la recorría lentamente con los dedos. Después, con una sonrisa triste, dijo—: Todo sucedió ese año, ¿no?

Aquella frase no alcanzaba a describir la realidad, así que estuve a punto de echarme a reír. El 1816 fue el año en que mi vida quedó dividida en dos partes desiguales, el antes y el después: antes de que Mary viniera y se marchara, antes de que arrestaran a Geisler y se escapara de Ginebra, antes de que Oliver muriera. Mi madre señaló el paquete de Mary con las pinzas.

—¿Qué querrá?

Yo no tenía ni idea. Me parecía imposible que Mary fuera a escribir las cosas que dejamos sin decir en una carta y a mandarla por correo después de dos años sin intercambiar ni una palabra.

—Lo más probable es que me escriba para ponernos al día —respondí sin creerlo—. Cómo estás, te extraño, ese tipo de cosas.

Te extraño.

Detuve mi imaginación antes de que enloqueciera con aquella idea.

A algunas calles de distancia, las campanas de la catedral de Saint Pierre comenzaban a marcar las cuatro. Me sobresalté: ya debería haberme ido. Arrojé el paquete de Mary dentro del bolso y me dirigí de nuevo hacia la puerta.

—Tengo que irme, te veré más tarde.

—Vuelve para la cena —gritó mi madre.

—Sí.

—Sabes qué día es hoy.

La sombra invertida de nuestro apellido pintado en el cristal, finch e hijos, fabricantes de juguetes, se recortó sobre mis pies cuando giré el pomo de la puerta.

—Volveré para la cena —dije, y empujé la puerta con el hombro.

El aire de diciembre me sacudió con tanta violencia que levanté el cuello de mi abrigo. El sol empezaba a hundirse detrás de las colinas, y la luz dorada brillaba tanto sobre la nieve sucia y los tejados de cobre que tuve que entrecerrar los ojos. Las ruedas de un carruaje traqueteaban sobre los adoquines, aunque el ruido de los cascos de caballo había sido reemplazado por el tintineo mecánico de los engranajes. Una bocanada de vapor me cubrió la cara mientras el carruaje pasaba delante de mí.

No tenía dinero para un billete de autobús, pero era tarde y los libros que llevaba en mi bolso hacían la carga más pesada de lo habitual. Era muy probable que nadie comprobara los billetes. Cuando la fuerza policial redobló sus esfuerzos en el otoño para atrapar a las personas mecánicas ilegales, otros delitos, como viajar sin billete, dejaron de ser prioridad.

Crucé la plaza y me uní a la multitud que iba en procesión hacia las calles principales, las que conducían al distrito financiero y al lago. En la entrada del Hôtel de Ville, un mendigo sentado con la cabeza gacha extendía una taza de hojalata. Una de las mangas colgaba vacía, pero el brazo que agitaba la taza estaba hecho de engranajes deslucidos y el guante de cuero que los protegía había comenzado a desgastarse por el uso. Tres jóvenes con uniformes escolares pasaron corriendo, y uno de ellos le escupió. Aparté la vista y, automáticamente, comencé a pensar en cómo arreglaría ese brazo oxidado si el hombre viniera a nuestra tienda. Necesitaba dedos más delgados con engranajes más pequeños y un pasador de bisagra en la muñeca: lo habría agregado al presupuesto de Morand si mi padre me hubiera dejado salirme con la mía.

El autobús ya estaba en la estación cuando llegué, y encontré un sitio junto a la puerta que me permitiría huir rápidamente si alguien subía a comprobar los billetes. Cuando el autobús se alejó de la acera con un gruñido neumático, saqué el paquete de Mary del bolso y me quedé contemplando de nuevo mi nombre, escrito en el centro con una caligrafía perfecta. Por alguna razón, todo parecía raro y familiar al mismo tiempo. Deslicé el dedo bajo el sello y rasgué el envoltorio.

Era un libro, verde y delgado, con el título impreso en letras de oro sobre el lomo: Frankenstein o el moderno Prometeo.

No sabía lo que era un Frankenstein ni un Prometeo. Durante un instante, creí que tenía que ver con esa poesía ridícula que había tenido obsesionados a Mary y a Oliver durante todo el verano, pero no figuraba el nombre del autor: ni Coleridge ni Milton ni ninguno de los otros que les fascinaban. Hojeé las primeras páginas, y luego volví a mirar el lomo para asegurarme de que no lo había pasado por alto, pero solo aparecía ese título extraño.

Con curiosidad, hojeé algunas páginas más y eché un vistazo a las primeras líneas:

Querida hermana:

Te alegrarás al saber que ninguna desgracia ha acompañado el comienzo de esta empresa que te inspiraba muy malos presentimientos. Llegué aquí ayer, y mi primera tarea es asegurarte, querida hermana, que estoy bien y que crece mi confianza en el éxito de este proyecto.

El autobús se detuvo de pronto cuando una motocicleta de vapor se le cruzó por delante. Alguien me empujó y perdí de vista el párrafo. Era un lector lento e indeciso en el mejor de los días, y el ruido y el vaivén del autobús sumados a esa enorme cantidad de palabras no ayudaban. Cerré el libro. Mary sabía que no me gustaba leer: el amor por la lectura era lo que compartían ella y Oliver. Habían pasado todo el verano intercambiando libros, aunque él no tenía muchos y cada vez que le llevaba alguno a Mary, ella se lo devolvía terminado en el siguiente encuentro. En una ocasión, Oliver le preguntó cómo conseguía leer tan rápido, y ella le dijo con una sonrisa pícara que se llevaba los libros a la cama como si fueran amantes. Tal vez ella no había elegido Frankenstein especialmente para mí, sino como un regalo para compartir. Pero me llamaba la atención que hubiera llegado ese día y no otro.

El autobús recorrió a toda velocidad Vieille Ville, la ciudad antigua construida alrededor de la catedral, y avanzó a lo largo del Ródano hasta el distrito financiero. Cuando la calle se abrió para dar lugar a la Place de l’Horloge, la torre del reloj apareció imponente sobre nosotros, con sus manecillas negras que marcaban la medianoche, inmóviles como centinelas. La habían construido para celebrar la incorporación de Ginebra a la Confederación Suiza y era la más alta de Europa. Estaba hecha de puntales industriales y vigas de hierro, y contaba con el reloj más grande del continente: en su interior había engranajes más anchos que un hombre, diseñados para funcionar con electricidad. Era todo un espectáculo, aunque el reloj aún no funcionara. Ya habían quitado los andamios, y el nuevo cristal translúcido reflejaba el lago helado que se extendía tras las murallas de la ciudad. Me envolví en el abrigo y aparté la mirada del reloj.

Un grupo de personas se subió al autobús en la estación de la torre y tuve que moverme hacia un rincón para hacer espacio. Estuve a punto de dejar caer el libro a causa de la confusión y, cuando las páginas se sacudieron, un sobre salió flotando de entre las hojas. Lo atrapé en el aire antes de que tocara el suelo.

Allí estaba de nuevo mi nombre, escrito con la rizada letra de Mary. Lo miré durante un buen rato mientras el autobús retomaba la marcha e intenté impedir que mis ilusiones se anticiparan a lo que podría decir. Por más enfadado que estuviera con ella por cómo había terminado todo, me entusiasmaba creer que tal vez, por fin, ella buscara reconciliarse. Bastaba con que dijera la palabra, y yo habría sido suyo al instante.

Comencé a romper el sello, pero luego una voz áspera gruñó desde el fondo del autobús:

—Levántate, máquina vieja.

Me quedé paralizado. Un oficial de policía estaba a unos pasos de mí, llevaba puesto un abrigo azul marino que llegaba hasta el suelo como si fuera un sudario. Me había entretenido con la carta de Mary como un idiota y no lo había visto subir. Lo reconocí de inmediato por la pesada cruz de oro que colgaba de una cadena en el ojal de su chaleco: era el inspector Jiroux, el jefe de policía de Ginebra. La cruz brilló cuando se cruzó de brazos y clavó la mirada en un anciano que tenía un mechón de pelo blanco y un broche de latón con forma de engranaje en la solapa del abrigo. Guardé la carta de Mary entre las páginas de Frankenstein y comencé a caminar hacia la puerta, con el corazón acelerado.

Jiroux le dio una patada en la pierna al anciano. Se oyó un ruido metálico y grave.

—Levántate —repitió de nuevo—. ¿No ves que todas estas personas, seres humanos de pies a cabeza, no tienen dónde sentarse? —Se volvió de pronto y me apuntó con su porra. El viejo y yo nos sobresaltamos—. Dale tu asiento a este joven.

—No es necesario —murmuré sin levantar la mirada de mis botas.

—Sí, lo es —respondió Jiroux—. Los hombres como usted no pueden ser menos importantes que los mecánicos.

—Está bien, en serio —insistí.

—No está bien, él es una máquina. —Jiroux levantó el pantalón del anciano de un tirón y dejó al descubierto el esqueleto de metal, el tumulto de engranajes que se escondían bajo la cicatriz—. Ya no es un hombre.

Con la punta de la bota, Jiroux tocó las barras de metal, que resonaron.

El anciano se encogió de hombros.

—Por favor, me cuesta estar de pie. Perdí la rodilla en la guerra.

—¿Y por eso has elegido escupirle a Dios a la cara y dejar que un hombre te convirtiera en una máquina?

—No es una falta de respeto hacia Dios, señor… —comenzó a decir el anciano, pero Jiroux lo interrumpió. Su voz se proyectó por todo el autobús como si fuera un sacerdote que hablaba desde el púlpito.

—El hombre, tal como fue diseñado por la mano de Dios, es perfecto. Si Dios hubiera querido hacer hombres de metal, así habríamos nacido. Cuando decidiste instalar una pieza mecánica en tu cuerpo, te transformaste en una ofensa a Dios y a Su creación divina, y renunciaste a los derechos que les dio a los humanos. —Sujetó al anciano por el cuello del abrigo y lo sacó a rastras del asiento. Luego me ladró—: Siéntate. —Yo no me moví. Todos los pasajeros nos observaban—. Siéntate —repitió Jiroux cuando el autobús comenzó a disminuir la velocidad.

—Me bajo aquí —respondí.

Jiroux me fulminó con la mirada y después empujó al anciano, que tropezó y alcanzó a detener la caída cerca del asiento de una mujer. Ella se apartó como si él tuviera una enfermedad contagiosa. Las puertas del autobús se abrieron de golpe, bajé las escaleras de prisa y salté al pavimento. Me había bajado dos paradas antes, pero igualmente me pasé el resto del camino hasta la frontera de la ciudad insistiéndole a mi corazón para que dejara de latir tan fuerte.

Después de la Revolución francesa y las Guerras Napoleónicas, muchos soldados terminaron con heridas graves y perdieron extremidades. Y, al mismo tiempo, cada vez más personas querían reemplazar los brazos o piernas que ya no tenían con partes mecánicas. Muchos de los expatriados políticos de Francia habían venido a Suiza, y Ginebra se había convertido en un hogar para ellos, una ciudad neutral que daba asilo a los refugiados de la guerra. Los veteranos se convirtieron en nuevos clientes de nuestra tienda, aunque seguíamos tratando otro tipo de lesiones, igual que antes de llegar a Ginebra: extremidades arrancadas o destruidas por la maquinaria de las fábricas, articulaciones artríticas y pies de palo que reemplazábamos por piezas metálicas móviles, columnas desviadas que reparábamos con vértebras metálicas. Incluso habíamos injertado un sistema de pistones de vapor en las caderas de un hombre con parálisis para que pudiera volver a caminar.

Mi padre solía decir que los prejuicios no tenían que ser lógicos, pero de todas formas yo nunca había entendido cómo podían pensar que lo que hacíamos estaba mal. Las personas como Jiroux creían que en cuanto el metal se fundía con los huesos y los músculos, algo de la esencia humana desaparecía, y por eso los hombres y las mujeres con piezas mecánicas eran máquinas, inferiores al resto.

Las personas mecánicas debían decidir si vivir con el cuerpo incompleto o con el odio de la sociedad. Era una elección de mierda.

Al cruzar el puesto de control fronterizo y las murallas de la ciudad, las colinas se extendían como palmas abiertas hacia el sol poniente. Me aparté de la carretera principal y comencé a ascender por los caminos de los viñedos, que se convirtieron en estrechos senderos de montaña. Mis botas se hundían en el lodo a medida que subía. Todo era silencio y solo el viento invernal que soplaba entre los pinos con un aullido sombrío y el lejano murmullo de la ciudad industrial, más débil con cada paso, interrumpían la quietud de los acantilados.

En la cima de la cresta final me detuve para recuperar el aliento y mirar el paisaje. En la distancia, la superficie del lago helado brillaba como si estuviera hecha de diamantes, y en su ribera, entre los árboles perennes, asomaban las villas de los magistrados y comerciantes. A sus orillas, Ginebra se recortaba de color negro contra la puesta de sol: el Ródano dividía los techos con torrecillas y agujas de Vieille Ville de la zona industrial, y la silueta de la torre del reloj se alzaba solitaria sobre todas las construcciones.

Conté hasta cien mientras contemplaba el paisaje. Después, me di la vuelta. Al otro lado de la cima escarpada, en lo alto, había un pequeño castillo de piedra oscura, y una voluta de humo blanco salía de una de sus chimeneas. Era el Château de Sang, escuálido y oscuro como un agujero en el cielo invernal.

El frío comenzaba a colarse por mi abrigo, pero no me moví. Una parte de mí quería quedarse allí y dejar que el tiempo pasara hasta la hora de volver a casa. Una mezcla de miedo y obligación me revolvía el estómago, y sabía que no podría tragarme las náuseas. Solo tenía que dejar que el malestar pasara un poco para poder retomar la marcha, pero nunca se desvanecía por completo.

Respiré hondo, me armé de valor y comencé a bajar la pendiente que llevaba hasta la entrada.

Entré en el castillo por una puerta trasera de servicio, la única que no estaba tapiada. Yo había reemplazado la cerradura que las autoridades habían instalado por una igual a la que teníamos en nuestra tienda, que quedaba bloqueada por dentro y por fuera. Puse una piedra en el marco de la puerta para que no se cerrara por completo.

En el interior del castillo todo se cubría de sombras. Las partículas de polvo flotaban a la luz de los delgados rayos que se filtraban por los altos ventanales tapiados, y las telarañas decoraban las paredes como si fueran tapices tejidos. El aire estaba cargado con el olor del moho y el tiempo, y por el azufre intenso de la pólvora y los explosivos que las autoridades guardaban en el sótano.

Atravesé la cocina por un camino que conocía bien y solo me detuve un instante para cerciorarme de que la despensa estuviera abastecida. Después subí unas escaleras largas y sinuosas, prestando atención a cada sonido para descubrir dónde se encontraba él. Cuando llegué al pasillo del primer piso, pude ver el resplandor ambarino del fuego en la distancia y seguí la luz.

Parecía que una fuerte tormenta de viento había barrido la habitación justo antes de mi llegada. Había papeles arrugados por el suelo y plumines clavados en la pared como dardos. El almohadón de pluma de ganso que les había robado a mis padres estaba tirado en mitad de la habitación, desgarrado, y las plumas asomaban por la tela rota y flotaban con el viento que bajaba por la chimenea. Había platos apilados en lugares al azar, con restos de comida secos y en descomposición, y la mayoría de los muebles que habían dejado los viejos dueños del castillo, ya estropeados por el paso del tiempo, tenían marcas de golpes y roturas. Parecían los despojos de un campo de batalla, un botín que alguien había decidido dejar atrás.

Y en el centro, como un rey en su trono, estaba Oliver.