Capítulo I

Los efectos de la comunicación de masas: definición y clasificación

El efecto de los medios de comunicación ha sido entendido tradicionalmente como el último término del proceso de comunicación, al menos desde que en 1948 Harold D. Lasswell (1986) dejara patente que el acto comunicativo (él no hablaba aún de proceso) debía responder a las preguntas ¿quién dice qué?, ¿en qué canal?, ¿a quién? y ¿con qué efecto? El efecto quedaba entendido como la conclusión de un desarrollo previo, el último e inevitable escalón del proceso comunicativo y cuya naturaleza debía ser consecuencia del diferente uso de los elementos anteriores. De hecho, la presunción de que la acción mediática tiene unos efectos significativos ha sido uno de los supuestos más arraigados del estudio de los medios de comunicación de masas (Perse; Lambe, 2017, págs. 5-6); un principio que se convierte en la verdadera razón de ser de la comunicación persuasiva (propaganda, publicidad, relaciones públicas). Los manuales sobre teoría de la comunicación también se han hecho eco de esta importancia (Igartua; Humanes, 2010, pág. 182), ya sea dedicando un apartado al estudio de los efectos mediáticos o bien centrándose exclusivamente en los mismos. Sin embargo, aunque es uno de los fenómenos más estudiados de la comunicación, no todos los investigadores se ponen de acuerdo en lo que se refiere a su definición y clasificación (2010, pág. 184). Por este motivo, este capítulo se dedicará a aclarar qué se entiende por efecto de los medios de comunicación y cuáles son los tipos que se pueden encontrar.

1. Definición del concepto de efecto de comunicación

Ante la pregunta ¿qué es un efecto?, quizá la respuesta inmediata sea la de consecuencia o respuesta ante un hecho previo, que será identificado como causa. En este sentido, el efecto de la comunicación quedaría explicado por una relación de causalidad entre dos sucesos diferentes: el suceso A provoca el suceso B, o a la inversa, el suceso B está ocasionado por el suceso A. No obstante, esta definición encuentra problemas cuando no se puede encontrar la fuente que desencadena el resto de los acontecimientos o cuando la relación entre diferentes sucesos no puede dibujarse bajo una estructura de unidireccionalidad, y al igual que el suceso A origina el suceso B, no es descartable que el suceso B origine, a su vez, el suceso A (por ejemplo, un individuo puede consumir una marca de refrescos determinada porque tenga una actitud favorable hacia la misma, pero al mismo tiempo, puede ser que su actitud positiva esté influida por un consumo satisfactorio previo).

En otras ocasiones, pero aún dentro del marco de causalidad anterior, se define el efecto como cambio, como transformación de un estado o conducta previos. En este sentido, Schramm dirá que el efecto tiene lugar cuando «alguien hace algo diferente a lo que había estado haciendo previamente, en apariencia como resultado de recibir una comunicación» (1982, pág. 220), dejando claro, no obstante, la dificultad que en ocasiones existe para atribuir un determinado cambio de comportamiento a un impulso comunicacional específico; algo que también recalcan James Watson y Annie Hill (1997), para quienes los efectos de los medios de masas, si bien en ocasiones pueden estar más inclinados al refuerzo, pueden definirse como la transformación de las actitudes o de las conductas tanto a nivel individual como colectivo, reconociendo asimismo que su medición resulta muy complicada, ya que el terreno donde esta se realiza está en constante cambio (1997, pág. 72).

En la misma línea, Böckelmann establece que, «ciertamente, existe un acuerdo según el cual el efecto (effect, impact, reaction, response, success) alude siempre a una variación objetiva o a una modificación de la situación» (1983, pág. 105). Sin embargo, estas posiciones también quedarían invalidadas, pues ¿qué ocurre cuando no hay cambio manifiesto? Es decir, si el efecto conlleva necesariamente una variación de una situación previa a otra posterior, ¿cómo podría explicarse que, tras un esfuerzo comunicativo determinado, los sujetos y su contexto permanezcan inalterables?

Al respecto, siguiendo a McLeod y Reeves (1980), McLeod, Kosicki y McLeod (1996) afirman que, si bien el término efecto se asocia con el cambio, también puede «incluir procesos mantenedores de estabilidad» (1996, pág. 177). No obstante, ya que es posible que este efecto de mantenimiento pueda confundirse con el otro de refuerzo, aquí se manejará el concepto de efecto nulo, entendiendo por este la posibilidad de que una determinada comunicación no modifique el estado de la situación, conceptos estos que se desarrollarán en el epígrafe siguiente.

Saperas, por su parte, es mucho más aséptico en su definición, e intenta evitar posibles confusiones a la hora de relacionar el efecto (de la comunicación de masas, en esta ocasión) con algún tipo de respuesta concreta, delimitándolo como el

«conjunto de las consecuencias resultantes de la actividad de las instituciones emisoras en las que desarrollan su labor un conjunto de profesionales especializados en la narración de los acontecimientos que se suceden en el entorno. En cuanto consecuencia de la actividad comunicativa, los efectos presuponen la finalización del proceso de comunicación» (1987, pág. 19).

Sin embargo, la aportación de Saperas parece limitarse exclusivamente al área periodística, una parcela demasiado estrecha si se tiene en cuenta la oferta mediática actual, donde los mensajes «informativos» se entremezclan con el entretenimiento y la persuasión, complicando asimismo el trabajo de definición de conceptos, ya que no paran de aparecer nuevos términos (infoentretenimiento o infotainment, advertainment, etc.) que ponen de manifiesto el continuo clima de cambio, desarrollo e hibridación en el que vive la comunicación.

De hecho, la dificultad a la hora de delimitar exactamente qué se entiende por efecto se ha visto muchas veces influenciada por la necesidad, sobre todo desde el sector empresarial e institucional, de demostrar que los mensajes difundidos (y pagados) por los diferentes individuos y organizaciones tendrán una repercusión en un segmento de población determinado. Es decir, el problema surge cuando se abandonan los parámetros de la investigación científica y se analiza el tema de los efectos como instrumento de justificación de la importante inversión económica realizada. Esto ha dado lugar, por ejemplo, a que se confunda el efecto con la función de la comunicación, es decir, con el cometido de la misma, o incluso con su objetivo (el para qué). En este sentido, hay que tener en cuenta que, independientemente del objetivo planteado, los efectos de los mensajes pueden ir «más allá de la intencionalidad de su autor» (León, 1996, pág. 30); por ejemplo, que un periódico publique la nota de prensa que envió una empresa con el objetivo de informar a los lectores de la apertura de una nueva sede (efecto intencionado), pero que esa nota, lejos de agradar a los habitantes de la zona, no haga sino desencadenar duras críticas por aquellos vecinos cercanos al área de construcción, promoviendo una mala imagen de dicha empresa en el resto de la población (efectos no intencionados).

Lo que debe quedar claro, por tanto, es que una cosa es la eficacia, o lo que es lo mismo, la consecución de los objetivos de la comunicación, y otra muy distinta (aunque a veces puedan coincidir), los efectos de la misma. Así, un esfuerzo comunicativo siempre tendrá unos resultados, premeditados o no, mientras que solo en un porcentaje de ocasiones será eficaz.

Por lo tanto, ante la inexactitud de las aportaciones de los diferentes autores, aquí se aportará una definición propia de qué es un efecto de comunicación, configurada según cuatro ideas clave:

1) Causalidad: debe entenderse como la consecuencia específica de un esfuerzo comunicativo determinado, susceptible de desencadenar, a su vez, y en determinadas ocasiones, otro tipo de efectos. Esto significa que a la hora de analizar dicha consecuencia hay que controlar el posible influjo de otras variables externas al propio proceso de comunicación; control, no en el sentido de dominio, pues sería prácticamente imposible someter a antojo todos los factores influyentes (contexto, acción de otros actores, etc.), sino en el sentido de vigilancia, prestando atención a todos estos elementos para no otorgar la autoría del efecto a un agente equivocado.

2) Intencionalidad: hay que abandonar la necesidad de conocer el interés previo del emisor, que obstaculizaría el estudio de aquellos efectos comunicativos no premeditados. El estudio de los efectos de la comunicación debe ir más allá de la mera comprobación del logro de los objetivos, teniendo que acogerse a una obligada neutralidad.

3) Naturaleza del resultado: efectos hay de muchos tipos, y una definición amplia de los mismos no debería restringirse a una clasificación específica, lo que no quiere decir que la investigación en torno al tema no pueda (e incluso deba) parcelar el estudio de estos efectos en función del alcance (efectos cognitivos, actitudinales o conductuales, a corto o largo plazo, etc.) y las causas de los mismos. En este sentido, Werder (2009) habla sobre cómo la investigación de los efectos mediáticos ha sufrido una importante especialización, surgiendo así diferentes áreas de investigación específicas que analizan, por ejemplo, el rol de los medios como creadores y difusores de estereotipos, su influencia en la violencia y la delincuencia, o el impacto en la sociedad de las nuevas tecnologías. Para este autor, la investigación sobre los efectos mediáticos se ha «sofisticado»; una noción que enlaza con las investigaciones de Jack M. McLeod y Byron Reeves (1980), para quienes no existe una respuesta sencilla sobre si los medios de comunicación afectan a las personas, pues esta dependerá, ante todo, del tipo de efecto concreto que se desee analizar, en función de una serie de variables relacionadas con el alcance, el contenido, el proceso que sigue y cuándo se hace evidente dicho efecto.

4) Esfuerzo comunicativo: el efecto debe ser la consecuencia de la acción conjunta de las diferentes variables que intervienen en el proceso comunicativo, teniendo en cuenta no solo el mensaje en sí, sino también el contexto en el que se inserta y el medio por el que se difunde, cuya eficacia, como afirma Bernays (2008), irá variando a lo largo del tiempo. Así, habría que diferenciar, a grandes rasgos, entre el efecto de la comunicación interpersonal y el de los medios de masas, que es el que se analizará en el presente volumen.

Teniendo en cuenta los cuatro parámetros anteriores, se ha optado por realizar una definición propia de efecto de comunicación, que relacione y sintetice las variables a tener en cuenta, y que no quede sometida a las especificaciones propias de situaciones particulares. En resumen, el efecto de comunicación quedaría definido como la consecuencia, intencionada o no, que un determinado esfuerzo comunicativo promovido por un emisor (individual o colectivo) produce en un receptor (individual o colectivo).

2. Tipología de efectos de comunicación

Aparte de la definición del efecto, aunque muy relacionado con ella, resulta necesario concretar cuáles son los tipos de respuestas que son susceptibles de producirse a raíz del esfuerzo comunicativo originado por los medios de masas. No obstante, quizá sea conveniente, antes de hablar de una categorización de efectos mediáticos, remarcar la diferencia entre estos y las funciones de los medios de comunicación, ya que si bien conceptualmente son términos diferentes entre sí, a nivel práctico pueden derivar en confusión.

Partiendo de la definición de efecto aportada en el epígrafe anterior, la función se debería entender como la utilidad del medio de comunicación en términos de capacidad, es decir, el para qué sirven. En este sentido, el pionero de la interpretación funcionalista de los medios —que llegaría a su máxima expresión con la teoría de usos y gratificaciones— fue Harold D. Lasswell, quien indicó tres usos mediáticos básicos: «1) la supervisión o vigilancia del entorno, 2) la correlación de las distintas partes de la sociedad en su respuesta al entorno, y 3) la transmisión de la herencia social de una generación a la siguiente» (1986, pág. 52). Tomando dicha clasificación como referente, Lazarsfeld y Merton (1986) diferenciaron entre 1) dotación de status, tanto a nivel individual como organizacional o social; 2) compulsión de normas sociales, a partir de la difusión de aquellas conductas y acciones que se desvían de la norma; y 3) la denominada «disfunción narcotizante», que como ellos mismos reconocen, debe calificarse «de disfuncional en vez de funcional porque a la compleja sociedad moderna no le interesa tener grandes masas de la población políticamente apáticas e inertes» (1986, pág. 35).

«Es evidente que los mass-media han elevado el nivel de información de amplios sectores de la población, pero, muy al margen de la intención, cabe que las dosis crecientes de comunicaciones de masas puedan estar transformando inadvertidamente las energías de muchos que pasan de la participación activa al conocimiento pasivo» (1986, pág. 36).

En resumen, para estos autores los medios de masas fomentarían cierto conformismo social, algo que se puede comprobar más en lo que no se dice que en lo que se dice. Así, si bien es posible que existan algunas posturas críticas que cuestionen la «fiabilidad» de la estructura y el contenido mediático, estas serán muy minoritarias si se las compara con las voces que se adhieren al pensamiento imperante y hegemónico.

Por su parte, Charles R. Wright retomará también las tres funciones lasswellianas y les añadirá la del entretenimiento, reconociendo de nuevo que todo «acto puede surtir a la vez efectos funcionales y disfuncionales», entendidos estos últimos como los «efectos que son indeseables desde el punto de vista del bienestar de la sociedad o de sus miembros» (1986, pág. 77). Asimismo, diferencia entre funciones manifiestas y latentes, según los resultados fueran buscados de antemano o, sin embargo, fuesen inesperados; una distinción que en el campo de los efectos se corresponde con la intencionalidad del mismo (Figura 1).

Figura 1. Funciones de los medios

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Fuente: Wright (1986, pág. 77).

De esta forma, una vez marcada la diferencia entre las funciones de los medios —para qué sirven— y los efectos —qué hacen o provocan los medios en los individuos y en la sociedad—, se hará un repaso por las tipologías que diferentes autores han establecido de los últimos. Al respecto, una de las clasificaciones más extendidas ha sido la que diferencia entre efectos cognitivos, actitudinales (tratados indistintamente como afectivos o emocionales por algunos autores) y conductuales (Saperas, 1987; Roda, 1989; Canel, 2006; Perse, Lambe, 2017), en la que la investigación se ha centrado «siguiendo un orden lógico, del primero al tercero, con un incremento implícito de la importancia relativa (contando más la conducta que el conocimiento)»; un interés desigual difícil de mantener en la actualidad (McQuail, 2000b, pág. 503) —por ejemplo, Cartwright (1949) dirá que para inducir un determinado comportamiento es necesario establecer una adecuada estructura cognitiva, motivacional y conductual. En cualquier caso, esta no es sino una de las múltiples distinciones que se pueden hacer entre los posibles efectos, hasta el punto de que se podría incluso llegar a entender cada efecto propuesto por un nuevo modelo o teoría como un efecto con naturaleza propia, hablando, por ejemplo, del efecto de cultivo o del efecto de la agenda-setting. No obstante, si bien podría mantenerse que la base de la teoría de la dependencia o de la espiral del silencio son, precisamente, una serie de efectos concretos, habría que rechazar la propuesta en pos de la operatividad, pues habría tantos efectos como propuestas teóricas surgiesen, lo cual, lejos de contribuir a la investigación científica, la colmaría de conceptos singulares que pueden agruparse en otros más genéricos sin por ello perder su esencia.

Sin embargo, la clasificación anterior no es del todo completa, por lo que Denis McQuail vio la necesidad de ampliarla con el fin de recoger, más que el objeto de la influencia, su proceso, admitiendo que la acción mediática es susceptible de provocar cambios (intencionados o no intencionados, o dispares en cuanto a forma o intensidad), del mismo modo que puede facilitarlos, reforzarlos o impedirlos (2000b, pág. 504). Al respecto, Joseph T. Klapper, máximo exponente de la noción de los efectos limitados, dirá que de los anteriores el de refuerzo es el más extendido, si bien, de un modo general, toda comunicación persuasiva puede:

«a) crear opiniones o actitudes entre personas que previamente no tenían ninguna sobre el tema en cuestión; b) reforzar (es decir, intensificar o afianzar) actitudes ya existentes; c) disminuir la intensidad de las ya existentes, sin llevar realmente a cabo una conversión; d) convertir personas en un punto de vista opuesto al que mantenían; o e) (al menos de manera teórica) no tener ningún efecto» (1974, pág. 13).

Asimismo, McQuail recoge diferentes opciones propuestas por otros autores que, sin duda, darán una visión más completa de las posibles clasificaciones de los efectos. En este sentido, Ken Asp afirma que la influencia mediática puede clasificarse según el nivel (individual o sistémico); el marco temporal (corto o largo) y la fuente (medios de comunicación o fuente original, como un partido político). Lang y Lang, por su parte, diferencian entre efectos «recíprocos», referidos a la respuesta que un mensaje mediático produce en una persona u organización (o suceso, en general) que ha sido objeto de dicho mensaje (por ejemplo, la información difundida sobre una crisis económica puede a su vez afectar al transcurso de dicha crisis); efectos «de bumerán», que conlleva un efecto en la dirección contraria a la que se pretendía; y efectos «de terceros», basados en la idea de que la influencia mediática afectará a otras personas, pero no a uno mismo (McQuail, 2000a, págs. 424-425; McQuail, 2000b, pág. 505). Del mismo modo, McLeod y Reeves (1980) hablarán de efectos difusos o generales y de efectos de contenido específico, diferenciando asimismo entre el alcance micro o macro de los mismos, la acción de cambio o estabilización, el impacto directo o condicional, y la tradicional diferencia entre efecto cognitivo, actitudinal y conductual. Por último, el propio McQuail (2000b) plantea su propia clasificación (Figura 2) en función de dos variables (intencionalidad y espacio temporal), completando así la propuesta de Golding (1981, págs. 66-67), quien afirmaba que con el cruce de las anteriores se obtendrían cuatro respuestas diferentes a la acción de los medios: efecto «tendencioso» (intencionado a corto plazo), efecto «tendencioso involuntario» (no intencionado a corto plazo), efecto que refleja una «política» del medio en cuestión (intencionado a largo plazo) y efecto ideológico (no intencionado a largo plazo).

El gráfico engloba un conjunto de quince efectos cuya posición viene marcada por su intencionalidad (efectos planificados o no planificados) y por su naturaleza temporal (corto o largo plazo). Así, la «respuesta individual» sería el efecto más planificado y con una temporalidad más corta, mientras que el «cambio cultural» se daría a largo plazo y sin planificación posible, lo que dificulta su estudio. Pero además, con la posición dentro de los cuadrantes, McQuail hace una categorización más exacta, afirmando que, por ejemplo, la «difusión de innovaciones» necesita de un intervalo de tiempo mayor que la «difusión de noticias», o que dentro de la no-intención, el «resultado de los sucesos» estaría menos planificado incluso que la «reacción individual». Asimismo, el autor afirma que si bien estos son los efectos básicos de la comunicación de masas, dentro de ellos se pueden dar, a su vez, subtipos, funcionando así más como categorías de efectos que como efectos concretos. Por ejemplo, los efectos de «reacción colectiva» se subdividen en fomento del pánico, propagación de la perturbación del orden público y ayuda involuntaria al terrorismo (McQuail, 2000a, págs. 425 y sigs.; McQuail, 2000b, págs. 507 y sigs.).

Figura 2. Clasificación de efectos

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Fuente: McQuail, 2000b, pág. 506.

En cualquier caso, la anterior es solo otra posibilidad más de clasificación que, aunque en palabras de Roda Fernández no signifique una categorización «perfecta ni exhaustiva, responde a la necesidad de ordenar y clasificar el complejo panorama de aquellas consecuencias psicosociales que se atribuyen a la comunicación de masas» (1989, pág. 66). Este autor también hará una categorización de los efectos, aunque en esta ocasión en función de tres criterios: el nivel, que daría lugar a efectos individuales, grupales u organizativos, institucionales, social-globales y culturales; la clase o categoría, donde se diferenciaría entre efectos cognoscitivos, emocionales y conductuales, y la profundidad, según la cual se hablaría de conversión o cambio y reforzamiento o confirmación.

Por su parte, Potter (2001) establecerá una tipología de veinte efectos, según cuatro dimensiones: la naturaleza temporal —corto o largo plazo—, el nivel de actuación —cognitivo, actitudinal, emocional, fisiológico (cuando la influencia implica a los sistemas automáticos del cuerpo) y conductual—, el sentido positivo o negativo del efecto, y la intencionalidad o no intencionalidad del mismo. Asimismo, Igartua y Humanes (2010, págs. 197-199), tomando como referentes las clasificaciones del anterior y de McQuail (2000b), proponen una clasificación propia en función de cinco variables: nivel de análisis —individuales, grupales, organizacionales, institucionales, sociales y culturales—, carácter evaluativo o dirección de los efectos —positivos o negativos, prosociales o antisociales—, intencionalidad —efectos buscados o no buscados—, dimensión temporal —efecto a corto o largo plazo— y nivel sobre el que operan los efectos —cognitivos, actitudinales, emocionales, fisiológicos y conductuales.

Para finalizar con las contribuciones de los diferentes autores, cabe destacar la de Walter Weiss (1969), para quien la categorización del amplio abanico de efectos mediáticos posibles dependerá de las propias características del medio, del contenido emitido por este, de los receptores del estímulo (peculiaridades, número, relación entre ellos, etc.) y del intervalo temporal contemplado. De esta forma, aunque el autor no pretende hacer una clasificación formal de los efectos, entiende que para obtener una organización empírica de los mismos se deben tener en cuenta cuatro variables: 1) la naturaleza o el «tamaño» del estímulo, 2) la naturaleza o el «tamaño» de la unidad social implicada en la recepción, 3) la dimensión temporal, y 4) la propia naturaleza de los efectos, que marcaría el área de intervención de los mismos: la cognición, la comprensión, la emoción, la identificación, la actitud, la conducta manifiesta, el interés, el gusto público, los valores personales o sociales y la vida familiar.

En definitiva, si bien se pueden encontrar puntos en común, las categorizaciones de los efectos dependerán en gran medida del autor consultado, lo que obliga a reformular la información anterior siguiendo los principios de síntesis y operatividad. En este sentido, tomando como referencia las tipologías anteriores, a continuación se fijará una clasificación en función de cuatro variables: intencionalidad (intención o no-intención), objeto (cognitivo, actitudinal o conductual), naturaleza temporal (corto, medio o largo plazo) y finalidad (refuerzo, conversión o efecto nulo).

2.1. El efecto de comunicación según la intencionalidad

Según el criterio de intencionalidad, los efectos pueden ser intencionados o no intencionados, es decir, que la influencia ejercida por el emisor (individual o colectivo) forme parte o no de un objetivo premeditado. Esta variable será de gran utilidad para la investigación de los efectos, tanto aquella de carácter privado, cuyo interés suele residir en la comprobación de los resultados obtenidos con el fin de saber el grado de eficacia logrado, como aquella otra, más cercana al terreno académico, que pretende averiguar cuáles son las consecuencias —controladas y no controladas— de la comunicación. No obstante, si bien se puede marcar con relativa facilidad dónde está la frontera entre la intención y la no-intención en el plano teórico, dicha distinción se torna más difícil cuando se pretende llevar al terreno de lo real, pues por lo general, cuando se analiza un resultado concreto, raramente se sabe cuál ha sido el planteamiento de partida.

2.2. El efecto de comunicación según el objeto

En segundo lugar, tomando como referencia el objeto del efecto, es decir, el área de incidencia, se puede distinguir entre efecto cognitivo, efecto actitudinal y efecto conductual, según el esfuerzo comunicativo influya en el conocimiento, en la actitud o en el comportamiento. Respecto al primero, Enric Saperas define los efectos cognitivos como el «conjunto de las consecuencias que sobre los conocimientos públicamente compartidos por una comunidad se deduce de la acción mediadora de los medios de comunicación de masas» (1987, pág. 9), entendiendo dichos efectos como el resultado de una doble necesidad: la de los individuos y grupos sociales que exigen información para poder desenvolverse en su entorno —a la par que hacer comprensible su mundo (Cohen, Stotland, Wolfe, 1955; Cacioppo, Petty, 1982)—, y la del propio sistema social, que necesita difundir su propia información con el fin de salvaguardar el estado de cosas actual, o al menos guiarlo dentro de los límites marcados por la norma dominante. De esta forma, al ser los medios de comunicación mediadores entre el público y la realidad, «el estudio de los efectos cognitivos nos conduce hacia un replanteamiento en profundidad de la opinión pública y de las vinculaciones establecidas entre el sistema político y los medios de comunicación de masas» (Saperas, 1987, pág. 10).

Según el autor, la consolidación de la investigación centrada en la influencia sobre el conocimiento encuentra su verdadero inicio en 1970, fecha en la que Niklas Luhmann propone el proceso de la tematización, redefiniendo el concepto de opinión pública,1 y que coincide con la publicación del artículo «Mass media flow and differential growth in knowledge», de Tichenor, Donohue y Olien (1970), donde se inicia la hipótesis del distanciamiento de conocimiento o knowledge gap hypothesis. Asimismo, dos años más tarde, McCombs y Shaw (1972) publicarán «The agenda-setting function of mass media», aportaciones estas que se desarrollarán más adelante. En esta línea, Saperas (1987) diferencia, en relación con los medios de comunicación de masas, tres tipos diferentes de efectos cognitivos: 1) los que resultan de la capacidad mediática para organizar la opinión pública, donde se insertarían las mencionadas teorías de la agenda-setting y la tematización; 2) los que resultan de la distribución del conocimiento entre los diferentes grupos sociales, como propone la knowledge gap hypotesis; y 3) los que resultan de la configuración de la realidad social, como estudian la perspectiva fenomenológica y etnometodológica (1987, págs. 49-50). Igualmente, McLeod, Kosicki y McLeod (1996), centrados en la influencia de la comunicación política, diferencian cuatro categorías de efectos cognitivos (establecimiento de la agenda, el efecto priming, la adquisición de conocimientos y el encuadre o framing).

En resumen, por efecto cognitivo se va a entender toda respuesta que se desarrolla a nivel de conocimiento (entendimiento, aprendizaje, retención), con independencia del intervalo temporal o del nivel de actuación (individual, grupal, social). En este sentido, con la dimensión cognitiva de los efectos de comunicación lo que se pretende es una ruptura con aquellas teorías que solo ven el interés de su estudio como antesala para analizar la influencia en el campo de las actitudes y, sobre todo, de la conducta. De este modo, se le otorga al efecto cognitivo una importancia suficiente como para que pueda estudiarse de forma aislada, sin que su importancia se subordine a la de efectos «superiores», al tiempo que se argumenta que el estudio de los procesos mentales de los receptores de la comunicación puede dar respuesta, a su vez, al porqué de determinadas conductas (Bryant; Rockwell, 1991). Así, aunque las perspectivas mencionadas anteriormente parten del análisis de la influencia cognoscitiva, su evolución suele perseguir fines mayores y acaba cayendo en la «red» del conductismo.

Algo parecido le ocurre al efecto actitudinal, sobre todo si se tiene en cuenta que tradicionalmente se le ha asignado una posición intermedia entre los efectos cognitivos y los conductuales que lo convierten en uno de los efectos no solo más difíciles de medir, sino también de definir, prestándose a confusión con otros términos como el de opinión o emoción. Respecto al primero, Lemert dirá que opinión es «lo que el individuo dice o pone en un cuestionario», mientras que la actitud sería «lo que en verdad siente» (1983, pág. 22), destacando por su «carácter evaluativo o afectivo», según Fishbein y Ajzen (1975, pág. 11). Por su parte, Thomas, según recoge Rafael Roda, afirma que la actitud se relaciona «con lo general, duradero y esencial, más que con lo específico y transitorio» (propio de las opiniones), mientras que para Thurstone, el carácter inaccesible de la misma obliga a identificarla «a partir de la verbalización de las opiniones» (Roda, 1989, pág. 113). De esta forma, se le otorga a la opinión un carácter definitorio y material que difícilmente se puede atribuir a la actitud, reconociéndose esta como una orientación más profunda, como el verdadero motivo por el que se da la anterior, de modo que podrían definirse en primer lugar las actitudes como «tendencias profundamente arraigadas que se extienden en el tiempo, que apuntalan las opiniones manifiestas y que hacen las veces de pilares de las respuestas del individuo al entorno» (1989, pág. 113), remarcando el carácter intermedio antes comentado. Asimismo, para la Escuela de Yale, la opinión y la actitud comparten

«el hecho de que las dos sean respuestas implícitas y, en términos teóricos, variables intervinientes, [... pero mientras que...] la primera se usa para hacer referencia a un amplio conjunto de anticipaciones y expectativas [...] la actitud se reserva para aquellas respuestas implícitas que implican aproximación o rechazo respecto de un objeto, persona, grupo o símbolo dado [...]. Otra diferencia relevante es que mientras que las actitudes son de naturaleza inconsciente, las opiniones son verbalizables, lo que las convierte en una variable adecuada para estudiar el impacto de las comunicaciones persuasivas» (1989, pág. 132).

En definitiva, si la actitud comporta una orientación general, la opinión enlaza con manifestaciones más específicas. Así, mientras que la primera tendría lugar a largo plazo en función de la experiencia y según la acción combinada de la razón y la sinrazón, la opinión sería más inminente y dependiente del conocimiento racional, lo que permite su verbalización y, por lo tanto, su análisis.2 Algo parecido ocurriría con la distinción entre actitud y emoción, ya que la segunda goza de nuevo de ese valor de espontaneidad e inmediatez. En este punto es necesario señalar que emoción no es lo mismo que sentimiento, al igual que tampoco es cierta la total distinción que en ocasiones se hace entre emoción y razón (Damasio, 2008). Por otra parte, también son diferentes el estado de ánimo, la emoción y el afecto, constando este último de cierto carácter evaluativo (Larsen, 2000, pág. 130; Barlett, Gentile, 2011, pág. 60).

En términos generales, siguiendo a Allport, la actitud podría definirse según cinco aspectos fundamentales: «(1) it is a mental and neural state (2) of readiness to respond, (3) organized (4) through experience (5) exerting a directive and/or dynamic influence on behavior» (McGuire, 1969, pág. 142), anotando una idea que no se había mencionado explícitamente hasta ahora: la capacidad de la actitud para prever la conducta, entendiendo una actitud positiva como una predisposición al comportamiento esperado. Ciertamente, no han faltado investigadores que han planteado sus trabajos desde esta perspectiva, ya sea en el campo de la psicología o de la comunicación, constatando cómo se puede prever la conducta que llevará a cabo un individuo conociendo la actitud que presenta ante un objeto o asunto dado.

En definitiva, como ya se había adelantado, la relevancia de la actitud viene dada por su carácter de intermediaria, en su capacidad para «coordinar y unificar unos componentes cognitivos (conocimiento subjetivo acerca de un objeto), unos componentes afectivos (emociones relacionadas con un objeto) y unos componentes activos (disponibilidad para entrar en acción bajo la luz de este conocimiento y de esta emoción)», como recoge Böckelmann (1983, pág. 108), siguiendo a Bledijan y Stosberg.

Para terminar con la clasificación en función del objeto, hay que hablar de los efectos conductuales o comportamentales, es decir, aquellos que afectan, como su nombre indica, a la conducta o al comportamiento del receptor individual o colectivo, no ya en el terreno mental, sino en el de la acción real, visible y analizable (con las técnicas y condiciones apropiadas). En este sentido, desde los orígenes del estudio de los efectos de la comunicación no han faltado trabajos que se hayan preocupado por averiguar cómo los diferentes mensajes pueden afectar a la conducta de las personas, sobre todo desde aquellas investigaciones financiadas con capital privado que buscan averiguar cómo aumentar la eficacia de sus mensajes persuasivos. Asimismo, tampoco han escaseado las voces que han alertado sobre la capacidad mediática para influir en el comportamiento de la población, lo que no quiere decir que el miedo popular no haya tenido también como objeto de preocupación el poder de los medios para influir en lo que la gente debe pensar o debe sentir.

Respecto a la investigación empírica, el estudio de los efectos conductuales ha pecado en demasiadas ocasiones del mecanicismo propio de los primeros conductistas, como los reflejos condicionados de Pavlov (1979), donde el receptor no tiene ningún papel en el proceso, excepto el de adaptación a los estímulos, o la teoría de Watson, que entiende que el conductismo debe poder predecir una respuesta en función de un estímulo dado (interno o externo), o incluso —tomando como referencia la respuesta— descubrir el estímulo que la ha provocado (1976, pág. 33), admitiendo como base, eso sí, que «todo estímulo efectivo tiene su respuesta, y que ella es inmediata» (1976, pág. 33). En este sentido, Watson niega, como se le ha criticado constantemente, que al conductista le interese ante todo la respuesta, pues lo que de verdad le preocupa es la conducta entera: «¿qué está haciendo y por qué lo está haciendo?» (1976, pág. 31).

En línea con el anterior, aunque siguiendo una postura más realista, Skinner entiende que el objetivo de predecir «las causas de la conducta humana y [...] saber por qué el hombre se comporta como lo hace» (1977, pág. 53), si bien es importante, se torna harto difícil, dada la complejidad de la conducta: «Puesto que se trata de un proceso más que de una cosa, no puede ser retenido fácilmente para observarla. Es cambiante, fluida, se disipa, y por esta razón exige del científico grandes dosis de inventiva y energía», lo que no quiere decir que sea del todo inaccesible (1977, pág. 45).

No obstante, como critica Ramón Bayés (1977), quizá la principal debilidad de la concepción watsoniana sea su simplismo, afirmando que la conducta se puede explicar por el mero estímulo-respuesta, frente a Hull, por ejemplo, cuya teoría se construye en función de las variables intermedias que intervienen en el proceso. En definitiva, la no consideración de factores externos e intermedios que puedan afectar al proceso que va desde el estímulo a la reacción —como el contexto, las diferencias individuales, las interferencias provocadas por otros impulsos o el efecto del tiempo— invalidaría la propuesta puramente conductista.

Hasta aquí la clasificación en función del objeto, una categorización que no comprende sino una parcelación artificial, en el sentido de que ningún efecto podrá separarse totalmente del resto, y así, por ejemplo, aunque el efecto cognitivo se base ante todo en la razón, difícilmente se podrá deslindar por completo de la emoción, del mismo modo que la conducta, que tradicionalmente se ha entendido como el fin último, podrá afectar al conocimiento o a la actitud. En este sentido, se puede afirmar que los tres efectos están interrelacionados.

El verdadero problema reside en dictaminar cómo se produce la interdependencia, una pregunta que han intentado resolver diferentes investigadores como Fishbein y Ajzen (1975), que establecen que la conducta de una persona o colectivo guarda una estrecha relación con sus creencias, actitudes e intenciones, o Albert Bandura, que frente al conductismo radical propuesto por los psicólogos anteriores propone que «las personas no están ni impulsadas por fuerzas internas ni en manos de los estímulos del medio», sino que lo que se da es «una interacción recíproca y continua entre los determinantes personales y los ambientales», adquiriendo gran relevancia «los procesos simbólicos, vicarios y autorregulatorios» (Bandura, 1982, págs. 25-26); estableciéndose una influencia bidireccional que convierten al individuo en «producto y productor de su entorno» (Bandura, 1996, pág. 90), y por lo tanto, le impide aprender una conducta sin una intervención cognoscitiva previa. De esta forma, son los factores cognitivos los que

«determinan, en parte, cuáles serán los eventos observados en el entorno, qué significado se les otorgará, su capacidad para causar o no efectos duraderos, qué impacto emocional y poder de motivación tendrán y cómo se organizará la información transmitida para su futura utilización. El ser humano procesa y transforma experiencias transitorias por medio de símbolos para su posterior formación de modelos cognitivos que le servirán como modelo de juicio y de actuación: a través de los símbolos podemos dar significado, forma y continuidad a las experiencias que hemos tenido» (1996, pág. 91).

En definitiva, la mayoría de los autores parecen coincidir en que difícilmente se pueden separar totalmente unos efectos de otros (lo que no significa que no puedan estudiarse por separado), pero aún no se ha llegado a un acuerdo real sobre cómo fijar dicha relación. Esto puede deberse, quizá, a esa necesidad (que parece imperar) relativa a que toda conexión debe ser lineal (o circular) y permanente, cuando es muy posible que la actitud afecte a la conducta y esta última a la primera, tanto como la conducta al conocimiento y el conocimiento a la conducta, sin necesidad de pasar por un influjo actitudinal intermedio.

2.3. El efecto de comunicación según la naturaleza temporal

Retomando la tipología de los efectos, en tercer lugar, estos pueden clasificarse en función de su naturaleza temporal. Al respecto, como se señaló en páginas previas, esta ha sido una de las variables que se han utilizado tradicionalmente para clasificar los efectos mediáticos. En esta línea, destacan los experimentos de Hovland, Lumsdaine y Sheffield (1952) sobre la influencia de las películas propagandísticas que derivarían en el descubrimiento del controvertido sleeper effect. En relación a este, los investigadores concluyeron que, por ejemplo, respecto a la película The Battle of Britain (Frank Capra y Anthony Veiller, 1943), los efectos en la actitud fueron mayores nueve semanas después de su visionado que tras un intervalo de solo cinco días, ya que si bien los espectadores podían olvidar haber visto el film, conservarían la sensación de la buena acción de los británicos durante la guerra:

«The factors involved in this hypothesis would be maximized in situations where the content was very well presented but where the source was suspect, so that the main factor preventing an attitude change is nonacceptance of the trustworthiness of the source [...] Content would of course be subject to some forgetting, so that the net result would be a decrement of effect with passage of time for those contents which are immediately accepted contents, but an increment of effect for those contents for which forgetting of the suspected source proceeded more rapidly than forgetting of the content» (Hovland; Lumsdaine; Sheffield, 1952, pág. 197).

No obstante, la realidad es que los efectos a largo plazo, por lo general, son bastante difíciles de medir, algo que no solo perjudica a la medición de la eficacia persuasiva, sino a la investigación en comunicación en general, ya que un estudio en profundidad de los mismos permitiría «aprender mucho sobre la manera en que los media intervienen en los sucesos y los cambios sociales y culturales» (McQuail, 2000b, pág. 559), un apunte que conlleva a la obligada pregunta, aún no contestada, sobre qué se entiende por efecto a largo plazo, es decir, dónde está la frontera que divide el corto del medio plazo o el medio plazo del largo. No cabe duda de que un día es menos tiempo que un mes y de que este es menor que un año. Sin embargo, ¿hasta qué punto se puede asegurar que dichos intervalos se identifican con el corto, el medio y el largo plazo? Difícilmente se pueda establecer una demarcación temporal estándar, si bien es cierto que el corto plazo suele identificarse con aquellos efectos que se producen, de manera más o menos inmediata, como consecuencia a la exposición a un mensaje determinado (Igartua; Humanes, 2010, págs. 198-199). El mayor problema viene, por tanto, cuando se intenta diferenciar entre medio y largo plazo, lo cual explicaría por qué la mayoría de los autores optan por diferenciar entre corto y largo plazo, exclusivamente (McQuail, 2000b; Potter, 2001; Igartua, Humanes, 2010). En cualquier caso, más allá de clasificaciones teóricas, la diferencia entre unos intervalos temporales y otros deberá ajustarse a las circunstancias del estudio concreto que se esté llevando a cabo, siempre justificándose de antemano, con el fin de no adelantar resultados demasiado generales ni demasiado ambiciosos.

2.4. El efecto de comunicación según la finalidad

Para terminar, los efectos pueden diferenciarse según su finalidad, dando lugar a una clasificación que ha estado muy relacionada con la propia historia de la teoría de la comunicación. Así, tradicionalmente se han identificado la conversión o el cambio con la perspectiva de los efectos todopoderosos de los medios y el refuerzo con la de los efectos limitados; nociones que se han visto erróneamente relacionadas con la propia definición del efecto mediático, como se ha visto en el epígrafe anterior.

En breves palabras, el efecto de conversión implicaría un cambio originado por el esfuerzo comunicativo de los medios de comunicación, ya sea este en la conducta, en la actitud o en el conocimiento, aceptando que los medios de comunicación son capaces de modificar el estado situacional del receptor (o receptores);3 mientras que el efecto de refuerzo significaría simplemente un apoyo a la conducta, actitud o idea del propio receptor, quien confirmará —pero no modificará— su estado. Para justificar este último tipo de influencia, y a expensas de otras variables externas que pudieran intervenir, el individuo contaría con una serie de mecanismos (atención selectiva, percepción selectiva, retención selectiva) que limitarían el poder mediático, aunque no lo suprimirían, de modo que aunque en la mayoría de las ocasiones lo que se da es una suerte de refuerzo, en otras sí que existe posibilidad de cambio, como reconocen Lazarsfeld y sus colegas de la Universidad de Columbia (Lazarsfeld, Berelson, Gaudet, 1962; Katz, Lazarsfeld, 1979) o Joseph Klapper (1974).

Mayores problemas presenta la idea del no-efecto o efecto nulo, que no debe confundirse con la incapacidad mediática para originar cambios, sino que debe definirse por negación de los dos tipos de respuesta anteriores. Es decir, el efecto nulo tendría lugar cuando ante un esfuerzo comunicativo determinado no se registra ningún tipo de reacción en el individuo o grupo, permitiendo que la realidad de cada uno se mantenga igual que si la acción comunicativa no hubiese tenido lugar. No cabe duda de que este tipo de efecto es más propio del terreno teórico que del práctico, pero eso no quiere decir que no pueda darse en la realidad y que, por ejemplo, el visionado de una película o la lectura de un artículo periodístico dejen al receptor totalmente indiferente.

Una vez finalizada la clasificación de efectos (dos, según la intención; tres, según el objeto; tres, según el intervalo de tiempo; y otros tres, según la finalidad), es el momento de poner los diferentes criterios en relación, ya que las diferentes categorizaciones no son independientes, sino que están interrelacionadas, de modo que un efecto cognitivo podrá 1) tener lugar a corto, medio o largo plazo, 2) ser de refuerzo, de conversión o nulo, y 3) haber sido o no intencionado. En este sentido, en función de la relación aquí fijada, se podrían dar cincuenta y cuatro efectos posibles, definidos según el planteamiento siguiente: efecto intencionado o no intencionado, cognitivo o actitudinal o conductual, a corto plazo o medio plazo o largo plazo, y cuyo fin ha sido la conversión o el refuerzo o ninguno.

Como punto final del capítulo, debe recalcarse, una vez más, que las aportaciones propias realizadas en cuanto a definición y clasificación de los efectos de la comunicación de masas se han planteado partiendo de un principio de operatividad, y no solo como mera aclaración teórica que, por otro lado, resultaba necesaria ante la multiplicidad de opiniones y aportaciones al respecto. Así, una vez delimitado el campo conceptual de la influencia mediática, y como paso previo a la revisión por las teorías más importantes en cuanto a efectos de los mass media se refiere, a continuación se hará un breve repaso por el estudio de los efectos en el terreno de la comunicación persuasiva.

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1. La tematización apunta que la opinión pública se configura en función de una serie de temas seleccionados y valorados previamente por los mass media, en función de un conjunto de reglas anteriores al propio proceso comunicativo que coartan la libertad de discusión de dicha opinión pública.

2. Como recoge Eco, siguiendo a Fabbri en su distinción entre comprensión y verbalización, el mito verbocéntrico insta a otorgar «un significado [exclusivamente a] aquello que puede ser traducido en palabras, y es pensado (y por tanto comprendido) tan solo aquello que también puede ser verbalizado» (1986, pág. 180).

3. Aquí, la idea de cambio hace referencia tanto a la activación como a la disuasión; es decir, el efecto tiene lugar siempre y cuando exista una alteración del estado de cosas actual, de modo que habrá conversión si el esfuerzo comunicativo incita a que se vote por un determinado candidato, es decir, activa el voto, pero también habrá conversión si este disuade al elector.