PRÓLOGO
Por intermedio de un amigo común, me fue presentado a principios de 2018 Rufino Varela. Estaba inquieto, indeciso y angustiado en nuestra primera reunión. Me contó a grandes rasgos su historia de vida, marcada a fuego por los abusos sexuales padecidos durante su infancia.
Mi experiencia como abogado, pero especialmente como Juez Penal, provocó que no me afectara el puro hecho de escuchar —una vez más— relatos sobre abusos de mayores a chicos, pero sí me perturbó profundamente conocer que Rufino fue abusado por un sacerdote, el capellán del Colegio Cardenal Newman Alfredo Finnlugh Mac Conaister, minutos después de que desolado, le narrara desesperadamente que estaba siendo sometido sexualmente por un dependiente de su padre (casero o jardinero), que trabajaba en la vivienda que habitaba con su familia.
Hay que estar enfermo, o tener decididamente un perfil perverso para llevar a cabo un comportamiento de este tipo, con esas condiciones previas. Y así fue expuesto en la denuncia:
La situación con el Padre Alfredo Finnlugh Mac Conaister (abuso sexual) se produjo en el dormitorio que tenía debajo de la Capilla del Colegio Newman… No pude hacer nada… Fueron segundos eternos de pánico… «Esto es un secreto entre Dios y vos (Rufino).» «No se lo podés contar a nadie.»
También me sorprendió e indignó que el ex rector del Colegio Cardenal Newman, John Burke, hubiera sabido de esos hechos aberrantes, como seguramente de otros similares, en tiempo real, y jamás hubiera hecho algo al respecto, siendo que además, años después, fue enviado a Irlanda para trabajar en cuestiones vinculadas a los abusos sexuales de sacerdotes y/o miembros de la Congregación Hermanos Cristianos. La hipocresía en su máxima expresión.
Con mucho gusto patrociné a Rufino Varela en la promoción de la acción penal, conociendo que todos los autores de los abusos han fallecido —y con esto que la prescripción está al alcance de la mano—, con excepción de Burke, quien fue denunciado por el delito de encubrimiento. Es evidente que, por regla general, no es de buena práctica parangonar al autor de un determinado hecho con quien lo encubre. Pero cuando se habla de este tipo de sucesos, desde mi perspectiva el encubridor, y a su vez la entidad que los integra, pasan a tener la misma condición nociva, negativa y execrable que quien llevó materialmente a la práctica los abusos a menores.
Conversamos mucho sobre la denuncia. Que sí, que no, que si era útil a esta altura. Fui firme con esto: las denuncias hay que hacerlas. No importa la prescripción. No importa que no se investiguen (sucede mucho en nuestro país) o que la pesquisa se demore por años. La modificación de costumbres y dejar de lado la cultura del ocultamiento solo ocurrirá en la medida en que —entre otras importantes medidas— se denuncien como práctica usual estos sucesos. Obvio que es difícil para las víctimas. Entonces, nosotros tenemos que esforzarnos para entender, para ponernos en su lugar y tomar dimensión de lo que significa que un niño a merced de un sacerdote sea vejado sexualmente y torturado en su psiquis, para que luego de cuarenta años, aún tenga casi las mismas dificultades que otrora para denunciar y exponer su caso.
La repetición de denuncias, lo delicado y complejo que es la decisión de hacerla, y la toma consecuente de conciencia social, es lo que muy lentamente está modificando costumbres e imponiendo a las diversas iglesias —quizá con la católica a la cabeza— la necesidad de un cambio radical.
Esto lleva también, por elemental propiedad transitiva, a que finalmente haya comenzado un proceso de limpieza y relanzamiento de la Iglesia como corporación que siempre aceptó callada estos abusos, como parte de un todo que era mejor ocultar, lo que la convirtió en encubridora. Si se quiere, la primera responsable. Si Burke hubiera denunciado al padre Alfredo ante el primer hecho de abuso y a los miembros de la Congregación Hermanos Cristianos también involucrados por complicidad, encubrimiento y/o por abusos a otros alumnos, es evidente que no se habrían repetido y muy posiblemente Rufino no habría sido sometido.
El dato de color es que esto no sucede porque la Iglesia lo haya promovido, más allá de algunos esfuerzos recientes del Papa Francisco —que desde mi lugar celebro porque otros no lo hicieron—, sino porque la situación ha desbordado y obligado a tomar medidas concretas. Bienvenido entonces que en España, por ejemplo, se haya resuelto al interior de la Iglesia Católica que es obligación de todo integrante la puesta en conocimiento de la Fiscalía de cualquier hecho relacionado con el abuso sexual. Los primeros cambios comienzan a percibirse.
Rufino sintió un alivio inmenso cuando la denuncia fue presentada. Así me lo manifestó y por supuesto que le creí sin dudar. No confundamos alivio con fin del dolor y de la angustia. Estos hechos dejan huellas muchas veces imborrables. Con la ayuda de su familia y este destape involuntario, va logrando una paz que no tuvo antes. Pero ha recibido críticas y no la ha pasado nada bien. El Newman no es cualquier colegio. Es una especie de cofradía, donde —aun sin saber o tener mínima idea— muchos de sus integrantes, padres y ex alumnos defienden a capa y espada el nombre. La careta. Mucho más ahora cuando es el colegio del Presidente.
Incluso, no está de más destacar que pocos meses antes de esta publicación, se suscitó una mediación judicial promovida por Rufino, y el Colegio Cardenal Newman la cerró sin ofrecer absolutamente nada. Apenas, por obligación, envió a los abogados a dar la noticia.
Todo este derrotero está ampliamente expuesto en las páginas que siguen. Que para Rufino Varela fueron —según comentó— un parto. Que ilustran, esclarecen, estremecen, y dejan al lector movilizado y con la sensación de que hay que emprender un nuevo sendero, con muchos más caminantes, en el cual no haya medias tintas, no haya defensas corporativas, y se privilegie por fin la defensa de las inocentes víctimas.
DR. MARIANO BERGÉS
Buenos Aires, junio de 2019