El azote del dios Tängri
En 1167, mientras agonizaba el Egipto fatimí entre los ataques cruzados y la intervención de las fuerzas de Saladino, nacía en las remotas tierras mongolas un joven príncipe llamado Temüjin, hijo de Yesügei Jan. El abuelo de éste, Kabul Jan, había logrado forjar una confederación de tribus mongolas, pero, como era habitual en las ligas de jinetes esteparios, se había desintegrado a su muerte. Así que Yesügei volvió a intentarlo. Para ello se apoyó en una vecina y poderosa tribu turca de seminómadas, los keraitas. Éstos eran de religión cristiana nestoriana y habían creado un alfabeto a base de letras sirias para la lengua turca. En buena medida, eran herederos de la cultura de los poderosos turcos uigures, en el centro de la gran estepa de Asia Central. La alianza que Yesügei hizo con el pretendiente a la jefatura de los keraitas le dio una posición inmejorable para erigirse en señor de las tribus mongolas. Pero murió envenenado antes de que pudiera lograrlo. Esto ocurría en 1176, el mismo año en el que, en la lejana Anatolia, el selyúcida Kılıç Arslan II derrotaba a los bizantinos en Myriokéfalon y se convertía en señor indisputado del sultanato de Rūm.
El niño Temüjin tuvo una infancia dura. Pero poseía un carácter férreo y contó con el apoyo de su madre, que era otra persona enérgica. El chico se casó muy joven, pero pasó un tiempo prisionero de una tribu rival, acaudilló a los suyos, ganó guerras y contó todo el tiempo con el hombre al que había apoyado su padre: el jan (caudillo) turco keraita To’oril.[1] Así fue como con veintisiete años, en 1194, Temüjin fue elegido a su vez jan de todos los mongoles. Tomó entonces el nombre de Gengis que significaba «Fuerte» (y también «Terrible»).
Más tarde, su aliado y amigo el turco To’oril Jan, fue depuesto del trono keraita. Pero Gengis Jan lo repuso. En 1199 mongoles y keraitas derrotaron a los turcos naiman, viejos enemigos. Los vencedores habían llegado al pináculo de sus respectivos poderes en las estepas de Asia Oriental.
En 1203, Gengis Jan y To’oril rompieron su larga relación e iniciaron también una lucha fratricida. Aunque se suele atribuir al carácter ambicioso y despiadado de ambos, lo cierto es que sus respectivos estados habían crecido demasiado y las estepas de Asia Oriental se les habían quedado pequeñas. En la guerra que siguió, las fuerzas mongolas arrasaron al ejército keraita, To’oril resultó muerto y Gengis Jan se anexionó sus territorios. Luego le tocó el turno definitivo a los turcos naiman. Y en 1206, año del Tigre, durante la gran asamblea mongola o quriltai, Gengis Jan se proclamó líder de «todas las tribus que viven en tiendas de fieltro»: el nombre colectivo que llevarían de ahora en adelante esos pueblos sería el de «mongoles».[2] Incluso las tribus turcas derrotadas y sometidas de los keraitas y los naiman serían conocidas así. La supremacía turca en las estepas de Asia Oriental y Central estaba siendo sustituida por el dominio mongol. Así fue como Gengis Jan comenzó a construir su Imperio, el mayor que haya detentado nunca un hombre vivo.
Turcos y mongoles compartían creencias religiosas y leyendas mitológicas.[3] Como aquéllos, éstos también decían proceder del lobo y creían en el Cielo Eterno, el dios Tängri. El gran chamán Kököchü decía haber cabalgado hasta allí y ser testigo de que había nombrado a Gengis Jan como a su representante en la Tierra con la misión de conquistar el mundo. Por lo tanto, y en los años que siguieron, el líder mongol se dedicó a convertir a su pueblo en un poderoso ejército. Vivirían de la guerra y la base de la economía sería el esclavismo y el botín. Para ello era muy importante imponer una rígida disciplina social que se aplicó a partir del Yasa, el código legal compendiado por orden de Gengis Jan, que sustituía a las leyes consuetudinarias mantenidas hasta entonces en las estepas por los jefes de clanes. Era un agregado de tradiciones ancestrales, costumbres de mongoles y turcos, así como ideas del mismo emperador, que tardó varios años en ser completado, pero que fue revisado y ampliado conforme se extendía el Imperio y absorbía súbditos de nuevas culturas y religiones. Aunque no ha sobrevivido ningún ejemplar completo ni parcial del Yasa, por sus efectos se tiene una idea de lo que debió ser; algunos viajeros europeos de mediados del siglo XIII quedaron impresionados ante la disciplina social que reinaba en tierras mongolas: el robo, el adulterio o el asesinato eran excepcionales; pero sobre todo se eliminaron disputas importantes, como las que solían generarse entre los guerreros de las estepas por el reparto de las mujeres cautivas.
El segundo gran pilar del Imperio mongol era el ejército. Minuciosamente organizado, basadas en el sistema decimal, las unidades orgánicas agrupaban desde el cuerpo de ejército de diez mil hombres (tümen) hasta las secciones de diez jinetes (arban). Las principales unidades eran dirigidas por generales y oficiales de la aristocracia mongola, pero el mando estaba abierto a la promoción y desde luego no era hereditario. De esta forma, el Yasa rompió con el tribalismo en la dirección del ejército. Además, todo el conjunto, hasta en los pequeños detalles, estaba sometido a la supervisión estricta de Gengis Jan. Para ello, a partir de 1206 se creó un prodigioso servicio de correos, el Yam. La velocidad de los mensajeros, capaces de galopar durante 2.000 kilómetros con escasas pausas para descansar, hacía que el emperador controlara los más remotos rincones del Imperio u operaciones militares muy separadas entre sí. El Yam tenía tal importancia, que existía la orden expresa de que cualquier ciudadano del Imperio debía ayudar al correo incluso con peligro de su vida. Por lo demás, los jinetes llevaban un elaborado sistema de identificación cuya pérdida o falsificación suponía la muerte inmediata.
Por lo tanto, y en conjunto, la clave del auge mongol en términos de cultura política radicó en la creación de un nuevo modelo de estado que suponía el triunfo de la macropolítica sobre la micropolítica, un nuevo tipo de centralización que ya no estaba tan basado en la coexistencia de jefes tribales o clánicos, sino que giraba alrededor de una corte de servidores estructurada en torno a fidelidades personales o tribales, mongolas o turcas, e incluso comerciantes musulmanes prominentes. La «destribalización» suponía que los ascensos en el ejército imperial estaban basados en la capacidad y el mérito, aunque el jefe supremo ejercía sus funciones con el consentimiento de sus comandantes o noyans, equivalentes al concepto turco de bey.[4]
Con esa poderosa máquina de guerra bien engrasada, Gengis Jan se lanzó a conquistar el norte de China en 1211, dominada entonces por la dinastía Kin. Cuatro años más tarde caía la muy poderosa ciudad fortificada de Zhongdu, actual Beijing, y con ello concluyó la primera gran fase del control de China. Los mongoles habían dado muestras sorprendentes de imaginación y capacidades técnicas, utilizando en los asedios de ciudades las enseñanzas del experto y renegado Liu Po-lin, pero también ideas de su propia cosecha, desde pájaros provistos de artefactos incendiarios hasta minas subterráneas para volar murallas y proyectiles de madera humedecidos, cuando no había piedra para las manganas.[5] Según un cronista local, las columnas de humo y el retumbar de los tambores mongoles llegaban hasta el cielo.

Fue una campaña larga y progresiva en la cual los mongoles asimilarían importantes elementos de la cultura china y ellos mismos darían el enorme salto conceptual que significaba pasar del nomadismo al imperialismo, de la tienda de fieltro que habitaba Gengis Jan por entonces al enorme y legendario palacio que haría construir su nieto, el gran Jubilai Jan, el primer emperador Yuan de China y que la imaginación popular recuerda como Xanadú.
Sin haber abandonado ese frente, en 1219 Gengis Jan se puso en marcha hacia el oeste. Allí le barraba el camino, en plena estepa, el gran reino de Jorezm,[6] una antigua provincia del extinto Imperio selyúcida, que a partir del 1065 había ganado una amplia autonomía cuando el sultán Alp Arslan designó a unos vasallos de origen turco como şahs. Treinta años más tarde, el şah Kutbeddin Muhammed aprovechó el desorden en el Imperio selyúcida para consolidar una autonomía que, de hecho, su hijo Aleddin Atsız (1128-1156) convirtió en independencia. A partir de ahí, la expansión del reino de Jorezm fue imparable, hasta que el şah Alaeddin Tekiş se hizo proclamar sucesor del sultán selyúcida en Irán. A continuación, le exigió al califa, en Bagdad, que lo confirmara como nuevo protector del califato. En 1199, el califa respondió concediéndole el título de sultán de Irak, Jurāsān y el Turkestán.[7]
Por lo tanto, los jorezmianos se apuntaban como los perfectos herederos de la obra selyúcida, brazos fuertes del califa, señores de Irán y las estepas de Asia Central, padrinos de la gran amalgama cultural y política turco-árabe-persa. Bajo el hijo de Tekiş, el sultán Muhammed, se podía hablar ya de un Imperio jorezmiano que había alcanzado su máxima expansión y que poco le quedaba para atribuirse los últimos restos del recuerdo selyúcida: en 1217, el sultán marchó sobre Bagdad decidido a tomar la ciudad. Sólo el crudo invierno de aquel año evitó su caída. Entonces, los mongoles hicieron su aparición desde Oriente.
La leyenda cuenta que todo empezó cuando los jorezmianos arrestaron y luego ejecutaron a un centenar de mongoles, componentes de una caravana comercial musulmana, tras acusarles de espionaje. Este gesto, y la orgullosa negativa del sultán a ofrecer reparaciones a Gengis Jan, estropearon toda una serie de contactos diplomáticos que venían sucediéndose desde 1215 para que los comerciantes mongoles pudieran enviar sus mercancías desde la conquistada China del norte hacia el oeste a través del Jorezm. Para Gengis Jan fue el pretexto ideal y así comenzó una empresa formidable, parecida a una versión medieval de la moderna «guerra relámpago». Se decía que el muy crecido Imperio jorezmiano podía alinear medio millón de soldados, una cifra desde luego exagerada. Pero parece fuera de toda duda que el ejército de Gengis Jan era mucho menor, compuesto por una cifra muy inferior a los doscientos mil combatientes, de los cuales sólo setenta u ochenta mil eran mongoles, y el resto auxiliares, muchos de ellos turcos de los diversos pueblos sojuzgados o aliados. Aparte de la inferioridad numérica, Gengis Jan y sus generales sabían que si las cosas iban mal en el campo de batalla, los auxiliares desertarían o incluso podrían pasarse al enemigo.[8]
La campaña contra el Imperio jorezmiano fue devastadora. Cruzando la estepa desértica, cayeron sobre Bujara, la capital de la Transoxiana, defendida por un puñado de soldados turcos. Una fama terrorífica precedía a las tropas mongolas que ejecutaban a los soldados enemigos, tanto si resistían como si se rendían. Lo cual, unido a las divisiones políticas internas en el Imperio jorezmiano, provocó la huida de la guarnición y de miles y miles de familias. Luego cayó Samarcanda, casi sin lucha. Y le tocó el turno a Urgenj, que resistió algo más pero no sirvió de nada porque Muhammed huyó y apenas pudo escapar a sus perseguidores.
El Imperio jorezmiano se estaba disolviendo como azúcar en la marea mongola. Celaleddin, el hijo de Muhammed Şah, demostró ser un estratega de mayor temple, pero sólo durante un tiempo. Se retiró hacia Afganistán y logró derrotar a uno de los ejércitos mongoles. Luego compareció el mismo Gengis Jan y el combate continuó en el impresionante escenario montañoso del Hindu Kush. Entonces comenzaron las grandes matanzas, que ya se habían visto en China. El nieto predilecto de Gengis Jan cayó ante la ciudad de Bamian, y toda la población fue ejecutada. Luego le tocó el turno a Nishapur, donde murió Toghutsar, el yerno del emperador: la matanza fue presidida por la viuda. El último ejército de Celaleddin fue destruido en noviembre de 1221 y sus hijos fueron asesinados. La ciudad de Herat, que se había sometido a los mongoles y se sublevó al año siguiente, fue sitiada y tomada: decenas de miles de habitantes, toda su población en masa, fueron ejecutados en una fenomenal carnicería que duró una semana.[9]
Mucho se ha discutido sobre la personalidad de Gengis Jan en relación con la devastación causada por sus campañas, que en realidad parece haber sido brutalmente práctica. La destrucción de las ciudades y la aniquilación de sus habitantes estaba programada y nada empezaba sin el consentimiento expreso del emperador. Se explicaba por el hecho de que las fuerzas mongolas eran casi siempre inferiores en número y no por ello buscaban eliminar riesgos a sus espaldas conforme iban avanzando. Las ciudades, como Herat, eran focos potenciales de revuelta y los vencedores sólo podían permitirse dejar en ellas a pequeñas guarniciones que no resultaban eficaces para controlar la situación. Por lo tanto, las ejecuciones masivas eliminaban el problema de raíz y de paso creaban una atmósfera de terror que paralizaba al enemigo, real o potencial. En cambio, los verdugos casi siempre salvaban a los artesanos, que eran enviados a Mongolia. Lo mismo se hizo en algún caso excepcional con las autoridades.

Los ejércitos de Gengis Jan habían asestado un golpe demoledor al islam en Asia Central, aniquilando en una veloz campaña al mayor Imperio musulmán de la época. Desde el Occidente cristiano se contemplaba la aparición de los mongoles como un hecho prodigioso, basado en la leyenda del «Preste Juan». Sus orígenes estaban relacionados con la expansión del denominado cristianismo nestoriano por Asia Central. Esta creencia fue formulada originariamente por Nestorio, patriarca de Constantinopla en el 428, y se extendió por el Próximo Oriente y Asia Central a lo largo de los siglos V y VI, consiguiendo numerosas conversiones. Uno de sus éxitos fue la evangelización de los turcos keraitas, vecinos de los mongoles, en el 1007. Más tarde, en el siglo XII, le siguieron los ongüt, en las fronteras entre China y Mongolia. Por lo tanto, y aunque chamanistas en su mayoría, los mongoles conocían el cristianismo. En la corte de Gengis Jan había nestorianos: lo eran las esposas keraitas de algunos de sus familiares. Por lo demás, los mongoles eran muy tolerantes en materia religiosa. Gengis Jan siempre fue chamanista, pero se sabe que en ocasiones consultó con sacerdotes nestorianos o imames musulmanes.[10]
A través de las noticias distorsionadas que se transmitían por los monasterios nestorianos o de los viajeros y comerciantes, los cristianos forjaron la leyenda. El viejo aliado y luego enemigo de Gengis Jan, el líder turco keraita To’oril, ostentaba el redundante título de Ong Jan, dado que ambas palabras mongolas significaban «rey». En chino se traducía por Wang Han. En ambos casos, la pronunciación recordaba a la del nombre «Juan», lo cual, junto con la profesión de fe nestoriana del líder y sus súbditos, alimentó la leyenda del Preste Juan que algún día llegaría de Oriente para salvar a la cristiandad del peligro musulmán. Según se decía, el emperador de Bizancio y el Papa habían recibido mensajes del misterioso personaje de Oriente, en los que describía la grandeza de sus posesiones, e incluso se creía que los Reyes Magos que habían adorado a Jesús en Belén procedían de ese remoto reino de Asia. Por lo tanto, en 1221 la cristiandad occidental soñaba con una enorme pinza que, desde Tierra Santa y el ya conocido como Imperio latino, pudiera perjudicar al islam con ayuda de las incógnitas fuerzas del Preste Juan, quien podía ser, cómo no, Gengis Jan.[11]
Pero todo era un espejismo. En abril de 1204, lo que se había organizado en origen como un ejército cruzado contra el infiel tomó al asalto la ciudad de Constantinopla y la saqueó a fondo en medio de una brutal matanza. Bizancio se convirtió durante unos años en un problemático Imperio latino que no lograba consolidarse ni imponer un complicado sistema de vasallaje a los restos del anterior Imperio.[12] La aristocracia griega de Tracia se sublevó contra Constantinopla y pactó lo que hasta hacía poco parecía una impensable alianza con el archienemigo zar Kaloján de Bulgaria, que gustaba autodenominarse «Romeicida». Esas fuerzas unidas, y sobre todo los arqueros búlgaros, aplastaron a la caballería latina en 1205, casi un año justo después de la toma de Constantinopla. El flamante emperador Balduino cayó prisionero y murió en cautividad.
Mientras tanto, los dignatarios bizantinos que habían escapado de la toma de Constantinopla se refugiaron en regiones donde no habían llegado los latinos y organizaron nuevos estados que deberían salvar al mundo bizantino de su extinción. Los dos núcleos más importantes fueron el del Épiro y el de Asia Menor. Éste, que fue pronto conocido como el «reino de Nicea» (İznik, en turco) por la ciudad en la que residió la capital, estaba gobernado por Teodoro Láscaris, un eficaz general que había organizado la defensa de Constantinopla en 1203 y que era yerno del emperador Alejo III Ángel. Aunque sus comienzos fueron inciertos, la derrota de los latinos en 1205 frente a los búlgaros salvó al reino de Nicea.
Teodoro Láscaris organizó entonces, a conciencia, la creación de un nuevo Imperio bizantino «en el exilio». Adoptó el título de emperador y fue coronado como tal en la Semana Santa de 1208. Los latinos, incapaces de dañar militarmente al Imperio de Nicea, firmaron un armisticio con Teodoro. Las fuerzas con que contaba el precario emperador eran sorprendentemente escasas: el núcleo eran tan sólo ochocientos jinetes mercenarios. Pero aun así demostraron ser un hueso duro de roer. Como era lógico, el sultanato de Rūm aprovechó la ocasión para arremeter contra los bizantinos y liquidar ese obstáculo, presuntamente débil, que obstaculizaba su avance hacia el mar. Para ello, en 1209 incluso cerraron una alianza secreta con el Imperio latino a través de los venecianos. Pero los bizantinos resultaron adversarios correosos: en la batalla que tuvo lugar en la primavera de 1211 cayó el sultán selyúcida. Aunque la victoria no le reportó ganancias territoriales al Imperio de Nicea, la moral subió mucho. Y tres años más tarde se firmó un tratado de paz con el Imperio latino por el que se establecían fronteras formales. Se había llegado a un empate por agotamiento, pero las expectativas de los latinos habían tocado techo, la ofensiva cruzada seguía tan detenida como siempre, el Imperio bizantino no había sido destruido y el equilibrio estratégico en la zona tendía a restablecerse tras unos años de marasmo. Definitivamente, los sueños de aplastar al islam con ayuda del Preste Juan sólo traducían lo que era una loca esperanza para el orbe cristiano en profunda crisis.