INTRODUCCIÓN

HACE UN TIEMPO —mucho menos del que me gustaría reconocer— pedí un cuarto de helado de chocolate en mi heladería favorita. Cuando el vendedor me preguntó si ponía una o dos cucharitas, le respondí que dos de manera automática. Le mentí; mi plan era ir a casa y comerme sola el helado de chocolate en pijama mientras veía Netflix. Tuve que mentirle a alguien al que muy probablemente mi respuesta lo tenía sin cuidado porque pensé que así evitaría la fiscalización social a la que le temía profundamente y a la que estaba tan acostumbrada (esa mirada de reprobación silenciosa). Lo hice también para mentirme a mí misma y no sentir la enorme culpa que me atacaba cuando comía helado por placer, con gusto y a mis anchas en el sofá.

Le mentí también a un chico y a muchos otros cuando les dije que había acabado y no estaba ni cerca de lograrlo; mentí cuando dije pudorosa que no me tocaba porque las mujeres no hacíamos tanto esas cosas o que no veía porno o que no me calentaba con situaciones extrañas y bizarras que, después del orgasmo, perdían casi todo su atractivo para mí; mentí y miento cuando insisto en que depilarme todos los pelos del cuerpo es un gusto personal y no que lo hago para satisfacer una demanda social por saberme lampiña.

Mentí sobre el dolor que me provocó una relación, un gesto o alguna forma de maltrato, y sobre todas las cosas que necesitaba para que muchos vínculos no me afectaran y fueran, por el contrario, disfrutables. Mentí muchísimas veces para ser la chica chévere y descomplicada, y muchas otras para ser la conservadora porque en uno y otro caso creía que eso era lo que los hombres esperaban de mí. Mentí sobre la incomodidad que me produjo tener relaciones abiertas y también alguna vez cuando me pidieron monogamia y yo no estaba interesada.

Mentí cuando dije que las condiciones laborales de ese primer trabajo me parecían tolerables y cuando acepté un sueldo que era inferior; lo hice porque no sentía que tuviera el lugar para exigir lo que era justo. Mentí a los hombres que me hicieron sentir incómoda, lo dejé pasar porque son cosas que pasan y no es tan grave.

Disimulé mis emociones reales sobre distintos eventos de mi vida para no sentirme extraña o anormal y mentí —sí que mentí— sobre la relación con mi cuerpo, con cómo me veo, con cómo me vi. Le mentí a mi familia, a mis parejas, a mis amigas, a mis amantes, a mis profesores y profesoras, a mis jefes y jefas, y empiezo este libro mintiendo.

NO SÉ CÓMO SE VIVE SIN CULPA, CÓMO SE COME SIN CULPA, CÓMO SE COGE SIN CULPA.

Pero sí sé que todas esas mentiras que dije, que toda la vergüenza que sentí, el odio hacia mi cuerpo, el pudor, el arrepentimiento, el tolerar y soportar dolor como una forma de vivir, y el ocultar y pensar que todas las cosas que me producían placer eran formas del pecado o eran malas per se, con el fin de parecer algo que el mundo quería de mí, no fueron pensamientos o acciones individuales de mi subjetividad angustiada y complaciente. Aprendí que las comparto con muchas, muchísimas mujeres con las que tengo en común, sin importar las diversas interseccionalidades y la heterogeneidad de historias y de contextos, la aplastante sensación de culpa que me persigue en un montón de situaciones cotidianas que simplemente debería disfrutar.

Los textos de este libro no son de autoayuda ni de teoría. No tengo la superioridad moral para decirle a nadie qué tiene que hacer para ser más feliz o menos miserable en su propia piel (no creo que nadie tenga esa clave), tampoco la disposición o la trayectoria para sumar a los increíbles y admirables libros de teoría feminista que abundan en librerías y que, por favor, ¡no dejen de leer! Lo único que tengo de mi lado para escribir estas palabras es la honestidad, la memoria y la disposición de analizar con cuidado (y quizá sin éxito) en qué momentos cruciales de nuestras vidas muchas de nosotras nos hemos sentido mal y cómo podemos constatar que odiar nuestros cuerpos con tanta saña no es un problema personal, sino colectivo, político y cultural. Creo que ese sí puede ser un primer paso para la reconciliación con nosotras mismas y para abrirnos camino a codazos hacia una existencia más gozosa.

En estas páginas encontrarán relatos en primera persona, que a veces hablarán en singular y muchas veces saltarán al plural, al nosotras. No creo que nuestras experiencias personales sean universales, pero nuestras historias importan en cuanto encontramos y narramos lo que nos une con las demás. No hablo en nombre de un género entero ni tampoco de una generación ni siquiera de un grupo humano. Hablo desde un lugar privilegiado, muy privilegiado, mi vida de mujer blanca, cisheterosexual, de clase media, lo que me ha ahorrado muchas formas de violencia y discriminación. Creo en el poder que tiene contar nuestras historias y hacernos visibles. Creo también que lo personal es político y que el feminismo es un motor imprescindible para motivarnos a alzar la voz sobre lo que antes se nos obligaba a mantener en secreto. Siento que al leernos en las voces de otras mujeres hay una reivindicación, descubrir que no estamos solas ni siquiera con lo que nos duele. Romper cualquier forma de silencio es siempre un acto de rebeldía.

Escribo que el placer es feminista porque creo firmemente que nuestra manera pudorosa y silenciosa de habitar el mundo tiene que cambiar. Estoy segura de que la universalidad de esa imposición a las mujeres se corresponde con un sistema que usa nuestra infelicidad y el miedo que tenemos al placer y al desparpajo como una forma de sometimiento. Es por eso que hablo desde el feminismo y desde la subjetividad. No luchamos solo para mantenernos vivas, luchamos para disfrutar la existencia, para que los instantes de éxtasis de un orgasmo, de una buena paja, de un helado de chocolate, no vengan acompañados de una culpa fiscalizadora (esos pensamientos negativos sobre nuestros cuerpos, sobre bailar sudadas, sobre subir y bajar de talla), de esas ideas que nos hacen sentir chiquitas y tristes, que nos ponen en contra de nosotras mismas y nos hacen despreciar el cuerpo que habitamos, que nos quitan nuestro derecho a lo mundano, a lo vulgar, a lo que no es sagrado ni grande, que nos quitan nuestro derecho al placer.

No prometo que vayan a sentirse mejor ni más felices ni a amarse más al final de estas páginas. Ese tampoco es el objetivo. Tampoco tengo la certeza de que este sea un libro feliz, así se trate de placer, porque muchas de estas páginas fueron escritas con rabia y algunas otras con dolor. No me interesa negar esas emociones en nuestras vidas y reconozco que a veces nuestras voces salen de esos lugares. Me parece imprescindible atravesarlas y verlas porque para nosotras el camino al placer está plagado de violencias.

El placer es un hecho subversivo en las vidas de las mujeres porque implica cumplir y satisfacer un deseo propio. Pensar en nuestros deseos, en nuestros proyectos de vida, en nuestras ganas y en lo que nosotras queremos hacer, es romper el orden para el que fuimos socializadas: el de responder a expectativas, gustos y ganas de los demás.

Hay —o habrá— un enorme triunfo en la conquista de los placeres cotidianos. No solo a partir de los gestos grandilocuentes, de las victorias electorales, económicas o legislativas, estamos cambiando el mundo. Obtendremos una victoria contundente, una de las importantes, que es colectiva y política, cuando podamos vivir en nuestros términos, comer en nuestros términos, vernos distintas y habitar nuestros cuerpos en nuestros términos, coger en nuestros términos, hacernos la paja en nuestros términos, acabar en nuestros términos, amar en nuestro términos y considerar que el placer, nuestro placer, nuestro transitar por todas las dimensiones de esta vida felices y satisfechas, es también un hecho revolucionario e imprescindible.