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Newman
Apenas recuerdo mi examen de ingreso en el viejo edificio de la Avenida Belgrano en Buenos Aires. Por primera vez estaba solo frente a frente con un miembro de la Congregación Hermanos Cristianos. El Hermano Condon era un hombre de gran porte, pelirrojo y con manos de boxeador.
A los pocos días, sorprendido y fascinado, entraba a esa gigantesca construcción de ladrillos y ventanales que se imponía en un barrio tranquilo de quintas, baldíos y calles de tierra de zona norte. Era el nuevo edificio del Colegio Cardenal Newman de la calle Reclus 1133 de Boulogne, San Isidro.
Con uniforme casi nuevo me senté en el primer banco libre del 4º C de la planta baja y enseguida conocí a otros Hermanos de la Congregación.
El Hermano Barry era joven, alto, de piel blanca y pelo oscuro. Su mirada penetrante y voz elevada me provocaron temor al enterarme de que sería uno de mis educadores.
Desconozco la edad que tenía el Hermano Dehram cuando lo vi por primera vez en nuestra clase. Lo sentí anciano, severo y tal vez por su nariz prominente y postura encorvada, tenebroso.
Después conocí al Hermano Michael O’Brien, un hombre muy delgado con una mirada clara y bondadosa que nunca pude encontrar en otros miembros de su Congregación.
Con el correr de los días fui conociendo a otros Hermanos pero nunca supe cuántos eran los que vivían allí cruzando un misterioso puente que atravesaba el hall principal y que, según sabíamos solo por comentarios, conducía a sus dependencias privadas.
Venía de un colegio totalmente distinto. En el St. John’s de Martínez jamás había visto a un hombre vestido con sotana. Tal vez por eso mi especial temor y respeto a esos hombres de negro de distintas edades y semblantes con cruces, medallas o escapularios colgando de sus cuellos. Algunos guardaban en sus mangas pañuelos blancos que usaban para apaciguar la tos y estornudos casi crónicos, como si estuviesen siempre enfermos.
Para un niño de mi edad verlos era como ver a Dios en la tierra. Nunca antes los había visto. Me inspiraban una rara mezcla de respeto y miedo. En mi colegio anterior no teníamos tantas cruces y símbolos religiosos como en cada rincón del Newman. Tuve que esforzarme en aprender las oraciones que rezábamos en aquellas interminables misas del primer viernes de cada mes.
En 1974 cuando ingresé, tomé mi Primera Comunión con los chicos de tercer grado. Recuerdo las clases preparatorias de catequesis, comulgar por primera vez, confesarme, el moño blanco y cada instante de la ceremonia perfectamente ensayada que me producía felicidad y nerviosismo. No tardé en hacer buenos amigos que perduraron en el tiempo.
Fueron varias las maestras y los hermanos que me hicieron respetar y querer el colegio. Ahora pienso que ellos me inspiraron para ser un buen alumno, una mejor persona, y que me esforzara en jugar en el mejor equipo de rugby sin saber aún hoy si era realmente lo que más disfrutaba.
Al Hermano Condon le tenía aprecio y tal vez por ello quise integrar su coro. Fue uno de mis entrenadores de rugby en primaria y me impactó enterarme de que dejaba la congregación para casarse con una de mis maestras.
Nunca terminé de comprender por qué mis padres me sacaron del St. John’s al concluir mi tercer grado de primaria. Allí quedaron muchos amigos y el recuerdo de las idas y venidas en bicicleta con mis hermanos. Tal vez quisieron que tuviera una formación católica que el Cardenal Newman parecía garantizar.
Empecé jugando de hooker en la primaria y tuve la suerte de hacerlo con los mismos compañeros durante varios años.
Tener a mi amigo el Gordo de pilar significaba que nada podía pasarme en cada scrum aunque me colgara de sus hombros para intentar sacar la pelota con la cabeza.
Las invitaciones a las casas, padres compinches que nos llevaban al club donde nos tocaba jugar de visitantes y además se ocupaban de tener listas las mejores hamburguesas y choripanes para cuando terminábamos cada partido en nuestro campo de deportes.
El festejo en El Matrero, el gran velero que timoneaba el padre de mi amigo Toribio, sigue siendo inolvidable. Fuimos casi todos los del equipo después de haber ganado un torneo en el Club Belgrano Athletic en Pinazo. Nos llevaron a navegar toda la tarde por el Río de la Plata.
La gira en avión a Uruguay para jugar con nuestros pares del Stella Maris de Carrasco y el divertido viaje en tren desde Constitución hasta Tandil donde los del equipo contrario, Los Cardos, nos recibieron en un pub a la madrugada con vasos largos de menta granizada, y a las pocas horas tener que jugar contra ellos en condiciones desfavorables.
Cómo olvidar a las cocineras del comedor cuando mi padre me dejaba junto a mis dos hermanos más grandes muy temprano en el colegio para llegar a horario al de mi hermana mayor que quedaba en el corazón de San Isidro.
El inconfundible olor a cera Suiza del hall principal recién encerado y las breves dormidas sobre los bancos de cemento calentitos por los caños de calefacción que pasaban por debajo, esperando ansioso que me avisaran para ayudar a preparar las mesas para el mediodía, a cambio de un puñado de papas fritas, palitos salados o barritas de chocolate Águila que Lidia o Teresita me daban a escondidas en la despensa repleta de cosas ricas para los Hermanos.
Cuando ingresé al Colegio Cardenal Newman ya nos habíamos mudado con mi familia desde San Isidro a Don Torcuato. La casa que con esfuerzo habían comprado mis padres era muy simple y pequeña. Rodeada de viveros y terrenos baldíos quedaba a dos cuadras largas de la Ruta 202 sobre la misma calle de la gran fábrica papelera.
Éramos una familia numerosa y muy unida. Soy el cuarto de siete hermanos. Al poco tiempo de mudarnos mis padres se embarcaron en una obra de ampliación que duraría más tiempo del esperado.
Don Torcuato era un barrio muy tranquilo de calles de tierra, zanjas abiertas con renacuajos y grandes terrenos. Jugábamos al fútbol en la canchita de la fábrica Fadete con vecinos y operarios.
Al colegio me llevaban mis padres en auto todas las mañanas y por la tarde casi siempre volvíamos en colectivo. Mi casa quedaba a menos de diez kilómetros pero las vueltas en el 15 o el 203 solían ser eternas. El cruce a pie de la ruta Panamericana en la vieja rotonda de Ituzaingó aunque algo peligroso era nuestro mejor atajo.
Había empezado a encontrar la forma de pasarla bien yéndome algunos viernes con mi bolso para quedarme todo el fin de semana en lo de algún compañero. Tuve buenos amigos. Algunos, sin saberlo, me estaban salvando de los acosos de José, el encargado de la casa de mis padres.
Estoy seguro de que Jorgito nunca supo ni se imaginó lo importante que fue para mí que me invitara a su casa de las cinco esquinas en el centro y a la quinta de José C. Paz, ni tampoco del gran cariño que le tuve a Carmen, su ama de llaves, y la admiración que sentía por su madre cuando la veía sentada al sol, haciendo rosarios para los presos de una cárcel.
No me alcanzaría el libro entero para transmitir anécdotas y relatar momentos felices con mis compañeros de clase y de rugby que me hicieron querer el colegio como lo quise, hasta que se desató el infierno.
Ya en la secundaria, el sueño de ser hooker se estrellaba en tercer año, en marzo de 1981.