1776 / ESTADOS UNIDOS
La Guerra de Independencia que dio origen a los Estados Unidos de América hace que sople un viento de libertad en el mundo atlántico. El semillero revolucionario norteamericano, con sus experiencias, textos, debates, éxitos y fracasos, afecta a toda Europa por la fuerza del ejemplo e inaugura así la era de las revoluciones.
El 4 de julio de 1776, las Trece Colonias británicas de América del Norte dirigen a la representación de la monarquía inglesa una lista de denuncias contra el rey para justificar su declaratoria de independencia. En el mismo pronunciamiento, afirman ante el mundo que los pueblos tienen el derecho de resistir a la opresión y de cambiar de gobierno. Así pues, comienza la Revolución estadounidense. Esta será nacional y dará origen a una nación moderna; será política y construirá la primera república federal del mundo moderno; pero no será social. Para la opinión pública europea en formación, la noticia impresiona Así como el modelo monárquico británico interesó más a los filósofos de la Ilustración que la revolución de la que había resultado, también se vio a la Revolución estadounidense más como un proceso o evento que podía usarse de ejemplo para reforzar ciertas ideas. Así, en Francia, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos se vuelve objeto de muchas traducciones; y 1789, en Flandes, entonces integrado a los Países Bajos austríacos, retoman —de manera casi idéntica— el texto estadounidense para declarar su propia independencia. La Revolución estadounidense debe estudiarse desde América para comprender sus procederes y límites, pero igualmente desde el otro lado del Atlántico para medir la novedad de su expansión ideológica.
¿UNA REVOLUCIÓN SIN ORÍGENES?
A mediados del siglo XVIII, la tutela británica sobre las colonias de América del Norte no era vivida como una opresión. La dependencia económica frente de la metrópolis dificulta la libertad de comercio y emprendimiento —para entonces la Corona consideraba a las colonias como espacios de producción de materias primas y de consumo de productos manufacturados en Inglaterra—, pero esto no impide que la economía colonial prospere desde el siglo XVII, como lo evidencia la riqueza de los agricultores o de los comerciantes coloniales. Los «americanos» disfrutan de una real libertad política que permite, en cada colonia, llevar una vida política activa y el ejercicio de la libertad de culto. Si las tensiones agitan a las colonias, y manifiestan potencialidades revolucionarias, al menos insurreccionales, son inherentes a la sociedad colonial y no se dirigen a la metrópoli.
En efecto, la sociedad americana es muy desigual. Los esclavos negros, cada vez más numerosos, representan una quinta parte de la población colonial. Una gran cantidad de blancos pobres no se beneficia de la vitalidad de la economía: granjeros sucumben a las deudas y contratos de arrendamiento. Asimismo, migrantes europeos, aún deudores del viaje que los lleva a América, padecen durante años condiciones de vida miserables por contratos de trabajo injustos. Las tierras indígenas son expropiadas y las relaciones fronterizas son muy tensas. Esas desigualdades nutren una agitación creciente a lo largo del siglo: rebeliones de esclavos, ataques indígenas y motines urbanos o rurales de blancos pobres se multiplican, sin jamás unirse y sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII.
Si la Revolución estadounidense hubiera sido social, habría tenido sus raíces en esa agitación entonces dirigida contra las élites coloniales que tomaron la tierra de los indios, la libertad de los negros y concentraron las riquezas. Es al contrario una modificación profunda de la política británica que condujo a la revolución.
LOS FERMENTOS DE LA REVOLUCIÓN ESTADOUNIDENSE
Después de la Guerra de los Siete Años (1756-1763) contra Francia, Inglaterra padece una situación presupuestaria particularmente difícil, y decide involucrar a los colonos americanos para solucionar el déficit, ya que estos se habían beneficiado del conflicto, sobre todo en términos territoriales. Así, nuevos impuestos afectan a las colonias entre 1764 y 1765: impuestos para el café, la seda, el vino, impuestos de franqueo en todos los escritos y papeles públicos, hasta para los naipes. La réplica es inmediata: se reúnen delegados de muchas colonias en el seno de un Congreso continental con el fin de redactar una carta, promueven una campaña de boicots a los productos británicos, y también acciones violentas contra representantes de la Corona. Esta subversión fiscal permite, al final de cuentas, desviar una parte de la ira popular, antes dirigida hacia las élites coloniales, contra la metrópoli. El argumento que anteponen las colonias No Taxation without representation (rechazo a los impuestos no consentidos a falta de representación política en el Parlamento británico) se basa en el Bill of Rights: los colonos se definen entonces como sujetos británicos y no hacen más que reivindicar sus derechos.
La cancelación de los impuestos por parte de Inglaterra solo calma la rebelión un tiempo, que reaparece con mayor intensidad a partir de 1767, cuando nuevos derechos a la importación afectan a las colonias: la Townshend Acts y la Tea Act en 1773. Las disputas entre el pueblo y los soldados británicos son cada vez más violentas: en Boston, en marzo de 1770, el ejército dispara contra una multitud desarmada y mueren siete personas. Después de la Boston Tea Party (diciembre de 1773), la presencia militar se acentúa y los enfrentamientos se multiplican. De los actos insurrectos surgen organizaciones se pasa a una forma de guerrilla (Batalla de Lexington, abril de 1775), y luego a la guerra declarada. En junio de 1775, George Washington es nombrado líder del ejército. Este rico granjero, delegado de Virginia en el Primer Congreso Continental, ya era particularmente popular desde la Guerra de los Siete Años, en la que se había destacado por algunas hazañas bélicas.
La sucesión de las medidas inglesas obliga a los colonos a repensar las lecciones políticas de una acción que al principio solo era defensiva y puntual: las colonias se unen y organizan varios congresos continentales. La autonomía política se reivindica cada vez más y progresivamente, en nombre de los derechos naturales —y no en el de sujetos británicos—, es que los colonos protesten para reclamar compensaciones. En enero de 1776 aparece el texto Common Sense, de la pluma de un inglés migrado a las colonias, Thomas Paine. Este denuncia abiertamente el sistema colonial y llama a la independencia. Y por si fuera poco, estima como ilegítima la monarquía de derecho divino. Paine, quien apoya abiertamente a los insurgentes, propone una Constitución republicana para la nueva nación soberana. Common Sense tiene un éxito enorme; pero, desde luego, los libros no hacen las revoluciones, aunque tanto el Common Sense de Paine como, poco después en Francia, Qu’est-ce que le tiers état? del clérigo de Sièyes prepararon las ideas para que se aceptara la ruptura. Esas páginas anuncian a la opinión pública el movimiento que termina por empujar al Congreso a redactar la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776.
LA REVOLUCIÓN, NACIONAL Y POLÍTICA
Se proclama la independencia y difícilmente se gana una guerra ya disminuida.
En este conflicto, podríamos evocar el papel del marqués de La Fayette, joven noble de 19 años partidario del liberalismo, que deja su natal Francia para ponerse al servicio del ejército de Washington. Por su notable desempeño militar en la victoria sobre los británicos, La Fayette da a conocer y hace popular en Francia la lucha de los patriotas americanos, e influye en la decisión del rey de Francia de apoyarlos en 1778. En agradecimiento por sus servicios, el Congreso estadounidense nombra a La Fayette ciudadano de honor en 1781. Y en 1789, laureado por su experiencia estadounidense, forma parte de los nobles liberales que conducen la Revolución francesa. Asimismo, redacta junto con Jefferson, uno de los llamados padres fundadores de la Revolución estadounidense, un proyecto de declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, retomado parcialmente en el texto del 26 de agosto de 1789.
Al término de un arduo conflicto que los patriotas americanos no abandonan, en 1783, los Estados Unidos de América son reconocidos como libres, independientes y soberanos. Pero podríamos quedarnos ahí, ya que una independencia, sin importar cuál sea, no es necesariamente una revolución.
En la propaganda de la época y luego en la memoria estadounidense, se evoca a la Guerra de Independencia como el prototipo mismo de la guerra revolucionaria, en la que el pueblo se alza entero contra el opresor. Esta postura omite al importante número de americanos que permanecieron fieles a la Corona, así como la leva obligatoria de hombres, el dinero que las élites pagaban porque alguien los reemplazara, o el gran número de deserciones y de amotinamientos. Sin embargo, no se puede negar que, finalmente, la guerra movilizó a casi todos los estratos de la población. La experiencia militar y la propaganda dieron origen a una retórica patriótica, así como a una conciencia nacional. La participación activa en los combates de muchos americanos antes excluidos del campo político hace de esta guerra un evento democrático en sí.
No es difícil darse cuenta de que guerras y revoluciones están relacionadas. Las revoluciones inglesas y americanas son episodios bélicos; la Revolución francesa entra en guerra a partir de 1792. Las independencias iberoamericanas son guerras de liberación. La Comuna de París, la Guerra Civil española, la larga Revolución china, la Revolución cubana son, en efecto, guerras civiles. Más bien son raras las revoluciones que no experimentaron guerras revolucionarias, a menudo incluso en forma de guerras civiles que a veces salieron de sus fronteras. De ahí que suela ponerse a las revoluciones a la sombra de generales: antes de acceder al poder, Cromwell, Washington, Bonaparte, Bolívar y Castro fueron jefes militares de las revoluciones que lideraron. Por su parte, solo la Convención Montañesa logró mantener a cierta distancia el poder militar, al controlar por un tiempo a los oficiales y defender el poder civil. Pero si bien las guerras revolucionarias produjeron dirigentes, a veces dictadores, también forjaron pueblos alrededor de la figura del soldado-ciudadano. A menudo, el reclutamiento de los ejércitos revolucionarios es la primera implicación de las clases populares en la vida política nacional. Y, de hecho, este es el rol de la guerra de independencia en la Revolución estadounidense.
Sin embargo, como anotaba en 1783 uno los signatarios de la Declaración de Independencia: «La guerra americana se terminó, pero no la revolución. Al contrario, solo se ha escenificado el primer acto de este drama».
La independencia genera un vacío político que hay que llenar para reemplazar las normativas coloniales y dar vida a la Unión. La amplitud del trabajo constitucional supone una gama de otras posibilidades y de otras confrontaciones, y termina por desprender, en diferentes estados, algunos rasgos comunes propios del pensamiento liberal. Por todos lados, constituciones escritas, precedidas de declaraciones de los derechos naturales del hombre y del ciudadano, afirman la soberanía del pueblo, instauran un gobierno representativo y la separación de los poderes, y proclaman libertades políticas e individuales. Al principio, los estadounidenses, acostumbrados a la autonomía local heredada de la experiencia colonial, no buscan reforzar la Unión. Pero los conflictos relativos al comercio o a la navegación fluvial confrontan muy pronto a los estados sin solución de arbitraje, mientras que diversos disturbios inquietan a las élites preocupadas por mantener el orden. En 1787, la Convención de Filadelfia se encarga de redactar una Constitución, lo que da origen a un Estado federal sólido y republicano, que reconoce muy pronto las libertades fundamentales en un Bill of Rights.
LA REVOLUCIÓN SOCIAL QUE NO OCURRIRÁ
De la crisis prerrevolucionaria a la redacción constitucional, pasando por la Guerra de Independencia, la revolución es social en sus reivindicaciones. Durante el conflicto, las agitaciones populares demandan una congelación de precios; los soldados, que no recibían su salario, padecían hambre o estaban enfermos, se amotinan. La joven nación soberana sufre numerosos enfrentamientos, urbanos y rurales; de regreso a sus granjas, los soldados desmovilizados se niegan a pagar sus alquileres y reclaman la anulación de sus deudas, el acceso a la tierra y un mejor reparto de la riqueza. Organizados en milicias, algunos atacan los tribunales y queman los archivos para desaparecer las evidencias de sus deudas: «La riqueza de los Estados Unidos fue preservada por todos de la confiscación británica, y debe ser igualmente dividida entre nosotros», dicen así los llamados reguladores, rebeldes de Massachusetts. Y ellos serían colgados. Entonces, el balance en términos sociales es bastante débil. La supresión de la nobleza, por ejemplo, es meramente simbólica en las colonias. Una parte de las tierras de los lealistas, fieles a la Corona, se divide en pequeñas parcelas y se vende, lo que permite el acceso de los granjeros a la propiedad, pero estos cambian el peso de los alquileres por el de las deudas; sin embargo, las élites revolucionarias terminan apoderándose de la mayoría de esas tierras.
La revolución no subsana la fractura entre ricos y pobres, y tampoco abre las puertas del poder a una nueva clase social. A pesar de la afirmación de soberanía popular, los sufragios se constituyen de forma censataria, y solo votan quienes ya participaban en la vida política colonial. Además, y sobre todo, se mantiene la esclavitud. Los estados del norte, que no tenían más recursos, la van aboliendo progresivamente, pero se refuerza en el Sur. Como mucho, la revolución permite crear un espacio de expresión para las reivindicaciones abolicionistas. En cuanto a los indígenas, el Congreso promueve, a mediados de la década de 1780, la expropiación y el despojo de las tierras indígenas en el oeste de la frontera.
Claro, hay que tener presente cuál es el perfil de quienes hicieron la Revolución estadounidense: los padres fundadores, Washington, Jefferson, Adams, provenían de familias blancas, protestantes y ricas. Como conservadores, defienden el orden social y el liberalismo económico, y desconfían de las clases populares como desestabilizadoras. Entonces, el proceso de la revolución nacional termina por acotar las aspiraciones sociales creando un consenso entre clases alrededor de la defensa de la patria. Se sacrifica la abolición de la esclavitud en aras de la Unión: por ejemplo, las élites del norte, en su mayoría abolicionistas, estuvieron dispuestas a cerrar los ojos frente a las economías esclavistas del sur para permitir el nacimiento del Estado federal, y en consecuencia de un mercado nacional. Finalmente, las élites revolucionarias supieron cómo comprar la paz social al vender una parte de la tierra al estrato superior de granjeros, prometiéndoles nuevas tierras mediante la conquista de los territorios indígenas; satisfaciendo a los obreros de las ciudades con una política proteccionista y con la promesa de comercializar en un vasto mercado interior, y creando finalmente una clase media interesada en la defensa del régimen. Sin embargo, en 1839, una nueva revuelta de granjeros en Hudson declara que está «lista para retomar la revolución, justo ahí, donde los padres la habían detenido, para llevarla a la completa liberación e independencia del pueblo».
Esta impresión de algo sin acabar explica por qué a menudo los historiadores estadounidenses interpretan la revolución después de 1787. Muchos consideran que hay que esperar a la democratización de la década de 1830, bajo la presidencia de Andrew Jackson, y el establecimiento general del sufragio universal como una manera de que la revolución se realice; otros ven solamente en la Guerra de Secesión (1861-1865) y la abolición de la esclavitud (1865) el verdadero final de la Revolución estadounidense.
¿UN VIENTO DE LIBERTAD QUE VIENE DE AMÉRICA?
La Revolución estadounidense tuvo un eco considerable en los círculos ilustrados y liberales de Europa. Desempeñó un papel fundamental en el movimiento de conciencia y legó al mundo un conjunto de textos y de experiencias para los movimientos revolucionarios e independentistas posteriores. Así, la Declaración de Independencia, amparada en el pensamiento de Locke, legitima el derrocamiento de un poder acusado de romper el contrato que lo liga a su pueblo: dicho de otra manera, legitima la revolución. Así lo hace también la afirmación de los derechos naturales del hombre y la proclamación de la soberanía popular. En la década de 1780, los movimientos revolucionarios conducidos por las élites liberales contra los regímenes y las sociedades del Antiguo Régimen extrajeron las ideas del repertorio americano y retomaron su vocabulario: por ejemplo, los patriotas irlandeses, en una situación colonial frente a la Corona británica —tan cercana a la de los americanos—, o los patriotas bátavos, que lograron por un tiempo revocar a la Casa de Orange-Nassau de las Provincias Unidas, o una parte de los revolucionarios belgas contra la dominación austríaca, e incluso los diputados franceses de 1789.
En 1955, un historiador francés (J. Godechot) y uno estadounidense (R. Palmer) formularon el concepto de revolución atlántica. Según ellos, la Revolución estadounidense sería entonces la matriarca de un vasto movimiento de revoluciones europeas, incluida la francesa. La propuesta de estos historiadores muestra la existencia de un espacio homogéneo caracterizado por el auge de los intercambios comerciales, la circulación de las ideas y de los hombres de la Ilustración, y en el cual los burgueses enriquecidos, deseando participar en la vida política, se enfrentan con la dificultad de reformar las monarquías. La Revolución estadounidense sería entonces la chispa que enciende una revolución pensada como algo total, integrado. Esta idea, formulada en plena Guerra Fría, suscitó de entrada un conflicto ideológico: se le reprocha el deseo de legitimar a la OTAN y de glorificar a Estados Unidos. En la década de 1980, el debate, ya aplacado, se vuelve científico. La interpretación de Godechot sobreestimaba el papel de las élites fundadoras ilustradas a expensas de otros actores y no daba cuenta de las grandes diferencias entre los movimientos. El esquema unidireccional de la revolución atlántica se sustituye por una historia multidireccional de los movimientos revolucionarios, más atenta a las apropiaciones locales de los modelos.
Y, en efecto, no hay que sobreestimar el papel matricial de la Revolución estadounidense. El ejemplo americano también suscitó críticas y decepciones, sobre todo en sus elecciones constitucionales y por haber mantenido la esclavitud. Si los movimientos revolucionarios europeos refieren a Estados Unidos, lo hacen en principio con la intención de legitimar sus acciones, usándolo como un medio más entre otros. Los revolucionarios franceses serían los primeros en ver en la Revolución estadounidense una revolución incompleta, obligando a su revolución a ir más allá.