En 2011, el entusiasmo que despertaron las revoluciones en Túnez, Egipto y Libia nos motivó a comenzar este trabajo colectivo que derivó en la primera edición de Revoluciones. Cuando las casandras se jactaban de la caída del muro de Berlín de que el «final de la historia» había llegado, y en consecuencia el de las revoluciones ahora inútiles en el mundo liberal y capitalista que parecía triunfar, el pueblo rebelde se apoderó de calles y plazas para derrocar a sus tiranos. Cuando la revolución ya no parecía ser más que el nombre de un labial de lujo o un adjetivo para vender autos o libros de cocina, o cuando no era distorsionada para fomentar una regresión social con el apelativo de «revolución conservadora», esta volvía a retomar, en pleno siglo XXI, el sentido político de ruptura del orden y de esperanza en un mundo mejor. Seis años después, ese río parece haber retomado a la fuerza su cauce a costa de profundas decepciones de los revolucionarios de ayer, y el candidato ultraliberal a la presidencia, Emmanuel Macron, no dudó en reutilizar esa palabra en pro de su agenda. Sin embargo, la historia mundial de las revoluciones es justamente la del ir y venir, la de ideas que circulan en lo subterráneo de una superficie en apariencia tranquila.
Pero ¿qué es una revolución? Desde que este vocablo, destinado para describir el movimiento de los astros, se convirtió en un término político en el transcurso de las revoluciones inglesas de finales del siglo XVII, pero sobre todo desde que el pueblo de París tomó la Bastilla el 14 de julio de 1789, la revolución es para empezar definida como un momento violento de expresión de la soberanía popular. «Aux armes, citoyens! Formez vos bataillons!», clama La Marsellesa en 1792, «El pueblo soberano avanza/ Tiranos, desciendan al sepulcro» nos dice la Canción de la partida de 1794. La imagen omnipresente del pueblo en marcha y en armas es la traducción concreta y simbólica de la sublevación. De ahí que una revolución no sea un golpe de Estado: la revolución no se trata solamente de un grupo o un ejército, sino de masas que emprenden el derrocamiento de un régimen. La revolución no es nada más un pueblo que se subleva: la insurrección, la «emoción popular» solo se vuelve revolución a partir del momento en el que se abre el camino para un cambio radical. Se trata de echar abajo al poder establecido y no de reformarlo desde adentro. «Del pasado hay que hacer añicos», dice La Internacional de 1871;1 los revolucionarios «teje[n] las mortajas del viejo mundo», al estilo de los canuts (obreros tejedores de seda en Lyon). Del poder, del Estado, de las élites establecidas, y de todas las injusticias y opresiones que denuncian, los revolucionarios hacen un «antiguo régimen», el que hay evitar a toda costa que se mantenga y resurja. En su lugar, crean nuevos poderes, de los que el pueblo debe ser el centro y la única fuente de legitimidad.
Esta ruptura implica la mayoría de las veces recurrir sino a la violencia, por lo menos a la fuerza y a las acciones ilegales. Entonces hay que colgar a los «aristócratas en las farolas»2 (Ah! Ça ira, 1790), y deshacerse «de los espadachines, de los burgueses y de los curas» (La Jeune Garde, 1920). Ilegal, la revolución lo es desde su nacimiento, ya que confronta el orden legal. Violenta, así se convierte cuando ese orden resiste y utiliza las armas que tiene a su disposición. Pero porque la revolución se hace en nombre del pueblo soberano, se reivindica el derecho de resistencia a la opresión y se establece un nuevo orden, la revolución es el momento en que sucede el cambio de la violencia ilegal a la violencia legítima.
Estos rasgos generales esbozan el retrato de la revolución en la época contemporánea, en la escala de los tiempos históricos, la revolución es un fenómeno muy joven, ya que no podría existir sin el principio moderno de soberanía popular. Ahora bien, estos rasgos no dan cuenta de la diversidad de las revoluciones. Para empezar porque la ruptura radical proyectada y luego comprometida estuvo sustentada en ideologías muy diferentes a lo largo del tiempo. Se trata de romper cadenas, sí, pero ¿cuáles? ¿Las que impiden alcanzar las libertades civiles o participar en la vida política?, ¿o también las que nos amarran a una máquina o un arado? ¿O las que simplemente nos matan de hambre? ¿A qué opresores eliminar? ¿Al tirano, al aristócrata encapsulado en sus privilegios, o al patrón abusivo, al colonizador? ¿A qué pueblo darle el poder? ¿Al pueblo ciudadano, sin importar sus condiciones de vida y de trabajo? ¿O a las clases populares? ¿A los «condenados de la tierra», proletarios del mundo capitalista?
De una revolución a otra, la historia se complica, las herencias y los legados se oponen, a veces chocan, o incluso se cruzan o se mezclan. En la segunda mitad del siglo XVII inglés, pero sobre todo a partir de finales del siglo XVIII en todo el espacio atlántico y particularmente en Francia, el pueblo camina hacia y para su libertad: libertad de pensar, de creer, de expresarse, de decidir colectivamente los destinos de la nación; libertad de tránsito, de trabajar, de contratar, de comerciar. En 1776, 1789, 1830 y 1848, la revolución es principalmente liberal: se encarga de derrocar los poderes de las monarquías autocráticas con raíces en sociedades aristocráticas y en iglesias oficiales, en nombre de los derechos individuales y de las libertades fundamentales. Nacionales, esas revoluciones cuestionan en Europa las fronteras patrimoniales de los estados dinásticos y reivindican un estado para las naciones nacientes. Nacionales también, las revoluciones derrocan en América a los imperios europeos.
Pero, desde 1789, y aún más a partir de 1792 y 1793, la afirmación de un pensamiento democrático, por un lado, social y luego socialista, por el otro, incitó a dudar de las virtudes emancipadoras de esta «libertad del zorro en el gallinero». La mirada de algunos revolucionarios se movió hacia otras esferas de la actividad social: el reparto de la riqueza, el trabajo y sus derechos. Así, se inaugura la era de lo social. Pero ya no se trata de reivindicar el derecho de creer o de escribir, sino el de votar, comer, vivir dignamente e instruirse. Si el año 1789 es liberal y 1793 es democrático y social inauguran una oposición que se repite a lo largo del siglo XIX en medio de cada una de las revoluciones. Las masacres de junio de 1848 reprimen sangrientamente la oposición social de la revolución liberal. Entonces escribe Marx «¡La revolución ha muerto! ¡Viva la revolución!», pues ya no cree en la revolución burguesa, por lo que predica la Internacional de los proletariados y aboga por una nueva revolución que protestará contra la propiedad, el capitalismo y la democracia burguesa. Para él, la Comuna de París representa un amanecer prometedor.
Pero si bien el siglo XIX fue revolucionario a la sombra de la Revolución francesa, el siglo XX ofrece un panorama mucho más complejo. El legado del gran siglo liberal no se abandona: periódicamente retomado, se tiñe cada vez de nuevas significaciones. Las primeras revoluciones del siglo XX estallan antes de 1917, cuando los poderes autoritarios ya caducos son derrocados entre 1900 y 1910 en el Imperio otomano, en México, en China, en nombre de la Libertad, la República y la Nación. En estos movimientos tan diferentes, el escándalo la sed de tierra y la miseria popular, así como el rechazo a los imperialismos extranjeros, labran ya el camino de las revoluciones que están por venir.
Sin embargo, la deflagración de 1917 abre un nuevo capítulo. Respecto de 1789 y 1793, la Revolución rusa prolonga y sobrepasa en el mundo entero la esperanza de un mundo mejor y de un modelo de transformación social radical, de voluntarismo político y de poder frente al imperialismo occidental. Pero los bolcheviques van de igual manera a confiscar el proyecto revolucionario y a concentrar el conjunto de poderes en un régimen dictatorial de una escala inédita. En la URSS y, en diferentes maneras, en los estados comunistas, la ambición de crear un «hombre nuevo» y de remodelar una sociedad mejor va acompañada de una represión masiva. El abismo entre las grandes esperanzas y la realidad trágica devora a muchos revolucionarios y conduce a anticomunistas de derecha, y a veces de izquierda, a pretender que las revoluciones solo son capaces de abrir, en cualquier tiempo y lugar, el camino a los gulags.
Pero otros opositores al comunismo soviético (trotskistas, anarquistas, socialistas libertarios) mantienen vivo el sueño de otras revoluciones. Los desgarramientos de muchas familias revolucionarias que se identificaban con la misma base marxista condujeron en todos los continentes revoluciones al inventar, a veces al exportar, sus propios modelos, teorías y próceres: en China, el maoísmo, el ejército popular, el comunismo campesino y el aura de Mao, en Cuba: el guevarismo, su teoría del foco guerrillero y la figura mesiánica del Che. Por su parte, las revoluciones otomanas de principios del siglo XX cuestionan los vínculos entre nación, islam y soberanía popular, que se renuevan en el Irán de 1979 y en el mundo árabe de inicios del siglo XXI.
Esta expansión, tanto ideológica como geográfica, contrasta entonces con la coherencia del proyecto revolucionario del siglo XIX. A esta oposición hacen eco las memorias tan diferentes de los deseos de dos siglos revolucionarios: la del siglo XIX es muy positiva, aunque se reivindiquen periódicamente los anatemas contra la Revolución francesa, sobre todo respecto de 1793. Al contrario, la memoria de las revoluciones del siglo XX, es inminentemente polémica, y los sistemas políticos autoritarios y represivos desacreditaron repetidas veces los momentos revolucionarios de los que resultaron, en especial cuando el último gran estallido revolucionario del siglo XX, en 1989, vino a derrocar al sistema que había surgido de la revolución bolchevique.
Para dar cuenta de toda la diversidad del fenómeno revolucionario, es necesaria una sucesión cronológica de las revoluciones nacionales —desde las revoluciones inglesas hasta las primaveras árabes—. Porque el estallido revolucionario estará siempre vinculado a lo local. Por ello, tratamos entonces de prestar atención a la especificidad de las revoluciones nacionales, de restituirlas en su contexto, sin el cual no sabríamos comprenderlas. Pero para aprehender los fenómenos revolucionarios también es necesario sacarlos de su escala temporal, nacional y «patrimonial». Para ello, este trabajo tratará de sacar a la luz muchas conexiones, cruzamientos, intercambios, enlaces y puntos de encuentro, que traspasan fronteras, y a veces océanos, se relacionan con los amaneceres y los crepúsculos de los siglos. Las revoluciones, en efecto, están conectadas entre ellas, en el espacio y en el tiempo: por los hombres, los objetos, los lugares, por los proyectos de los que heredan y que ellas inspiran; en fin, por un conjunto de símbolos, imágenes y textos, gestos y códigos, movilizados constantemente reinterpretados por los actores que, de esta manera, no han dejado de evocar las revoluciones pasadas o contemporáneas en la medida en que hacen la suyas.
En sus Tesis sobre el concepto de historia, Walter Benjamin escribe que si las revoluciones son un paso hacia el futuro, las revoluciones también son siempre un «salto de tigre al pasado». Así pues, este texto denuncia una historia de revoluciones inscrita en la larga duración; un «salto» al pasado para comprender mejor cuándo, cómo y por qué los pueblos se levantan para hacer la historia.
Notas
1 Traducción de la versión francesa cantada en España hasta la Segunda República. Actualmente, en el espectro hispanoparlante circulan otras versiones que no contemplan este verso. [N. de la T.].
2 «Les aristocrates à la lanterne», expresión relativa al texto de Camille Desmoulins, Discurso de la Linterne [farola] a los parisinos, en el que defendía los linchamientos en los postes de luz de la ciudad. Esta expresión fue retomada en algunas canciones y consignas popularizadas como Ah! Ça ira, de 1790. [N. de la T.].