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Lo que el viento se llevó

Temeroso, exhausto, harapiento. Es probable que así luciera aquel muchacho rubio, de piel lechosa y porte retacón, transportado en un carromato sin toldo junto a otros prisioneros. Algunos —como él— aún vestían las chaquetas azules del Ejército Imperial de Brasil.

Tal vez entonces reviviera en su mente una escena que luego, a través de los años, relataría con recurrencia a sus amigos, a sus clientes y a sus hijos: el instante en que el barón de Cerro Largo, con un catalejo incrustado bajo una ceja, observa a un fusilero enemigo que está por ensartar su bayoneta sobre un oficial del Primer Batallón de Infantería, justo cuando una esquirla lo hiere de muerte. Quizás ese plano trepidante y fugaz se completara con el relampagueo de las explosiones, los incendios que azotaban el valle y las humaredas.

La del barón —que con el marqués de Barbacena comandaba las fuerzas del emperador Pedro I— fue una de las mil quinientas bajas ocasionadas por el ejército de las Provincias Unidas del Río de la Plata en la batalla de Ituzaingó. Tal derrota, ocurrida el 20 de febrero de 1827, tornó inminente la finalización de la Guerra del Brasil —o Guerra da Cisplatina, en portugués—, por el dominio de la Banda Oriental.

En las filas lusobrasileñas habían combatido unos dos mil mercenarios austríacos y prusianos. Él estaba entre ellos. Al replegarse con lo que quedaba de su unidad hacia Rosario do Sul fue capturado por los republicanos.

Ahora, tres semanas después, ingresaba cautivo a la ciudad de Buenos Aires. ¿Lo habría arrancado de su ensoñación el traqueteo del carromato sobre el empedrado de la Plaza Victoria? De ser así, seguramente vio al fondo de la Recova los dos campanarios de la Basílica de San Francisco. Un paisaje —en su situación— como para encomendarse a Dios.

Era entonces inimaginable que ese soldado de fortuna con insignias de sargento —nacido hacía 23 años en un hogar campesino de Teupitz, a solo 45 kilómetros al sur de Berlín— fuera el primer eslabón de un linaje aristocrático local. Su nombre: August Wilhelm Adolf Bullrich.

Pero ese milagro no fue instantáneo.

A poco de su arribo él fue puesto en libertad. Y quedó a merced de su suerte en esa gran aldea. Una tierra de promisión, según su entender, aunque atravesada por un peligroso devenir.

De modo que el inicio de su vida en este lado del mundo coincidió con ciertas turbulencias de la Historia; a saber: la forzada renuncia del presidente Bernardino Rivadavia —que desplomó el primer ensayo de Estado nacional—; la entronización en Buenos Aires del coronel Manuel Dorrego —que propició una primavera federal—; su destitución y fusilamiento por orden del general Juan Lavalle —que revivió la hegemonía unitaria— y la derrota de este en manos de la milicia del brigadier general Juan Manuel de Rosas —que intensificó la guerra civil entre casi todas las provincias—. Tal proceso derivó en el nacimiento de la Confederación Argentina, acaudillada por el Restaurador de las Leyes. Corría el otoño de 1835.

Por entonces, der junge August ya se había convertido en don Augusto. Lo cierto es que el destino había sido magnánimo con él. En parte, porque ese antiguo mercenario resultó ser un tenaz buscavidas o —como se diría 180 años después— un «emprendedor».

Tanto es así que en su primera época porteña —sin dinero ni dominio del idioma— supo elegir una actividad redituable y cuya eficacia estaba cifrada en el silencio: el contrabando de manufacturas. De tal manera fue abriéndose el paso. Al tiempo comenzó a alternar dicho quehacer con el de «reducidor» de esas mercaderías. De tal manera fue amasando cierto capital. Y a continuación lo invirtió en la compra de una propiedad a 150 metros de la Plaza Victoria. Allí montó un almacén de productos importados; desde telas inglesas hasta vinos y aceites españoles, pasando por pistolones y tercerolas de fabricación francesa. De tal manera se hizo de una posición social. Tenía 32 años.

En esos días ya se había unido en matrimonio con Baldomera Eufemia María Rejas Negrón.

Ella era la tercera y última hija que María Josefa Caballero Negrón de la Torre le diera a su esposo, don Simón de Rejas Díaz Rábago.

Bien vale reparar en aquel hombre.

Nacido a fines de 1765 en Hontoria de Valdearados, un caserío al sur de la provincia castellana de Burgos, se instaló en el Río de la Plata al concluir el siglo XVIII. Allí logró rango de «hidalgo» —una suerte de nobleza no titulada—, además de resaltar como comerciante y militar. En lo primero, su especialidad era el tráfico de tejidos, armas y esclavos; en lo otro, fue decurión (sargento primero) del Tercio de Vizcaínos, una unidad de infantería financiada por el acaudalado español Martín de Álzaga para combatir las Invasiones Inglesas. Y por su valerosa actuación en la Defensa y la Reconquista le fue otorgado el cargo de campanero del Cabildo. Eso lo situó entre los notables de la ciudad.

Pero el meteórico ascenso de don Simón en la escala política y social se vio enturbiado por dos contrariedades: su participación en la fallida asonada de Álzaga, a comienzos de 1809, contra el virrey Santiago de Liniers —a quien los realistas de paladar negro consideraban un «agente napoleónico»—, lo que le valió, junto al resto de los conjurados, una penosa temporada en la cárcel de Carmen de Patagones; y luego, ya en 1812, por su vinculación con el supuesto complot contrarrevolucionario que habría comandado Álzaga contra el Primer Triunvirato —según una jamás probada acusación de su secretario de Guerra, Rivadavia— fue merecedor, junto con otros 30 implicados, de un castigo aún más severo.

De manera que al clarear el 6 de julio de ese año, Álzaga fue conducido hasta un muro de la Plaza Victoria. Las crónicas afirman que lucía sus mejores ropas, que limpió la silla con un pañuelo, que se sentó erguido y que él mismo dio la orden de fuego.

Después fue el turno de don Simón de Rejas Díaz Rábago. Las crónicas afirman que al momento de ser pasado por las armas oraba compulsivamente.

Quizás el eco de esa faena —la voz de mando al pelotón, el estampido de los disparos simultáneos y el vitoreo de la turba— llegara a oírse en un caserón con fachada de gruesas paredes blanqueadas con cal y rejas negras, emplazada frente a la iglesia de San Ignacio, a dos cuadras del improvisado patíbulo. Era la residencia del hombre que acababa de morir. Doña María Josefa estaba allí con las tres niñas. La más pequeña, Baldomera, tenía apenas 15 meses.

Las ejecuciones se prolongaron durante dos semanas. Y los cadáveres eran colgados en la plaza por tres días.

A más de dos décadas de tan dramáticas circunstancias, exactamente el 30 de diciembre de 1833, ella, ya desposada por don Augusto, le procuró su primogénito, bautizado en la Basílica de la Merced con el nombre de Adolfo Jacobo Bullrich Rejas.

Entre ese año y 1850 hubo otros nueve hijos. El sexto fue Rodolfo José Marcos, nacido el 5 de diciembre de 1845.

Adolfo es ahora recordado por un logro: la aureola nobiliaria que supo imprimirle al apellido con negocios que multiplicaron la fortuna familiar.

Y Rodolfo, por una fatalidad biológica: haber sido bisabuelo paterno de Patricia, la ministra de Seguridad.

Pero aún faltaba mucho para eso.

II

Por una carta de su puño y letra enviada el último lunes de 1845 desde París a un sobrino en la ciudad de Buenos Aires es posible saber que él, acompañado por su consorte, había asistido dos días antes en la Ópera Le Peletier al estreno de Dom Sebastién, roi de Portugal, de Gaetano Donizzeti. Una gala que contó con la presencia del mismísimo soberano francés, Luis Felipe de Orleans.

«Mucha realeza para una sola noche», dijo en su carta don Juan Martín de Pueyrredón, quien a los 69 años languidecía en la Ciudad Luz a salvo de rencores políticos que —siempre según tal misiva— el tiempo ya había disipado.

En otro párrafo se interesaba por Virginia, la hija natural concebida en 1814 con una amante, la bella puntana Juana Sánchez Fruto.

Quizá durante la noche de ese sábado, mientras el tenor Gilbert Duprez interpretaba a viva voz al trágico emperador lusitano del siglo XIV, la mente a él se le enredara con los tópicos que después, con fingida ligereza, abordó en dicha epístola: su ambigüedad monárquica, el horror a morir en el exilio y las disfunciones paterno-filiales que lo marcaron para siempre.

No está de más repasar esas encrucijadas.

Sexto hijo de los 11 concebidos por el comerciante francés Jean-Martin Pueyrredón Labrucherie —llegado a Buenos Aires en 1764— y la dama porteña Rita Damasa Dogan, el futuro Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata fue sin duda el integrante más recordado de su estirpe. Héroe en las Invasiones Inglesas, gobernador de Chuquisaca, integrante del Primer Triunvirato —junto con Feliciano Chiclana y Manuel de Sarratea— y, por último, tras un movido destierro en San Luis, jefe máximo de la joven república. Pero aquel hombre de porte atlético y cabello ensortijado jamás dejó de lado una ilusión algo extravagante: coronar en estas tierras a un príncipe europeo para establecer así una monarquía constitucional, aunque con entera independencia del Viejo Continente. Además era un acérrimo unitario. Aquello —en medio de una correlación de fuerzas que no se inclinaba a su favor— propició, ante todo, su renuncia; después, su ocaso político y, como final, ya en 1835 —con Juan Manuel de Rosas en la cima del poder absoluto—, su largo exilio entre Río de Janeiro, Burdeos y París. Un exilio que amenazaba con prolongarse hasta el desenlace de sus días.

Cabe destacar que en esa debacle tuvo la desdicha de quedar sin el más fiel de sus colaboradores: el teniente coronel José Cipriano de Pueyrredón, su hermano menor, quien lo apoyó hasta en sus deslices y desgracias personales. El séptimo hijo parido por doña Rita Damasa había fallecido en 1827.

Lo cierto es que Juan Martín también se cruzó con otros infortunios; el más desgarrador: su precoz viudez a los 27 años.

Tal fue el epílogo de una arrebatadora historia de amor nacida al calor del verano europeo de 1803 —tras arribar Juan Martín a la ciudad de Cádiz por negocios familiares—, y que derivó en una súbita boda con su propia prima, Dolores de Pueyrredón, hija del tío Diego. Pero la felicidad se hizo pesadilla.

Porque a partir de entonces ella perdió dos embarazos. El primero, justo en una travesía marítima hacia Buenos ­Aires, le causó un desorden psíquico notable. Y el último, justo cuando el matrimonio planeaba el regreso a España, la puso en agonía. Dolores dejó de existir el 28 de mayo de 1805.

Al año siguiente, Juan Martín pasó a ser una leyenda de la Reconquista. Se iniciaba así su mutación en prócer. Pero su alma se conservó en duelo por un largo tiempo.

Recién en la primavera de 1812, durante su confinamiento en San Luis tras la disolución del Primer Triunvirato —dispuesta, entre otros, por el general José de San Martín a raíz de la derrota de Belgrano en la batalla de Tucumán—, él dio por superada su añeja pesadumbre. Y por una buena razón: la señorita Juana Sánchez Fruto.

En aquella ciudad tan distante de Buenos Aires su vida política y social fue intensa. Reconciliado con San Martín, se convirtió en su aliado y colaboró con él en la organización de la campaña militar al Alto Perú desde Chile. En el plano recreativo el viudo solía asistir a recepciones ofrecidas por las familias tradicionales del lugar. Juana era su acompañante oficial. Allí no había quien ignorara el tórrido amorío que los unía. Algunos incluso murmuraban que eso terminaría ante el altar. Otros eran pesimistas al respecto. Muy pesimistas. Y con un dejo malicioso. Ellos, en cambio, actuaban como si fueran invisibles.

Cuentan que en uno de esos eventos el general Vicente Dupuy, quien ejercía ahí la autoridad del territorio, se permitió preguntar al ex triunviro cuán seria era su relación con la dama. Y que la respuesta fue:

—Vea, de contraer enlace otra vez, lo haría con una niña más de su casa.

Se puede decir que cumplió con creces. A poco, los acontecimientos se precipitaron en ese sentido. Juana dejó de frecuentar salones con el gallardo patriota. Estaba encinta de él. La niña que dio a luz en el tirón final de 1814 recibió el nombre de Virginia. Semanas más tarde, Juan Martín, ya redimido en el aspecto cívico, emprendió el regreso —sin ellas— a Buenos Aires.

El 28 de mayo de 1815 —a solo cuatro meses de llegar y en coincidencia con el décimo aniversario del deceso de su primera esposa—, se embrolló, casi cuarentón, en el santo sacramento del matrimonio con una nueva novia. Todos en su círcu­lo la llamaban Mariquita. Era joven. Demasiado joven; acababa de cumplir 13 años.

«Vi una niña, me agradó, nos comprometimos y hoy hace ocho días que me casé con ella.» Así explicaba él su nuevo estado civil en una carta fechada el 5 de junio a su amigo, el general Dupuy.

Al más célebre de los Pueyrredón la vida le sonreía. Porque, además, estaba a punto de ser Director Supremo. Aunque olfateaba en las calles cierta hostilidad hacia su persona. Y sabía la razón: había quienes aún lo recordaban por los fusilamientos de 1812.

El vértigo de esos días seguramente obnubiló la gravedad de sus propias acciones. En rigor, fue Rivadavia —que como secretario de Guerra ejercía una especie de jefatura de inteligencia en el Primer Triunvirato— el artífice de la cuestión. Porque aquel individuo «tan diligente como ladino» —así como supo describirlo Pueyrredón al oído de su hermano, José Cipriano— logró creíble su hipótesis del complot de Álzaga contra dicho órgano ejecutivo. De modo que dos de sus integrantes —Chiclana y él, ya que Sarratea se abstuvo— propiciaron con su firma la matanza. La sangre entonces corrió en plano inclinado. Prueba de eso es que en una sola jornada, la del 11 de julio, hubo en la Plaza Victoria once ejecuciones. Un tal Francisco de Tellechea Echanis encabezó aquella vez el lote de fusilados.

Es admisible suponer que, tres años después, Pueyrredón se acordara de su caso en particular.

El tipo fue un prestigioso vecino del Buenos Aires virreinal. Arribado al Río de la Plata desde Otañez, un poblado rural de Cantabria, durante la última década del siglo XVIII, no tardó en forjarse una sólida posición económica con el tráfico de esclavos, diversificándose luego en otros rubros comerciales. Y sus tres matrimonios le abrieron las puertas de la alta sociedad porteña. La primera esposa, Matea Jerónima Caviedes Pizarro —hermana del influyente cura Domingo Caviedes— le dio cinco vástagos —entre estos, su favorita, María Calixta Josefa—, antes de dejarlo viudo en 1804; la siguiente, María de Lezica Vera, le dio dos hijas antes de dejarlo viudo en 1808, y la tercera, María Ana Ballesteros Formose, le dio un varoncito poco antes de ser llevado al patíbulo.

Su amistad con Álzaga, el dinero que aportó para solventar el putch de 1809 contra el virrey Liniers y, luego, su postura opositora a la Revolución de Mayo, incidieron en semejante final. Solo eso.

Porque al parecer no había pruebas contra él. Pero Rivadavia, mediante un juicio a puertas cerradas, con testigos anónimos y actas jamás publicadas, hizo que Chiclana y Puey­rredón dieran por consignada su culpa.

Las crónicas aseguran que al morir, don Francisco de Tellechea Echanis gritó: «¡Viva el rey Fernando!».

Es admisible suponer que, tres años después, Pueyrredón se arrepintiera por haber obrado entonces en forma tan apresurada. Un sentimiento del que su boda con la pequeña Mariquita no fue ajena.

Ella en realidad era María Calixta Josefa Tellechea Ca­viedes.

Debido a sus trastornos familiares, la dote de la niña —quien quedó bajo la tutela del tío Fernando Caviedes al fallecer doña Matea— fue exigua: apenas dos criados viejitos, algunas joyas de poco valor, muebles rotos y la cuna que había usado Mariquita. Pero Pueyrredón, a cambio de compensaciones al resto de los herederos del malogrado don Francisco —sus otros siete hijos y la última esposa—, hizo suya la fastuosa quinta —con la llamada Casa del Bosque Alegre— que este poseía en San Isidro. La pareja residió allí hasta el exilio.

Esa involuntaria partida fue para ellos un mal trago que supieron digerir con encomiable entereza.

Ahora, a tres décadas de aquellos días, doña María Calixta contemplaba con su ya anciano esposo, desde un palco de la Ópera Le Peletier, el epílogo de Dom Sebastién: condenados por la Inquisición, el monarca depuesto y su amada Zayda huyen del cadalso para inmolarse en el mar. Quizá dicha trama los subyugara de sobremanera.

Esa mujer, que con 43 años lucía una belleza imperceptiblemente ajada, era culta y sensible. Pueyrredón mismo se había ocupado de educarla durante la adolescencia contratándole maestros, incluso de idiomas.

Y ella en 1823 le brindó su único hijo: Prilidiano Pueyrredón Tellechea, el primer gran artista plástico de la Argentina. Ahora era un joven ya reacio a ciertos mandatos como el matrimonio y la procreación, algo que al viejo Juan Martín le impedía extender su descendencia.

Es probable que tal penumbra incidiera en su repentino interés por saber de Virginia —la criatura concebida con Juana Sánchez Fruto—, así como consta en la misiva al sobrino escrita el último lunes de 1845.

La carta enviada a Buenos Aires llegó tres meses después a manos de Adolfo Feliciano Pueyrredón Caamaño. Y él la respondió a vuelta de correo. Así, después de casi otros tres meses, su tío vio saciada tal inquietud.

Supo entonces que Virginia Pueyrredón Sánchez, ya de 30 años, residía en el pueblo entrerriano de Concordia con su esposo, José María Pelliza, un coronel a las órdenes del gobernador Justo José de Urquiza. Y que era madre de tres niños —de los seis que alumbró entre 1842 y 1854.

No la veía desde su boda, oficiada bajo rito católico en la quinta de San Isidro por Domingo Caviedes —el cuñado presbítero del pobre don Francisco—, y con él de padrino. Virginia tenía apenas 14 años.

José Cipriano —ladero del hermano mayor en todas sus batallas militares y políticas, además de exhibir título de «Guerrero de la Independencia» por sus relevantes servicios a la patria— no pudo ser parte de la feliz celebración por haber dejado de existir tres meses antes.

Una gran ausencia para Virginia. Porque ella —en virtud de un acuerdo entre su madre y los Pueyrredón— fue criada, primero en San Luis y después en Buenos Aires, por este y su esposa, doña Manuela Caamaño González. De manera que creció junto a sus hijos: Rita, Manuel Alejandro, Isabel y Victoria —nacidos entre 1801 y 1806—, a los cuales en 1825 se sumó Adolfo Feliciano.

Desde entonces había transcurrido un océano de tiempo.

Ya veinteañero, el sobrino favorito de don Juan Martín también cumplió en su epístola con el deber de ponerlo al tanto de una tardía novedad: el óbito, en 1843, de su hermana Isabel, a los 38 años, por fiebre tifoidea. Y otra más reciente: el óbito, hacía apenas tres meses, de su esposo, Rafael Pedro Pascual Hernández de los Santos, a los 31 años, por causas no reveladas en esas hojas.

Pero sí resaltó que los tres frutos del infortunado matrimonio —una niña y dos varones de 12, 11 y 5 años— habían quedado huérfanos.

El del medio, José Rafael Hernández y Pueyrredón —más conocido por su primer nombre y el apellido paterno— fue nada menos que el autor, en 1872, de El gaucho Martín Fierro.

Por último —a modo de réplica al deseo del tío de concluir su destierro—, Adolfo Feliciano simplemente le informó una determinación personal: partir lo antes posible en exilio hacia algún lugar de Brasil. Él era muy unitario.

Casi cuatro años después, don Juan Martín de Pueyrredón, siempre con María Calixta, desembarcó en el puerto de Ensenada muy débil de salud. El 5 de marzo de 1850 exhaló en la quinta de San Isidro su último suspiro. El clan había quedado sin su personaje más señero.

Ya entonces, Adolfo Feliciano se encontraba establecido en Rio Grande do Sul, lindante con el norte de la Banda Oriental. El 25 de octubre de ese año desposó a la brasileña Idalina Carneiro Fontoura López, una dama patricia del municipio de Caçapava. Ella ascendió al altar con siete meses de gravidez. El primogénito, Mariano Pueyrredón Fontoura López, llegó en diciembre.

Instalados en Buenos Aires tras la victoria de Urquiza sobre Rosas en la batalla de Caseros, la pareja tuvo otros diez hijos.

El séptimo, Honorio, nacido el 9 de julio de 1876 —como si su arribo al mundo en fecha patria fuera una contraseña de la Providencia—, llegó a ser una importante figura de la política argentina en la primera mitad del siglo XX.

Pero ahora también es recordado por un logro de otro signo: haber sido bisabuelo materno de Patricia, la ministra de Seguridad.

III

A los 9 años, Patus —nacida el 11 de junio de 1956— era menuda, movediza, propensa a la picardía y con una cabellera ensortijada que tornaba enrevesados los esfuerzos de la abuela «Toto» por peinarla. Tal apodo era hereditario.

Porque así ya le decían en el siglo XIX a Victoria Pueyrredón Caamaño —la hermana de Adolfo Feliciano—, quien en la ancianidad supo resaltar por su trato amoroso a los nietos. Y ahora, doña Esther Lidia Pueyrredón Meyans —la segunda de las ocho criaturas concebidas por Honorio Pueyrredón Fontoura López con Julieta Meyans Argerich—, usufructuaba el mismo sobrenombre y también aquella cualidad. Los chicos la adoraban.

Patus tenía el privilegio de tenerla siempre a tiro. Porque esa mujer de 64 años se le instaló en el hogar por una invitación indeclinable de sus padres, Julieta Estela Luro Pueyrredón y Alejandro Julián Bullrich Almeyra —a su vez, segunda hija y yerno de la señora—, después de que ella perdiera en la tragedia aérea de 1959 al esposo, al hijo menor, a la nuera y a un nietito. Allí además vivían los hermanos mayores de la niña: Enrique Ricardo, Martín y Julieta, alumbrados respectivamente en 1951, 1952 y 1955.

Pero durante los tres meses del verano y las vacaciones de julio era Toto la anfitriona en su campo, «Granja grande», aledaño a la ciudad bonaerense de Los Toldos. El lugar había integrado las 10 mil hectáreas que tuvo la estancia La Idalina, cuyo propietario, don Honorio, bautizó así en homenaje a su madre brasileña. Al morir en 1945, tal inmensidad fue dividida por sus descendientes en ocho partes. La de doña Esther poseía un casco de estilo colonial con una extensa galería y siete habitaciones, sin contar el comedor ni la sala de estar.

Los días en aquel sitio resultaron memorables. Además de los hermanos Bullrich Luro, allí también anclaban otros infantes y adolescentes de la estirpe Pueyrredón. Entre ellos, la menor de sus nietas y un sobrino.

La primera, una niña rubia, muy delgada y algo hiperquinética, era la única hija de Sylvina Luro Pueyrredón —hermana de Julieta Estela— y Gabriel María Cantilo Barón. Tenía tres años menos que Patus, a quien solía secundar en sus correrías. Su nombre: Fabiana Cantilo Luro. Y con el tiempo llegó a ser una reconocida cantante de rock.

El otro, un púber con rostro de rugbier, muy soñador y algo retraído, era el hijo más chico de los nueve que tuvo Ricardo Pueyrredón Meyans —hermano de Toto— con Elena Victoria Tornquist Campos. Acababa de cumplir 13 años. Su nombre: César Honorio Pueyrredón Tornquist. Y con el tiempo —bajo el seudónimo de «Banana»— llegó a ser un reputado baladista.

Lo cierto es que Toto recién ahora disfrutaba de ese paraíso. Porque con el finado esposo, Juan Carlos Luro Livingston, repartía sus ocios entre alguna propiedad que la familia de él aún conservaba en Mar del Plata y cierto campo de la pampa húmeda. Era el patrimonio residual de lo que —desde finales del siglo anterior hasta ya bien entrada la primera mitad de la centuria en curso— había sido un canto a la ostentación. Una riqueza desaforada y lujuriosa, muy a tono con la Belle Époque criolla. Un esplendor que ella —luego de su boda en 1921— llegó a saborear con alegre plenitud.

Patus y la prima Fabiana oían, embelesadas, sus recuerdos al respecto. Era una tarde lluviosa a comienzos de 1965. Las tres se encontraban en la sala, sentadas junto a la biblioteca. La voz finita y afectada de Toto iba hilvanando el relato con una fluidez serena y melodiosa.

Así las nietas supieron que durante las temporadas estivales, ella —junto con otros parientes e invitados— residía en «Bel Retiro», la lujosa casona sobre la avenida Colón, de Mar del Plata. Y que ese lugar —con techos en pendiente abrupta y fachada con vigas de madera que emulaban el estilo Tudor— lo había edificado en 1909 el tío bisabuelo, don Pedro Olegario Luro Pradère.

También así supieron que en los otoños tal contingente de anfitriones y huéspedes se trasladaba a «El Castillo», una principesca mansión con pisos de pinotea, mármoles de carrara, molduras de oro y decoraciones importadas de Europa, a 35 kilómetros de la capital pampeana. Y que era el casco del campo San Huberto, un extravagante coto de caza con jabalíes y ciervos colorados traídos de la península ibérica y los Cárpatos. Ese nidito había sido inaugurado en 1911 por el mismo tío bisabuelo.

Toto reforzaba la narración con fotografías amarillentas que iba sacando de una caja forrada con papel araña apoyada sobre su falda.

Cada tanto, Patus y Fabiana soltaban silbidos de asombro. De pronto, la señora las sorprendió con una revelación:

—Hijas, ustedes deben saber que el general Roca fue pariente nuestro.

Y se sumió en un silencio, como para calibrar sus reacciones.

Ya les había hablado en otra oportunidad de Juan Martín de Pueyrredón —su propio tío bisabuelo—. De José Hernández —su propio primo segundo—. Y de don Honorio, bisa­buelo de las niñas.

Este último parecía observarlas desde el marco plateado de su retrato, en una mesa ratona. Patus le esquivaba la mirada. Y la dirigía hacia un rincón.

Allí, en un atril, se exhibía una reliquia bibliográfica: la edición de 1894 del bestseller plasmado por el hijo de la prematuramente fallecida doña Isabel Pueyrredón Caamaño. La ilustración de la tapa —un grabado del gaucho Martín Fierro con guitarra en una pulpería— fascinaba a las primitas.

En su momento la abuela Toto les había confiado un secreto literario: el Viejo Viscacha —sin zeta, según el autor—, una figura que simboliza al gaucho astuto, sinvergüenza y ladrón, fue inspirado en don Fernando Caviedes, el tío materno que se encargó de criar a la huérfana María Calixta Tellechea, antes de ser precozmente desposada por Pueyrredón.

Toto también les transmitió otra infidencia notable: el casamiento de su tía abuela Isabel con el padre del escritor, Rafael Pedro Pascual Hernández de los Santos, fue un escándalo para la familia. Ese hombre no solo tenía nueve años menos que ella sino que, además, era plebeyo y federal. Tanto es así que ambas calamidades se enlazaban en su ocupación: mayordomo en una estancia de Rosas. Y —siempre según la abuela— la causa de su muerte —el dato omitido por Adolfo Feliciano en su carta al tío Juan Martín— fue casi un castigo bíblico: al pobre lo partió un rayo mientras cabalgaba en una noche de tormenta.

Patus seguía absorta en la tapa del libro cuando Toto volvió al habla:

—Sí, hijas; el general Roca es pariente nuestro.

Ahora lo decía en tiempo presente.

Entonces aclaró —en especial para Fabiana aunque quizá Patus tampoco lo supiera— que ese hombre luchó contra los indios además de haber sido dos veces el Presidente de la República.

Y extendió hacia ellas una diminuta fotografía. Pero ahí no se veía al tal Roca sino a una dama cincuentona y ligeramente gruesa, con una descomunal capelina emplumada. Posaba en la escalinata de ingreso a una mansión. Al pie de la imagen, en tinta, se leía: «1923».

Las chicas, desconcertadas, se miraron entre sí.

Y como quien remata un acto de magia, Toto extendió con rapidez otra fotografía de esa señora en la misma escalinata, pero esta vez del brazo de un caballero más petiso, con levita y cara de cotorra.

La mujer era Arminda Belén Roca Schoó; el hombre, nada menos que Pedro Olegario, su esposo desde 1893.

Ella —nacida en 1870— era hija de don Ataliva Roca, quien a su vez era hermano mayor del ilustre Julio Argentino.

En eso se resumía el parentesco aludido por Toto.

Pero hay que detenerse en este suegro, comenzando por su nombre. Don Ataliva —un activo ejecutor de la Campaña del Desierto— fue bautizado así en honor a un indio de la etnia amuesha que había curado las heridas del padre, el coronel Segundo Roca, tras la batalla de Cerro de Pasco, en el Alto Perú. Una paradoja agravada por Domingo Faustino Sarmiento, que se inspiró en él para acuñar el verbo «atalivar» como sinónimo del ejercicio de la coima.

«El presidente Roca hace negocios y su hermano ataliva», fue su dicho sobre ese militar, político y comerciante que, entre otras cosas, fue legislador por el Partido Autonomista Nacional (PAN) —el polo conservador liderado por Julio Argentino durante cuatro décadas— y director del Banco Provincia.

Sin embargo era un excelente papá, al punto de legarle en vida a la hija alrededor de 23 mil hectáreas patagónicas —de las 180 mil que obtuvo por su desempeño en las guerras civilizatorias—. Formaba parte de ese territorio lo que luego sería el coto San Huberto. Pedro Olegario ya era el esposo de Arminda al momento de la donación.

Ahora conviene detenerse en este yerno.

Era el noveno hijo de los 14 que procrearon Juana Pradère de Etcheto y don Pedro Luro Oficialdegui, un vasco-francés con escolaridad inconclusa que emigró en 1837 desde los Bajos Pirineos hacia Buenos Aires. Allí trabajó a su llegada de faenador en un matadero, peón de campo y albañil.

Al nacer tal vástago el 6 de marzo de 1861, el tipo ya era propietario de saladeros, estancias y mansiones a granel. Luego construyó media ciudad de Mar del Plata con la idea de lograr una «nueva Biarritz».

Pedro Olegario no le fue a la zaga.

Diplomado a los 22 años en Medicina por la UBA, no dudó en abdicar a esa vocación en favor de los negocios, la política y las alianzas entre familias de abolengo, siendo estos dos últimos asuntos sus llaves para más negocios.

De modo que alternó las actividades ganaderas con viajes a Europa para abrir allí el mercado de carnes argentinas —que exportaba desde sus saladeros—; impulsó la construcción del puerto de Mar del Plata —cimentada en un proyecto legislativo de su autoría— y fundó el barrio porteño de Villa Luro —para poblar la zona de los mataderos, donde él poseía muchos intereses—. Pero nada lo hizo más famoso que el coto San Huberto con su increíble palacio. Y el caserón en la Ciudad Feliz, frecuentada por lo mejor de la alta sociedad.

En paralelo, don Pedro Olegario fue —al igual que su apreciado suegro— diputado conservador por el PAN y director del Banco Provincia.

Otros hijos del viejo Luro Oficialdegui tuvieron similares inquietudes: a saber: José Pedro —hacendado, comerciante e industrial— fue gobernador de La Pampa y quien llevó su capital a Santa Rosa; Adolfo Guillermo —hacendado, comerciante e industrial— fue presidente del Jockey Club hasta morir, y Carlos Guillermo —comerciante, hacendado e industrial— fue consejero de cabecera del mismísimo presidente Roca y diputado nacional.

Este último —casado con Estela Livingston Gómez— tuvo cuatro hijos. El mayor, Juan Carlos, sería el esposo de Toto.

Pedro Olegario falleció en 1927, dos días antes de cumplir 66 años. La hija de Ataliva lo sobrevivió hasta 1956.

Ahora la abuela de las niñas contemplaba de soslayo la fotografía de esa pareja con una sonrisa triste. Una tristeza de clase.

Tal vez entonces sonaran en su mente los acordes de Frühlingsstimmen, el vals de Strauss que siempre abría las galas en «El Castillo».

A tal efecto se traían orquestas sinfónicas desde Buenos Aires. También había un gigantesco proyector alemán de 35 milímetros para ofrecer funciones de cine. Y una lancha colectiva con 90 asientos que paseaba a los invitados en una laguna cercana. Los Luro-Roca no dejaban detalle librado al azar.

El sobrino Juan Carlos y su joven consorte, Esther, se sentían allí a sus anchas. Sus hijos, Juan Carlos, Julieta Estela, Ricardo y Sylvina, nacidos entre 1928 y 1932, también disfrutaron el lugar.

Porque tras morir el dueño de casa, esas amenas estadías perduraron por un tiempo. Pero el clima se enrarecía. En realidad aquel imperio ya tenía fecha de vencimiento.

Los signos de la debacle fueron graduales. La Gran Depresión de 1929 interrumpió la visita al coto de nobles europeos. Las estrecheces económicas sellaron la hipoteca del predio. Algunas especies —como los faisanes dorados— se extinguieron por inadaptación; otros —como los jabalíes—, favorecidos por el deterioro de los alambrados, se dispersaron a través del territorio pampeano. A continuación San Huberto quedó bajo control de los acreedores bancarios. Y finalmente, en 1937, fue adquirido por el aristócrata español, Antonio Maura Gamazo, uno de sus antiguos invitados.

Ese año también fue demolida en Mar del Plata la casona «Bel Retiro». Desde entonces ya habían trascurrido casi tres décadas.

Con Toto aún hundida en sus remembranzas, Patus por fin enfrentó los ojos severos que exhibía don Honorio en su retrato.

La abuela supo contarle alguna vez que ese hombre había estado preso. Eso la impresionó mucho.

Tal vicisitud —para desgracia de doña Esther— coincidió con el desplome patrimonial de los Luro.

De hecho, ella, con Juan Carlos y los hijos, acababa de llegar a Mar del Plata cuando —desde Buenos Aires por vía telefónica— recibió en la residencia de la avenida Colón la mala nueva por boca de mamá Julieta.

—Se lo llevaron a tu padre —fueron sus palabras.

Y tras una pausa, agregó:

—Fue ese esbirro. Tú sabes a quien me refiero.

A primera hora del 16 de diciembre de 1932 una patota perteneciente a la Sección de Orden Político de la Policía de la Capital había allanado de mala manera el estudio jurídico de Honorio. Este reconoció enseguida al civil que encabezaba la patota, un sujeto esmirriado, de mirada turbia y cabello ralo a la gomina. Era el «esbirro» en cuestión.

Su nombre: Leopoldo Lugones, como su papá, el escritor; pero le decían «Polo». Y se le adjudicaba la invención de la picana para agilizar confesiones. El propio general José Félix Uriburu lo había puesto al frente de esa mazorca ni bien derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen, dos años antes. Y su sucesor, el general Agustín Pedro Justo —elegido con fraude en los comicios de 1931—, lo conservó en funciones.

—¿Se nos va de viaje, don Honorio? —le soltó, con malicia, al ver una maleta abierta con ropa, algunos libros y papeles.

El doctor Pueyrredón lo escrutó con desprecio.

En los círcu­los de la elite porteña era un secreto a voces su condición de perverso polimorfo. Y que arrastraba un desliz: violar niños internados en un reformatorio que él administraba. Y que en su infancia su progenitor lo pilló sodomizando una gallina. Dicen que aquel fue un momento muy difícil para el «poeta nacional» que había anunciado la «hora de la espada»: el hijo retorcía el pescuezo del ave para optimizar aquella performance con sus convulsiones de muerte —tal parte del relato Toto se la sintetizó a Patus del siguiente modo: «Padre sabía que esa era una persona muy mala».

Aquel día, Honorio conoció la Penitenciaría Nacional.

Su hija Esther y Juan Carlos Luro recién pudieron llegar a Buenos Aires al clarear la mañana siguiente.

Al prisionero ya lo habían trasladado a la isla Martín García. Luego fue confinado en el puerto santacruceño de San Julián, antes de recalar en el penal de Ushuaia junto con el escritor Ricardo Rojas, entre otros opositores.

Este abogado de 56 años era un dirigente radical de fuste. Había sido ministro de Agricultura y canciller del gabinete de Yrigoyen, su representante en Ginebra durante la reunión constitutiva de la Sociedad de las Naciones y, luego —con Marcelo Torcuato de Alvear en el sillón de Rivadavia—, pasó a ser embajador en los Estados Unidos y Cuba.

Ya bajo la dictadura —al vencer y ser anulada la elección bonaerense a gobernador que Uriburu impulsó con la falsa creencia de que el yrigoyenismo estaba acabado—, se convirtió en objetivo preferencial de su policía secreta.

Pero fue durante la etapa del general Justo cuando ese amenazante jadeo se cristalizó: lo acusaban de estar relacionado con la conspiración del teniente coronel Atilio Cattáneo, un uniformado radical, cuyo plan insurgente acababa de ser desbaratado. Entonces el gobierno implantó el estado de sitio y detuvo otra vez a Yrigoyen, además de enviar a la Siberia criolla al lote de presuntos «sediciosos», encabezado por el papá de Toto.

Honorio Pueyrredón regresó de Ushuaia tras un año de encierro.

Cabe destacar una coincidencia: en aquella época el vicepresidente de la República era un tal «Julito».

Así lo llamaban a Julio Pascual Roca Funes, primo de Arminda, sobrino de Ataliva e hijo mayor de Julio Argentino. Vueltas de la vida.

Tal detalle Toto se lo reveló a Patus como al pasar. Y posiblemente en ese momento —alguna tarde del otoño anterior en la residencia porteña de los Bullrich Luro— ella no lo haya registrado.

Recién ahora, al voltear la vista nuevamente hacia el retrato de Honorio, caía en la cuenta de semejante maniobra del azar.

De pronto, la figura de Roca se le pegó en la conciencia como un chicle en la suela del zapato.

Tal vez entonces haya empezado a sentir que ese hombre, el factótum de la Campaña del Desierto, era un espectro omnipresente en su historia familiar, un vaso comunicante entre sus dos linajes.

Aquella impresión se robusteció meses después, al pasear en automóvil con su padre por las calles desiertas de la Costanera Sur.

A los 40 años, don Alejandro Julián era un individuo muy concentrado en su actividad: médico clínico y cardiólogo con consultorio propio y cargo jerárquico en la Clínica Pueyrredón —llamada así solo por estar en la avenida del mismo nombre—. Su personalidad parca y rígida era proverbial, al punto de que el diálogo con los hijos se limitaba a lo estrictamente necesario.

Pero aquella vez, súbitamente, dijo:

—Mire, eso lo puso ahí su tío bisabuelo.

Pronunció la frase señalando con un dedo índice la fuente monumental Las Nereidas, de Lola Mora.

Y sin tutear a la pequeña —los Bullrich no lo hacían ni entre hermanos—, explicó que el aludido antepasado había sido intendente de Buenos Aires.

Se refería a Adolfo Jacobo Bullrich Rejas, el exitoso primogénito del mercenario alemán.

Seguidamente salió de su boca la identidad de su mentor político: nada menos que Roca. Patricia quedó de una sola pieza.

En este punto es necesario regresar a la Gran Aldea de 1845.

Herr August, el patriarca de esa rama familiar, regenteaba entonces —y sin desatender su almacén de productos importados— una fábrica de cerveza en la Plaza del Retiro, asociado con su compatriota, Karl Ziegler.

El establecimiento había sido montado a comienzos de la década en una ruinosa quinta que perteneció a don Miguel de Azcuénaga. Y su conversión industrial fue notable. Ahora era la nave insignia de sus negocios.

Adolfo Jacobo, quien solía acompañarlo allí, mostraba gran interés por la dinámica administrativa del lugar. Todos veían en él a un comerciante nato. Tenía apenas 12 años.

Más de dos décadas después —en 1867— el ya anciano don Augusto tuvo la enorme dicha de asistir a la inauguración de la firma Adolfo Bullrich y Cía, especializada en remates; desde ganado a caballos de pura sangre, pasando por mansiones, obras de arte y campos.

Por su sede —en el solar donde actualmente está el shopping homónimo— circulaba la flor y nata de la sociedad porteña. Aquello hizo que su propietario comenzara lentamente a ser considerado parte de dicha elite, algo que su padre jamás había logrado.

En rigor, ese sujeto tenía pasta para eso. Enviado entre la adolescencia y la juventud a Alemania e Inglaterra para educarse, regresó a Buenos Aires sin diploma alguno pero con una atractiva cultura general y modales de caballero.

A tal fin tampoco le vino mal su breve y modesta etapa castrense —cabo de la Guardia Nacional comandada por el gobernador Bartolomé Mitre—, dado que ello le permitió jactarse de haber combatido el 17 de septiembre de 1861 contra el general Urquiza en la batalla de Pavón, la escaramuza fundacional de la reorganización definitiva del país.

¿Sabría entonces Adolfo Jacobo que ese día luchó en el bando enemigo el joven oficial Julio Argentino Roca? ¿O se topó con su existencia en 1869, al ser iniciado en la masonería?

En realidad, ese militar recién adquirió celebridad tras vencer al general mitrista José Miguel Arredondo en la batalla de Santa Rosa, librada en 1874. De ahí a su nombramiento como ministro de Guerra del gobierno de Nicolás Avellaneda hubo solo cuatro años. Desde aquel cargo desató la Campaña del Desierto, que se prolongaría hasta casi el final de su primera presidencia, entre 1880 y 1886.

El rematador era ya un incondicional afiliado al PAN, además de amigo suyo. Y por una obvia razón: el negocio más próspero de la compañía Bullrich fue la venta de tierras ganadas a los indios.

También fue director del Banco Hipotecario y juez de paz.

Don Augusto falleció en 1882, sin poder apreciar con sus propios ojos el tardío debut del hijo pródigo en la función pública.

A los 62 años, Adolfo Bullrich —quien no usaba más el segundo nombre— fue puesto por Roca al frente de la Intendencia porteña en 1898, al iniciarse su segundo sexenio presidencial.

Arminda Roca y Pedro Olegario Luro ya llevaban un lustro de casados.

Por esos días, el hermano de este, Carlos Guillermo Luro Pradère, de 28 años, oficiaba de consejero del mandatario. Es imposible que no se relacionara en la Casa Rosada con el señor Bullrich, otro integrante de su entorno.

Ya se sabe que el hijo mayor del primero, Juan Carlos Luro Livingston —nacido cuatro años antes—, sería abuelo de Patus. Y que el hermano menor del segundo, Rodolfo José Marcos, su bisabuelo.

Pero tales lazos del destino aún eran invisibles.

Este último —casado con Enriqueta Moore Horne— era el padre de Luis Rodolfo Bullrich Moore, nacido en 1885, cuyo cuarto hijo —con María Raquel Almeyra Rawson— sería el cardiólogo Alejandro Julián.

Ahora, a 67 años de tales cruces, el automóvil del papá de Patus dejaba atrás la fuente de Las Nereidas.

Aquella escultura era el único vestigio de la gestión municipal del gran antepasado que todavía estaba en pie.

Don Adolfo, ya muy enfermo, había renunciado al cargo en octubre de 1902. Y murió en París al año y medio.

La estatua de Lora Mora ya no se veía por la luneta del vehícu­lo cuando el doctor Bullrich Almeyra, de improviso, exclamó:

—¡Hay tumbas que mandan!

Patus, sobrecogida por la frase, apenas asintió con un leve cabeceo.

Ella y su hermana Julieta —un año mayor— cursaban estudios primarios en el Colegio Bayard, situado en la calle Castex 3348, de Palermo Chico. Fabiana también. Y dado que además de primas eran vecinas, iban juntas cada mañana hacia dicho lugar.

Esa era una de las instituciones educativas más aristocráticas de Buenos Aires. Si bien no tenía una orientación religiosa, se advertía en sus aulas cierto apego por los valores medievales. De hecho, su nombre aludía a la figura de Pierre du Terrail, señor de Bayard, un noble francés de fines del siglo XV al que llamaban «el caballero sin miedo y sin tacha». Sin embargo —según se comentaba en los círcu­los pedagógicos de la época— el elevado precio de sus cuotas mensuales no coincidía con el nivel de enseñanza.

Allí, en aquel año, durante el acto por la efeméride del general José de San Martín, la alumna Patricia fue elegida para leer una composición alusiva.

Sus palabras causaron una grata impresión. Con voz grave y no exenta de cierta severidad, se dirigió al prócer en segunda persona del singular, como si fuese un amigo de la familia —no faltaba, claro, a la verdad—. Después, con el mismo tono, enumeró otros padres de la patria. Y su remate fue: «¡Hay tumbas que mandan!».

Patricia Bullrich Luro era una niña de lo más normal.