Capítulo I
El yo y la identidad en el contexto escolar
Yolanda Pastor Ruiz
Las respuestas que damos a una pregunta aparentemente tan simple como ¿quién soy yo? guían nuestra conducta, creencias y percepciones de la vida social. Soy mujer, estudiante, deportista, sociable, sensible, afectuosa, española, etc. Estos calificativos son formas de responder a esta pregunta que reflejan las creencias que una persona tiene de sí misma y que dan información acerca de cómo suele actuar y qué suele pensar en distintas situaciones y contextos. No solo eso, además de permitir conocer a los demás, también posibilitan predecir qué pensará y cómo actuará ante distintas situaciones. La información que tenemos de nosotros mismos y de los demás regula la interacción social.
En el contexto educativo, las creencias que los niños y adolescentes tienen sobre ellos mismos constituyen fuerzas vitales que llegan a determinar su éxito o fracaso escolar (Pajares; Schunk, 2002). Para bien o para mal, tales creencias gobiernan su modo de pensar y actuar ante los distintos retos escolares. Tanto los educadores como los padres y psicólogos desean comprender las razones por las cuales los estudiantes realizan determinadas acciones y evitan otras, por qué tienen éxito ante determinadas metas educativas y fracasan en otras, o por qué anticipan o tienen miedo frente a determinadas tareas. Todos estos aspectos están relacionados con el conocimiento del yo y la identidad.
Este capítulo presenta un esbozo de los principales y más relevantes procesos psicosociales implicados en el funcionamiento del yo y de la identidad en el contexto escolar.
El yo describe el conjunto de propiedades y procesos psicológicos que dependen de la existencia de la propia toma de conciencia como seres reflexivos que somos. Posee dos características fundamentales: 1) implica procesos complejos que requieren un nivel de análisis global y 2) opera dentro del mundo social, es decir, se manifiesta en interacción con los demás (Sedikides; Gregg, 2003).
Baumeister (1998) considera que existen tres fenómenos psicológicos básicos que están imbricados en el yo: a) la experiencia de conciencia reflexiva, que constituye un aspecto central del funcionamiento del yo; b) la faceta interpersonal del yo, que implica que este se adquiere y se manifiesta en interacción con los demás y c) la función ejecutiva del yo, el agente que controla y constituye el origen de la acción. Estos tres fenómenos psicológicos del yo son interdependientes. A efectos expositivos, vamos a describir de forma aislada algunas de sus principales características y procesos en los siguientes subapartados.
Como bien puso de manifiesto el filósofo Descartes con su célebre frase «pienso, luego existo», los seres humanos adquirimos conciencia de nuestra propia existencia. Sin esta capacidad, el yo no tendría sentido. William James (1890) fue uno de los primeros autores que incidieron en la conciencia reflexiva del yo. Consideraba el yo (sí mismo) como una construcción psicológica central. Este autor distinguía entre dos aspectos fundamentales del sí mismo: el sí mismo como sujeto conocedor (al que denominó el yo) y el sí mismo como objeto conocido (al que denominó el mí). Adoptando estos términos, la conciencia reflexiva hace referencia a cómo el yo (agente) percibe al mí (objeto).
En la actualidad, autores como Baumeister (1998) reconocen la aportación de James, pero consideran que el yo no puede ser percibido directamente, sino que más bien las personas lo inferimos o deducimos a partir de nuestra actividad y experiencia con el mundo. El yo trasciende las situaciones y es siempre una construcción, es decir, el producto de una abstracción, inferencia o deducción. El yo es el resultado de los procesos cognitivos de la persona. Así, por ejemplo, un estudiante puede notar que se pone nervioso en presencia de otras personas y que prefiere evitar estas situaciones antes que conocer gente nueva. A partir de esta situación, el estudiante concluye que es tímido. Por tanto, la timidez no la puede percibir directamente, sino que la infiere a partir de sus propios comportamientos y sentimientos en situaciones distintas. Todo esto se entiende mejor si analizamos, siquiera brevemente, estos cuatro fenómenos: autorreferencia, autoconciencia, autoconcepto-autoconocimiento y autoestima.
Autorreferencia. Diversas investigaciones han puesto de manifiesto que las personas procesamos la información que hace referencia a nosotros mismos de un modo especial: la procesamos más rápidamente, con mayor profundidad y se recuerda mejor que otro tipo de información (Rogers; Kuiper; Kirker, 1977). Esto ha recibido el nombre de efecto de autorreferencia. Así, por ejemplo, si se nos pide que recordemos un listado de calificativos —como extravertido, inteligente o tímido— y a continuación se nos pregunta qué palabras nos describen bien, cuando pasado un tiempo tratemos de rememorar el mismo listado de calificativos, recordaremos mejor aquellos que nos describen a nosotros mismos. Si se nos demanda que nos comparemos con diversos personajes de un relato breve, al cabo del tiempo recordaremos mejor las características del personaje que se parece más a nosotros.
Autoconciencia. La conciencia de uno mismo o autoconciencia constituye la esencia de la conciencia reflexiva. Hace referencia a un estado en el que las personas somos conscientes de nosotros mismos como si de un objeto se tratase, de la misma forma que somos conscientes de la presencia de otra persona o de un árbol. La autoconciencia implica la comparación con un modelo estándar: un objetivo o un ideal (Duval; Wicklund, 1972). Así, por ejemplo, un joven no sabe si es alto o bajo ni si es grueso o delgado si no se compara con un modelo estándar de altura y peso. Al compararse con este ideal, toma conciencia de sus propias características. Esto puede producirle satisfacción o malestar en función de los modelos que elige y del modo en que realiza tales comparaciones.
Bajo ciertas circunstancias, la autoconciencia puede motivar el cambio personal (Carver; Scheier, 1981). Así, por ejemplo, un estudiante que toma como modelo los excelentes resultados académicos de otro compañero y valora que él también podría conseguirlo se esforzará por mejorar su rendimiento. Por otro lado, un estudiante que se compara con un compañero con mejor rendimiento que él y piensa que él no es tan inteligente y que eso es inalcanzable se desmotivará, y ello conllevará incluso el decremento de sus habilidades o la evitación de aquellas situaciones que inviten a realizar comparaciones.
Autoconcepto-autoconocimiento. Como resultado de estos y otros mecanismos de procesamiento de la información personal, adquirimos autoconocimiento. La acumulación de creencias acerca de las características que posee la persona sobre sí misma ha recibido tradicionalmente el nombre de autoconcepto.
¿Cómo se estructura el autoconcepto? Las personas manejamos una inmensa cantidad de información sobre nosotros mismos que es almacenada en nuestra memoria en forma de autoesquemas. Un autoesquema es una estructura cognitiva que representa los conocimientos sobre nosotros mismos; se trata de un conjunto de cogniciones interrelacionadas (pensamientos, creencias, actitudes, etc.). La información acerca del yo se almacena dando lugar a unidades informativas independientes (nodos) asociadas a diferentes contextos que describen diferentes aspectos del yo (Breckler; Pratkanis; McCann, 1991). Los diferentes autoesquemas se activan según lo demanden las características del contexto o de la situación. Las personas podemos ser esquemáticas, en aquellas dimensiones del yo que son más importantes y que consideramos que nos describen bien; y no-esquemáticas, para otras que no son tan valoradas por nosotros o que percibimos como menos autodescriptivas (Markus, 1977). Por ejemplo, si un chico piensa que es un buen estudiante y ser buen estudiante es importante para él, será esquemático en esta dimensión (forma parte de su autoconcepto). Si, por el contrario, no se considera buen estudiante y no le interesa serlo, no será esquemático en esta dimensión del autoconcepto. Solo una pequeña parte de toda la información sobre nosotros mismos puede estar presente en la conciencia en un momento dado. Esto implica que pueden coexistir diferentes creencias sobre nosotros mismos, incluso algunas de ellas pueden ser internamente contradictorias (Baumeister, 1998).
¿Cómo funciona el yo? ¿Cuáles son los motivos internos del yo? A pesar de que tradicionalmente se ha utilizado la metáfora del ordenador para describir el funcionamiento cognitivo de la persona, los seres humanos no somos androides que almacenamos información, la recuperamos y la procesamos de forma desapasionada. Más bien al contrario, los afectos y las motivaciones subyacen en nuestros procesos cognitivos. Así, las creencias sobre el yo están sujetas a tres fuerzas motivacionales básicas (Baumeister, 1998): a) el deseo de aprender sobre nosotros mismos, de adquirir autoconocimiento que sea verdadero (autoevaluación); b) el deseo de recoger información favorable sobre nosotros mismos (automejora); y c) el deseo de confirmar las creencias que ya tenemos sobre nosotros mismos (autoverificación). La investigación ha puesto de manifiesto que el motivo de automejora es el que mayor fuerza motivacional posee —el más dominante—, seguido del motivo de autoverificación y, en último lugar, con menor peso, el motivo de autoevaluación (Sedikides, 1993). Es decir, las personas se ven más impulsadas a descubrir y escuchar información favorable sobre sí mismas. Tanto es así que algunos autores consideran que la automejora es el motivo maestro y que los otros dos motivos funcionan al servicio de este (Sedikides; Gregg, 2003).
Cabe señalar que puede haber diferencias culturales en la utilización de estas estrategias y en el funcionamiento del yo. Markus y Kitayama (1991) distinguen entre el sí mismo independiente frente al sí mismo interdependiente para explicar cómo el yo muestra variaciones culturales que afectan a los procesos cognitivos, motivacionales y afectivos del yo. El sí mismo independiente se apoya en la idea de una clara distinción entre el yo y los demás. Es entendido como la única unidad de pensamiento inteligible, de motivación, de emoción, de evaluación y de acción. El sí mismo interdependiente se basa en la creencia de la inherente conexión de la persona con los demás. Siguiendo esta creencia, la persona no está separada del contexto social, sino más conectada y menos diferenciada de los otros. El primero es propio de culturas individualistas como la norteamericana y la europea, mientras que el segundo es característico de países como China, Japón, Corea y el Sudeste Asiático. En este capítulo vamos a describir el funcionamiento del sí mismo independiente, característico de culturas como la española.
¿Cómo mantenemos un punto de vista halagador de nosotros mismos? ¿Cuáles son las manifestaciones a nivel cognitivo del motivo de automejora? Para mantener una visión positiva de nosotros mismos procesamos la información autorreferente de forma sesgada. Así, por ejemplo, se ha observado que la mayoría de los estudiantes universitarios consideran que están por encima de la media en atributos tan variados como habilidades sociales, deportivas y de liderazgo (Alicke, 1985). Incluso aquellos estudiantes cuyo rendimiento está por debajo de la media (percentil 12) en asignaturas como gramática y lógica consideran que su rendimiento es alto (por encima del percentil 60) (Krugger; Dunning, 1999). Asimismo, en una investigación realizada con profesores universitarios, estos consideraban que sus habilidades para la enseñanza estaban por encima de la media (Cross, 1977). Esta visión sobre el yo ha recibido el nombre de efecto por encima de la media.
Las personas también sobrestiman el grado de control sobre los resultados y las contingencias. Así, por ejemplo, sobrevaloramos la posibilidad de que nos toque la lotería o, en un examen tipo test, los estudiantes sobreestiman la probabilidad de obtener una puntuación favorable, arriesgándose a responder más preguntas de las que realmente conocen. Esto se denomina la ilusión de control. Además, las personas tendemos a creer que el destino nos sonreirá. Pensamos que en la vida nos sucederán un sinfín de acontecimientos positivos y pocas experiencias vitales negativas. Esta forma de pensar se denomina optimismo irrealista.
El motivo de automejora también se manifiesta en las explicaciones causales que damos ante determinados resultados. Las personas manifestamos sesgos atribucionales al servicio del yo cuando atribuimos los resultados positivos a nuestras propias características personales y los resultados negativos a las circunstancias o a la intervención de otras personas. Esto se manifiesta de forma sutil en el lenguaje: un estudiante que aprueba un examen dice «he aprobado», mientras que cuando suspende dice «me han suspendido», o lo que es peor, «el profesor me tiene manía».
La recuperación de información de nuestra memoria también juega a favor del motivo de automejora. Las personas recuerdan mejor sus fortalezas que sus debilidades. En un experimento realizado por Sedikides y Green (2000), se administró un falso test de personalidad a un grupo de sujetos y se les dio el resultado en forma de características positivas y negativas. Pasado un tiempo, los participantes recordaban mejor las características positivas que las negativas, pero solo cuando estas hacían referencia a rasgos centrales que se asignaban a sí mismos, no a otras personas. Esta forma sesgada de recordar la información sobre uno mismo ha recibido el nombre de negligencia mnémica. Los mecanismos que subyacen a esta forma de pensar implican sesgos de 1) codificación de la información: no se presta atención a la información negativa sobre uno mismo, con lo que no se registra en la memoria y nos exponemos a información que justifica nuestras decisiones (atención selectiva); y de 2) recuperación de la información: traemos a la mente de forma sesgada la información agradable sobre nosotros mismos (Sedikides; Gregg, 2003).
El motivo de automejora también guía las comparaciones que hacemos con los demás cuando tratamos de autoevaluarnos. Estas comparaciones sociales se llevan a cabo de forma estratégica. Las personas tenemos cierta tendencia a compararnos con otros que son similares a nosotros o ligeramente superiores (Gruder, 1971). Nos comparamos con personas similares especialmente cuando pertenecemos a algún grupo desfavorecido, así protegemos nuestra autoestima (Crocker y otros, 1991). Cuando nos comparamos con personas que son mejores que nosotros, la automejora incita a realizar asimilaciones, es decir, a percibirlos como iguales a nosotros. De este modo aumentamos nuestra autoestima (Collins, 1996). También es frecuente compararnos con otras personas que percibimos como inferiores (Suls; Wills, 1991), y de este modo nuestra autoestima sale beneficiada.
Asimismo, al realizar comparaciones sociales sutilmente, llegamos a cambiar el significado de esos conceptos o características personales que percibimos con la intención de alcanzar la automejora (Dunning y otros, 1991). Las personas tenemos la capacidad de decidir lo que es una virtud o un defecto a favor de atributos que nosotros mismos poseemos. Así, por ejemplo, ser puntual puede ser considerado una virtud si lo interpreto como un reflejo de responsabilidad y compromiso, pero puede ser un defecto si lo considero como un reflejo de rigidez personal o necesidad de control. Para favorecer la automejora, tenderé a interpretarlo —en mayor medida— como algo positivo si me considero una persona puntual, y en negativo si es al contrario. Tal manipulación de las interpretaciones puede ser en ocasiones contraproducente. Así, por ejemplo, los miembros de grupos minoritarios que están sometidos a un clima cultural de hostilidad y que presentan un menor rendimiento académico suelen infravalorar los logros escolares, salvaguardando de este modo su autoestima (Crocker; Major; Steele, 1998).
¿Cómo se manifiesta conductualmente el motivo de automejora? Una de las manifestaciones conductuales más estudiadas de la automejora es la autoanticipación de mal desempeño (self-handicapping). Esta se refiere al acto de introducir obstáculos al éxito de la tarea para desviar los juicios evaluativos de mala ejecución antes de llevar a cabo la misma (Jones; Berglas, 1978). Un ejemplo de ello es cuando un estudiante le cuenta a un compañero, antes de entrar a un examen, que ha estado en cama con fiebre durante quince días y que apenas ha podido estudiar. La autoanticipación de mal desempeño facilita la automejora personal a través de dos vías (Feick; Rhodewalt, 1997): por un lado, en caso de que la persona fracase, protege la autoestima, dado que el fracaso se atribuye al obstáculo que se ha introducido y no a la falta de habilidades de la persona (autoprotección), y por otro, en caso de éxito, se mejora la autoestima, dado que se atribuye el mismo a las características de la persona, que ha sido capaz de sobreponerse a los obstáculos (autopromoción). Partiendo del ejemplo anterior, si el estudiante suspende, el compañero puede pensar que se debe fundamentalmente a que ha estado enfermo y no ha podido estudiar; y si aprueba, pensará que su compañero tiene una gran capacidad y habilidad de estudio, ya que, a pesar de su enfermedad, ha conseguido pasar el examen. Las personas con baja autoestima utilizan esta estrategia para protegerse de los juicios ante un posible fracaso (autoprotección), mientras que las personas con alta autoestima la utilizan para obtener un mayor ensalzamiento de su valía (autopromoción) (Tice, 1991).
Entre los factores que propician la utilización de esta estrategia encontramos: 1) la incertidumbre sobre si se puede obtener un buen rendimiento ante determinada tarea, debido a la falta de control sobre los posibles resultados o a la inseguridad personal (Arkin; Oleson, 1998), 2) considerar la competencia personal como una cualidad fija, algo que se tiene o no se tiene, pero que no se puede mejorar (Dweck, 1999), 3) cuando una tarea o evaluación es importante para la persona (Shepperd; Arkin, 1991), y 4) el fracaso en tareas similares (Rhodewalt; Tragakis, 2002).
Cabe plantearse cuáles son las consecuencias reales de utilizar la autoanticipación de mal desempeño. Para ello, Rhodewalt y colaboradores (1991) realizaron un experimento de laboratorio en el que se hizo creer a un grupo de estudiantes que habían obtenido una buena puntuación en un supuesto test de inteligencia. Seguidamente, se les administró una segunda prueba. La mitad de estos estudiantes fueron informados de que habían obtenido también buenos resultados, mientras que a la otra mitad se le comunicó que habían obtenido malos resultados. A la mitad de cada grupo, aleatoriamente, el experimentador impuso un obstáculo previo a la ejecución de la segunda prueba. Los resultados señalaron que aquellos estudiantes que habían fracasado en la segunda prueba y tenían el obstáculo impuesto por el experimentador mostraron los mismos niveles de habilidad y autoestima que aquellos compañeros que habían obtenido buenos resultados en ambas pruebas. Por otro lado, aquellos estudiantes que habían fracasado en la segunda prueba y no habían experimentado el obstáculo impuesto por el experimentador mostraron poca habilidad y una bajada de autoestima. A juzgar por estos resultados, parece que la utilización de la autoanticipación de mal desempeño verdaderamente constituye un protector para la autoestima de las personas.
Sin embargo, a pesar de los beneficios a corto plazo que la persona obtiene utilizando esta estrategia, el empleo crónico de la misma conlleva ciertas desventajas. Zuckerman y colaboradores (1998) encontraron que aquellos estudiantes que utilizaban de forma crónica estrategias de autoanticipación preparaban pobremente los exámenes y, como consecuencia, rendían por debajo de sus aptitudes personales. También se han realizado numerosos trabajos para valorar cómo se percibe por los demás la utilización de esta estrategia. Estos estudios coinciden en informar que los observadores censuran la utilización de la misma (Rhodewalt y otros, 1995). Los observadores externos valoran el mismo resultado más negativamente cuando este es obtenido por una persona que utiliza esta estrategia que cuando es obtenido por otra persona que no la emplea.
Por ello, podemos concluir que la utilización de la autoanticipación de mal desempeño presenta beneficios a corto plazo como protector de la autoestima, pero tiene desventajas a largo plazo, dado que puede suponer un deterioro del rendimiento y constituye una estrategia arriesgada de autopresentación ante los demás. De este modo, es recomendable introducir ciertas medidas en el aula para prevenir y reducir la utilización de esta estrategia por parte de los estudiantes.
Autoestima. La autoestima hace referencia al aspecto evaluativo de la conciencia reflexiva. Mientras que el autoconcepto recoge las descripciones que una persona lleva a cabo de sí misma (autoconocimiento), la autoestima implica un juicio valorativo basado en este autoconocimiento, es decir, los afectos asociados al mismo. Una persona puede considerar de sí misma que es inteligente o que tiene una habilidad especial para las matemáticas (autoconcepto), y asociado a esto sentir satisfacción personal (autoestima). La distinción entre autoconcepto y autoestima es más bien conceptual, dado que en la práctica son inseparables.
La autoestima ha originado numerosos debates entre los estudiosos. Uno de ellos hace referencia a si constituye un constructo global —esto es, que recoge una valoración global de la persona— o más bien existen múltiples autoestimas asociadas a diversos aspectos o dimensiones más concretas del yo. Los modelos jerárquicos han resuelto este debate recogiendo la existencia de ambas ideas (Fleming; Courtney, 1984). Así pues, podemos hablar de una autoestima global, que hace referencia a los juicios y sentimientos de valía como persona en su conjunto, y de autoestimas específicas, asociadas a las diferentes facetas o dimensiones del yo. La autoestima global estaría en el punto más alto de la jerarquía, y progresivamente tendríamos dimensiones de autoestima sobre aspectos más concretos del yo, que se encuentran en posiciones inferiores de la jerarquía.
Otra de las controversias en torno a la autoestima trata sobre si esta es un rasgo estable y permanente de la persona o más bien constituye un estado variable que fluctúa en función de las circunstancias de la vida. La investigación ha puesto de manifiesto que la mayoría de las personas poseen una autoestima estable que actúa como línea base (rasgo) (Rosenberg, 1965) y que alrededor de esa línea base se producen fluctuaciones (estado) (Brown, 1993). Ambas aparecen positivamente relacionadas (Heatherton; Ambady, 1993).
La autoestima ha sido y es uno de los constructos psicológicos más estudiados. Investigadores, padres y educadores han mitificado la importancia de sus efectos beneficiosos. Proliferan los programas de intervención y los manuales de autoayuda dirigidos a la mejora de la misma. A pesar de los numerosos estudios realizados, la evidencia empírica acerca de su influencia positiva sobre el rendimiento escolar es más bien débil. Las correlaciones encontradas en los trabajos son modestas. Por el contrario, la autoestima parece ser más bien un efecto del buen rendimiento académico que una causa, y explica menos que otras muchas variables antecedentes (Sedikides; Gregg, 2003).
Otro de los focos de la investigación ha sido el estudio de las diferencias cognitivas y afectivas entre las personas con alta y baja autoestima. Ambos grupos desean alcanzar el éxito en la vida, sin embargo, las personas con baja autoestima presentan unas expectativas más bajas. Un fracaso inicial propicia que las personas con baja autoestima disminuyan sus expectativas de éxito en el futuro, mientras que las personas con alta autoestima evitan aquellas tareas que las condujeron al fracaso y tratan de conseguir el éxito utilizando otras vías (Baumeister; Tice, 1985). A lo largo del tiempo, las personas con alta autoestima manifiestan mayor persistencia en situaciones de adversidad (Di Paula; Campbell, 2001). Así lo puso de manifiesto una investigación realizada con estudiantes, en la que aquellos con alta autoestima tras el fracaso aumentaban su nivel de autoestima y persistían en alcanzar en el futuro mejores logros, mientras que aquellos con poca autoestima bajaban sus expectativas académicas y dejaron de autopresentarse como personas competentes en este contexto (Park; Crocker; Kiefer, 2007).
La autoestima constituye fundamentalmente un buen soporte emocional. Es uno de los mejores indicadores de salud mental y bienestar subjetivo. En los estudios, y de forma consistente, se relaciona positivamente con diversos indicadores de satisfacción con la vida y de felicidad (Diener; Diener, 1995). Asimismo, presenta una relación negativa con indicadores de malestar psicológico, tales como la ansiedad, la depresión, la desesperanza o el neuroticismo (Garaigordobil, Durá, Pérez, 2005; Gracia, Herrero, Musitu, 1995, Horner, 2001).
Además, la autoestima también parece marcar importantes diferencias en la forma de afrontar las relaciones interpersonales. Las personas con alta autoestima se consideran más populares, creen que tienen mejores amigos, piensan que se entienden mejor con sus compañeros de trabajo, disfrutan en general de relaciones sociales más placenteras y experimentan mayor apoyo social (Frone, 2000; Pastor, Balaguer, Benavides, 2002; Sedikides, Gregg, 2003). Tanto es así que algunos autores consideran que la autoestima constituye un sociómetro, es decir, una medida interna del grado de inclusión social (Leary; Tambor; Terdal; Dows, 1995).
No podemos entender el funcionamiento del yo si no tenemos en cuenta que, esencialmente, se trata de una herramienta interpersonal. Por un lado, la propia conciencia reflexiva depende en gran parte de las relaciones interpersonales. Como dice Cooley (1902), «los demás constituyen el espejo en el que yo me miro». Por otro lado, el yo permite las interacciones y relaciones con los demás. Las personas nos relacionamos con los demás partiendo de una autoimagen que tenemos asumida y que mostramos y ponemos en funcionamiento en los contactos interpersonales. Además, la propia identidad social se construye a partir de la asunción de determinados roles sociales, los cuales constituyen un producto de la sociedad y la cultura en que vivimos y ponen de manifiesto la cara interpersonal del yo (Baumeister, 1998).
Las relaciones sociales constituyen una importante fuente de información para la conformación del yo. Desde los orígenes del estudio del yo por parte de los fundadores del interaccionismo simbólico, como C. H. Cooley (1902) o G. H. Mead (1934), se ha considerado el yo como un producto de las interacciones sociales. Para Cooley (1902), los otros significativos constituyen el espejo social en el que la persona se mira para detectar sus opiniones sobre ella. Las creencias que la persona tiene de sí misma están determinadas por su percepción de las reacciones que los demás mantienen ante ella. En consonancia con esta idea, Shrauger y Schoeneman (1979) encontraron en un trabajo de revisión que el autoconcepto correlacionaba positivamente con las creencias que tenemos acerca de cómo nos perciben los demás.
Mientras que Cooley (1902) no especificaba los mecanismos concretos con los que se interioriza la imagen del otro sobre sí mismo, Mead (1934) consideraba que es a través del lenguaje simbólico en la interacción social como la persona adquiere la conciencia del yo y de la propia mente. Gracias a la interacción simbólica, la persona desarrolla la capacidad de verse a sí misma desde la perspectiva de los demás. En este proceso la persona asume la perspectiva del otro generalizado, es decir, el conjunto organizado de opiniones y actitudes de las personas de su grupo en su conjunto.
Este autor enfatiza la importancia de la infancia en la adquisición de las actitudes de los otros hacia el yo. Describe un proceso de dos etapas por el que el niño es capaz de adoptar la perspectiva del otro generalizado: 1) la etapa del juego simbólico, en la que el niño adopta papeles concretos de las personas con las que ha estado en contacto, por ejemplo el papel de madre o de policía, y 2) la etapa del juego organizado, en la que el niño empieza a interiorizar la actitud de todos aquellos que están involucrados en la actividad común para poder representar su papel con éxito (Mead, 1934).
Las aportaciones de estos teóricos pusieron de manifiesto que el autoconcepto se adquiere desde los primeros momentos de la vida en las interacciones sociales. En consonancia con esta idea, las investigaciones realizadas sobre el apego han mostrado cómo las interacciones del bebé con su cuidador son vitales para aportar seguridad al niño y construir un modelo del yo que se sienta querido y competente (Bowlby, 1969). El apoyo de los padres es fundamental en los primeros momentos de este proceso de formación del autoconcepto, y a medida que los niños van creciendo, nuevas figuras, como los iguales y los profesores, van cobrando protagonismo en este proceso (Harter, 1993).
Autopresentación. El yo participa activamente de la vida social a través de la autopresentación. Esta hace referencia al modo en que las personas mostramos la información sobre nosotros a los demás. Goffman (1959) fue uno de los primeros autores que pusieron de manifiesto cómo las personas tratan de manipular la impresión que causan a los demás. Este autor utilizó la metáfora del teatro para describir cómo interpretamos determinados papeles ante las distintas audiencias de nuestra vida cotidiana con objeto de ser evaluados positivamente.
Podemos hablar de dos fuerzas motivacionales que guían la autopresentación: la instrumental y la expresiva (Baumeister, 1982). La primera se dirige a influir en los demás con objeto de conseguir beneficios materiales o prácticos, y recibe el nombre de autopresentación estratégica. La segunda persigue construir determinada imagen del yo y reclamar una identidad para uno mismo, y recibe el nombre de autopresentación expresiva.
Jones y Pittman (1982) describieron cinco formas diferentes de autopresentación estratégica. El congraciamiento consiste en mostrarse a los demás como una persona que posee ciertos rasgos o características atractivas para tratar de gustar. La intimidación trata de provocar miedo en los demás, trasmitiendo la idea de que se puede perjudicar al otro y de que se está dispuesto a usar ese potencial. La autopromoción trata de mostrar las aptitudes y competencias positivas de la persona para ganarse el respeto de los demás. La ejemplificación implica convencer a los demás de que se es una buena persona, alguien que posee virtudes morales admirables. La súplica supone mostrarse como una persona necesitada y dependiente para inducir lástima y sugerir que se necesita ayuda.
Estas estrategias de autopresentación se ponen en marcha en cualquier tipo de contexto. Su objetivo fundamental es manipular a los demás para alcanzar determinados objetivos. En un experimento, se pidió a un grupo de personas que se autodescribieran frente a un supervisor. Cuando el supervisor tenía poder para asignarles futuras tareas (agradables y desagradables), las personas ejercían un mayor control y manipulación de su autopresentación (Kowalski; Leary, 1990). Este resultado pone de manifiesto que la relación profesor-estudiantes es especialmente propensa a albergar estas estrategias proactivamente. Así, por ejemplo, en el aula podemos encontrar estudiantes que utilizan estas estrategias para conseguir sus objetivos. Nos podemos encontrar con el estudiante que siempre se muestra voluntarioso y halagador con el profesor (congraciamiento), aquel que incordia al profesor y amenaza con continuar si no le hace caso (intimidación), aquel que se muestra como una persona muy competente (autopromoción), el que se manifiesta como alguien bondadoso y con grandes virtudes morales (ejemplificación) o aquel que cuenta sus problemas personales al profesor para que le apruebe cuando ha suspendido un examen (súplica).
La autopresentación expresiva persigue causar una impresión a los demás con el objetivo de reivindicar el reconocimiento de nuestra identidad. No basta con mantener una imagen ideal de uno mismo y actuar en consecuencia. Esa identidad requiere una validación social. En realidad, una persona no es creativa, una gran deportista o gran estudiante si los demás no la perciben y la tratan como tal. En algunas ocasiones, las personas se pueden llegar a mostrar de forma contraria a cómo los demás las aprobarían para reclamar precisamente esa identidad (Wicklund; Gollwitzer, 1982). Así, por ejemplo, un niño que aspira al reconocimiento de estudiante brillante y comprometido por parte del profesor puede llegar a comportarse de forma disruptiva en clase si se siente inseguro para alcanzar dicho reconocimiento.
Para entender el funcionamiento del yo, el tercer aspecto a tener en cuenta es su función ejecutiva. El yo constituye el origen de la acción: toma decisiones, inicia acciones y trata de ejercer un control sobre el ambiente y sobre sí mismo. Se trata de un agente activo, es el controlador de los procesos controlados. Esta capacidad de control no hay que entenderla como que elegimos conscientemente (de forma explícita) todas y cada una de nuestras conductas, sino más bien como que tenemos la posibilidad de ejercer control sobre nuestro comportamiento y que la utilizamos en muchas ocasiones (Baumeister, 1998).
La búsqueda del control es una de las principales motivaciones del sí mismo, tanto en términos de modificar el ambiente para adaptarlo a la propia persona como de modificar el yo para adaptarse al ambiente o estar a la altura de los estándares sociales (Rothbaum; Weisz; Snyder, 1982). Distintos procesos psicológicos están implicados en esa búsqueda de control. Entre ellos, cabe destacar la autoeficacia y la autorregulación.
Autoeficacia. Bandura (1997) define la autoeficacia percibida como las creencias que las personas poseen acerca de sus propias capacidades para organizar y ejecutar las acciones necesarias dirigidas a afrontar o gestionar futuras situaciones. La autoeficacia implica juicios sobre las capacidades específicas para afrontar una tarea en particular. Las creencias de eficacia influyen en cómo las personas piensan, sienten, se motivan y actúan. Una alta autoeficacia conduce a las personas a poner en marcha las acciones necesarias para alcanzar sus objetivos, mientras que una baja autoeficacia impide comprometerse en las acciones necesarias para obtener los resultados deseados.
Las creencias de eficacia pueden desarrollarse gracias a cuatro formas de influencia fundamentales (Bandura, 1997). El modo más efectivo de generar un fuerte sentido de autoeficacia es a través de las experiencias previas de dominio. Los logros personales contribuyen a consolidar nuestra percepción de eficacia, mientras que los fracasos la debilitan. No se trata de lograr éxitos rápidos y fáciles, sino de superar dificultades y obstáculos gracias a la persistencia en el esfuerzo. La segunda forma de fortalecer la eficacia es gracias a las experiencias vicarias, esto es, la observación de otras personas similares a nosotros que, persistiendo en el esfuerzo, alcanzan los objetivos deseados. A través de la observación de su conducta, los modelos competentes nos transmiten conocimientos y nos enseñan las habilidades y estrategias necesarias para responder a las demandas de la situación. Persuadir a las personas de que tienen las capacidades necesarias para realizar determinadas actividades y conseguir sus objetivos constituye la tercera forma de fortalecer las creencias de eficacia. La persuasión impulsa a las personas a realizar un mayor esfuerzo para alcanzar sus objetivos y favorece el desarrollo de habilidades. La cuarta y última fuente de influencia en la autoeficacia es la percepción de los propios estados fisiológicos y emocionales. Las personas evalúan su estado fisiológico y emocional de modo que una percepción positiva contribuye a fortalecer la autoeficacia ante una situación determinada, mientras que una evaluación negativa socaba las creencias de eficacia.
La autoeficacia influye en la conducta de los estudiantes de formas distintas. En primer lugar, influye en las elecciones que realizan. Estos se comprometen con aquellas tareas para las que se sienten confiados y evitan aquellas otras en las que no sienten tal confianza. En segundo lugar, las creencias de eficacia determinan el esfuerzo que los estudiantes están dispuestos a realizar en una actividad y cuánto tiempo van a perseverar. Además, la autoeficacia afecta a la conducta a través de su influencia en las reacciones emocionales. Las personas con baja autoeficacia piensan que las cosas son más difíciles de lo que en realidad son, lo que les provoca mayor ansiedad y estrés, así como una visión más estrecha del problema. La percepción de alta autoeficacia genera serenidad y optimismo, y fomenta la resistencia personal. En resumen, un fuerte sentido de autoeficacia favorece el logro y el bienestar personal (Pajares; Schunk, 2002).
Autorregulación. La autorregulación hace referencia a la capacidad del yo para modificarse, alterarse o cambiarse a sí mismo o sus propias respuestas. Se trata de un proceso central en el funcionamiento del yo (Vohs; Schmeichel, 2007). Para entender mejor de qué se trata, podemos utilizar la analogía de un actor que cambia su interpretación en la mitad de una representación. El actor posee un guion y puede simplemente interpretarlo en la secuencia. Gracias a la autorregulación, el actor también puede decidir no seguir el guion y alterarlo, añadiendo nuevas ideas. A diferencia del autocontrol, que básicamente recoge los intentos intencionales de controlar la conducta, la autorregulación es un concepto más general y amplio que implica tanto procesos conscientes como no conscientes de control sobre la conducta (Vohs; Schmeichel, 2007).
Cada acto volitivo (intencional) de autorregulación se compone de un impulso con cierta cantidad de energía o fuerza para seguirlo y a la par de contención para evitarlo. Cada acto intencional de autorregulación es el resultado del conflicto entre esos dos impulsos. Imaginemos el caso de un estudiante que tiene al día siguiente un examen de matemáticas. La autorregulación en esta situación puede conllevar un conflicto entre el impulso de dedicar la tarde repasando la materia para asegurarse un buen resultado y el de irse a jugar un partido de tenis con sus amigos. En muchas ocasiones, la dificultad para alcanzar las metas y logros que la persona se plantea vienen determinadas en gran medida por su falta de habilidad para regular el yo. Podemos hablar de infinidad de situaciones en las que la autorregulación está implicada: la pérdida de peso, dejar de fumar, el seguimiento de un tratamiento médico o el propio rendimiento escolar.
Tomando prestados algunos conceptos de la teoría cibernética, Carver y Scheier (1981, 1982) describen la autorregulación como un proceso de evaluar-operar-evaluar-salir (Modelo TOTE, Test-Operate-Test-Exit). Imaginemos el caso de una persona que desea correr un maratón de 20 kilómetros. Para ello, lo primero que hace es correr y medir la distancia y el tiempo que emplea (fase de evaluación). A partir de este resultado, tomará determinadas decisiones para alcanzar el rendimiento exigido: entrenar con frecuencia, buscar un preparador físico o compañeros con los que entrenar, dedicar tiempo a diario, etc. (fase de operación). Pasado un tiempo, puede medir de nuevo su rendimiento (segunda fase de evaluación), lo que conducirá al sujeto a seguir entrenando hasta correr el maratón o abandonar el entrenamiento (fase de salida).
Siguiendo a estos autores, podemos describir tres componentes básicos de la autorregulación: los estándares, el seguimiento y las operaciones. Los estándares hacen referencia a los ideales, normas, obligaciones u otras guías que representan las metas finales que las personas poseen cuando se comprometen en la autorregulación. El seguimiento implica la realización de valoraciones para saber a qué distancia se encuentra la persona de la meta. Las operaciones suponen el uso de estrategias autorregulatorias para alcanzar las metas marcadas por uno mismo. La fuerza de la autorregulación depende del conjunto de recursos disponibles que permiten a las personas realizar las operaciones necesarias para alcanzar la meta deseada. Estos tres elementos son necesarios para explicar el buen funcionamiento de los procesos autorregulatorios.
La autorregulación ejerce su influencia en cinco grandes campos o dominios: la modificación de emociones (supresión o amplificación), el control mental (especialmente la supresión de pensamientos indeseados), la guía de nuestra conducta, el control de la atención y el de los impulsos incipientes (Vohs; Baumeister, 2004).
Un ámbito específico de aplicación de los procesos autorregulatorios es el rendimiento académico y los aprendizajes escolares. Un estudiante que utiliza estrategias de autorregulación en sus aprendizajes puede aproximarse a las tareas educativas con confianza, diligencia y recursos; puede ser consciente de que tiene las habilidades necesarias para alcanzar la meta y, cuando no las tiene, buscar activamente la información necesaria y dar los pasos oportunos para aprender (Zimmerman, 1990).
En el aprendizaje autorregulado, el estudiante debe incorporar una combinación de estrategias cognitivas, metacognitivas, motivacionales y conductuales para alcanzar el nivel más alto de rendimiento posible (Zimmerman; Kitsantas, 1997). A nivel cognitivo, los estudiantes planifican, establecen sus objetivos y organizan el trabajo. A nivel metacognitivo, llevan a cabo un seguimiento y evalúan la distancia entre la situación actual y la meta. A nivel motivacional, se responsabilizan de los éxitos y de los fracasos, están intrínsecamente interesados en la tarea y experimentan una alta autoeficacia; todo ello conduce a un mayor esfuerzo y persistencia. Conductualmente, buscan ayuda y consejo, crean el ambiente de aprendizaje adecuado, se autoinstruyen y se autorrefuerzan (Gaskill; Hoy, 2002). En definitiva, el estudiante sigue el proceso autorregulatorio descrito previamente.
En el proceso de aprendizaje de los estudiantes y su rendimiento, la autoeficacia y la autorregulación se influyen mutuamente (Gaskill; Hoy, 2002). Por un lado, una alta autopercepción de eficacia por parte de los estudiantes predice el uso de estrategias de autorregulación. El uso de estas estrategias favorece el rendimiento académico. Por otro lado, el uso de estrategias de autorregulación conduce al desarrollo de las creencias de eficacia de los estudiantes. Asimismo, tanto el aprendizaje autorregulado como la percepción de autoeficacia conllevan el uso de procesos cognitivos y metacognitivos bastante similares de evaluación, seguimiento y acción.
Hasta ahora hemos hablado del yo como si se tratara de una entidad única e indiferenciada que posee tres funciones fundamentales (la autoconsciencia, las relaciones interpersonales y la agencia o función ejecutiva). Sin embargo, el yo también contiene un repertorio de identidades variadas y relativamente independientes con su propio cuerpo de autoconocimiento (Gergen, 1971) y que se manifiestan en diferentes contextos y situaciones sociales. El origen de esta multiplicidad proviene de la diversidad de relaciones sociales en las que participamos de un modo u otro: relaciones familiares y de amistad, relaciones y roles laborales, relaciones definidas por el género, la etnia, el barrio, la ciudad o la comunidad a la que pertenecemos, e incluso la nacionalidad.
Ante esto, podemos plantearnos si tenemos múltiples yos o solo uno. Este debate sobre la multiplicidad versus unidad del yo ha ocupado muchas páginas de la literatura científica. Baumeister (1998) responde al mismo considerando que el yo constituye «la suma total», la integración de las diversas experiencias en una unidad de pensamiento y acción. La persona desarrolla el sentido de ser el mismo yo en los distintos contextos en los que se desenvuelve.
La multiplicidad está más relacionada con la identidad social. Esta hace referencia a la parte del autoconcepto que se deriva de nuestro conocimiento sobre nuestra pertenencia grupal (Tajfel, 1978). Las personas podemos pertenecer a distintos grupos y, por ello, poseemos múltiples identidades sociales. Así, por ejemplo, una mujer española puede tener una identidad como española, otra como mujer, otra como profesional, otra como andaluza, etc. No obstante, cabe señalar que en ocasiones los límites entre el yo y la identidad son difusos y confusos, puesto que las identidades forman parte e inciden en las características, el funcionamiento y la naturaleza del yo.
Desde la teoría de la categorización del yo (Turner, 1982) se considera que el yo puede existir en diferentes niveles de abstracción, que constituyen categorías o formas distintas de entender y describir el propio yo y el de los demás. Esta teoría distingue tres niveles de abstracción: un nivel interpersonal o identidad personal, según el cual nos definimos a nosotros mismos como individuos únicos con unas características idiosincráticas que nos distinguen de otros individuos; un nivel intergrupal o identidad social, por el que nos definimos a nosotros mismos como miembros de unos grupos determinados en comparación con los miembros de otros grupos; y un nivel interespecies, que nos define como miembros de la especie humana en comparación con otras especies.
La prevalencia de una u otra forma de categorizar el yo en las distintas situaciones sociales depende de su saliencia. Es decir, determinadas condiciones favorecen (o permiten que sea más saliente) que las personas actúen y se perciban a sí mismas y a los demás como miembros de un grupo, como personas idiosincráticas o como miembros de la especie humana.
La saliencia de una categoría depende de dos factores: su accesibilidad y su ajuste (Oakes; Turner; Haslam, 1991). Una categoría del yo es accesible cuando es central, relevante o útil en la definición del yo, en función de la propia experiencia pasada, las expectativas, los valores, los motivos, las metas y las necesidades actuales. El ajuste hace referencia a la relación entre el yo y la realidad exterior. Existen dos tipos de ajuste: el comparativo y el normativo. Son más salientes en una situación determinada aquellas categorías del yo que favorecen que las diferencias sean máximas entre grupos distintos y mínimas dentro del mismo grupo en determinadas dimensiones de comparación (ajuste comparativo), y además cuando estas diferencias entre grupos y similitudes intragrupo coinciden con las expectativas normativas o estereotipos que poseemos sobre la pertenencia categorial (ajuste normativo).
En un aula escolar, podemos encontrar niños de diferentes nacionalidades y etnias que constituyen diferentes grupos de pertenencia. Cabe plantearse en qué medida los niños responden en función de una u otra identidad. Las características del contexto influyen en que sea más saliente una identidad o categoría concreta del yo. Por ejemplo, si el profesor plantea una actividad en la que cada alumno debe hablar de las características de su país, es bastante probable que los niños activen esa identidad social (accesibilidad). Asimismo, estos niños en esta situación pueden enfatizar las diferencias con otros estudiantes que son de otros países y remarcar las similitudes entre los estudiantes de la misma nacionalidad (ajuste comparativo). Si además estas comparaciones coinciden con las expectativas o estereotipos que tienen sobre las distintas nacionalidades (ajuste normativo), la probabilidad de definir la identidad en función de la nacionalidad es mayor.
En definitiva, que actuemos en función de una u otra identidad va a depender de la interacción entre nuestras propias características personales y de las características de la situación o contexto social particular en que nos encontremos.
La teoría de la identidad social fue formulada por Tajfel en los años setenta (Tajfel, 1972; Tajfel, Turner, 1979). Desde esta teoría se vincula la identidad social a la pertenencia a grupos. Cabe señalar que no todos los grupos son válidos para conformar nuestra identidad social, solo aquellos que son importantes a la hora de definir el yo. Para ello, es necesario que reúnan tres características fundamentales: a) que la persona perciba que pertenece a un grupo (por ejemplo, soy español); b) ser consciente de que pertenecer a un grupo u otro tiene cierta valoración social, positiva o negativa y de mayor o menor intensidad (por ejemplo, los españoles somos gente alegre y divertida); y c) esa conciencia de pertenencia grupal se asocia a cierta reacción afectiva (por ejemplo, me gusta ser español, me hace feliz). Si el grupo al que pertenecemos reúne estas tres características, constituye lo que Tajfel denomina el grupo psicológico, y sirve para conformar nuestra identidad social.
La identidad social se encuentra directamente vinculada con la autoestima. Del mismo modo que las personas deseamos tener una concepción positiva de nosotros mismos, también tratamos de obtener y mantener una identidad social positiva, dado que esto repercute directamente en nuestra autoestima. Esto puede considerarse una de las motivaciones personales básicas.
La identidad social positiva se construye a partir de las comparaciones favorables que hacemos entre los grupos a los que pertenecemos y otros grupos pertinentes. La persona está motivada para definir a su propio grupo como positivamente distinto de los demás. Esta distintividad social positiva implica que la persona preste mayor atención a sus características como miembro de un grupo particular, dejando a un lado las características personales únicas e idiosincráticas. No se trata de un mero proceso individual, sino grupal y dependiente del contexto. El contexto social constituye un marco de referencia para las comparaciones grupales y sustenta, por tanto, la distintividad social positiva. Es decir, el contexto determina que unos grupos sean más valorados que otros. Por ejemplo, en una población determinada, pertenecer al equipo de fútbol del colegio puede tener cierto prestigio y reconocimiento porque tradicionalmente ha obtenido buenos resultados, mientras que pertenecer a otro equipo del barrio puede tener poco reconocimiento o incluso ser menospreciado porque no ha obtenido tan buenos resultados históricamente.
Cuando nuestra identidad social no es satisfactoria, las personas tratamos de llevar a cabo diferentes estrategias con objeto de alcanzar una valoración positiva. Estas estrategias pueden producirse a nivel individual o colectivo, dependiendo de la legitimidad y el grado de estabilidad de las diferencias de estatus entre los grupos.
Cuando los miembros del grupo perciben las diferencias de estatus entre los grupos como legítimas y estables, se adoptan fundamentalmente estrategias individuales. En este caso, si es posible cambiar de grupo, las personas del grupo desfavorecido pueden intentar asimilarse al grupo favorecido adoptando los valores y características del mismo. Esta estrategia recibe el nombre de movilidad individual. Una segunda posible estrategia individual consiste en realzar la identidad personal del individuo sin tratar de ensalzar la identidad social del propio grupo desfavorecido. Esto puede llevarse a cabo si nos comparamos con los miembros de nuestro grupo que están más desfavorecidos, con el fin de resaltar nuestras diferencias individuales.
Cuando se perciben las diferencias de estatus entre grupos como ilegítimas e inestables, se adoptan sobre todo estrategias colectivas. Entre estas estrategias encontramos la creatividad social y la competición social. La primera permite que los miembros de un grupo reinterpreten de forma positiva las características del propio grupo (endogrupo) o incluso que encuentren nuevas dimensiones de comparación que sean favorables al realizar tales comparaciones con los otros grupos. Con la segunda, se persigue mejorar la posición del propio grupo tratando de diferenciarse al máximo de los otros grupos. Los grupos desfavorecidos intentarán cambiar a su favor la actual situación que les perjudica, mientras que los grupos favorecidos tratarán de mantener la situación social particular que les favorece. Esta última estrategia constituye el origen del conflicto entre grupos, el prejuicio y la discriminación.
En nuestra vida en general y en el contexto escolar en particular, la identidad social juega un papel importante. Las personas pertenecemos a múltiples grupos. Así, por ejemplo, los estudiantes de un centro escolar pueden identificarse con el centro en el que estudian, con el grupo de estudiantes (por ejemplo, de 3.ºA), con los equipos deportivos del centro de los que forman parte, etc. Asimismo, pueden identificarse en función del barrio en el que viven, de su nacionalidad o etnia, de su sexo, de su edad, etc. Una u otra identidad social entra en juego en función de variables personales y contextuales. La identidad social influye enormemente en las relaciones con los miembros de otros grupos y del propio grupo, e incluso en el propio comportamiento, actitudes y opiniones. Así, por ejemplo, un estudiante que en una situación particular se identifica con su centro escolar tratará de tener más amigos del mismo centro, de parecerse a ellos y compartir actividades, mientras que tenderá a marcar las distancias con los estudiantes de otros centros.
Estudios recientes muestran que la identidad social también puede relacionarse con el rendimiento académico. En un trabajo realizado en Estados Unidos con una muestra de estudiantes afroamericanos, Murry y colaboradores (2009) encontraron que estos se esforzaban menos en las tareas académicas e incluso realizaban autopresentaciones académicas negativas con objeto de enfatizar su identidad social afroamericana. En este contexto, obtener buenos resultados académicos es percibido como «cosa de blancos» y considerado como una traición a la herencia cultural afroamericana.
En otro trabajo realizado también con grupos étnicos minoritarios en Estados Unidos, se encontró que aquellos estudiantes que mostraban mayor identificación con su grupo étnico empeoraban en mayor medida su rendimiento académico en situaciones en las que percibían amenazas hacia su grupo étnico de pertenencia (Lar; Levin; Sinclair, 2008). A modo de conclusión de estos trabajos, podemos decir que el rendimiento académico puede verse incrementado o disminuido en aquellas situaciones en las que la pertenencia grupal entra en juego. Así, por ejemplo, cuando la identidad social de un grupo se asocia a obtener bajo rendimiento académico, los miembros que poseen alta identificación tenderán a reproducir ese modelo. Y viceversa, cuando la identidad social de un grupo se asocia a alto rendimiento académico, sus miembros tenderán a esforzarse más con objeto de enfatizar su pertenencia grupal. Por tanto, la identidad social no solo marca las relaciones sociales en el contexto escolar, sino que además influye en el comportamiento dentro y fuera del aula y en el propio rendimiento escolar.
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