REVOLUCIÓN ANTES DE REVOLUCIÓN
1640 / INGLATERRA
Un rey decapitado, la única experiencia republicana que haya vivido Inglaterra, una larga guerra civil y, finalmente, el advenimiento de una monarquía liberal: el país conoce entre 1640 y 1668, los más importantes acontecimientos que lo hacen entrar a la modernidad política. Las revoluciones inglesas permitieron pensar y preparar las siguientes revoluciones, aun cuando cronológicamente hayan estado aisladas del siglo de las revoluciones que empieza en América en 1776.
¿Por qué comenzar la historia de las revoluciones con las revoluciones inglesas si durante mucho tiempo se consideraron fuera de esta historia? ¿Realmente fueron revoluciones cuando más bien parecían golpes de Estado? Durante años, los teóricos (los liberales ingleses, partidarios del absolutismo en los siglos XVII y XVIII, los filósofos de la Ilustración anglófilos y luego los marxistas de los siglos XIX y XX) le negaron su carácter revolucionario. Y después, a la sombra de la Revolución francesa, y en el siglo XX de la Revolución rusa, parecían más bien demasiado aristócratas por haber modificado muy poco el orden político y social. Entonces, hubo que asomarse a ver el papel de las clases populares o el lugar de las ideas democráticas para reconocer que los sucesos ingleses merecían también ser llamados revolución, aunque se encontraran aislados, casi por cien años de diferencia, del siglo de las revoluciones inaugurado del otro lado del Atlántico.
Sin embargo, la Glorious Revolution es el evento que hace entrar en el registro de lo político la palabra revolución, que solo tenía hasta ese momento un sentido astronómico. Sin embargo, la filosofía de Locke, que justificaba a esa Gloriosa Revolución de 1688, estuvo en el corazón del pensamiento de los revolucionarios estadounidenses. Sin embargo, se llegó a comparar a Cromwell con Danton, o con Robespierre. Sin embargo, también las clases de François Guizot en La Sorbona sobre las revoluciones inglesas, en la década de 1820, dieron pie a pensar la Revolución de Julio de 1830 (llamada las Tres Gloriosas). Así pues, las dos revoluciones inglesas, diferentes una de la otra, han sido muy asociadas con las que les siguieron.
¿REBELIONES ARISTOCRÁTICAS?
Las revoluciones inglesas son de entrada los dos actos de un conflicto que opone la nobleza a esos reyes tentados por cierta forma de absolutismo. En un primer momento, el Parlamento, dominado por la alta nobleza, se enfrenta a Carlos I. La nobleza defiende sus derechos aristocráticos y parlamentarios contra el rey, que intenta aumentar sus prerrogativas, principalmente la de subir los impuestos sin el control del cuerpo legislativo. La revuelta aristócrata sale pronto de la muralla parlamentaria con la creación de su propio ejército, el New Model Army, enfrentado al del rey en 1642. Bajo la influencia de algunos de sus oficiales, Oliver Cromwell en particular, este ejército se organiza según nuevos principios: mayor eficiencia militar, pero sobre todo la implementación de nuevas reglas de mando y de organización fundamentadas en el mérito y la libertad de expresión.
En la práctica, la guerra civil moviliza especialmente a la pequeña nobleza inglesa de provincia, la gentry, cuyos intereses difieren de los de la alta nobleza. Esos terratenientes (entre los que Cromwell es un perfecto representante), que se autodesignan independents, se levantan contra el rey y también contra su corte, la alta nobleza pensionada y el alto clero anglicano, vistos como responsables del declive económico y político del país. Y, claro, la rebelión tiene también una dimensión religiosa. Para muchos, los independents son puritanos apegados a las tendencias más intransigentes del calvinismo. Ellos critican la evolución de la Iglesia anglicana bajo la dirección de su episcopado, sobre todo bajo el impulso del obispo de Canterbury, William Laud. Enamorado de los bellos rituales y obsesionado con la jerarquía eclesiástica, Laud tiende a reforzar en el anglicanismo las tendencias prestadas del catolicismo, algo que rechazan los puritanos apegados a una moral muy estricta y a un culto sin opulencias.
Después de dos años de guerra civil (1648-1649), el rey es derrotado. El Parlamento también sale del conflicto muy debilitado: su poder está fuertemente peleado por el New Model Army, ya que durante el conflicto se había politizado, y en adelante lleva, entre otras reivindicaciones, la bandera de la gentry. La relevancia y el poder que tiene le aseguran a Cromwell, apoyado por sus tropas, una posición central en la revolución.
Así, el ejército impone en 1649 una depuración del Parlamento que se ve obligado a someter a juicio al rey Carlos I. Juzgado en nombre del pueblo, es condenado a muerte y decapitado el 30 de enero de 1649. Luego, una Constitución instaura un régimen llamado Commonwealth, que en ausencia de monarca convierte al antiguo reino en una república. Pero, en la práctica, es Cromwell quien tiene las riendas del poder y no le deja ninguna prerrogativa al Parlamento, al que despoja de cualquier oponente. También desarrolla una política descentralizadora que recibe el apoyo de la gentry. Esta revolución es, asimismo, netamente antianglicana: Laud es ejecutado a inicios de 1645, el presbiterianismo (muy cercano al puritanismo) se reconoce como culto oficial en Escocia y el episcopado se suprime en Inglaterra. Además, Cromwell emprende en Irlanda una represión aterradora contra los católicos. La tolerancia religiosa se aplica en adelante a las sectas protestantes y a los judíos. Impone una política puritana con el cierre de teatros, cabarets y prostíbulos; satisface a la burguesía al acordar la libertad empresarial y al reconocer el derecho a la propiedad; y la perspectiva de una política extranjera ambiciosa propicia vastas expectativas comerciales. El régimen no sobrevive a la muerte de Cromwell en 1658, y se estanca en una querella de ambiciosos sucesores. Pronto, la única solución para restablecer el orden es el regreso de los Estuardo. Así, el fin de la Commonwealth arrastra en su caída los sueños de conservadurismo feudal que la pequeña nobleza había acariciado.
Los Estuardo vuelven al trono en 1660 con Carlos II y luego con Jacobo II. Pero sus intentos de reforzar la monarquía reabren el conflicto con una parte de la alta nobleza, a quienes se les conoce entonces como los whigs. Estos defienden las prerrogativas del Parlamento contra otra parte de los nobles, los tories, dispuestos a reconocer los privilegios reales. Nuevamente, el conflicto entre el Parlamento y el rey tiene tintes religiosos: Jacobo II se convierte al catolicismo y ejerce cada vez más una política de tolerancia respecto de sus correligionarios. El nacimiento de un heredero bautizado en la fe romana espanta a la aristocracia anglicana: temen que Inglaterra vuelva al regazo del papa, lo que resulta inaceptable, incluso para los tories, que se alían con los whigs en su deseo de hacer caer a los Estuardo.
Esta vez, los nobles escogen una vía muy diferente a la de 1640 para derrocar al monarca: en 1688, convocan a Guillermo de Orange, soberano de las Provincias Unidas de los Países Bajos, cuñado de Jacobo II y, sobre todo, protestante convencido, para que defienda sus libertades y su fe. Guillermo desembarca en las costas tras el estandarte «Pro libero parlamento, pro libero religione» (Por un Parlamento libre y por una religión libre), y fuerza la huida de Jacobo II. Un Parlamento-Convención se reúne y congrega a la nobleza. Los whigs aprovechan para imponer el Bill of Rigths (Declaración de derechos) que, además de eliminar definitivamente a los católicos del trono inglés, refuerza considerablemente los derechos del Parlamento. Este debe reunirse de manera regular y renovarse; también se encarga de votar leyes, dictaminar el aumento de impuestos, y es el único en poder organizar un ejército permanente. Y, por si fuera poco, el Bill of Rights también reconoce las libertades políticas (como el derecho de petición), mucho antes de que la libertad de prensa sea acordada. Estos derechos satisfacen esencialmente los intereses de la nobleza, la única en participar en la elección y en las reuniones del Parlamento. Así pues, en 1688, los whigs le atribuyen inmediatamente a la toma de poder de Guillermo de Orange la etiqueta de revolución, pese a que se trate del regreso de la realeza. Revolución entra entonces en el lenguaje político, aunque por esta vez siga estando ligada a su primer significado, el astronómico, es decir, el del regreso del astro a su punto de partida.
¿LAS PRIMERAS REVOLUCIONES MODERNAS?
Esas dos revoluciones permitieron un cambio político mayor, que eliminó no solo las tentativas absolutistas de la dinastía inglesa, sino las tentaciones del conservadurismo feudal. La monarquía que nace en 1689 es la primera monarquía liberal moderna, giro que aplauden los intelectuales de la Ilustración y que termina de conferir a la palabra revolución su significado moderno de «ruptura». Estas revoluciones inspiran al filósofo inglés John Locke para que en sus Dos tratados sobre el gobierno civil (1690) exponga que los hombres, dotados de derechos naturales, como la vida, la libertad y la propiedad, deben consensuar entre ellos y formar un cuerpo político que resulte en un gobierno cuya finalidad sea la de conservar esos derechos naturales y con el cual el pueblo mantenga una relación de confianza (trust) por escrito. En caso de disolución, el pueblo puede ejercer su poder por medio de la constitución de un nuevo gobierno, ejerciendo así un legítimo derecho de resistencia, calificado también como llamado divino. Este libro atraviesa el Atlántico y alimenta las ideas de los revolucionarios americanos, por lo que podría considerarse que la Declaración de Independencia de 1776 es fundamentalmente lockeana.
Aunque revolucionarias por su resultado, en su desarrollo las revoluciones inglesas parecen estar más cerca de la guerra civil o del golpe de Estado. Y así se presentaron a lo largo del siglo XVIII, ya sea por quienes los condenaron o por aquellos que celebraron al nuevo régimen. Para los opositores, jacobitas fieles a los Estuardo y todos los demás defensores del absolutismo, las revoluciones inglesas no eran más que inaceptables golpes de Estado fomentados por terribles usurpadores, ya sea Cromwell o Guillermo de Orange, involucrados con el anatema. Contra esta imagen negativa particularmente presente en la Francia de Luis XIV, los whigs ingleses defendieron la idea de un cambio legal monárquico, justificado por los abusos de Jacobo II y legalizado por lo que ellos interpretaban como su abdicación. En el siglo XVIII, los ilustrados, detrás de Voltaire y Montesquieu, se convierten en anglófilos y defienden el modelo inglés de monarquía atenuada. Pero esta filiación no los conduce a ver en los eventos de 1688 una revolución. Así pues, estos no serían más que el episodio final y triunfante de una larga gestación de libertades, propias del «genio» del pueblo inglés, que habrían permitido además la Gloriosa Restitución (revolución en su sentido astronómico) del orden político amenazado por las intentos absolutistas de los últimos Estuardo. Y en el siglo XIX fue difícil concebir los eventos ingleses como revoluciones, porque todo se pensaba a la sombra de la Revolución francesa. Pero al menos la historiografía liberal veía en 1688 el ejemplo de una buena revolución, consensuada, razonable, sin violencia (que llamaba la Bloodless Revolution, olvidando la masacre de los irlandeses que siguió), resultante de la moderación inglesa y un momento constitutivo de la excepción británica en la historia política europea. De ahí que solo se considerara este evento en las historiografías favorables a la Revolución francesa. Por su parte, durante el siglo XX la historiografía marxista siguió dejando a 1649, y más aún a 1688, del lado de los golpes de Estado.
Entonces hizo falta esperar a que volviéramos a las fuentes: encontramos de entrada al pueblo, y luego las aspiraciones revolucionarias. En el New Model Army, si bien la gentry representaba el orden, hay que destacar que la tropa venía del pueblo. Ahora bien, a partir de 1647, el ejército se politiza y organiza consejos elegidos por soldados y oficiales; asimismo se crean partidos y se les asignan portavoces. Pronto, un ala radical se desprende en búsqueda de reivindicaciones muy audaces para la época: sus partidarios, mejor conocidos como los niveladores, reclaman el sufragio universal y la supremacía del Parlamento. Podemos citar a Richard Overton en un panfleto para entonces decisivo, An Arrow Against all Tyrants and Tyranny (1646), o Agreement of the People (1647) de John Wildman. Esos niveladores, como los llamaron con desprecio sus oponentes, supieron hacerse escuchar en los debates constitucionales que precederían la caída de la monarquía; sin embargo, se oponían al conservadurismo de Cromwell, que los encarceló incluso más fácilmente que a los de los motines en el seno del ejército por apoyar ideas igualitarias. Pero al menos fueron retomadas por los filósofos liberales de la Ilustración, e influyeron en los redactores de la Constitución estadounidense. La importancia y el éxito de las ideas democráticas en el seno de la primera Revolución inglesa muestran que no debería ser considerada únicamente como un suceso nobiliario y arcaico.
Asimismo, en 1688, un vasto movimiento popular acompaña el cambio dinástico y presiona —aunque mucho menos de lo que pudo haberlo hecho el ejército durante la primera revolución— al Parlamento para acelerar la redacción del Bill of Rights. El derrocamiento del antiguo orden y el advenimiento de uno radicalmente nuevo no fueron hechos por el pueblo, pero no podrían haber sido posibles sin él.
El largo siglo XIX de las revoluciones modernas empieza entonces cien años antes en Inglaterra, primer siglo de las libertades conquistadas y de los límites aportados por la fuerza del pueblo respecto del poder real, pero también de las revoluciones rescatadas por las élites. Paradoja de la historia, tierra de las primeras revoluciones, Inglaterra se quedará al margen de todas las demás, al embarcarse en una travesía reformista que caracteriza su evolución política desde fines del siglo XVII.