Melodrama: deseo, sufrimiento y empatía

Los orígenes

El término melodrama comienza a utilizarse alrededor de la Revolución Francesa, en referencia a un tipo de obra en el que se produce una combinación de partes habladas con otras cantadas: de ahí su etimología compuesta por los términos griegos mélos (frase musical) y drama (acción representada). Pero aplicar este origen de manera literal (representación que combina acción con música y canto) supondría trasladarse a la Grecia del siglo V antes de Cristo, donde se representaban obras de estas características, como ocurría con los dionisíacos ditirambos. En las tragedias de Sófocles era frecuente que tanto algunos personajes como el coro pronunciasen quejas y comentarios melancólicos sobre el dolor que produce la existencia y, por el contrario, la felicidad que gozan quienes no han nacido hombres: el carácter sufriente y paciente de la condición humana. Y aunque el término no figura literalmente en el texto, podría remontarse el concepto de melodrama hasta la Poética de Aristóteles, siempre en situación de inferioridad con respecto a la tragedia; un entramado de situaciones basadas en giros inesperados y reconocimientos, en el ritmo con que avanza la trama, etc. No han faltado los críticos que han visto el melodrama como una variante un tanto deformada de la tragedia y, en su definición idealizada del protagonista, Aristóteles ofrece un retrato distante tanto del virtuoso impecable como del malvado, optando por aquel «que ocupa una posición intermedia entre ambos», que «no destaca por su virtud ni por su justicia, pero tampoco cae en la desdicha por maldad o por perversión, sino más bien por culpa de alguna falla»: la hamartía.

Técnicamente, el melodrama de la era moderna surge en Italia, con el melodrama per musica, cuyo objetivo era hacer más comprensibles los textos al público: en realidad, estamos asistiendo al origen de la ópera que culminará con Claudio Monteverdi en un discurso que reclamaba los sentimientos de dolor, rabia, sacrificio o resignación. Pero el melodrama, ya emancipado de la ópera, tal como lo entendemos en la actualidad, es producto de la sociedad industrial del siglo XIX y, por tanto, tiene su receptor natural entre la clase obrera urbana, lejos de las tradiciones del teatro burgués: al tratarse de un público mayoritariamente iletrado, convenía estimular el aspecto visual en detrimento del verbal. Peter Brooks (1976, págs. 15-16) sitúa el origen del melodrama literario en los albores de la revolución burguesa y su apuesta por la laicización de la sociedad: lo que Cioran llamara, en su Breviario de podredumbre, «la secularización de las lágrimas», que se produce cuando la producción cultural abandona de manera definitiva la iglesia y la corte para integrarse en la ciudad. De hecho, se atribuye a Jean-Jacques Rousseau el honor de haber escrito la primera obra que respondiera a los nuevos criterios: su Pygmalion (1765), autocalificado como melodrama. Y de

«su encuentro con otra tradición teatral, la simbolizada desde 1670 por los locales del Boulevard du Temple y centrada en el popular teatro “mudo” (pantomima, circo, desfile, danza), fruto de la exclusividad de las formas dialogadas por parte de la Comédie Française y la ópera cómica, surgiría esa nueva forma escénica que será el melodrama del siglo XIX: de hecho, ahí podríamos contemplar el nacimiento nada menos que del espectáculo moderno, dentro del cual habría que situar al propio cine» (Monterde, 1994, pág. 56).

Todo ello sin olvidar los componentes melodramáticos de la poderosa imaginería narrativa popular, la de los romances, los cuentos infantiles (en el Boulevard se adaptaban relatos de Perrault), las coplas de ciego, la literatura de cordel o el relato gótico y de terror. Para ese mismo tipo de público, la asistencia al espectáculo teatral suponía un acercamiento escapista a un mundo idealizado en el que la justicia es posible y la recompensa por la virtud no forma parte de un sueño; no se olvide, en cualquier caso, que aquellos espectadores se reconocían en los relatos con la virtud, pero experimentaban una morbosa fascinación por la maldad representada por el villano, como sucede con los cuentos de hadas tradicionales y sus sugestivos ogros, brujas y madrastras. Teniendo en cuenta estas peculiares condiciones de recepción, quizá no extrañe demasiado el objetivo pedagógico y moralizante que muchas veces tenían estas piezas; entre sus virtudes estaban siempre la decencia, el decoro y la verosimilitud, y por ello el melodrama, como el folletín, no escaparía de la consideración de espectáculo alienante por parte del marxismo. Y ese carácter moralizante fue contemplado, por ejemplo, por Noël Burch (1987, págs. 78-79), que consideró el melodrama como un «hallazgo» de los ideólogos de la burguesía para rentabilizar el entretenimiento del pueblo y destacar su carácter híbrido, diseñado por la propia burguesía y consumido por el público popular. Algo similar a lo que ocurriría después con el cine.

Constatamos que el melodrama cinematográfico se nutrirá de la combinación de elementos de herencia burguesa (sobre todo ideológicos y, en especial, de la tragedia burguesa y el drama sentimental) con aspectos de tradiciones populares, como elementos no verbales y musicales, emblemas visibles o iconos espectaculares. Así lo apreció también Przybós (1987) al establecer las principales líneas recurrentes del género: a) afirmación de un modelo conservador de familia y sociedad; b) idealización de lo rural arcádico; c) afán moralizador y ritualizante, y d) dualismo maniqueísta que afecta a la concepción espacial interior (positivo) / exterior (negativo).

Este acatamiento de los valores tradicionales irá declinando a partir de 1825 (Thomasseau, 1989, pág. 69), a la vez que los ingredientes melodramáticos comenzarán a ser utilizados por los narradores de la órbita culta; de esta manera, la novela realista decimonónica se nutre de elementos de la tradición popular, provocando la fusión de ambas tendencias que afecta tanto a los medios de transmisión (los folletines periodísticos) como a los planteamientos dramáticos de novelas de Balzac, Dostoievsky, Dickens, Hardy, Zola y otros. De hecho, muchos de los más reputados novelistas de la época utilizaron un canal popular como el folletín para el lanzamiento de algunos de sus más notables relatos. Es el caso de Dickens, pionero en este sistema con Los papeles póstumos del Club Pickwick en 1836; o de Hardy, que difundió por entregas mensuales Lejos del mundanal ruido décadas más tarde.

A comienzos del siglo XX se produce una lógica tentativa por actualizar el género, pero a la altura de 1918 el melodrama escénico estaba virtualmente extinto, y la causa principal de tal desaparición no fue otra que el asentamiento del cinematógrafo como espectáculo y su adaptación, realista y verosímil, a las fantasías melodramáticas, como muestra la propaganda de algunas películas primitivas: en la de La cabaña del tío Tom se informaba al público de que iba a ver «hielo real, policías reales, negros reales, actores reales, escenas reales de la vida real, tal como era en los días precedentes a la Guerra Civil». Como plantea Company (1987, pág. 21): «Si el melodrama se representaba, pues, como una pantomima acompañada de música, ¿no sería esta la esencia del espectáculo cinematográfico en sus orígenes?». Porque el cine, y no solo el melodrama, es producto de una coincidencia histórica: la del realismo-naturalismo narrativo y el melodrama teatral y la pantomima, es decir, de nuevo una confluencia entre elementos propios de la órbita literaria culta y otros de la tradición popular, como bien entendió Griffith.

El concepto y el término

Pocos conceptos del ámbito de la crítica literaria y cinematográfica resultan tan permeables como el de melodrama. Realmente, el actual término melodrama solo se comienza a utilizar de manera generalizada en los años setenta, pues anteriormente englobaba tanto a un relato de acción dirigido a un público masculino como a un film de temática sentimental destinado a mujeres. En el primer caso, la palabra melodrama mantendría cierta lógica semántica (que ya no etimológica) con su noción decimonónica, y todavía en 1934 un film de gánsteres como El enemigo público número 1 (W. S. van Dyke) presentaba como título original Manhattan Melodrama, y durante el periodo del cine silente también se utilizaba —en varios contextos— para designar los filmes de catástrofes, bélicos e incluso de terror.

Para el segundo caso (el que más se aproxima a los límites que actualmente atribuimos al género), se solía aplicar las marcas melodrama familiar o, más impropiamente, melodrama romántico, aunque posteriormente se acuñaría el término women’s picture, especialmente por parte de la crítica feminista. Mary Ann Doane (1987) advirtió, no obstante, del carácter intergenérico de este cine de mujeres, sobre todo en las primeras décadas del medio, en las que la vertiente melodramática sería solo una de las múltiples encarnaciones de un relato vertebrado en torno al sexo —e incluso a la orientación sexual— de su destinatario. De hecho, y para un cierto sector de la crítica norteamericana, son precisamente los géneros, como reguladores de un determinado modelo de deseo, los responsables de las diferencias sexuales en los medios de masas del siglo XX (Mulvey, 1975, pág. 14).

¿Cuál es, entonces, el trayecto que recorre el melodrama desde las obras teatrales de comienzos del siglo XIX hasta los clásicos fílmicos de la década de 1950? ¿Se le puede aplicar un criterio biológico según el cual un género experimenta un nacimiento, un crecimiento, un periodo de madurez, varias crisis, un cierto manierismo, una muerte, una resurrección, etc., como se ha hecho a veces con el western o el cine de terror? ¿Es posible alcanzar un método de análisis que sirva igualmente para abordar el estudio de una ópera italiana del siglo XVII, una pieza teatral de Guilbert de Pixérécourt, un relato de Dickens, un film de Porter, un culebrón televisivo venezolano o una película de Aki Kaurismäki, todos atendidos, en mayor o menor grado, por sus ingredientes melodramáticos? Este inabarcable cajón de sastre en que se ha convertido el género y sus derivaciones ha terminado, en parte, por diluir y vaciar su significado, o incluso convertirlo en un cliché.

A tal indefinición ha contribuido el aspecto híbrido de todas estas manifestaciones. De hecho, el melodrama adquiere ya en los primeros pasos del cine ese carácter multiforme e intergenérico. Así, para ser más rigurosos, la amplia noción del género cinematográfico melodrama debería dejar paso a la idea de lo melodramático en el cine (Pérez Rubio, 2004, pág. 30); en la conversión del sustantivo en adjetivo, este último término designaría, según José Javier Marzal (1996, pág. 9), a un sistema determinado «de procedimientos textuales en el que podemos identificar una serie de estructuras de reconocimiento: iconográficas, actanciales, espaciales, narrativas y musicales». Muchos textos fílmicos pueden ser calificados, de manera convencional, como melodramas, pero otros muchos que quedarían encuadrados en otros géneros contienen numerosos ingredientes pertenecientes al ámbito melodramático, que hace aflorar lo sentimental excesivo en relatos alejados de ello. Thomas y Vivian Sobchack (1980, pág. 235) sostienen que melodrama y comedia son los «dos tipos mayores de films» que existen, y por ello se refieren al primero no como género, sino como un «tipo de narrativa genérica» que englobaría al western, el cine negro, el de aventuras, el bélico o el fantástico y la ciencia ficción.

Basándose en la indiscutible facilidad con que el mélo combina con todo tipo de géneros, ha habido quienes han afirmado que todo el cine de Hollywood, desde sus orígenes, es melodramático o, al menos, está impregnado de ello. Según este supuesto, «el melodrama no sería un género, sino la característica global que atraviesa todos los géneros, desde los dibujos animados de Tom y Jerry a Escrito sobre el viento» (Leutrat, 1997, pág. 280); hay quienes han apelado a la existencia de un registro melodramático, de una estructura narrativa, una forma transcultural, una ideología estética o incluso un modo narrativo, es decir, una manera de abordar en imágenes la organización de los acontecimientos que configuran un determinado relato. Otros, directamente, le han aplicado la categoría de hipergénero o de «género fantasma». Parece consensuado que el melodrama no viene únicamente determinado por la existencia de un grupo de asuntos, de un fuerte sistema iconográfico de referencia, de arquetipos y conflictos, sino que se erige en un sistema narrativo y textual que pone en escena experiencias emocionales a las que intenta dotar de un determinado sentido; de ahí, también, su pervivencia durante dos largos siglos, como un camino para la comprensión del mundo y de los conflictos humanos. Melodrama, pues, sería «un modo de concepción y expresión, un cierto sistema de ficción para dotar de sentido a la experiencia, un campo de fuerza semántico» (Brooks, 1976, pág. xiii).

Coincidimos con Marzal (1996, pág.11) en que «el entrecruzamiento de los géneros (la crisis del sistema genérico) pone de manifiesto la debilidad de las aproximaciones tradicionales a los géneros fílmicos»; reconocemos la fragilidad de una categoría genérica que abarca un corpus tan ingente y variado de películas, lo cual afecta a su delimitación; se habla de la existencia de melodrama familiar, melodrama romántico, melodrama materno, melodrama de época, women’s picture: demasiadas subcategorías genéricas para ayudar a una definición más o menos cerrada. De ahí que se haya hablado incluso de «categoría transversal» (Leutrat, 1997, pág. 288).

Si bien arrancamos de una inicial desconfianza, aceptaremos su capacidad como herramienta, sobre todo con una perspectiva abierta que analice el género no como un código cerrado sino más bien como molde interrelacionado basado en la repetición (y su variación) de fórmulas más o menos codificadas y su reconocimiento por parte del receptor; se acudiría a la noción de «efecto de corpus» que citan algunos autores, «basado en el juego de repetición y diferencia, entre invariancia (o redundancia) y novedad» (Monterde, 1994, pág. 53) y, por tanto, en la relación que establece un texto (como individuo integrante de una colectividad: un film en el conjunto de los filmes) con su espectador y con su consideración de lo verosímil narrativo. Estamos en el terreno del regreso de lo idéntico que Umberto Eco atribuye a los seriales —tan vinculados a la experiencia melodramática—: el goce con que el espectador, autoengañado por la ilusión de novedad, reconoce personajes, lugares y objetos, con que se anticipa al porvenir del relato previendo la resolución de conflictos (ayudado por una maquinaria semántica de predicción), con que se recrea en las conocidas huellas sembradas por el relato.

En un texto canónico, Jean-Loup Bourget (1985, págs. 9-13) ofrecía una definición según sus contenidos originales, asimilados por el cinema: «Estilísticamente, el melodrama [...] es un “mixto” de palabras, de gestos, de efectos especiales: se trata de un espectáculo, y la puesta en escena desempeña en él un papel fundamental». Y continuaba:

«Definiremos como melodrama todo film hollywoodiense que presenta las siguientes características: un personaje-víctima (frecuentemente una mujer, un niño, un enfermo); una intriga que reúne peripecias providenciales o catastróficas, y no un simple juego de circunstancias realistas; y por fin, un tratamiento que pone el acento, bien en el patetismo y el sentimentalismo (haciendo que el espectador comparta el punto de vista de la víctima), bien en la violencia de las peripecias, bien (lo más frecuente) alternativamente en ambos elementos».

Definición que deviene actualización de la ofrecida por Brooks con respecto al melodrama teatral, cuyas connotaciones principales serían

«la indulgencia de fuerte emocionalismo; la esquematización y polarización moral; formas de ser, situaciones y acciones extremas; villanía manifiesta; persecución de la riqueza y recompensa final de la virtud; expresión inflamada y extravagante; tramas oscuras, suspense y una peripecia que quita el aliento» (Brooks, 1976, págs. 10-11).

Pero en el melodrama se dan cita las más variadas disciplinas de la llamada «cultura popular» de los dos últimos siglos: teatro, pantomima, música, literatura, cine, televisión, fotonovela, cómic, canción popular (bolero, tango, fado, ranchera, country, balada) y radio. Además, su campo semántico emparenta con términos relativamente afines como el folletín, el despectivo dramón, el culebrón, el serial radiofónico o el relato rosa; red terminológica que avisa de la dificultad de establecer una tipología más o menos cerrada. Incluso podemos advertir que la palabra melodrama a veces —en Inglaterra, desde la época victoriana— era contemplada como algo deleznable y solía ir acompañada de apelativos despectivos (el «mal nombre» del melodrama al que alude Eric Bentley, 1995); y también se ha incorporado al registro coloquial con esa misma intención, en contextos como «no seas melodramático» o «me montó un auténtico melodrama», que aluden al exceso sentimental y al abuso de lo afectivo en detrimento de la cordura o la sensatez.

Melodrama aparecerá, igualmente, en contraposición a otras categorías genéricas (sobre todo del teatro) de índole superior y adulta, investidas de nobleza: tragedia, ópera, drama —ya sea en sus variantes romántica, burguesa, histórica— o incluso comedia, especialmente si esta es acompañada de calificativos como alta, burguesa o absurda. No está exento de estas consideraciones peyorativas su origen popular; «Melodrama», concluía James L. Smith en un breve ensayo sobre el tema (1973, pág. 7), «es probablemente la más sucia palabra que un crítico teatral se atreve a imprimir». Y más adelante resumía los prejuicios existentes contra el género de la siguiente manera: «El melodrama falsifica la vida, sus personajes son muñecos, su acción absurda, sus prodigios escénicos meros efectos teatrales, su lenguaje grotesco y exagerado, su justicia poética naïf y su escapismo infantil» (1973, pág. 51).

El debate entre el origen popular de los materiales que nutren al melodrama y su puesta en forma y conversión ideológica con arreglo a criterios estéticos y narrativos que podríamos considerar como cultos, subyace a todas estas consideraciones, aunque desde que en la década de 1970 las perspectivas del psicoanálisis, del marxismo y del feminismo se consolidaran en los estudios fílmicos, ha sido ya convenientemente considerado. Podemos recordar cómo muchos cinéfilos de esa época, entre los que nos incluimos, descubrieron el cine de Douglas Sirk a través de Rainer Werner Fassbinder (del que, se decía, era epígono y deconstructor), o que hasta no hace mucho la mayor parte de las películas mexicanas de Buñuel estaba constituida por productos alimenticios realizados entre el fervor vanguardista de sus comienzos y la madurez de la etapa francesa final. El rescate culto de lo melodramático ha ido paralelo a la constatación de cómo movimientos cinematográficos cultos se han servido de moldes melodramáticos para hacer sus discursos asequibles al espectador popular, buscando cierta complicidad emocional. Así ocurrió, por ejemplo, con el neorrealismo italiano, que se sirvió de recursos retóricos del melodrama hasta que este terminó imponiéndose en detrimento de elementos estéticos que le eran propios desde su origen, como se puede comprobar en películas de 1950 como Ana (Anna, Alberto Lattuada, 1952), Estación Termini (Stazione Termini, Vittorio de Sica, 1953) o varias de Raffaello Matarazzo, que conforman un neorrealismo popular o dappendice (Quintana, 1997, pág. 133).

Quizá tenga algo que ver el hecho de que el melodrama sea un género que apela a la faceta emocional del espectador, despreciando supuestamente el goce intelectual, y que constituya también un tipo de cine defensor de los valores tradicionales y del orden ético y social establecido; como diría la crítica marxista, el género no es más que un instrumento discursivo de control social cuyo objetivo es apuntalar la ideología dominante. Aunque sea por la vía de una aparente desideologización, el melodrama es, en sí mismo, una ideología; basta recordar al respecto unas elocuentes palabras escritas por Louis Feuillade en 1921 a propósito de sus seriales: «El autor no tiene la pretensión de reformar la moralidad, de revelar algunas verdades antiquísimas desde la cima de un Sinaí humeante ni de revolucionar el mundo».

La irrefrenable huida del tiempo

El aviso permanente de la muerte y el paso del tiempo (que convoca a la vejez y la muerte: dolorosa experiencia del tránsito fugaz) constituyen dos protagonistas dramáticos y ejes sobre los que gravita la mayor parte de los relatos. No solo es una fórmula que los articula narrativamente, sino también causa de ese derrumbamiento en la desdicha: la imposibilidad de recuperar el pasado, la nostalgia provocada por una juventud perdida, la melancolía estimulada por el recuerdo de un viejo amor. El propio transcurso del tiempo es capaz de engendrar tristeza, pero la memoria es el proceso mental que activa el dolor, ese sufrimiento provocado por la imposibilidad de olvidar, y que convierte a muchos personajes en seres anclados en el pasado, en el que se recrean morbosamente, incapaces de vivir en el momento presente o de atisbar un futuro esperanzador. El tiempo es protagonista absoluto del cine —arte de la memoria por excelencia— pero más de un género que carga en él buena parte de su espesura semántica: «La magnitud nostálgica del melodrama viene dada por una reiteración, en sus imágenes, de ámbitos espaciales que estuvieron habitados por cierta sensación de plenitud afectiva y que ahora son vistos, tras el paso implacable del tiempo, bajo una nueva, desoladora luz» (Company en Ponce [comp.], 1987, pág. 20). O la inscripción de la biografía en el relato que Vladimir Jankélévitch (2011) asocia con la nostalgia como la trágica conciencia de lo irreversible. Y tal nostalgia implica la búsqueda de un absoluto, generalmente a través del amor, imposible de alcanzar por el sentimiento trágico de una felicidad inasequible, la noción baudeleriana del esplín o la melancolía suicida que se sustancia gráficamente en el Robert Stack de Escrito sobre el viento (Written on the Wind, Douglas Sirk, 1956) que duerme con una pistola bajo la almohada.

Es más: parece como si el tiempo fuera el más preciado don que comparten los amantes y, también, el mayor peso que deben soportar al estar separados. El personaje melodramático vive el tiempo en su dimensión más angustiada, frente al espejo, sintiendo su consumición: «Vivir el gota a gota del infortunio cotidiano», en expresión de Rubert de Ventós. La intención final de los enamorados es la unión total hasta el aliento definitivo; pero las leyes del melodrama requieren que sea el destino (azar manejado por fuerzas superiores) el que ejecute, mucho antes, esa separación. De ahí el deseo «if only» que Neale (1986, pág.12) vincula al sufrimiento amoroso melodramático y que, por ejemplo, cierra el texto escrito por Lisa a su amado Stefan en Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, Max Ophüls, 1948). En el melodrama ostenta notable relevancia la estructura temporal del relato, abundando los flashbacks como remembranzas del pasado, elipsis abruptas, sobreimpresiones y fundidos sobre calendarios y relojes, el motivo icónico de la ventana (un marco inmóvil que permite la visión de un mundo en transformación, como síntoma de una ausencia en la doble dicotomía interior/exterior y presente/pasado), así como las alusiones al devenir por medio del paso de las estaciones o de fechas escogidas como carnaval o Navidad, que implican la idea del retorno como posibilidad latente, postergada.

Pasividad, resistencia

La característica mayor de los personajes del género es la pasividad con que asumen sus heridas. Para Requena (1986, pág. 195), la heroicidad de las víctimas melodramáticas (víctimas de la condición humana, la hostilidad de la naturaleza, el aciago destino, una sociedad injusta) «reside en la pasividad con que aceptan su sufrimiento. Condenados a él desde el primer momento [...] son siempre incapaces de intervenir eficazmente a favor de su felicidad», pese a que el final del relato introduzca una idea de dicha extranjera, fantasmal. Generalmente, el protagonista melodramático «sufre la pérdida de su objeto amoroso» y «es incapaz de actuar eficazmente para reconquistarlo» y su situación deriva hacia la renuncia; solo la aparición de elementos exógenos (sacrificio ajeno, golpe favorable del destino...) hará posible, no siempre, un final relativamente feliz. En la épica o en la tragedia, el héroe se caracteriza por su acción, que a veces deriva en sufrimiento; en el melodrama, su único cometido es sufrir.

El personaje melodramático responde a la citada hamartía aristotélica, concepto aplicable, en personajes trágicos de tipo mediano, tanto a un «error» o «falla» cometido en el pasado y que debe expiar, como a una «herida» (dolencia) sin cicatrizar debida a una deficiencia de nacimiento o a un golpe del fatum: un hombre que «sin ser eminentemente virtuoso o justo, viene a caer en desgracia, no en razón de su maldad y de su perversidad, sino como consecuencia de un error que ha cometido». El héroe melodramático es un hombre (mejor, una mujer) socialmente inocente, aunque en él pese la noción de culpa asociada al pecado original de la tradición judeo-cristiana, caído en el infortunio.

Melancolía provocada por el fluir sin retorno de la vida, origen social frustrante, elecciones vitales equivocadas, heridas por errores del pasado, traumas y lesiones físicas o psíquicas, son algunas de las más frecuentes fallas que los personajes melodramáticos intentan superar por medio de dispositivos dramáticos que incluyen redención, anagnórisis, cicatrización de heridas, sacrificio de seres queridos, sublimación y represión de los deseos o, incluso, una compensación (en esta vida o en la trascendencia) por parte de un destino que otrora fue adverso. Como corresponde a modelos que giran en torno a la tensión entre el sujeto y las circunstancias en que se desenvuelve, muchos melodramas plantean un debate manifiesto entre lo social y lo individual, pero en sus conflictos están ausentes las luchas de clase (aunque presentes las diferencias de clase), y las fallas de los personajes no están tratadas como grietas o fisuras del sistema político-económico que privilegia a unos sobre otros. Por el contrario, en el melodrama aparece soterrada la idea ilusoria de que el amor iguala a los humanos y rompe jerarquías sociales: uno de los seriales televisivos más conocidos de Latinoamérica fue Los ricos también lloran. Frente al mundo estratificado y jerarquizado de la tragedia, pretende reflejar un mundo de democracia burguesa poblado por iguales, en el que no existen opresores ni oprimidos y no se ejerce el poder social. Este, de hecho, se reduce a un poder familiar o local, basado en la herencia y en la propiedad privada legada generacionalmente, aunque el esquema patriarcal reproduce otros órdenes jerarquizados (Estado, Iglesia). El melodrama oculta, pues, una doble falacia ideológica, por cuanto esconde al espectador que esta supuesta democratización de los sentimientos apuntala, en realidad, el poder patriarcal y el orden social burgués. Y esta es una de las mayores contradicciones que atraviesa el género desde sus orígenes, como bien interpretó Ibsen en Casa de muñecas (1879).

En la tragedia clásica, el héroe no estaba incorporado a la sociedad, sino aislado de ella en su condición de noble. Y las antiguas oposiciones de clase, cimientos sobre los que se sustentaron los melodramas teatrales de mediados del siglo XIX, en el cine han sido prácticamente anuladas; tengamos en cuenta, en primer lugar, que en Estados Unidos el melodrama se formuló pasando por alto tal dialéctica, reemplazándola por una doble división entre campo y ciudad (o sus equivalentes riqueza y pobreza) y entre el bien y el mal como términos absolutos. La resignación —propia de la moral estoico-cristiana— con que se acepta el sufrimiento revela de manera paralela la sumisión a las reglas del orden burgués, apuntalado por el criterio determinista que rige sus destinos: no es posible escapar del origen, y la rebelión frente al sistema parece improbable, a pesar de que muchos relatos pongan en evidencia las fisuras de las democracias capitalistas y de una de sus instituciones troncales, la familia. Pero la compensación, generalmente, no adoptará la forma de la justicia social, sino del capricho azaroso o de la voluntad divina. «Si no ha habido melodrama en el cine bolchevique —aventuraba Raymond Borde (en Ciompi; Marías [eds.], 1999, págs.115-120)— [...] se debe sin duda a esto. Un régimen socialista que da las mismas oportunidades a todos los hombres no puede tolerar una dramaturgia basada en la división de la sociedad en castas».

Por ello, esta estructura narrativa encaja fácilmente en el seno del cine negro y de gánsteres, y el melodrama hollywoodiense de 1930 y 1940 la desarrolló en un intento de adecuar los esquemas propios del género a la idiosincrasia norteamericana, al devenir de un país en formación y guiado por la sacralización del individuo y del self-made man; no en balde, casi todos ellos se contextualizan en el momento contemporáneo a su filmación, el aquí y ahora: el New Deal, la Depresión o las guerras mundiales conforman un peculiar contexto sociopolítico en el que los héroes pugnan por encontrar la plenitud individual, ya sea buscando su singularidad personal en contra de las convenciones sociales y los abusos de la sociedad capitalista, ya sea haciéndose un hueco satisfactorio en ella. Así, sobre todo en la década de 1930, King Vidor se revela como uno de los realizadores hollywoodienses que más se atreven a poner en cuestión un sistema lastrado por la Depresión, aunque sin llegar a desmantelar los principios que lo sustentan; muchos de sus personajes se configuran conforme al gran ideal individualista formulado por la Constitución, «pursuit of happiness», enarbolado para desvelar críticamente la mayor degeneración de esos principios que es el ultracapitalismo. Y es ahí donde el individuo aparece como víctima del sistema y surge consecuentemente la huella de contenido social. Por todo ello, se ha afirmado que una de las constantes culturales estadounidenses es la presencia de lo melodramático en sus representaciones; de ahí, por ejemplo, que un género típicamente norteamericano como el biopic, manifestación del ideal individualista, haya buscado frecuentes apoyos en mecanismos melodramáticos.

Deseo suspendido

La pugna entre la represión racional del deseo y la voluntad por dejarse arrebatar por él configura una tensión habitual en el melodrama, sustentado sobre el deseo reprimido, no consumado o inalcanzable, una dolencia que ciertos médicos medievales consideraban el origen principal de la locura, como recogieron los poetas petrarquistas. El deseo, pasión no reglamentada, es por extensión el deseo de ser amado. El relato establece una oposición entre un amor doméstico, socialmente productivo, y otro indómito e irracional que conduce a la autodestrucción y a la marginación. Ya desde sus inicios, la tragedia permitía que sus personajes saboreasen, siquiera transitoriamente, la consumación de un deseo impulsivo compensado por el destino; el melodrama, en cambio, dilatará al máximo —generalmente el tramo final del relato— la obtención del objeto de deseo, si la hay, y esta será más bien una recompensa por ese sacrificio o por la superación de un camino de pruebas: el personaje debe ser acreedor moral a ese premio, especialmente por la renuncia al cumplimiento de su deseo, aunque no haya sido responsable de su caída. Por el contrario, la potencia que hacía posible que Macbeth alcanzara el trono no era sino la profecía de las brujas; pero de los hombres mediocres no se ocupan las fuerzas sobrenaturales. Solo al final, cuando han soportado el sufrimiento y la represión, el destino intervendrá ligeramente a su favor compensando desdichas pasadas. De hecho, resuenan en muchos personajes los ecos de la tradicional delectatio morosa, esa complacencia que consiste en saborear el puro hecho de desear, y que en los códigos trovadorescos medievales se concretaba en el placer fantasmático del caballero que deseaba a una dama inaccesible; goce pasivo que no aspiraba a su consumación final o que, al menos, se fundamentaba en el deleite obtenido por su demora.

Otras veces, el personaje se ve obligado a elegir entre un amor-pasión socialmente no reconocido y un matrimonio de conveniencia: a la renuncia a su verdadero objeto de deseo. Para Freud, la pasión —o el neologismo pulsión— lleva al «todo o nada», de la catástrofe al éxtasis, y es representada como indómita y como vivencia en exceso (exceso melodramático, nuevamente): una hipoteca de la propia identidad, frente al amor, que llevaría al encuentro armónico y recíproco con el otro. De ahí que la pasión —en especial en el melodrama romántico— conduzca a la muerte purificadora o, como poco, a un sacrificio que comporta el sufrimiento porque supone la anulación absoluta del deseo. El paradigma de esta contradicción podría ser el Rick de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), film que participa armónicamente de varios géneros cinematográficos, y en el que el amor es rememorado en un (narrativamente prescindible) flashback relatado de acuerdo con los códigos melodramáticos: el exceso de felicidad entre los amantes anticipa inevitablemente su quiebra (la redundancia semántica de la imagen de los ojos vidriosos de Ilsa es un mero signo de la técnica melodramática de la acumulación), ya que no es posible tanta felicidad. El deseo postergado permanece latente, y vuelve a aflorar para permitir, mediante el sacrificio final, su depuración y cicatrización. Podría decirse que la pasión se convierte en amor, y es este (al posibilitar la identificación con el otro) el que hace viable la renuncia; si la pasión desmesurada provoca la aniquilación de la conciencia, la aparición del amor consigue la restitución de la armonía. No hay que olvidar que la principal acepción de pasión es la «acción de padecer», como le ocurrió a Jesucristo. Y, por otro lado, el amor imposible o desgraciado, sin consumar ese deseo largamente postergado e inalcanzable, queda anclado en la tradición de personajes de relatos orales como Cenicienta, en la mitología clásica (Orfeo y Eurídice, Píramo y Tisbe) y en la popular (la imposible unión de Bella con Bestia), en leyendas medievales (la azarosa historia de los amantes de Teruel o de Tristán e Iseo, recreada después por el Romanticismo), o incluso en el drama culto (Romeo y Julieta).

Melancolía: Saturno en el melodrama

La melancolía es el estado subjetivo permanente de toda manifestación poética; y también el sentimiento que más veces se pone en escena en el género melodramático. Literalmente (del griego melas, negro, y kholé, humor), es un humor o bilis negra, aunque los diccionarios atienden también a su consecuencia, «tener humor triste o sombrío», y recogen el sustantivo melankholía y el adjetivo melankholicós. Humor y bilis sugieren viscosidad, elemento constitutivo del género que, a la vez, supone la interacción dualista de lo físico-biológico —la segregación orgánica de un determinado líquido— con lo espiritual —el resultado que provoca en el ánimo del individuo; de ahí que la propia palabra humor haya derivado semánticamente hacia el segundo de los territorios. La melancolía fue definida por Freud como «un estado de ánimo profundamente morboso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio» (Freud, 1972, pág. 2090). Aunque, como ha advertido Requena (1986, pág. 196), en este caso sería más propio referirse al concepto de duelo, al menos en su sentido psicoanalítico freudiano original; si bien en el segundo de los conceptos este parece tener un motivo concreto —reacción—, mientras la melancolía es una sensación inmotivada —estado de ánimo.

Este carácter sufriente del héroe melodramático hace que acepte con idéntica pasividad el duelo —provocado por una pérdida efectiva e irreparable: la muerte, el adiós— que la melancolía, resultado de una renuncia inconsciente a la felicidad; o incluso cuando se cierne una duda como la que siente la protagonista de La señora Miniver (Mrs. Miniver, William Wyler, 1942) ante la falta —¿provisional o definitiva?— de su marido y su hijo, ambos en el frente bélico; la pregunta flota: ¿conseguirá verlos vivos o se consolidará en su ánimo el sentimiento de pérdida? Además, todo duelo deja un rastro: una pervivencia, en el ámbito de lo psíquico, de aquello que desapareció en lo real; de ahí que Jacques Lacan atribuyera al duelo una capacidad de movilización psíquica consistente en restituir o recubrir la falta —agujero, según su terminología— por medio de un reordenamiento de lo simbólico. Pero siempre deja el duelo un resto incurable: la sustitución completa deviene imposible.

El médico y científico persa Avicena describía así el cuadro clínico melancólico: «los signos son ojos hundidos y secos, sin humedad más que cuando lloran, continuo parpadear, sonrisas como si hubieran visto algo delicioso o hubieran oído algo agradable. Se les perturba la respiración y aparecen contentos o sonrientes, o desesperados y con lágrimas, musitando palabras, sobre todo cuando recuerdan al amor ausente». Enajenación, pues, que —de igual manera que en la tradición neoplatónica— se fundamenta más en la ausencia que en la presencia; ¿y no es este el familiar cuadro iconográfico que sustenta tantos episodios del cine melodramático?

Freud atiende en la obra citada a este proceso psíquico que sigue a la pérdida del objeto amoroso, bien sea esta por muerte física o por abandono. Se explica el duelo por un mecanismo —bien de naturaleza autodestructiva, bien con trasfondo narcisista— que provoca que permanezcan temporalmente en el subconsciente del sujeto las huellas del objeto de deseo perdido: tal ha sido la identificación entre ambos que el primero no soporta que el segundo le haya sido arrancado dejando un profundo vacío, un desamparo desgarrador, en él. Y se recrea en este sentimiento con una delectación que cabe emparentar con la autoflagelación.

Narración y empatía

Al comienzo de La dama de las camelias/Margarita Gautier (Camille, George Cukor, 1936), la protagonista pronuncia varias veces la palabra demasiado: joyas, vestidos, pretendientes, fiestas…, «todo es demasiado». Como ya ocurriera en los primigenios melodramas teatrales, las estrategias narrativas —sobrecargadas de acciones y conflictos, construidas sobre la hipérbole— están salpicadas de situaciones-cliché, tantas veces parodiadas o convertidas en estereotipos mecanicistas. Estas suelen derivar en soluciones extremas, giros inesperados y bruscos de los relatos, encuentros insospechados, abuso de coincidencias, permanentes llamadas a lo improbable, exageradas intervenciones del azar…: en definitiva, los ingredientes que Brooks (1976, pág. 35) englobó en la categoría de «grandiose emocional states». En el melodrama, la diégesis opera en el sujeto espectador de manera que no son excepcionales las rupturas de la verosimilitud naturalista, e incluso se puede llegar a penetrar en el imperio de lo ilógico (no lo irracional o absurdo), pero siempre bajo la guía del sentimiento exacerbado. Son los elementos que probablemente llevaron al propio Zola a censurar del melodrama (como «derivación para la clase media del drama romántico») «su falso sentimentalismo, sus enredos de chicos raptados, de documentos recuperados, sus descaradas improbabilidades…» (Thérèse Raquin, prefacio).

Zola recalca el carácter improbable de los relatos melodramáticos, que el cine ha sabido prolongar sugestivamente. Quizá el relato fundacional de esta estrategia narrativa sea el de Edipo, enamorado, entre todas las mujeres posibles, de su propia madre, cuya estructura se reproduce, por ejemplo, en el film mexicano La mujer del puerto (Arcady Boytler, 1933): el encuentro sexual entre un marinero y una prostituta esconde en realidad una relación entre hermanos que provocará el suicidio de ella. Brooks considera que realismo y melodrama entran en oposición como correlatos respectivos de crítica y empatía. Efectivamente, las soluciones deus ex machina —a veces irónicas— las anagnórisis o reencuentros azarosos rompen las reglas del naturalismo y su aceptación por parte del espectador es condición imprescindible para lograr su identificación y, por tanto, su goce: «dos clichés producen risa; cien, conmueven» (Eco). De la parodia al pathos.

Así, los relatos melodramáticos suelen depositar el punto de vista del narrador en el de la víctima, y buena parte del goce reside en la predisposición del espectador para acompañarla emocionalmente en su sufrimiento por un mundo hostil; la identificación o implicación equivale a la empatía, «sentirse uno mismo en» (el einfühlung frente al verfremdung, distanciamiento, brechtiano), al igual que el niño adquiere en su imaginario los atributos del héroe de los cuentos que le son relatados.

Todo género implica un contrato tácito entre el texto y el espectador. En el melodrama nos identificamos con la inocencia, del mismo modo que en la tragedia lo hacemos con el sentimiento de culpa (Macbeth volvería a ser el paradigma), quizá como receptores del proceso hipnótico que Bentley (1995, págs.168-169) atribuye a la experiencia del melodrama teatral. Es más: el espectador suele acceder antes que la propia víctima a una información que resultará decisiva para su derrumbamiento, en un caso palmario de lo que Gerard Genette llamara focalización cero, aunque tampoco falten en el género ejemplos de focalización interna (equiparación de saber del narrador y del personaje) y externa (saber del narrador inferior al del personaje). Al comienzo de La novena sinfonía (Schlussakkord, 1936), melodrama alemán de Douglas Sirk, asistimos a la muerte de un hombre en un parque; después, una mujer pasea con nerviosismo por su apartamento, sufriendo por la larga ausencia de su marido: inmediatamente, el espectador lo relaciona con el cadáver anterior. Queda solo el regusto de comprobar cómo reaccionará la mujer ante la revelación de una noticia que ya no será inesperada para el receptor: la sorpresa del personaje contrastará con la puesta en evidencia de su saber. Mecanismo que deja, como muchas otras veces, al espectador en «una posición privilegiada que, además, lo invita a adoptar una postura “voyeurística” ante el drama» (Marzal, 2007, pág. 202).

La adecuada dosificación de información es una necesidad en la maquinaria melodramática. Ser partícipe de su desgracia, incluso antes de que esta se produzca, como si se tratara de una revelación, garantiza la sim-patía entre personaje y espectador, que en no pocas ocasiones deriva en el sentimentalismo necesario de contrapuntos y compensaciones. Una simpatía (ese sentirse dentro de otra piel) que, a la vez, se basa en la asunción por parte del receptor de que cualquier ser humano considerado normal (es decir, él mismo) es susceptible de experimentar peripecias vitales —y sentimientos: dolor, angustia, impotencia, injusticia, ausencia, carencia, orfandad— que pueden ser consideradas melodramáticas, al contrario de lo que ocurre con los héroes de otros géneros literarios y fílmicos, cuyas acciones parecen pertenecer al ámbito de lo mítico, es decir, de lo extramundano y de lo reservado a seres superiores. En el melodrama, lo que ocurre a los personajes produce compasión, sufrimiento compartido, y frecuentemente deja paso a la autocompasión que, en términos psicoanalíticos, cabría relacionar con la dimensión narcisista (edípica) del Yo.

Esta «identificación secundaria» surge necesariamente de un sentimiento de pérdida por parte del sujeto, en ese caso compartido con el objeto. Resulta más fácil —emocionalmente más cómodo— para el espectador identificarse con el personaje agredido, reconociendo en él la huella de agresiones que él mismo ha padecido, y deseando por ello ocupar su lugar en la ficción, que con la figura del agresor, pese a que a veces pueda identificarse sádicamente con él. De este modo lo consideraba ya el propio Aristóteles en el ámbito de la tragedia: «La obra debe estar compuesta de tal modo que, aun sin verlos, el que escucha el relato de los hechos se estremezca y sienta compasión por lo que ocurre». Solo así es posible que el espectador asuma los disparatados periplos argumentales y personajes que se han debido asimilar como verosímiles. El espectador, gracias a la escritura del relato, se identifica necesariamente con la humedad de sus ojos, con sus palabras entrecortadas y, sobre todo, con su mirada perdida y melancólica. La mirada guía al espectador, le hace ver; y cuando ambas —las miradas de personaje y receptor— coinciden, se hacen una y participan del mismo dolor y del mismo saber, la identificación se convierte en simpatía, y esta en goce narcisista del que el espectador no logrará desprenderse a lo largo del relato. Narcisismo que, en ocasiones, se transforma en masoquismo autocomplaciente: «El espectador yace ante el melodrama [...] en una posición de abierto masoquismo, desplegando ante él todo su equipaje de fracasos y demás frustraciones vitales. Sabe de antemano todo lo que va a pasar, o, por lo menos, sabe que todo, absolutamente todo, puede suceder» (Llinás; Maqua, 1976, pág. 26).

Freud analizaba en su ensayo de 1919 Pegan a un niño una experiencia fantasmal, que consiste en la contemplación sadomasoquista de un muchacho agredido físicamente por alguien indeterminado («pegan»): el primer placer de carácter sádico es rápidamente sustituido por otro de orden masoquista a través de un desplazamiento de la relación entre el sujeto y el objeto. La mirada se dirige al niño agredido y sufre con él, por lo que Freud intuye una conciencia de culpa a consecuencia de la cual se busca un castigo vicario. «Pegan a un niño» sustituye a «me pegan»; tal relación entre el objeto y el sujeto es compartida por el espectador del melodrama. En su reconocimiento en los personajes agredidos (por el destino, por la sociedad, por el padre) late un componente narcisista: ellos sufren, yo he sufrido y he sabido sobreponerme a tal padecimiento. Y estos sentimientos presentan como consecuencia somática más reconocible el llanto, que en la experiencia del relato melodramático el espectador comparte con el personaje, en sintonía afectiva cercana a lo que el mismo Freud llamaba «contagio de los afectos».

Excitados por la tensión emocional, los personajes a menudo transitan con facilidad y espontaneidad de la risa autoconmiserativa y complaciente al llanto sordo, en una reacción propia de temperamentos histéricos, especialmente en el caso de heroínas melodramáticas que han reprimido la exteriorización de sus pasiones: en el varón, el llanto ha sido culturalmente tabú y sustituido por otras vías de desahogo. Recordemos los síntomas que Freud atribuía (en otro ensayo, Análisis fragmentario de una histeria, escrito en colaboración con Joseph Breuer) a la petite hystérie: excitabilidad, depresión de ánimo y taedium vitae entre los psíquicos, y tos nerviosa, disnea y jaquecas entre los somáticos; varios de ellos compartidos con la melancolía. Pocas lágrimas tan placenteras como las que surgen de los ojos del espectador cinematográfico que asiste con pasividad masoquista a la expulsión-liberación de un dolor acumulado: El placer de sufrir era el título de otra telenovela latinoamericana. El género melodramático está atravesado por el placer de dejarse conmover hasta el derramamiento de lágrimas:

«Llorar, por lo tanto, no es únicamente una expresión de dolor, desagrado o falta de satisfacción. Como necesidad de satisfacción, es el vehículo del deseo —fantasía— de que la satisfacción sea posible, que el objeto se pueda restaurar y la pérdida erradicar. No habría lágrimas si no existiera la creencia de que puede haber Otro capaz de responder a ellas. De modo que llorar es completamente compatible con el tipo de estructura paradójica de fantasía, satisfacción y placer que conlleva fundamentalmente el melodrama» (Neale, 1986, pág. 22).

Y esto dice un personaje de El gran calavera (Luis Buñuel, 1949): «En sus lágrimas está su salvación».

Esa mirada enfermiza que el espectador lanza hacia la pantalla melodramática hace que, recíprocamente, le salpique esa viscosidad que emana de ella: lágrimas, sangre, flujos y humores del dolor, pero siempre unidos a su condición de purificadores. No es el melodrama el único género cinematográfico y televisivo que produce y duplica reacciones físicas inmediatas en el receptor: los sustos y escalofríos del cine de terror (también identificatorios con los de los personajes), la excitación sexual compartida con los protagonistas del cine pornográfico o las risas y carcajadas del cómico (aquí con efecto distanciador) lo prueban. Pero sí es cierto que las lágrimas que genera en muchos espectadores son fruto, a la vez, de un malestar y un goce emocionales, provocados ambos por la simpatía que experimenta hacia el dolor de sus personajes pacientes, incluso cuando hayan caído en una falla moral.

Una densa red de metáforas

Resulta evidente la trascendencia de la metáfora, la metonimia, el símbolo, el indicio y la alegoría en la configuración del contexto ambiental del melodrama, en clara herencia de los primigenios «efectos pictóricos» de que hizo gala el género —como el drama romántico— en el siglo XIX, en la caracterización moral de los personajes y en el devenir de la trama: peculiaridades del hábitat y el entorno geográfico, fenómenos naturales que sacuden el relato, objetos pregnantes que marcan su decurso... Es habitual que el medio en que se desenvuelven los héroes, a menudo descrito en términos de oposición (campo/ciudad, nomadismo/sedentarismo, desierto/vergel, fuego/agua), determine su configuración psicológica y justifique sus comportamientos: «disposiciones alegórico-psicológicas, y no obstante operativas, en lo profundo de la conciencia del hombre occidental. Cuando esto ocurre, el melodrama se percibe como una serie de conflictos no estereotipados que en alguna forma habrán de ser resueltos por la confrontación» (Fell, 1977). Pero también la estación del año, los fenómenos meteorológicos (lluvia, tormenta, niebla, viento, luna llena, sol abrasador) que se interpongan en el estado anímico del personaje o la temperatura ambiental —especialmente un calor desorbitado— adquieren el rango de plenos significantes más allá de la mera localización temporal y geográfica de otros géneros. Todo este sistema de oposiciones viene a reducirse a una tensión bipolar entre logos y caos (naturaleza/cultura, ley natural/civilización), en la medida en que, como señalara Brooks (1976), el melodrama es una forma de representación expresionista. Un género cuya capacidad expresiva reside, más que en la palabra (hablaba también de text of muteness), en la capacidad semántica y significante de sus imágenes, gestos y estados emocionales.

Esta contextualización general está determinada por el exceso y la desmesura, así como por tratarse de un relato asentado sobre la connotación, pero también sobre la redundancia: la creación de un entramado de redes de significados que dotan a los relatos de una notable densidad simbólica, que en pocos géneros cinematográficos —quizá solo el western— adquiere esta espesura de sentidos. Probablemente, una herencia del simbolismo romántico y posromántico del que se nutre buena parte de la tipología melodramática. Chimeneas, cartas, vestidos, armas, fotografías, ornamentos femeninos, calendarios, cortinas, relojes, espejos…, conforman un catálogo de signos icónicos recurrentes y cuyo sentido puede estar codificado e incluso ser, en consecuencia, inmutable. Muchas veces, como bien analizaron Llinás y Maqua (1976, págs. 22-31), este entramado de significantes metafóricos conforma collages audiovisuales que reflejan el paso del tiempo como transición emocional, ya sea como constatación de una fugaz cicatrización de la herida (el olvido como sello), ya como elipsis significativa del prolongado derrumbamiento moral del protagonista. Pasan vertiginosamente las hojas de un calendario, se sobreimpresionan los días de la semana o los números de los años, se resume todo un periplo vital en unos planos encadenados, aparecen portadas de periódicos con sucesos cruciales… Densa concentración que a veces va acompañada de temas musicales que actúan como leitmotiv y amplían esta doble articulación recurrencia-metáfora al ámbito sonoro: ya desde Wagner, el leitmotiv tiene como función narrativa constatar el efecto del paso del tiempo entre los dos momentos singulares que forman el principio y el fin de un ciclo cronológico.

El melodrama está plagado de iconos referenciales recurrentes, dado que la metáfora se basa en la repetición, como ocurre con el western: «esta redundancia [...] permite, en el melodrama, decir la misma cosa un número ilimitado de veces» (Llinás; Maqua, 1976, pág. 26). De ahí que la podamos encuadrar en el terreno del estereotipo visual: una mujer contempla desde una ventana la caída de nieve en su jardín; alguien observa con nerviosismo el reloj o el teléfono; un hombre deposita flores sobre una tumba al atardecer; un anciano rompe una carta poco antes del inicio de un flashback; una pareja se besa en una estación…, situaciones tipificadas que animan el reconocimiento del espectador y evocan, a veces por la vía de la metonimia, una herida de carácter superior cuya abertura constituye la base esencial del relato. En el melodrama, la categoría significante del indicio está arraigada en la constitución de estructuras predictivas que anticipan posteriores resoluciones de los conflictos, actuando de esta manera como irrefutables presagios que el destino se encargará de confirmar; en Susan Slade (Delmer Daves, 1961), por ejemplo, los dos jóvenes enamorados se besan a través de una valla metálica, metáfora de dos mundos socioculturales que los distancian pero, también, sembrado predictivo, indicial, de la muerte de él que los separará definitivamente. Tal red semántica, que se refleja también en muchos títulos, originales y castellanos, de numerosos filmes del género, se configurará dramáticamente de acuerdo a ese sistema de oposiciones que remite a la dicotomía entre lo evidente y lo secreto, lo manifiesto y lo oculto, sobre la que se edifica todo el aparato narrativo. No hay melodrama sin «lado oscuro»: un secreto, un estigma del pasado sin purificar, la huella de una lesión sin cicatrizar, que el protagonista mantiene oculto —para el espectador o, más habitualmente, para el resto de los personajes— hasta que el relato ha recorrido buena parte del metraje o, incluso, hasta su tramo final. Dramáticamente sustancial es también el momento en que el secreto aflora, se hace público, por medio de una confesión o revelación, o bien través de una azarosa anagnórisis.

La revelación puede tener tanto un carácter siniestro como purificador. Según Schelling, aflora lo siniestro (Unheimlich) cuando se produce la manifestación de algo que debería permanecer oculto, cuando se nombra lo innombrable. Pero si la confesión se efectúa verbalmente, el personaje descarga una emoción estancada, encapsulada y reprimida en su psiquismo durante años. Se produce la abreacción, otro concepto freudiano que consiste en una descarga del afecto materializada por la confesión verbal de una escena traumática experimentada por el sujeto, que consigue poner en orden el mundo de sus emociones. Así, el aparato melodramático se fundamenta en la necesidad de superar la superficie visible del texto, de explorar bajo la apariencia de lo real; porque lo real melodramático es siempre un espacio físico de potentes resonancias, pero también la máscara que encubre la pasión, la moral, el dolor. El disfraz y el cambio de identidad eran estrategias del folletín decimonónico y protagonistas absolutos, por ejemplo, de un relato prototípico del género como Los misterios de París de Sue. Notemos la cantidad de veces que en el melodrama se escuchan frases como «¿De verdad que…?», «Dime la verdad», «¿No me mientes?» o similares.

De acuerdo con su construcción alegórica, los personajes del melodrama suelen sustanciarse en signos psíquicos que encarnan valores eternos: padre, madre, hijo, señor, villano, esclavo, amante, rebelde, juez, obediencia, duda. «Cuando decimos padre o hija en la vida real, es en una clave baja, de acuerdo a la convención y a la complicación de la experiencia. Cuando expresamos esos mismos términos en el melodrama, es para nombrar la plenitud del más puro y excesivo sentimiento» (Brooks, 1976, pág. 42). Esos sustantivos suelen ir, además, acompañados de adjetivos que, lejos de singularizarlos, refuerzan su condición alegórica: padre autoritario, madre abnegada, hija sacrificada, juez implacable, amante apasionado, obediencia ciega, villano sanguinario, duda dolorosa. La combinación recurrente de esos sustantivos con esos mismos adjetivos anuda la categoría del arquetipo melodramático.

Bourget (1985, págs. 163-177) recurre a la Cenicienta, como veremos a propósito de varios filmes, para condensar al prototipo de mujer maltratada y víctima social. Coincide, por lo que implica de superación de un estadio inicial hostil hacia la búsqueda de la plenitud, con otro visible arquetipo, vinculado a la tradición infantil del «patito feo» recogida por Andersen: personajes, generalmente femeninos, marginados por su condición de diferentes con respecto al estándar de los individuos de la sociedad en que viven: una tara física —paradigma: Belinda (Johnny Belinda, Jean Negulesco, 1948)—, un estado psicológico enajenado por una experiencia traumática (orfandad, violación), una ceguera —Luces de la ciudad (City Lights, Charles Chaplin, 1931), Obsesión (Magnificient Obsession, Douglas Sirk, 1954)—... Por ello, aquellas películas de otros géneros —fantástico, terror— que optan por hablar del drama de la monstruosidad, unida a lo siniestro, suelen recurrir a expresiones melodramáticas; se dan cita en ellas personajes masculinos deseantes pero que, a causa de sus deformaciones, no consiguen ser deseados por aquellos a quienes aman, como ocurre con el hombre elefante de Lynch, la Bestia de Disney, el jorobado Quasimodo, King Kong o Cyrano de Bergerac.

El melodrama construye su edificio a partir de la paradójica combinación heroísmo-invalidez (o monstruosidad). La llaga inicial, cuyo origen suele remontarse a antes del arranque del relato, puede ser física (mudez, fealdad, ceguera, malformación, invalidez), sexual (impotencia, violación, embarazo indeseado), psicológica (amnesia, fobia, neurosis, trauma bélico, Edipo) o mixta (alcoholismo), pero siempre adquiere su dimensión melodramática en el momento en que esa herida se socializa, se pone en combinación con otros individuos normales. Una secuencia magistral de Ernst Lubitsch lo ilustra a la perfección: el arranque de Remordimiento (The Man I Killed, 1932), que muestra los planos suntuosos del parisino «desfile de la victoria» en combinación con el contraplano de un soldado al que falta una pierna: la herida individual inscrita en un contexto de celebración colectiva. Además, las enfermedades y minusvalías constituyen un motivo idóneo para la aparición en el drama de sentimientos de sacrificio, renuncia, abnegación y piedad. Uno solo es diferente cuando se compara con el otro y, sobre todo, cuando es visto por este como tal. Al tratarse de un sistema genérico que bascula entre lo manifiesto y lo oculto, los personajes ciegos encarnan de manera soberbia ese doble mundo y facilitan, en algún momento de la narración, su intersección. En la tradición legendario-literaria, la ceguera está asociada a niveles profundos e iluminados del conocimiento, a una lucidez que trasciende el plano de lo visible; de hecho, en la mitología griega, tiene su origen en un exceso de visión. Así le ocurrió al tebano Tiresias, castigado con la pérdida de la vista por haber contemplado desnuda a su propia madre; ya ciego, se convirtió en un célebre adivino y profeta. Estamos, consiguientemente, en el terreno de la paradoja literaria: a la ceguera corresponde, en realidad, su opuesto: iluminación, videncia (a una carencia física se asocia una virtud metafísica). Lo entendió Chaplin cuando tituló Luces de la ciudad su película folletinesca sobre una florista ciega que cree haberse enamorado de un millonario que, en realidad, es el mendigo interpretado por su autor: la recuperación de la vista le permitirá acceder al plano de lo real-visible (no era un millonario, era un vagabundo) y le llevará a constatar lo real-latente: el «príncipe encantado» era, ciertamente, un «príncipe encantado».

La selección

El lector echará en falta seguramente alguna de sus películas favoritas, o no entenderá que se haya seleccionado para este libro alguna otra que considera mediocre, fallida o gris. ¿Dónde está, por ejemplo, William Wyler? ¿Por qué se ha excluido a Bergman? ¿Qué pintan aquí Luis Buñuel o Kenji Mizoguchi, o directores tan corrientes como Lewis Milestone o Mervyn LeRoy? ¿Por qué Almodóvar y Woody Allen? Cada decisión tiene su razón: filmografías que uno considera sobrevaloradas, o películas que son brillantes, emocionantes, pero difícilmente entran en la categoría de género; valiosas piezas de realizadores habitualmente mediocres; obras singulares (que no magistrales) que representan una tendencia concreta dentro del melodrama… Ningún catálogo puede complacer a todos, y menos aún uno tan amplio y subjetivo como este; suponemos que se sabrán perdonar estas decisiones conflictivas pero pecados veniales. En la selección, se ha intentado cubrir todo el arco temático del género melodramático, con sus subgéneros, tendencias, tonalidades y áreas geográficas (Latinoamérica, Asia, países nórdicos, además de Europa y Estados Unidos, con cuatro dramas españoles). Se ha intentado que cada película aporte algo al devenir del género: un enfoque, una mirada, un planteamiento dramático o narrativo, una dirección ideológica, un apunte formal. Y permítasenos una única excepción: Gertrud, de Dreyer. Quizá no sea un film de género, y menos aún un melodrama; pero no podía quedar fuera una de las cimas del cine de todos los tiempos que habla del amor imposible, del sacrificio, de la renuncia y del dolor. Toda una sublimación de lo que podríamos llamar lo melodramático.