Jordi Planella
«Poner el cuerpo» es uno de los principios que guían las prácticas de resistencia contemporánea (...) y el arte corporal fue una práctica de alto riesgo, no porque voluntariamente los artistas practicaran la violencia sobre sus cuerpos, sino por la vulnerabilidad de esos mismos cuerpos respecto al aparato de represión y control.
José A. Sánchez, Cuerpos ajenos
Presentar un libro como este me produce sensaciones que atraviesan mi cuerpo y no únicamente mi mente; se trata de algo situado casi en el orden de la experiencia vital más que en el propio raciocinio, algo que tiene que ver con lo encarnado más que con lo leído o escuchado. A esta temática he dedicado muchos años de trabajo y esfuerzos y es gratificante ver cómo ya impregna el trabajo de muchos más autores, cómo algo que durante años se ha mantenido en guaridas lejanas forma parte de algunas centralidades.
Mi presentación tiene dos partes claramente diferenciadas: una primera parte donde voy a exponer algunas cuestiones generales sobre los Estudios Corporales (EECC) y una segunda parte donde voy a afrontar la vinculación entre cuerpo y educación social, tejiendo mis aportaciones con los discursos hilados por los distintos autores que configuran el presente volumen. Enfocaré mi texto desde la perspectiva de corporificar lo social, de retomar la dimensión anatómico-simbólica de nuestras vidas. ¿Qué hacer con ellas una vez relegados los cuerpos a situaciones terminales o caducas? ¿Dónde queda la afectividad –los afectos– frente a los imperialismos de las tácticas efectivas? ¿Qué sucede con la prohibición del tacto en las relaciones sociales? ¿Qué pasa con nuestros cuerpos en las sociedades basadas en la licuefacción? ¿Cómo representamos el cuerpo, un cuerpo, después del impacto radical de las biotecnologías en nuestras sociedades contemporáneas?
A estas cuestiones, de forma más o menos ordenada, voy a intentar dar respuesta a través de este breve texto. Para ello partiré de un pensador fundamental en el campo de los EECC, Vladimir Safatle, que nos invita a pensar que: «pois um corpo nâo é apenas o espaço no qual afecçôes sâo producidas, ele também e produto de afecçôes. As afecçôes construem o corpo em sua geografia, em suas regiôes de intensidad, em sua responsividade» (2016: 2). Las geografías del cuerpo, o las corpocartografías, nos permiten realizar (desde un punto de vista contrametodológico) otras miradas somáticas, otras perspectivas genealógicas de lo que en realidad sustenta y puede situarse en el origen de muchos de los procesos de subjetivación de la sociedad contemporánea. No es casualidad que el campo de los EECC haya explotado y va a seguir creciendo de forma exponencial en los próximos años; el cuerpo, la carne, nos interpela porque es lo que nos permite entrar en juego, circular, disrumpir determinadas realidades, sentir el dolor (propio y ajeno), metamorfosear desde dispositivos basados en la fantasía nuestra proyección y nuestra percepción personales. Ello nutre a este vasto campo interdisciplinar de testimonios, de narrativas, de experiencias sobre los cuerpos. Desde el arte, la psicología, la comunicación, la antropología, la historia, la filosofía, la sociología, la literatura se van hilvanando miradas al cuerpo, a la subjetivación de la carne a partir de los aportes concretos de cada campo de saber. Y ello se nutre no solo de investigaciones académicas, sino que las narrativas de los sujetos sobre sus corporeidades se encuentran bien presentes. Como dice Georges Vigarello: «Nunca los testimonios personales sobre el cuerpo han sido tan exactos y realistas como hoy. Nunca han sido tan diversos ni tan numerosos» (2017:7). De golpe, muchos, muchísimos investigadores han visto la conexión entre cuerpo, narrativa y experiencia vital y se lanzan a escribir, a videografiar o mostrar (o monstruar) sus anatomías desbordantes. Lo corporal pasa a ser narrado, escrito, descrito, inscrito en pieles y papeles para dejar testimonio y constancia de vidas vividas desde y con el cuerpo.
En los trabajos iniciales que realicé sobre la cuestión corporal (2000 y 2001) se ponía de manifiesto la existencia de un sustrato de investigaciones, reflexiones y preocupaciones sobre el tema del cuerpo en el amplio campo disciplinar de las ciencias sociales. En diferentes momentos y desde diferentes disciplinas aparecían trabajos como los de Marcel Mauss, Maurice Merleau-Ponty o Michel Foucault. Tal vez los podríamos situar como los iniciáticos, como los pioneros de los EECC, o simplemente fueron autores que se dieron cuenta (de forma muy temprana) que fundamentalmente «somos cuerpo». La mayoría de ellos son autores muy citados en los trabajos que tienen el cuerpo como objeto de estudio; y en muchos de ellos la controversia entre la naturaleza y la cultura se convierte en el hilo conductor de importantes debates y discusiones. Esta cuestión sigue siendo algo fundamental y no la podemos obviar: en el cuerpo se unen todas las perspectivas que atraviesan el fino hilo que une lo natural y lo cultural. Y ello a pesar de que durante años se ha asimilado cuerpo a carne y muy poco a actos culturales. O lo que podría ser peor: la asimilación del cuerpo a los actos pecaminosos, con su correspondiente relegación a la categoría de elemento maléfico del sujeto en cuestión.
Todo ello ha servido para, a lo largo de los dos últimos decenios, situar las cuestiones que nos hablan del cuerpo como algo ya dado (genéticamente, morfológicamente, biológicamente, fisiológicamente, etc.) o como algo que ha sido construido (socialmente, mentalmente, culturalmente, personalmente, etc.). Los debates siguen abiertos y las interrelaciones entre ambas perspectivas son más necesarias que nunca. Así nos lo muestra Descola en su monografía Par-delà nature et culture (2005); en ese trabajo el antropólogo francés se pregunta si podemos pensar el mundo sin diferenciar la cultura y la naturaleza, y pone en evidencia que la disciplina desde la que se sitúa (la antropología) también ha contribuido a generar, sustentar y mantener esa dicotomía que separa la natural de la cultural.1 De ahí aparece muy clara la idea que únicamente el Occidente moderno se ha dedicado a clasificar a los seres según se rijan por las leyes de la materia o bien por otras formas de convención social. Descola hace el ejercicio, a lo largo del amplio trabajo, de preguntarse si realmente podemos pensar, entender el mundo sin diferenciar naturaleza y cultura.
Pero el trabajo en el campo de los EECC pide algo del orden de la insistencia, al decir de Schilling: «These analyses were not but followed and drew on long tradition of philosophical and theological inquiry in the west» (2016: XIV). Pues ahí radica el punto de encuentro, la forma de estudiar el cuerpo con un enfoque muy concreto; una forma de estudiar el cuerpo que nos atraviesa –como investigadores– en todos los sentidos y de la cual no podemos ni soñar en escapar. A muchos de nosotros nos gusta poner en juego la perspectiva de la experiencia, de lo encarnado, sin dejar de lado la mirada fenomenológica. Tal y como sugiere Cefaï: «Esta perspectiva fenomenológica juega tanto en las formas de escoger los métodos como en sus objetos de estudio (...) el cuerpo del investigador es el órgano de captación, de articulación y de figuración del sentido que se inscribirá en el corpus» (2011: 28). Se trata de algo casi autoreferencial (sin tal vez ni saberlo ni en realidad llegar a serlo): cuerpos que investigan sobre cuerpos. No siempre sobre otros cuerpos sino sobre el propio; cuerpo en global o partes del cuerpo (¿podemos en realidad cortar partes del cuerpo para estudiarlas?). Tal vez un buen ejemplo aparezca en el libro de Daniel Pennac, Journal d’un corps: «La mera idea me paraliza. Me paraliza de verdad. Mis piernas se han negado a transportarme. He permanecido sentado. Ya no tenía cuerpo» (2012:36). Dichas historias corporales, narradas, favorecen discursos somáticos que permiten la producción de saberes corporales a partir de textos somatizados.
Desde hace años me pregunto cuáles son los motivos (reales, ficticios o incluso secretos) que nos llevan a investigar el cuerpo, a pensar sobre el cuerpo, a estrujar nuestras mentes sobre algo que para la mayoría es obvio, transparente y sin posibilidad de juegos hermenéuticos. De vez en cuando, se deslumbra alguna idea un poco clara y llego a la simple conclusión que muchos nos metemos en ello en aras de ondear la bandera de la resistencia. Resistir, resistirme, insistirme sobre la necesidad de resistirme a las políticas necro, a las necropolíticas que hacen de los cuerpos, de mi cuerpo, de vuestros cuerpos, no sinónimos de mí (entendidos como yo mismo) sino formas edulcoradas de mi sombra. Sí, esos pueden ser motivos válidos para movilizar toda la maquinaria de producción de textos y pretextos corporales. El cuerpo (nuestro cuerpo o nosotros mismos como sujetos corporeizados) emerge en la sociedad contemporánea como espacio de resistencia, de lucha o de subjetivación. Así lo propone Josep M. Esquirol cuando dice que: «resistir no solo es propio de anacoretas y ermitaños. Existir es, en parte resistir» (2015:9). La resistencia le da otro sabor al sujeto, a su cuerpo y muchas veces termina siendo una de las razones de existir.
Pero tal vez existan otros motivos que tengan que ver con una pasión desmedida por las palabras: cuerpo, cuerpos, soma, somático, sarx, nefesh, ruah, sensibilidad, corporalidad, corporeidad, körper, corps, corpo, cos, leib, corpofobia, corpocartografía, corpografía, corpolatría. Estos y otros conceptos nos atrapan y nos dirigen hacia lugares que conforman geografías casi sin explorar. Coger alguno de esos conceptos, estrujarlo, diseccionarlo, darle una capa de otro color, situarlo en otros espacios (de lado con otros conceptos) nos abre otras posibilidades reales de corpografiar nuestras vidas o tal vez vidas ajenas a nuestros cuerpos. El cuerpo, a través de las palabras, los conceptos, los decires, los saberes, las formas, los sabores que lo configuran podría ser considerado como «el producto más tardío, el más largamente decantado, refinado, desmontado y vuelto a montar de nuestra vieja cultura» (Nancy, 2003: 9). Y es justamente contra ese refinamiento controlador y de sometimiento que los trabajos que siguen buscan ofrecer otras cartografías del cuerpo, ejercicios simbólicos de resignificación, variaciones sobre el estado y el sentido de lo que nos arropa y nos da forma. Es por ello que no puedo sino invitar al lector, atrevido y arriesgado, a seguir adelante con la lectura, con la exploración de las sensibilidades textuales que ofrecen otras miradas, más radicales y que muestran el cuerpo como lugar de impresiones (imprimimos realidades en la sociedad o la sociedad nos imprime a nosotros) y como lugar de expresiones (nos corpografiamos). Los textos que siguen no son más que un pretexto para dar la palabra al cuerpo que le permite corpografiar nuestras vidas.
Situado el marco global de los Estudios Corporales, paso a conectar los distintos elementos y capítulos que entretejen el libro. No es extraño pensar en las relaciones existentes (o por venir) entre el cuerpo y la educación social; es algo que de forma clara y directa se interconecta. Los mecanismos psíquicos de la humanidad tienen la potencia y la capacidad de producir teorías que radicalizan la desigualdad de algunos cuerpos que, a partir de determinados criterios (siempre partidistas y con afán de ordenar a la humanidad), pueden ser considerados diversos, distintos, raros, peligrosos, preocupantes. Resiguiendo esa forma de producción de la desigualdad corporal podemos pensar un determinado recorrido por distintas teorías de la producción de «cuerpos torcidos», que en cierta forma se dibujan en los trabajos que se presentan en este libro.
Es en las formas habituales de proceder que tienen lugar ejercicios, a menudo también extraños, que buscan dar cobertura teórica a las miradas negativas a la diferencia. Ello tiene mucho que ver con la crítica que hace Bauman a las formas de proceder de la sociedad moderna: «Taxonomía, clasificación, inventario, catálogo y estadística son las estrategias supremas de la práctica moderna. El dominio moderno consiste en el poder de dividir, clasificar, distribuir «en el pensamiento, en la práctica del pensamiento y en el pensamiento de la práctica» (Bauman, 2005: 3). Orden, todo colocado en su debido lugar, con algunas etiquetas que lo identifiquen a través de una simple mirada. Y a cada etiqueta le debe corresponder un lugar y una forma precisa de tratamiento. A los cuerpos de la educación social a menudo se los «trata» (en el sentido biomédico) o se les reeduca, se les da otra forma (especialmente a los deformados, a los degenerados, a los extraviados). La potencia del «re» frente a lo educativo, a pesar de los que muchos puedan llegar a creer, invalida a ambos sujetos (educar y educando) y hace de esa nueva relación (la basada en las prácticas antiguas como el arte de la «ortopedia») una relación perversa.
Porque al meternos de lleno en el campo de la educación social (desde una perspectiva histórica pero también en la actualidad) nos damos cuenta de que algo del orden del control de los cuerpos se define como una de las funciones centrales y/o mandatos que han sido encargados a esta profesión. Así nos lo plantea Fargue al hablar de los cuerpos en el siglo XVIII: «El temor por el cuerpo pobre rige una parte de la política monárquica, al mismo tiempo que se instala una obsesión frente a su fuerza y sus posibilidades de revuelta, acompañada por cierta compasión hacia las desgracias consideradas indignas de una nación civilizada» (2008:19). Y ahí radica una de las cuestiones centrales para pensar los cuerpos desde la educación social: el cuerpo otro, el cuerpo del otro, el otro cuerpo, nos produce temor si no pánico. No podemos aceptarlo porque en el fondo nos recuerda demasiado nuestra condición de sujetos y de cuerpos vulnerables. El cuerpo pobre del siglo XVIII molesta al ciudadano bienestante que vive (o cree que lo hace) en una cierta condición de «normalidad». Se cree portador de un cuerpo normal y de una vida normal y quiere barrar el paso de esos otros cuerpos que cuestionan las débiles e imaginarias fronteras de esa «normalidad». Para Nieves, «el concepto de normalidad está asociado a la norma. Lo normal es aquello que se ajusta a la norma, y la norma es la pauta que rige la conducta, es decir la delimitación de las acciones de los cuerpos» (1998: 25). Y la norma es la que ordena y rige el mundo, y hacer de él (aunque únicamente sea para algunos) un lugar plácido, tranquilo y seguro.
Si pensamos en la idea de violencia, ¿no sería acaso un tipo de acción directa contra el cuerpo vulnerable? ¿No se trata de una de las típicas formas de poner en juego lo carnal y lo simbólico –agresión versus violencia? Pensar y actuar, o actuar sin pensar, son acciones corporales vinculadas con el ejercicio de los cuerpos violentados. Y frente a esos cuerpos que se violentan, en su capítulo, José Ramón Ubieto nos propone que «la tarea de regular ese goce, intrínseco a la idea de cuerpo que manejamos, implica al sujeto como agente principal, para lo cual hemos visto ya los recursos tradicionales a su alcance, imaginarios y simbólicos. La educación y las prácticas religiosas han tomado a cargo esta tarea de disciplinar y violentar los cuerpos a partir de discursos normalizantes y variables según época» (del capítulo «Cuerpos y violencias»).
Y si el cuerpo y la violencia forman parte intrínseca de los imaginarios y de las praxis de la educación social, también lo hacen los cuerpos de las infancias protegidas. Ello, en muchos imaginarios, se vincula con la idea de un cuerpo vulnerable, con la idea de cuerpos vinculados al sufrimiento. Jordi Solé (en el capítulo «El deseo de los cuerpos solo existirá si tú te rebelas») nos habla de su experiencia encarnada como educador en un centro educativo de protección a la infancia y de la relación con L., un chico con distrofia muscular. Ese cuerpo, casi inerte, pone en juego, moviliza a todo un conjunto de profesionales para dar sentido a elementos que van más allá de lo que se supone forma parte de los elementos básicos del cuidar. En el caso de L., entran en juego elementos basados en la liminaridad, en el dentro y el fuera, en la idea de intimidad, de inicio de una sexualidad tutelada (o semitutelada por falta de autonomía física). Así lo describe Solé: «Todo aquello, que para mí era tan cotidiano, L. solo lo podría disfrutar mediante las experiencias de otros en las que se proyectaba (...). Más allá de sufrir una enfermedad degenerativa, L. exteriorizaba su deseo; sin embargo, en el centro no sabíamos qué hacer con él». Se movilizan otras miradas, otras estrategias, otros imaginarios sobre un cuerpo adolescente que explota de formas distintas, con otras palabras, con otras pieles, con otras sensibilidades. Ahí, justo en ese punto, la educación social debe abandonar las tácticas para flirtear con la idea de tacto socioeducativo.
Y esos cuerpos distintos, radicalmente distintos de uno mismo, llevan a algunas formas de imaginación distinta, raras, extrañas. Sí, podemos hablar de monstruos, de cuerpos extraños, bizarros, deformados, formados en otras condiciones y realidades. La creación del monstruo desde el territorio de la frontera es a la vez clara y confusa. Clara, porque ubica la diferencia en el otro margen de la frontera, pero a la vez confusa porque la ida y vuelta del cuerpo «monstruado» a uno y otro lado de la frontera puede llegar a ser constante. En este sentido podemos pensar la frontera como cruce, como encuentro y desencuentro, la frontera como territorio desterritorializado, como fusión y síntesis, como transculturalización y rechazo. La idea del monstruo nos remite definitivamente a la confusión de fronteras, márgenes y posibilidades reales. Para Asun Pié, «una cuestión importante que se pone en juego en este tipo de apropiación de la discapacidad es su aspecto performativo. La discapacidad no es únicamente una cuestión topográfica, sino una realidad compleja que opera en el cuerpo y en la mente» (del capítulo «¿Han muerto los monstruos?»).
Es cierto que la imagen de un cuerpo distinto, radicalmente distinto (porque ¿quién se atreve a argumentar algo del orden de la igualdad de los cuerpos?), nos remite a las formas de mostrar y mostrarse el cuerpo. Desde las artes plásticas ha existido una relación histórica entre esas posiciones y los cuerpos con discapacidad. Pero, ¿expresar qué y para qué? ¿Puede el cuerpo distinto ser mostrado sin pudor? O, todavía, ¿las artes son terapéuticas para esos cuerpos? Miriam Arenas y Andrea García-Santesmases lo afrontan con claridad (en el capítulo «¿Puede ir Hamlet en silla de ruedas? Cuerpos diversos y creación artística») cuando nos lanzan la idea de que «toda práctica artística está atravesada por el cuerpo, hay disciplinas en las que este tiene una presencia más difusa y permite un mayor margen para la (in)visibilidad de la discapacidad». Teatro, danza, pintura, música, forman algo que podemos denominar «corpografías de la diversidad». Empalabramientos, escrituras, decires, saberes que toman forma, que se performan para gritar sus explosiones, sus actos de resistencia, de insistencia en la forma expresiva de vivir. En palabras de Raimund Hoghe, «no quiero representar el papel que la sociedad me ha asignado. En mi actuación en el escenario está plasmado ese quebrantamiento del papel que se supone que ha de representar un minusválido, también en el escenario» (2003). Moverse y mover el rol, la mirada asignada, pensando y mostrando que Hamlet puede circular por el escenario al triple de velocidad que un sujeto andante.
Al hablar del cuerpo, en múltiples contextos geográficos, este nos remite a la idea de persona. ¿Es lo mismo el cuerpo que la persona? ¿Son realidades paralelas que nunca se cruzan? O por lo contrario, ¿se trata de sinónimos que se sobreponen en algún momento y en algunos espacios? Eva Bretones, Irina Casado y Lucía Sanjuan proponen una reflexión sobre estas cuestiones (en el capítulo «La construcción sociocultural de la persona: el caso de Rachida») al relatarnos la historia de vida de Rachida, una mujer amazigh rifeña de Marruecos. Algunos investigadores ubicados en el campo disciplinar de los estudios culturales hablan de la idea que Occidente ha importado a otras culturas la idea de cuerpo, de un cuerpo segmentado y cortado del sujeto, así como de la comunidad. El cuerpo como individuo frente al cuerpo como algo colectivo, disgregador frente a algo que comunitariamente agrupa. En ese contexto se desarrolla la historia de Rachida, que tal y como las autoras nos dicen, se trata de «un proceso de construcción identitaria que es siempre multifactorial y que condiciona y permea todos los aspectos de la vida de una persona (relaciones sociales y de pareja, manera de entender el cuerpo, la salud y la enfermedad...).
Cuerpos de la educación social es una clara apuesta por ofrecer otras miradas a los sujetos de la educación; miradas que podemos calificar de corpográficas porque pueden introducir otras perspectivas como las grafías (fotografías, ideografías, corpografías, infografías) sobre las dimensiones somáticas. La apuesta por la que opta es muy clara: romper con cánones sociales, con formas y normas, con miradas estigmatizadoras y controladoras de las subjetividades desbordantes. ¿Qué ha pasado históricamente con los cuerpos que eran considerados desbordantes? Los márgenes, el encierro, el castigo, el repudio, las miradas de odio, la construcción negativa de la diferencia que los conforma. Los sujetos con corporeidades desbordantes habitualmente han sido «castrados». No se podía dejar que dieran rienda suelta a sus anatomías porque el resto (aquellos que se creían portadores de rasguños de normalidad) sufrían al creer que podían llegar a perder algo de ese estatus que tanto y tanto había costado de obtener y mantener. Pero tal y como se muestra en el elenco de trabajos que tejen este libro, otras miradas, otros saberes, otros sabores, otros olores, otros decires pueden ser conjugados a partir de nuevas gramáticas corporales. El cuerpo y sus miradas pueden tener muchos matices y algunos de ellos se encuentran escondidos en las páginas que siguen y que el lector, si quiere y se atreve, podrá degustar.
Bauman, Z. (2005). Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. México / Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Cefaï, D. (dir.) (2011). L’engagement etnographique. París: EHEES.
Descola, P. H. (2005). Par-delà natura et culture. París: Gallimard.
Esquirol, J. M. (2015). La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad. Barcelona: Acantilado.
Fargue, A. (2008). Efusión y tormento. El relato de los cuerpos. Historia del pueblo en el siglo XVIII. Buenos Aires: Katz.
Hogue, R. (2003). «Arrojar el cuerpo a la lucha». En: J. A. Sánchez; J. Conde-Salazar (ed.). Cuerpos sobre blanco. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha.
Huerta, R.; Bosch, G. (2004). El cos maltractat. València: Universitat de València.
Muñiz, E. (coord.) (2008). Registros corporales. México DF: Universidad Autónoma Metropolitana.
Nieves, F. (1998). El control social de los cuerpos. Buenos Aires: Eudeba.
Safatle, V. (2016). O circuito dos afetos. Corpos políticos, desamparo e fim do indivíduo. Bello Horizonte: Autêntica.
Sánchez, José A. (2017). Cuerpos ajenos. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha.
Shilling, C. (2016). The Body. A Very Short Introduction. Londres: Oxford University Press.
Vigarello, G. (2017). Le sentiment de soi. Histoire de la perception de soi. Histoire de la perception du corps XVI-XXe siècle. París: Éditions du Seuil.
1. Es evidente que una de las miradas fuertes que más imperan en el análisis corporal es la perspectiva cartesiana, la rotura clara entre lo natural y cultural. Una perspectiva que no busca sino escapar al cuerpo y sus sabores.