INTRODUCCIÓN
Una declaración de amor
Cuando yo era niño, entre mis juegos, que eran muchos y variados, se destacaban los que contenían como ingredientes esenciales la palabra y la pelota. Lectura, escritura, fútbol, básquet. Había otros: indios y vaqueros, la bicicleta, el ping-pong, las figuritas, las bolitas, que ahora son universalmente conocidas como canicas, etcétera.
Pero tanto la palabra como la pelota ocupaban gran tiempo de mis días y me insumían mucha pasión. Cuando fui un poco mayor (la pubertad, la adolescencia) soñaba con ser escritor o periodista. O jugador de fútbol. He jugado al fútbol de muchas maneras a lo largo de mi vida, y lo he hecho con la entrega y el compromiso que son debidos, aunque nunca profesionalmente. He leído y escrito a lo largo de mi vida con esa misma pasión. Y las palabras han sido y son mi profesión. Las amo. Nunca deja de deslumbrarme la lógica irreductible de su etimología. Ninguna palabra nace porque sí. Como las personas, vienen al mundo por una razón y con un sentido, que a veces está a la vista y otras es un interrogante a descubrir. Y se descubre. Me enamoran cuando se gestan en la mente o en el corazón, cuando se anuncian en la boca, cuando se pronuncian en los labios. Me encanta parir palabras en una conversación, en una conferencia, en un texto. Sé que voy en ellas, sé que me depositan en el mundo con fidelidad, siento que son semillas que el viento llevará adonde deban ir y allí las depositará para que germinen.
Cada palabra me parece un milagro. Es un milagro que hablemos. Es aún más milagroso que escribamos. Y que seamos capaces de leer, de tomar un texto y reinventarlo en nuestra mente y en nuestro corazón o de ver, incluso, más allá del horizonte de ese texto gracias a lo que este contiene. Cuando las actitudes y los actos depredadores, egoístas, criminales e inmorales de nuestra especie, la humana, amenazan hundirme en el descreimiento y la desesperanza, alguien dice algo, alguien escribe algo o leo algo que me recuerda la maravilla de la que somos creadores y portadores: la palabra. Si hemos sido capaces de crearla, hay una razón para que permanezcamos aquí, para que nos empeñemos, a pesar de nosotros mismos, en encontrar y honrar el sentido de esa presencia.
Empezó con el verbo
Hasta tal punto nos parece natural el uso de la palabra (el habla, la lectura, la escritura) que acaso deberíamos perderla para comprender el verdadero significado que tiene en nuestras vidas, en nuestra identidad, en nuestra actividad de pensar y también en el hecho de sentir. ¿Cómo llamaríamos al amor sin la palabra? ¿Existiría si no pudiéramos nombrarlo? No me atrevería a una respuesta inmediata o automática y aconsejaría que se detenga a quien esté a punto de formularla.
Desde su primer versículo la Biblia describe cómo fue cobrando vida el mundo a medida que Dios hablaba. Dijo Dios: “Haya luz” y hubo luz. Y así sigue. Nos cuenta que Dios llamó “Día” a la luz y “Noche” a la oscuridad, que así amaneció y atardeció, y que ese fue el primer día. Lo hizo con la palabra. Después de crear al hombre llevó ante él los animales para que este los nombrara. Sólo tuvo existencia el elefante cuando fue nombrado, cuando hubo una palabra para esa existencia. Se puede ser religioso o no, se puede ser creyente o no. No viene al caso. Ateos o creyentes sensibles no escapan a la comprobación de que la Biblia es una portentosa creación de la palabra. Así son llamados sus autores: los palabristas. No sabemos quiénes fueron, sí sabemos qué hicieron. Construyeron un relato inmortal acerca de la creación del mundo tal como lo conocemos y experimentamos. Y lo hicieron sobre la base de la palabra.
A los fines de la experiencia humana, el mundo y la vida empiezan con la palabra. No hay experiencia transmisible sin ella.
Para creyentes o ateos la parábola de sus propias vidas es similar. Se constituyen alrededor de la palabra. Podemos contar recuerdos desde aproximadamente nuestros tres años de edad en adelante. No por falta de vivencias anteriores, sino porque la memoria de la que tenemos registro consciente, y que podemos transmitir, nace junto con nuestra posibilidad de articular frases y de reflejar con ellas deseos, necesidades, sensaciones, sentimientos, vivencias.
Cuando podemos decir “yo” podemos empezar a nombrar igualmente el mundo que nos rodea. También en nuestra experiencia bíblica íntima y personal, “en el principio todo era confusión”, cielo y tierra no estaban separados, no existían como tales, el cuerpo de nuestra madre, el nuestro y el mundo circundante eran una sola masa innominada, de la que estaba ausente la conciencia. Es la palabra la que empieza a separar, a crear, a afirmar la diversidad, la alteridad, la conciencia, la identidad.
Razones de una tarea
Somos palabras. Nuestro nombre es una palabra. Los nombres tienen significados. No podríamos andar por el mundo sin un nombre. El propósito de este libro es recordar todo esto, devolverle entidad a la palabra (al menos en la extensión de estas páginas). No es casual que esta intención se manifieste hoy, cuando ella se encuentra devaluada en su uso, postergada y menospreciada por la creencia de que nuevas (y posiblemente fugaces) tecnologías podrán convertirla en algo prescindible. Hoy, en lo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman llama “tiempos líquidos”, tiempos en que todo (valores, sentimientos, vínculos, símbolos) se esfuma velozmente sin dejar huella ni trascendencia. Hoy, en una era de accionistas sin nombres que, a través de mercados financieros sin domicilio ni consistencia material comprobable, pueden decidir los destinos de millones de personas con nombres y apellidos, con historias reales, con sueños, y destruir sus vidas. Hoy, cuando la palabra, por sí sola, no sostiene compromisos ni convoca a la responsabilidad. Hoy, cuando ella es un instrumento que gobernantes pueden manipular impunemente, negando sus propias promesas, vaciando las consignas en las que convocaron a creer, afirmando que no dijeron lo que todos les escucharon decir. No es casual, no, la necesidad de emprender hoy la tarea de este libro.
Si todos mintiéramos la verdad no existiría, decía Emmanuel Kant, el filósofo alemán que puso los cimientos de la moral tal como la entendemos. Sería imposible vivir en un mundo de mentiras, con la verdad exiliada. No habría vínculos, proyectos ni encuentros posibles. Todos sospecharíamos de todos, nada se sostendría. Mentir es, sencillamente, deshonrar la palabra, desvincularla de la experiencia real, convertirla en un sonido hueco. En un ámbito de mentiras, por muy hermosas palabras que se usen, estas serán, como afirmaba Buda, igual que coloridas flores sin aroma. En la construcción de la confianza, en el ejercicio de la responsabilidad, en el cimiento de nuestras relaciones con el otro y con el mundo, en la gestación del amor está la palabra. Quien miente quita la viga maestra de la relación humana.
Por todas estas cuestiones y tantas más que en las siguientes páginas exploraré, no es igual, no da lo mismo hablar bien o hablar mal, contar con un vocabulario rico y adecuado o uno pobre y disfuncional. No es indiferente leer o no leer. Se dice que toda la diferencia entre los humanos y las demás especies reside en nuestro dedo pulgar, que su existencia y el uso que hacemos de él como herramienta nos han permitido crear la civilización. Sin duda, aunque no lo parezca, ese apéndice es fundamental. Pero me permito creer que la palabra es igualmente decisiva en nuestro desarrollo y nuestra supervivencia como especie. Es imposible pensarnos sin ella. Hablo, luego existo. Esta es la verdad primera de la existencia consciente y trascendente. “Hablo” significa que cuento con la palabra, y si cuento con ella puedo pensar y articular mis pensamientos, puedo expresar mis sentimientos, mis sensaciones.
Dime cómo hablas
El escritor y educador George Leonard (1923-2010), que fue presidente honorario del mítico Instituto Esalen, de potencial humano, en California, y presidió la Asociación Americana de Psicología Humanística, escribió: “Tenemos ojos para ver y oídos para oír, y tenemos palabras para decir lo que quizás no podamos ver ni oír. Recogemos palabras de las profundidades y ellas nos dicen que podemos construir una bomba atómica o una flotilla de aviones o una red mundial de comunicaciones. También hay palabras que nos susurran que en los bosques hay maravillas que no vemos”.[1] Un bello modo de recordarnos que las palabras no solo crean el mundo, también nos crean y nos permiten acceder a lo más insondable de ese mundo. E igualmente nos recuerdan cómo ponemos ese mundo en peligro. Las palabras son revelaciones y son alertas.
Otro amante de las palabras, que supo honrarlas con su vida, fue Albert Camus (1913-1960), premio Nobel de literatura en 1957, gran humanista, autor de El extranjero, El mito de Sísifo, La Peste, El hombre rebelde y El primer hombre, entre otras obras valiosas e imperecederas. Él dijo: “Un país vale lo que vale su lenguaje”.[2] Podríamos aplicarlo a las personas, puesto que, en definitiva, un país no es sino la suma de sus habitantes. Si somos nuestras palabras (como somos tiempo y como somos vínculos), la forma en que hablamos, aquello que leemos o lo que escribimos dirá mucho acerca de quiénes somos y de qué aportamos a la comunidad a la que pertenecemos. A mayor libertad y madurez, mayor significado en las palabras, dado que la depreciación de ellas y la pobreza en el vocabulario suelen correr parejas con (o resultar un síntoma de) la pérdida de la libertad individual o colectiva, con el consiguiente estrechamiento de los horizontes existenciales.
A la hora de pensar en las sociedades en que cada uno vive, y siguiendo el ideario de Camus, conviene recoger lo que advierte la antropóloga Ana María Llamazares cuando formula que “con el lenguaje podemos engañar y encubrir, pero las metáforas que se filtran en el habla cotidiana no mienten y nos dejan ver con claridad algo más profundo a través de las palabras. Son imágenes retóricas, maneras indirectas, pero que hablan por sí mismas”.[3] Si nos escucháramos más en nuestros intercambios cotidianos, si escucháramos más los diálogos y declaraciones que nos rodean, seguramente encontraríamos claves profundas para comprender situaciones políticas y sociales que nos afectan y que con los rudimentos habituales de la politología, la sociología o la economía no alcanzamos a desentrañar. Sin embargo, como señala Llamazares, las explicaciones suelen estar a la vista, o mejor dicho al alcance del oído. Dime cómo hablas y te diré en qué sociedad vives, qué valores predominan en ella y cómo son las relaciones humanas en su seno.
Un credo, un acto de gratitud
Los capítulos de este libro están dedicados a recorrer la historia de la palabra para demostrar de qué manera alumbra a su vez la historia de la especie; a estudiar cómo las palabras dan existencia al mundo y nos instalan en él; a radiografiar su función decisiva en la construcción de la verdadera comunicación humana, esa que excede al simple soporte tecnológico de conexión; a investigar detenidamente qué significa escribir (para qué hacerlo, sobre qué, cómo) y cuál es la importancia ineludible que la lectura tiene en nuestra alimentación intelectual, emocional y espiritual; a indagar en lo que hacemos cuando hablamos y lo que hablar significa en la experiencia humana, así como la insospechada y a menudo subvalorada importancia de escuchar; también están dedicados a detectar los usos tóxicos de la palabra, de modo que podamos neutralizarlos y enriquecer así el potencial del diálogo al tiempo que saneamos y potenciamos los vínculos interpersonales; y finalmente están dedicados a recorrer y celebrar el poder sanador de la palabra, todo aquello que la hace necesaria como el aire que respiramos, como el alimento que tomamos, como la sangre que recorre nuestras venas.
Creo en la palabra. Creía en ella cuando en mi niñez jugaba a hacer revistas durante las calurosas siestas de La Banda, Santiago del Estero, mientras mis padres dormían y ordenaban silencio. Creía en ellas cuando durante mi adolescencia empecé a llevar un diario personal, a participar de publicaciones estudiantiles y también a hacer manualmente mis propias revistas para dárselas a amigos y compañeros. Creía en ellas cuando escribía mis primeros cuentos en un cuaderno que me imaginaba como libro. Creía en ellas cuando mi padre me regaló una máquina de escribir Underwood, que él a su vez había heredado de mi abuelo. Con esa máquina escribí mis primeras notas periodísticas a los 17 y 18 años, sin tener editor a la vista, y las seguí escribiendo hasta que apareció uno que leyó esas palabras, las incluyó en una revista y me introdujo en la profesión. Conservo aquella máquina de escribir junto a la primera que compré con dinero ganado por mis escritos, una Lettera 22. Ambas representan la tierra en que germinaron mis primeros textos publicados. Cada momento decisivo de mi vida (nacimientos, muertes, crisis, logros, esperanzas, encuentros, transformaciones) ha sido acompañado por palabras que dije, palabras que escuché, palabras que escribí, palabras que leí.
Creo en las palabras. Las amo. Les agradezco. Lo menos que podía hacer por ellas era escribir las páginas que siguen. Es mi pequeña devolución.
1 Language and reality, texto publicado en el catálogo del Instituto Esalen, en agosto de 1990, para el seminario “La escritura y el acto de la creación”.
2 Citado por Jean Daniel en Camus a contracorriente. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006.
3 Columna en La Nación. Buenos Aires, 2 de abril de 2012