El corazón de mi hermano me pesaba entre las manos.

Los tornillos alineados en las soldaduras resplandecían a la luz vacilante de las velas, y decidí revisar el resorte principal por última vez para asegurarme de que estuviera bien ajustado. El corazón era más pequeño de lo que había imaginado: los mecanismos encastrados formaban un nudo que apenas tenía el tamaño de mi puño. Pero, cuando lo coloqué entre los engranajes expuestos del pecho de Oliver, encajó con precisión. Era la última pieza del rompecabezas, hecha de ruedas dentadas y pernos, en la que había estado trabajando toda la noche.

Él ya no estaba roto, pero seguía muerto.

Me puse de rodillas lentamente y dejé escapar un suspiro tan profundo que me hizo doler los pulmones. Bajo mis pies, el dispositivo interno de la torre del reloj seguía quieto y silencioso. Hacía años que los engranajes no se movían, aunque esa noche los péndulos se balancearan con el viento que pasaba por la grieta irregular en el cristal del reloj. Mirando por esa abertura, seguí el camino del río Ródano, que atravesaba Ginebra, cruzaba las murallas de la ciudad y llegaba hasta el lago, donde la luz de las estrellas se desvanecía en el horizonte para dar paso a un amanecer blanquecino.

Cuando desenterramos el cuerpo de Oliver, nos pareció una buena idea llevarlo allí, al taller secreto del Dr. Geisler, a la misma torre donde él había comenzado las tareas de resurrección, pero de pronto parecía una tontería. Y un riesgo. No podía dejar de pensar que de un momento a otro llegaría la policía, que había vigilado de cerca el lugar desde el arresto de Geisler, o que alguien nos descubriría, entraría y lo echaría todo a perder. No podía dejar de pensar que Oliver se sentaría y abriría los ojos como si nada hubiera pasado, como si desde aquí yo pudiera estirar la mano y recuperar su alma, que había caído al vacío con él cuando traspasó el cristal.

—Alasdair.

Levanté la vista. Mary estaba arrodillada al otro lado del cadáver de Oliver, con el rostro aún manchado por la tierra del cementerio. Dábamos una imagen penosa: Mary con el vestido manchado de lodo y el cabello despeinado, yo con el pantalón roto a la altura de las rodillas, los tirantes desprendidos y la camisa salpicada de sangre. Parecíamos dos locos, ella y yo, justo la clase de gente que desenterraría un cadáver para resucitarlo en la torre de un reloj. La verdad es que me sentí un poco loco en aquel momento.

Mary me alcanzó los guantes de reanimación y, cuando los sujeté, nuestros dedos se rozaron. Ella ya había cargado las placas, y después de ajustarme los cordones en las muñecas sentí que la corriente palpitante circulaba por mi cuerpo, suave y estática, como si un segundo corazón latiera en mis manos.

—Alasdair —dijo, repitiendo mi nombre, con tanta dulzura que pareció una plegaria—. ¿Vas a hacerlo?

Respiré profundamente y cerré los ojos.

Cada vez que recordara a mi hermano vería su radiante rostro y su mirada aguda. Recordaría los días en los que tan solo éramos dos niños con el pelo despeinado; los días en los que corría a su sombra; los días en los que me enseñó a ser valiente, leal y amable de cien maneras distintas. Cuando me quedaba dormido sobre su hombro y me aferraba a su manga cada vez que llegábamos a una ciudad desconocida. Cuando cazábamos en Laponia y patinábamos en los canales de Ámsterdam; cuando él se escabullía por las noches para visitar las zonas prohibidas de París y también cuando me dejaba acompañarlo.

No quería guardar el recuerdo de su último aliento, dos noches atrás, cuando yacía desplomado y sangrando en la oscuridad aterciopelada de las orillas del Ródano, ya más cadáver que hombre.

No quería recordar la noche en la que había muerto.

En cambio, recordaría aquella noche, y lo que estaba a punto de suceder. Aquel momento se abalanzaría sobre mí como un carruaje fuera de control: el instante en el que Oliver abrió los ojos y me miró. Vivo, vivo, vivo de nuevo.

Entonces, me arrodillé a su lado y apoyé las manos en sus sienes afeitadas, con los dedos sobre una hilera de suturas. Las placas de metal que tenía bajo la piel eran frías y duras. Cerré los ojos cuando la descarga de electricidad salió de mis guantes, dejé que volviera a cantar entre mis manos y me recorriera, antes de pasar a Oliver para encontrar su camino hasta el corazón y los pulmones mecánicos y cada pieza de relojería que lo devolvería a la vida.

Sentí un pulso, un destello, y los engranajes comenzaron a girar.