Quienes reflexionan sobre el antisemitismo alemán, tienden a hacer unas conjeturas no declaradas e importantes acerca de los alemanes, antes y durante el período nazi, que son susceptibles de un examen y una revisión minuciosos. No harían tales conjeturas si investigaran a un grupo asiático analfabeto o a los alemanes del siglo XIV, pero las hacen al estudiar la Alemania de los siglos XIX y XX. Podemos resumirlas del modo siguiente: los alemanes eran más o menos como nosotros o, mejor dicho, similares a la representación que nos hacemos de nosotros mismos, racionales, hijos serios de la Ilustración a quienes no gobierna el «pensamiento mágico», sino que están enraizados en la «realidad objetiva». Al igual que nosotros, eran «hombres económicos» que, desde luego, a veces podían actuar por motivos irracionales, por odios debidos a las frustraciones económicas o alguno de los sempiternos defectos humanos, como el ansia de poder o el orgullo. Pero todo esto es comprensible. Son fuentes de irracionalidad comunes, y por ello nos parecen de sentido común.
Hay razones para dudar de la validez de tales conjeturas, como un educador norteamericano, muy familiarizado con las escuelas y la juventud nazis, advertía en 1941. Este profesor afirmaba que la escuela nazi había «producido una generación de seres humanos en la Alemania nazi tan diferente de la juventud norteamericana normal que la mera comparación académica parece inútil y toda clase de evaluación del sistema educativo nazi resulta difícil en extremo»[1]. Así pues, ¿qué es lo que justifica las suposiciones predominantes acerca de la similitud entre nosotros y los alemanes durante el período nazi y anteriormente? ¿No deberíamos examinar con detenimiento si las ideas que tenemos de nosotros mismos coinciden con las que tenemos de los alemanes en 1890, 1925 y 1941? Aceptamos sin dificultad que los pueblos analfabetos creían que los árboles estaban animados por espíritus buenos y malos, capaces de transformar el mundo material, que los aztecas creían que los sacrificios humanos eran necesarios para que saliera el sol, que en la Edad Media se consideraba a los judíos como agentes del diablo[2]. ¿Por qué no podemos creer igualmente que muchos alemanes, en el siglo XX, suscribían unas creencias que nos parecen con toda evidencia absurdas, que también los alemanes, por lo menos en una esfera determinada, tendían al «pensamiento mágico»?
¿Por qué no abordamos Alemania como un antropólogo abordaría el mundo de un pueblo del que se sabe poco? Al fin y al cabo, aquella sociedad produjo un cataclismo, el Holocausto, que nadie había predicho o, con escasas excepciones, imaginado jamás que fuese posible. El Holocausto fue una ruptura radical con todo lo conocido en la historia humana, con todas las formas anteriores de práctica política. Constituyó una serie de acciones y una orientación imaginativa que estaban totalmente en desacuerdo con los cimientos intelectuales de la civilización occidental moderna, la Ilustración, así como con las normas éticas y de conducta cristianas y seculares que habían gobernado las sociedades occidentales modernas. Parece, pues, a primera vista, que el estudio de la sociedad causante de este acontecimiento, que en aquella época nadie había imaginado y era inimaginable, requiere que pongamos en tela de juicio las suposiciones sobre la similitud de aquella sociedad con la nuestra, exige que examinemos la creencia de que compartía la orientación económica racional que encauza las imágenes de nuestra sociedad, tanto las populares como las de la ciencia social. Ese examen revelaría que gran parte de lo que Alemania hizo es un reflejo aproximado de nuestra sociedad, pero que aspectos importantes de la sociedad alemana eran fundamentalmente diferentes. En efecto, el corpus de la literatura antisemita alemana en los siglos XIX y XX (con sus consideraciones disparatadas e imaginarias sobre la naturaleza de los judíos, el poder prácticamente ilimitado de éstos y la responsabilidad que tenían de casi todos los males que había sufrido el mundo) está tan alejado de la realidad que cualquier lector se sentirá apremiado a concluir que sólo puede ser el producto de autores internos en un manicomio. Ningún aspecto de Alemania tiene mayor necesidad de esta clase de nueva evaluación antropológica que el antisemitismo de su población.
Conocemos la existencia de muchas sociedades en las que ciertas creencias cosmológicas y ontológicas eran poco menos que universales. Ha habido sociedades en las que todo el mundo creía en Dios, en las brujas, en lo sobrenatural, en que los extranjeros no son humanos, en que la raza del individuo determina sus cualidades morales e intelectuales, en que los hombres son moralmente superiores a las mujeres, en que los negros son inferiores o que los judíos son malignos. Y esta lista podría extenderse. Es preciso hacer aquí dos observaciones. En primer lugar, aunque en la actualidad muchas de esas creencias se consideren absurdas, en el pasado la gente se aferraba a ellas y las tenía por artículos de fe. Tales creencias venían a ser unos mapas infalibles para orientarse en el mundo social, y los utilizaban para percibir los contornos de los paisajes circundantes, unas guías para desplazarse a través de ellos y, cuando era necesario, constituían fuentes de inspiración de los planes para reformarlos. En segundo lugar, y no menos importante, al margen de lo razonables o absurdas que puedan ser algunas de esas creencias, la inmensa mayoría, si no toda la población de una sociedad determinada podía suscribirlas y así lo hacía. Las creencias parecían ser unas verdades tan evidentes por sí mismas que formaban parte del «mundo natural» de la gente o del «orden natural» de las cosas. En la sociedad cristiana medieval, por ejemplo, los ardientes debates sobre algún aspecto de la teología o la doctrina cristiana podían desembocar en conflictos violentos entre vecinos. Sin embargo, con excepción de unos pocos a los que se consideraba perturbados mentales y quedaban relegados al margen de la sociedad, no se discutía la creencia fundamental en Dios y en la divinidad de Jesús que los hacía a todos cristianos. Las creencias en la existencia de Dios, la inferioridad de los negros, la superioridad constitucional de los hombres, la cualidad definitoria de la raza o la malignidad de los judíos han servido como axiomas de distintas sociedades. Como tales axiomas, es decir, normas indiscutidas, estuvieron empotrados en el mismo tejido de los órdenes morales de diversas sociedades, y era tan improbable que se dudase de ellos como lo sería dudar de una de nuestras nociones fundamentales, a saber, que la «libertad» es un bien[3].
Si bien es cierto que, a lo largo de la historia, la mayor parte de las sociedades han estado gobernadas por las creencias absurdas en el centro de sus conceptos vitales cosmológico y ontológico que sus miembros sostenían como axiomas, el punto de partida para el estudio de Alemania durante el período nazi ha descartado en general la posibilidad de que tal estado de cosas fuese entonces prevaleciente. De un modo más concreto, predominan las suposiciones de que, en primer lugar, la mayoría de los alemanes no podrían haber compartido la caracterización general de los judíos efectuada por Hitler en Mein Kampf y otros escritos, como una «raza» de astucia diabólica, parasitaria, maligna, que había perjudicado tanto al pueblo alemán, y en segundo lugar la mayoría de los alemanes no podían haber sido tan antisemitas como para aprobar el exterminio en masa de los judíos. Al suponer esto, la carga de la prueba recae sobre quienes afirmarían lo contrario. ¿Por qué?
A la luz de la posibilidad evidente, incluso la probabilidad, de que el antisemitismo fuese un axioma de la sociedad alemana durante el período nazi, existen dos razones para sugerir el rechazo del enfoque interpretativo vigente del antisemitismo alemán en esa época. En aquel entonces Alemania era un país donde las políticas gubernamentales, los actos públicos de otras clases y las conversaciones públicas eran total y casi obsesivamente antisemitas. Incluso un examen superficial de esa sociedad sugeriría al observador puro, a cualquiera que acepta como real la evidencia de sus sentidos, que la sociedad estaba repleta de antisemitismo. En la Alemania de aquel tiempo el antisemitismo se gritaba desde los tejados: «Los judíos son nuestra desgracia. Tenemos que librarnos de ellos». Como intérpretes de esta sociedad, merece la pena tener en cuenta la aturdidora andanada verbal antisemita (que no sólo emanaba de las alturas en aquella dictadura política sino también, y en gran cantidad, desde abajo), así como las políticas discriminadoras y violentas que son indicativas del carácter que tenían las creencias de sus miembros. Una sociedad que afirma el antisemitismo con toda la fuerza de sus pulmones, y que lo hace según parece en cuerpo y alma, debe de ser realmente antisemita.
La segunda razón para adoptar una perspectiva distinta a la predominante con respecto al antisemitismo alemán se basa en la comprensión del desarrollo de la sociedad y la cultura alemanas. En la Edad Media y los comienzos de la edad moderna, sin ninguna duda hasta la Ilustración, la sociedad alemana era profundamente antisemita[4]. Que los judíos eran básicamente diferentes y maléficos (un tema que abordamos en el próximo capítulo) era un axioma tanto de la cultura alemana como de la mayor parte de la cristiana. Las élites y, lo que es más importante, el pueblo llano, compartían esta valoración de los judíos. ¿Por qué no se asume la persistencia de tales creencias culturales tan profundamente arraigadas, tales guías básicas del orden social y moral del mundo, a menos que se demuestre que han cambiado o se han disipado?
Cuando faltan datos concluyentes sobre la naturaleza de un sistema de creencias, los historiadores y científicos sociales interesados en determinar su frecuencia y etiología no deberían proyectar las características de su propia sociedad en el pasado, como hacen a menudo los investigadores del antisemitismo alemán moderno. Lo que habrían de hacer es elegir un punto de partida razonable y avanzar en su estudio en un sentido histórico, a fin de descubrir lo que sucedió realmente. Si adoptáramos este enfoque y empezásemos por la Edad Media para investigar si, dónde, cuándo y cómo los alemanes abandonaron el antisemitismo que entonces era culturalmente omnipresente, cambiaría por completo nuestra orientación hacia el problema. Los interrogantes que formularíamos, los fenómenos que contarían como pruebas y la evaluación de las mismas pruebas serían por completo diferentes. Nos veríamos obligados a abandonar la suposición de que, en general, en los siglos XIX y XX los alemanes no fueron antisemitas, y a demostrar en cambio cómo se libraron del antisemitismo que antes estaba profundamente arraigado en su cultura, si es que alguna vez lo hicieron.
Si, en vez de guiarnos por la difundida suposición del parecido de los alemanes con nosotros, emprendemos el análisis desde la postura contraria y más razonable, es decir, que los alemanes durante el período nazi generalmente estaban obligados por el credo antisemita dominante y omnipresente en la época, entonces será imposible disuadirnos de esta posición original. Prácticamente no existen pruebas que contradigan la idea de que la intensa y ubicua declaración pública de antisemitismo se reflejaba en las creencias personales de la gente. Antes de que cambiásemos este parecer pediríamos, en vano, la presentación de declaraciones de rechazo del credo antisemita por parte de los alemanes, el descubrimiento de cartas y diarios que pusieran de manifiesto un concepto de los judíos diferente del sostenido en público. Desearíamos unos testimonios fiables de que los alemanes consideraban realmente a los judíos que habitaban en su territorio como miembros de pleno derecho de la comunidad alemana y humana. Querríamos pruebas de que los alemanes eran contrarios a la miríada de medidas y leyes antijudías, a las persecuciones, que consideraban un gran delito encarcelar a los judíos en campos de concentración, arrancarlos de sus hogares y comunidades y deportarlos, desde la única tierra que habían conocido en sus vidas, hacia horribles destinos. Los casos aislados de individuos disidentes no serían satisfactorios. Necesitaríamos muchos casos a partir de los cuales se justificara la generalización acerca de porciones o grupos significativos de la sociedad alemana antes de que nos convenciéramos de que nuestra postura es errónea. Los datos documentados ni siquiera se aproximan a ese criterio sobre las pruebas aceptables.
¿Qué punto de partida es el apropiado? ¿El que contradice absolutamente los datos que tenemos sobre actos y manifestaciones verbales públicos y privados o el que está en consonancia con ellos? ¿El que supone que se evaporó una vieja orientación cultural o el que exige que se investigue el tema y, antes que se declare la desaparición del antisemitismo, se demuestre y explique el proceso por el que supuestamente ocurrió? Así pues, ¿por qué no se pide que aporten las pruebas pertinentes quienes sostienen que la sociedad alemana había sufrido realmente una transformación y desechado el antisemitismo existente en su cultura? Al guiarnos por la conjetura de la similitud de los alemanes con las imágenes ideales de nosotros mismos, al dar por sentada la «normalidad» del pueblo alemán, la carga de las pruebas de facto ha recaído en quienes argumentan que en Alemania existía un antisemitismo extremo durante el período nazi. Desde un punto de vista metodológico, este enfoque es defectuoso e insostenible, y es preciso abandonarlo.
Mi postura es que si no conociéramos nada más que el carácter del debate público y las políticas gubernamentales en Alemania durante su período nazi, así como la historia del desarrollo político y cultural alemán, y nos viéramos obligados a extraer conclusiones sobre la extensión del antisemitismo alemán en la época nazi, podríamos optar juiciosamente por creer tan sólo que estaba extendido en la sociedad y era de tipo nazi. Por suerte, no tenemos necesidad de contentarnos con este estado de cosas y, por consiguiente, no dependemos por completo de las suposiciones juiciosas que aportamos al estudio de Alemania durante el período nazi. La conclusión de que el antisemitismo nazi formaba un conjunto con las creencias de los alemanes corrientes (que sería muy razonable si se basara únicamente en la comprensión histórica general unida a un análisis de los antecedentes públicos de Alemania durante el período nazi) recibe un apoyo empírico y teórico considerable. Así pues, la creencia en la continuidad en el siglo XX de un antisemitismo alemán general y culturalmente compartido, basada en parte en la incapacidad de demostrar que realmente tuviera lugar un proceso causante de la disminución y abandono del antisemitismo, tiene otro fundamento. Como muestro en los dos capítulos siguientes, son muchas las pruebas positivas de que el antisemitismo, si bien un antisemitismo cuyo contenido evolucionó con el cambio de los tiempos, siguió siendo un axioma de la cultura alemana a lo largo del siglo XIX y en el XX, y que la versión predominante en Alemania durante su período nazi sólo fue una forma más acentuada, reforzada y elaborada de un modelo básico ya ampliamente aceptado.
Un problema general que se presenta al revelar los axiomas culturales y las orientaciones del conocimiento que se han perdido en sociedades desaparecidas o transformadas es que a menudo no están expresados con la claridad, frecuencia y firmeza que podría sugerir su importancia para la vida de una sociedad determinada y sus miembros individuales. Como ha dicho un investigador de las actitudes alemanas durante el período nazi, «ser antisemita en la Alemania de Hitler era algo tan corriente que prácticamente pasaba inadvertido»[5]. A menudo las ideas esenciales para la visión del mundo dominante y el funcionamiento de una sociedad, precisamente porque se dan por sentadas, no se expresan de una manera acorde con su importancia. Y cuando se expresan, quienes las escuchan no creen que merezca la pena recogerlas por escrito[6].
Observemos la sociedad norteamericana actual. Que la democracia, al margen de cómo se entienda, es buena, es la forma deseable de organización de la política, constituye una norma prácticamente incuestionable. Hasta tal punto es incuestionable, así como indiscutida en el lenguaje y la práctica políticos actuales, que si, al evaluar el credo democrático de Estados Unidos, adoptáramos el enfoque generalizado entre los investigadores del antisemitismo alemán, tal vez nos veríamos obligados a llegar a la conclusión de que la gran mayoría de la gente no comparte ese credo. Examinaríamos las declaraciones, en público y en privado, las cartas y los diarios de ciudadanos estadounidenses y (dejando aparte las investigaciones de la ciencia social sobre el tema) hallaríamos relativamente pocas afirmaciones de su temperamento democrático. ¿Por qué? Precisamente porque esas opiniones son indiscutibles, porque forman parte del «sentido común» de la sociedad. Por supuesto, descubriríamos que la gente participa en las instituciones democráticas, de la misma manera que descubriríamos que los alemanes obraban de acuerdo con las instituciones, la legislación y las políticas antisemitas de su país y les prestaban su apoyo entusiasta de diversas maneras. El Partido nazi, una institución profundamente antisemita, llegó a tener en su apogeo más de ocho millones de miembros[7]. Entre los políticos y funcionarios norteamericanos encontraríamos declaraciones de sensibilidad democrática, de la misma manera que encontramos declaraciones incesantes (incluso, probablemente, en número muy superior) del credo antisemita entre sus colegas alemanes durante el período nazi y con anterioridad. Podríamos encontrar expresiones del credo democrático en los libros, periódicos y revistas norteamericanos, si bien, de un modo similar, no con la frecuencia, ni mucho menos, con que hallaríamos la expresión del antisemitismo en la Alemania de la época. La comparación podría continuar, pero lo esencial sigue siendo que si examinásemos la calidad y cantidad de las expresiones que los particulares dan a sus actitudes hacia la democracia, en el caso de que ya nos inclináramos por la opinión de que los norteamericanos son poco fieles a las instituciones y las ideas democráticas, nos resultaría muy difícil convencernos de que nuestra noción preconcebida es errónea. Y precisamente debido a que el credo democrático es indiscutible, del mismo modo que (como muestro en los dos capítulos siguientes) el credo antisemita era esencialmente indiscutible en Alemania, surgen a la superficie muchas menos «pruebas» de la existencia y la naturaleza de las creencias de cada pueblo sobre los temas respectivos. Puesto que sacar a la luz axiomas culturales perdidos resulta problemático, porque la naturaleza del fenómeno significa que permanecen relativamente ocultos, hay que tener mucho cuidado para no descartar su existencia y no suponer que otros pueblos han compartido nuestros axiomas culturales, pues caer en este error tan frecuente tiene como consecuencia una incomprensión fundamental de la sociedad estudiada[8].
Una manera eficaz de concebir la vida cognitiva, cultural e incluso, en parte, política de una sociedad es hacerlo en forma de conversación[9]. Todos sabemos que la realidad social se toma de la corriente de conversaciones interminables que la constituyen. ¿Cómo podría ser de otro modo, puesto que la gente nunca oye o aprende nada más? Con la excepción de unas pocas personas de originalidad sorprendente, los individuos consideran el mundo de una manera que está en consonancia con la conversación de su sociedad.
Muchos rasgos axiomáticos de la conversación de una sociedad no son fácilmente detectables, ni siquiera para las personas perspicaces. Incluyen la mayor parte de los modelos cognitivos compartidos culturalmente. Tales modelos —creencias, puntos de vista y valores, que pueden tener o no una expresión explícita— sirven de todos modos para estructurar la conversación de cada sociedad. Los modelos cognitivos, que «consisten de manera característica en un pequeño número de objetos conceptuales y las relaciones entre ellos»[10], hacen que la gente comprenda todos los aspectos de sus vidas y el mundo, y también informan sus prácticas. Desde la comprensión de las emociones[11],a la realización de actos mundanos, tales como adquirir un objeto en una tienda[12], las relaciones personales[13], llevar a cabo las relaciones sociales más íntimas[14], trazar un mapa del paisaje social y político[15], elegir con respecto a instituciones públicas y política, incluidas cuestiones de vida o muerte[16], lo que guía a la gente, tanto en su comprensión como en sus acciones, son sus modelos cognitivos culturalmente compartidos, de los cuales a veces son vagamente conscientes o no lo son en absoluto, modelos tales como nuestra comprensión, engendrada culturalmente, de la autonomía personal, la cual nos lleva a tener un grado de autonomía personal inimaginable en culturas con unas concepciones diferentes de los seres humanos y la existencia social[17].
Cuando una conversación es monolítica o está cerca de serlo en determinados aspectos —y esto incluye los modelos cognitivos no declarados, subyacentes— los miembros de una sociedad incorporan automáticamente sus características a la organización de sus mentes, a los axiomas fundamentales que utilizan (de manera consciente o inconsciente) al percibir, comprender, analizar y responder a todos los fenómenos sociales. Así pues, los principios de una conversación social, es decir, las maneras fundamentales en que una cultura concibe y representa el orden del mundo y los órdenes y pautas de la existencia social, llegan a reflejarse en la mente de una persona a medida que madura, porque eso es todo lo que una mente en desarrollo tiene a su disposición, como sucede con el lenguaje. Durante el período nazi, e incluso mucho antes, la mayoría de los alemanes no podían utilizar modelos cognitivos extraños a su sociedad (por ejemplo, el modelo mental de cierto pueblo aborigen), de la misma manera que no podían hablar con fluidez el rumano sin haberlo estudiado.
El antisemitismo, que con frecuencia tiene la condición y, por lo tanto, las propiedades de los modelos cognitivos culturales, sólo se comprende vagamente. A pesar de los numerosos libros que se han escrito sobre este tema, seguimos teniendo una comprensión insuficiente de lo que es, sus causas, la manera en que debemos analizarlo y su funcionamiento. Esto se debe en gran medida a la dificultad de estudiar el medio que lo contiene, la mente. El acceso a los datos resulta muy difícil de lograr, y la cosecha obtenida, incluso en condiciones óptimas, es notoriamente traicionera y nada fidedigna[18]. Sin embargo, es posible mejorar nuestra comprensión de este fenómeno de múltiples facetas. En las páginas siguientes expongo un planteamiento para contribuir a ese fin.
El antisemitismo, es decir, las creencias y emociones negativas acerca de los judíos por su condición de tales, se ha venido tratando sin establecer una diferenciación. Una persona es antisemita o no lo es. Cuando se presenta un concepto más matizado del antisemitismo, suele tener un valor limitado para los objetivos del análisis, e incluso puede ser desorientador. Por ejemplo, con frecuencia se distingue el antisemitismo «abstracto» del antisemitismo presumiblemente «real»[19]. Es de suponer que el primero se aplica a la «idea» de los judíos o del pueblo judío como una entidad colectiva, pero no a los judíos de carne y hueso, que constituyen el supuesto dominio del último. Esta distinción, como análisis de distintas clases de antisemitismo, es engañosa[20].
Todo antisemitismo es fundamentalmente «abstracto», en el sentido de que no se basa en cualidades verdaderas de los judíos, pero al mismo tiempo es real y concreto en sus efectos. ¿Qué podría significar el antisemitismo «abstracto» que no lo hiciera concreto en sus consecuencias? ¿Que el antisemitismo se aplica a las palabras o al concepto del judío y nunca a la gente? Para que tal afirmación fuese cierta, debería darse la circunstancia de que cada vez que un antisemita «abstracto» conociera a un judío, valorase sus cualidades personales y su carácter moral con la misma imparcialidad y carencia de prejuicio como valoraría a cualquier persona no judía. Esto es falso con toda evidencia. El antisemitismo «abstracto» es en realidad concreto, porque dirige la percepción, la evaluación y la voluntad de actuar. Se aplica a judíos reales, en particular aquellos a los que desconoce el portador de ese antisemitismo. Acaba por definir la naturaleza de los judíos reales para el antisemita. El antisemitismo es siempre abstracto en su conceptualización y su fuente (pues está disociado de los judíos realmente existentes), y es siempre concreto y real en sus efectos. Debido a que las consecuencias del antisemitismo son determinantes para evaluar su naturaleza e importancia, todos los antisemitismos son «reales»[21].
En cuanto examinamos el significado de esa distinción, resulta claro que sólo puede delinear de una manera tosca el mundo social y psicológico. Las categorías compuestas, tales como «odio a los judíos dinámico y apasionado»[22], aunque puedan ser útiles para describir la calidad aparente manifiesta de ciertos tipos de antisemitismo que, en efecto, existen, tampoco pueden constituir la base del análisis. A menudo se da una contradicción entre la percepción y la categorización, por un lado, que con frecuencia son de naturaleza característica ideal, y las necesidades del análisis, que son dimensionales, por otro lado. El análisis dimensional (el desglose de un fenómeno complejo en sus partes componentes) es imperativo no sólo en beneficio de la claridad sino también para elucidar diversos aspectos del antisemitismo, incluidos sus flujos y reflujos, y la relación de sus diversos aspectos con las acciones de los antisemitas. Lo que confunde gran parte del debate sobre el antisemitismo, incluido el alemán, es el hecho de que no se especifiquen, y se mantengan analíticamente separadas, sus diversas dimensiones, que son tres en total[23].
La primera dimensión refleja el tipo de antisemitismo, esto es, la comprensión que tiene el antisemita del origen de las cualidades maléficas de los judíos, al margen de cuáles se considere que sean. ¿Qué es lo que, para el antisemita, produce la ineptitud o la perniciosidad de un judío? ¿Es su raza, su religión o su cultura, o las supuestas deformidades inculcadas por su entorno? La consideración del origen de las cualidades indeseables de los judíos afecta a la manera en que el antisemita analiza el «problema judío», así como la manera en que su percepción de los judíos puede cambiar con otros acontecimientos de tipo social o cultural. Esto se debe en parte a que cada origen está empotrado en una extensa estructura metafórica que automáticamente amplía el dominio de los fenómenos, situaciones y usos lingüísticos aplicables al ámbito antisemita de un modo que es paralelo a la misma estructura metafórica. El pensamiento analógico que acompaña a las diferentes estructuras metafóricas informa la definición de las situaciones y el diagnóstico de los problemas, y prescribe las acciones a emprender que son apropiadas. Por ejemplo, la metáfora biológica que se encuentra en el centro del antisemitismo nazi (según la cual la malignidad de los judíos residía en su sangre y los llamaba sabandijas y bacilos, por mencionar sólo un par de imágenes) es eficazmente sugestiva[24].
La segunda dimensión es de tipo latente/manifiesto y se limita a medir hasta qué punto los judíos preocupan a un antisemita. Si sus opiniones antisemitas sólo en raras ocasiones ocupan sus pensamientos e informan sus acciones, en ese momento es un antisemita latente, o su antisemitismo se encuentra en estado latente. Por otro lado, si los judíos tienen un papel central en su pensamiento cotidiano y (tal vez) también en sus acciones, entonces su antisemitismo se encuentra en un estado manifiesto. El antisemitismo puede darse en cualquier punto del continuo, desde el antisemita que apenas piensa en los judíos hasta el que piensa en ellos obsesivamente. La dimensión latente/manifiesta representa la cantidad de tiempo dedicada a pensar en los judíos y la clase y variedad de circunstancias que provocan pensamientos preconcebidos acerca de los judíos, y representa el espacio central que ocupan los judíos en la conciencia de una persona.
La tercera dimensión, consistente en el nivel o intensidad del antisemitismo, es un continuo que representa el supuesto carácter pernicioso de los judíos. ¿Los concibe el antisemita como simplemente exclusivistas y avaros o como conspiradores y con tendencia a dominar la vida política y económica? Como sabe todo estudioso del antisemitismo, las cualidades que los antisemitas han atribuido a los judíos, que incrementan el carácter pernicioso con que se les percibe en general, son de contenido muy variable. Las acusaciones que los antisemitas han lanzado contra los judíos a lo largo de los siglos han sido diversas y copiosas, y abarcan de lo mundano a lo fantástico. Sin embargo, no es necesario examinarlas ahora en profundidad, pues el aspecto esencial que debemos comprender es que cada antisemita tiene alguna idea de lo peligrosos que considera a los judíos. Si las creencias de un antisemita pudieran medirse y cuantificarse con exactitud, podría calcularse un índice del carácter pernicioso que se percibe en los judíos[25]. Aunque diferentes acusaciones particulares de las fechorías cometidas por los judíos podrían conducir a distintas respuestas de los antisemitas sobre cuestiones determinadas, la percepción general que tienen los antisemitas de la amenaza que representan los judíos (y no cualquier acusación individual) es lo más importante para comprender de qué manera sus creencias podrían influir en sus acciones.
Los antisemitas que ocupan lugares similares en este continuo pueden ocupar, como de hecho sucede, diferentes lugares en el continuo latente/manifiesto. Puede darse el caso de que dos antisemitas culpen a los judíos, continuamente y a voz en grito, de sus males respectivos, mientras uno cree que se deben al exclusivismo de los judíos, que les lleva a dar oportunidades laborales a otros judíos, y el otro cree que los judíos están empeñados en conquistar y destruir su sociedad. Estos antisemitismos, en sus diferentes variedades, son manifiestos, ocupan un lugar central para quienes los detentan. De la misma manera, es posible que no sólo los antisemitas manifiestos sino también los latentes, cuyo antisemitismo permanece latente quizá debido a un escaso contacto con judíos, tengan cada una de estas dos creencias sobre las intenciones y acciones de los judíos. En cuanto al primer tipo, una persona puede creer que los judíos son exclusivistas y discriminadores, sin que nunca piense mucho en ello; por ejemplo, durante épocas de bonanza económica, cuando a todo el mundo, incluidos los antisemitas, le van bien las cosas. Tal vez crea incluso que los judíos se proponen destruir su sociedad, pero si le absorben los asuntos cotidianos y, por añadidura, no le interesa mucho la política, es posible que tales creencias hiervan a fuego lento muy por debajo de su conciencia cotidiana. Volviendo a la dimensión del origen, esas dos distintas consideraciones del carácter pernicioso de los judíos, ya sea en un estado relativamente latente o manifiesto, pueden basarse en diferentes comprensiones de las causas que tienen las acciones de los judíos. Un antisemita puede creer que los judíos actúan como lo hacen porque su «raza», es decir, su biología, los ha programado así, o porque los dogmas de su religión, incluido su rechazo de Jesús, los ha condicionado de esa manera.
Todo estudio del antisemitismo debe especificar qué lugar ocupa el antisemitismo en cada una de las dimensiones. Es preciso resistirse a la tentación de considerar las dos dimensiones continuas de latente/manifiesto y de carácter pernicioso como dicotomías o disyuntivas. Por supuesto, existen algunos complejos recurrentes de los diversos componentes del antisemitismo. No obstante, su utilidad como «tipos ideales» deriva de este análisis dimensional, el cual promete una mayor claridad y precisión analíticas y que, a su vez, debería posibilitarnos una percepción profunda de la naturaleza y el funcionamiento del antisemitismo.
Si bien este análisis dimensional puede caracterizar de un modo útil todas las variedades del antisemitismo, es preciso hacer una distinción importante entre los antisemitismos que cubre a este esquema general y lo modifica. Es posible dividir todos los antisemitismos según una desigualdad esencial que podríamos considerar útilmente como dicótoma (aunque, en términos estrictos, éste no sea el caso). Ciertos antisemitismos llegan a estar entrelazados con el orden moral de la sociedad, mientras que otros no. Muchas aversiones hacia los judíos (ya se trate de los estereotipos benignos que caracterizan a tantos conflictos entre grupos, o incluso de ideas más conspiradoras acerca del control que ejercen los judíos de la prensa de un país) son aversiones que, aunque quizá sean intensas, no están entrelazadas con la comprensión que tiene la gente del orden moral de la sociedad o del cosmos. Una persona puede afirmar que los judíos son nocivos para su país, lo mismo que quizá diga de los negros, los polacos o cualquier otro grupo, mientras ve a los judíos como un grupo, como tantos otros, con unas cualidades desagradables o perjudiciales. Éste es un tipo de antipatía clásica entre grupos, que caracteriza normalmente el conflicto grupal. En tales casos, la comprensión que tiene una persona de la naturaleza de los judíos no conlleva la idea de que éstos violan el orden moral de la sociedad. El prejuicio norteamericano clásico que adopta la forma: «Soy italiano o irlandés o polaco, y él es judío y no me gusta», es una afirmación de diferencia y disgusto, pero quien la expresa no percibe que el otro esté violando el orden moral. A veces los judíos son sólo otro grupo «étnico» en el conjunto de grupos que forman la sociedad.
En cambio, el concepto que se tenía de los judíos en la cristiandad medieval, con su criterio inflexible y no pluralista de la base moral de la sociedad, afirmaba que los judíos violaban el orden moral del mundo. Al rechazar a Jesús, al haberle matado, según se creía, los judíos mostraban una oposición desafiante a los conceptos de Dios y el hombre que, excepto ellos, todo el mundo aceptaba, y su misma existencia denigraba y profanaba todo lo que era sagrado. En este sentido, los judíos llegaron a representar, de una manera simbólica y razonada, gran parte del mal que asolaba al mundo. Y no sólo lo representaban, sino que los cristianos llegaron a considerarlos sinónimos de ese mal, verdaderos y obstinados agentes del mismo[26].
El concepto que los antisemitas se forman de los judíos y sus efectos en el orden moral del mundo tiene unas consecuencias de gran alcance. Identificarlos con el mal, definirlos como violadores de lo sagrado y seres contrarios al bien fundamental hacia el que la gente debería esforzarse, los demoniza y produce una integración lingüística, metafórica y simbólica de los judíos en las vidas de los antisemitas. A los judíos no sólo se les evalúa según los principios y normas morales de una cultura, sino que llegan a ser constitutivos del mismo orden moral, de los elementos esenciales que delinean los dominios social y moral y cuya coherencia en parte, pero de un modo significativo, llega a depender del concepto de los judíos entonces predominante. Estos conceptos, al ser integrados por quienes no son judíos en el orden moral y, por lo tanto, en la estructura simbólica y cognitiva subyacente de la sociedad, adquieren una serie de significados cada vez más amplia y que acrecienta progresivamente la coherencia y la integridad estructurales. Muchas cosas buenas llegan a definirse por oposición a los judíos y, a su vez, dependen del mantenimiento de este concepto de los judíos. A quienes no son judíos les resulta difícil alterar el concepto que tienen de los judíos sin alterar una estructura simbólica de gran alcance e integrada, que incluye importantes modelos cognitivos en los que descansa la comprensión que tiene la gente de la sociedad y la moralidad. Llega a resultarles difícil considerar las acciones de los judíos, e incluso su existencia, más que como profanación y contaminación.
Ciertos antisemitismos conciben a los judíos como simples violadores, por grave que esto sea, de las normas morales (todos los antisemitismos los consideran culpables de tales transgresiones), pero seres cuya misma existencia constituye una violación del tejido moral de la sociedad. La naturaleza fundamental del antisemitismo de esta clase difiere de la gran variedad de antisemitismos que no presentan esa peculiaridad[27]. Son más tenaces, despiertan más pasión, suelen provocar y apoyar una variedad más amplia de acusaciones más graves e incendiarias contra los judíos, y es inherente a ellos un mayor potencial de acción antijudía violenta y letal. Las concepciones de los judíos que los consideran destructores del orden moral, que los demonizan, pueden basarse y se han basado en distintas maneras de comprender el origen del carácter pernicioso de los judíos, incluyendo claramente las comprensiones religiosa y racial. El primero fue el caso en la cristiandad medieval y el segundo en Alemania durante el período nazi.
Además del enfoque analítico que presentamos en estas páginas, tres grandes nociones esenciales sobre la naturaleza del antisemitismo apuntalan el siguiente análisis del antisemitismo alemán:
1. La existencia del antisemitismo y el contenido de las acusaciones antisemíticas contra los judíos deben entenderse como una expresión de la cultura no judía, y no son fundamentalmente una respuesta a cualquier evaluación objetiva de la acción judía, aun cuando las características reales de los judíos y los aspectos de los conflictos realistas lleguen a incorporarse a la letanía antisemítica.
2. El antisemitismo ha sido una característica permanente de la civilización cristiana (ciertamente tras el comienzo de las Cruzadas), incluso en el siglo XX.
3. El grado muy diverso de la expresión antisemítica en momentos diferentes de una época histórica limitada (por ejemplo, de veinte a cincuenta años) en una sociedad determinada no es el resultado de la aparición y desaparición del antisemitismo, de que cantidades mayores o menores de personas sean antisemitas o se conviertan en tales, sino de un antisemitismo generalmente constante que llega a hacerse más o menos manifiesto, debido ante todo a la alteración de las condiciones políticas y sociales que estimulan o desalientan la expresión del antisemitismo.
Sobre cada una de estas proposiciones podría escribirse por extenso, pero aquí sólo podemos tratarlas con un poco más de precisión. Las dos primeras están respaldadas por la literatura general sobre el antisemitismo. La tercera constituye una novedad de este estudio.
El antisemitismo no nos dice nada sobre los judíos, pero mucho sobre los antisemitas y la cultura que los engendra. Incluso un examen superficial de las cualidades y los poderes que, a lo largo de los siglos, los antisemitas han atribuido a los judíos (poderes sobrenaturales, conspiraciones internacionales y la capacidad de echar a pique las economías; utilizar la sangre de niños cristianos en sus rituales e incluso asesinarlos para extraerles la sangre; estar aliados con el diablo; controlar simultáneamente las palancas del capital internacional y del bolchevismo) indica que el antisemitismo recurre básicamente a fuentes culturales que son independientes de la naturaleza y las acciones de los judíos, y que entonces se define a éstos por las nociones extraídas de la cultura que los antisemitas proyectan sobre ellos. Este mecanismo subyacente de antisemitismo se observa en los prejuicios en general, aunque las impresionantes alturas imaginativas a las que se han remontado repetida y rutinariamente los antisemitas son infrecuentes en los vastos anales del prejuicio. El prejuicio no es la consecuencia de las acciones o atributos de su objeto, no es un desagrado objetivo de la naturaleza real del objeto. Es característico que, al margen de lo que haga el objeto, tanto «X» como «no X», el intolerante le difama por ello. La fuente del prejuicio es la misma persona que los abriga, sus modelos cognitivos y su cultura. El prejuicio es una manifestación de la búsqueda, individual y colectiva, de significado[28]. Tiene poco sentido debatir sobre la naturaleza verdadera del objeto de una intolerancia (en este caso, los judíos) cuando se intenta comprender la génesis y el mantenimiento de las creencias. Hacerlo así sin duda enturbiaría la comprensión del prejuicio, en este caso el antisemitismo.
Puesto que el antisemitismo surge del seno de la cultura de los antisemitas y no del carácter de las acciones realizadas por los judíos, no es sorprendente que la naturaleza del antisemitismo en una sociedad determinada tienda a estar en armonía con los modelos culturales que guían la comprensión contemporánea del mundo social. Así, en épocas teológicas, el antisemitismo tiende a compartir las presuposiciones religiosas prevalecientes: dominado a veces por las ideas sociales darwinianas, tiende a corresponderse con las nociones de inmutabilidad (puesto que los rasgos se consideran innatos) y la idea de las naciones trabadas en un conflicto en el que la ganancia de un bando supone una pérdida concomitante para el otro bando (pues el mundo es una lucha por la supervivencia). Precisamente porque los modelos cognitivos subyacen en las visiones del mundo generales de los miembros de una sociedad, así como el carácter del antisemitismo, éste imita aspectos de los modelos culturales predominantes. Además, en la medida en que el antisemitismo es un elemento central en la visión del mundo que tienen los miembros de una sociedad, como ha sido a menudo el caso (especialmente en el mundo cristiano), aumenta la probabilidad de su congruencia con los modelos culturales prevalecientes, puesto que, si estuvieran en conflicto, la coherencia psicológica y emocional de las visiones del mundo de la gente se trastornaría y crearía una importante disonancia cognitiva.
Es característico que los antisemitas moldeen sus odios profundos en las condiciones prevalecientes en su época, al incorporar algunas características culturales auténticas de los judíos o ciertos elementos de la comunidad judía a la letanía antisemítica. Esto es algo que cabe esperar y sería sorprendente que no ocurriera así. Por lo tanto, los estudiosos del antisemitismo deberían evitar la tentación de fijarse en el puñado de ensalmos de una letanía antisemítica prevaleciente que parecen tener una realidad resonante, aunque sólo sea débilmente, y ver en las acciones de los judíos alguna causa del antisemitismo, pues hacer eso es confundir el síntoma con la causa. Un frecuente error de esta clase es el de atribuir la existencia del antisemitismo a la envidia que los antisemitas tenían del éxito económico de los judíos, en lugar de reconocer que esta clase de envidia es una consecuencia de una antipatía ya existente hacia los judíos. Entre los muchos defectos que tiene la teoría económica del antisemitismo merece la pena que mencionemos aquí dos de ellos, uno conceptual y el otro empírico. La hostilidad económica de esta clase se funda necesariamente en la distinción que hacían los antisemitas de los judíos, considerándolos diferentes, identificándolos no por sus otros muchos y más pertinentes rasgos de su identidad, sino como judíos, y utilizando entonces esta etiqueta como la característica definitoria de esas personas, en vez de considerar a los judíos como consideran a otros miembros de la sociedad, es decir, como conciudadanos[29]. Sin este concepto preexistente y preconcebido de los judíos, no se consideraría su naturaleza judía como una categoría económica pertinente. Un segundo defecto de la teoría económica del antisemitismo es que, históricamente, grupos minoritarios han ocupado posiciones económicas intermedias en muchos países, tales como los chinos en Asia y los indios en África, y aunque han sido objeto de un prejuicio que incluía la envidia y la hostilidad por razones económicas, ese prejuicio no produce invariablemente, e incluso casi nunca lo hace, las acusaciones alucinantes que se han dirigido rutinariamente contra los judíos[30]. Por ello el conflicto económico no podría ser la fuente principal del antisemitismo, el cual, históricamente, casi siempre ha encerrado en su entraña esa clase de acusaciones alucinantes.
Tal vez la prueba más reveladora en apoyo del argumento de que el antisemitismo no tiene básicamente nada que ver con las acciones de los judíos y, en consecuencia, tampoco tiene básicamente nada que ver con el conocimiento de la auténtica naturaleza de los judíos por parte de los antisemitas, es la aparición y difusión histórica y contemporánea del antisemitismo, incluso en sus formas más virulentas, en lugares donde no hay judíos y entre personas que nunca han conocido personalmente a judíos. Este fenómeno recurrente también es difícil de explicar con una descripción de la sociología del conocimiento y el prejuicio distinta de la adoptada aquí, es decir, la noción de que cada uno tiene una estructura social, de que son aspectos de la cultura y de los modelos cognitivos integrantes de la cultura que se transmite de una generación a otra. Personas que nunca habían conocido a judíos creían que éstos eran agentes del diablo, enemigos de todo lo que es bueno, responsables de muchos de los males auténticos del mundo y dispuestos al dominio y la destrucción de sus sociedades. Inglaterra entre 1290 y 1656 es un asombroso, pero en absoluto infrecuente, ejemplo de este fenómeno. Durante ese período estuvo prácticamente judenrein, purgada de judíos, pues los ingleses los habían expulsado como la culminación de la campaña antijudía que comenzó a mediados del siglo anterior. De todos modos, la cultura de Inglaterra se mantuvo profunda y cabalmente antisemita. «Durante casi cuatro siglos el pueblo inglés pocas veces, o nunca, entraba en contacto con judíos de carne y hueso. No obstante, consideraban a los judíos como un detestable grupo de usureros, los cuales, aliados con el diablo, eran culpables de todos los crímenes concebibles que podía evocar la imaginación popular»[31]. La persistencia durante casi cuatrocientos años del antisemitismo en la cultura popular de una Inglaterra sin judíos es notable y, tras una consideración inicial, quizá sorprendente. Sin embargo, cuando se comprende la relación del cristianismo y el antisemitismo, unida a una apreciación de la manera en que los modelos cognitivos y los sistemas de creencias se transmiten socialmente, queda claro que la desaparición del antisemitismo habría sido asombrosa. Como parte del sistema moral de la sociedad inglesa, el antisemitismo permaneció integrado en las oscilaciones del cristianismo, incluso cuando no había judíos en Inglaterra, incluso cuando los ingleses jamás habían conocido a judíos reales[32].
El antisemitismo sin judíos era la regla general en la Edad Media y los comienzos de la Europa moderna[33]. Incluso cuando se permitía a los judíos vivir entre los cristianos, pocos cristianos conocían a judíos o tenían alguna oportunidad de observarlos de cerca. Era característico que los cristianos segregaran a los judíos en guetos y que restringieran sus actividades por medio de un sinnúmero de leyes y costumbres opresivas. Los judíos estaban aislados tanto física como socialmente de los cristianos, cuyo antisemitismo no se basaba en una familiaridad con los auténticos judíos, algo que habría sido imposible. De manera similar, los antisemitas más virulentos en Alemania en la época de la República de Weimar y durante el período nazi probablemente tenían poco o ningún contacto con judíos. Regiones enteras de Alemania carecían prácticamente de judíos, puesto que éstos constituían menos del 1% de la población y el 70% de ese pequeño porcentaje de judíos habitaba en grandes áreas urbanas[34]. Las creencias y emociones antijudías de todos esos antisemitas de ninguna manera podrían haberse basado en una valoración objetiva de los judíos, y debieron de basarse exclusivamente en lo que habían oído acerca de ellos[35], en el transcurso de las conversaciones que tenían lugar en aquella sociedad y en las que se representaba a los judíos sin ningún miramiento, dotándoles de características y atributos independientes de las personas a las que supuestamente describían.
Una segunda idea principal sobre el antisemitismo que nos importa en este estudio es la de que este fenómeno ha sido una característica más o menos permanente en el mundo occidental. No hay duda de que siempre ha constituido la forma dominante de prejuicio y odio en los países cristianos. Ello se debe a una diversidad de razones, que comentamos en el capítulo siguiente. Brevemente expresado, hasta la época moderna (y en grado menor incluso en el transcurso de ésta), con la emergencia del laicismo, las creencias sobre los judíos estaban integradas en el orden moral de la sociedad cristiana. Los cristianos se definían en parte diferenciándose de los judíos y, a menudo, en directa oposición a ellos. Las creencias sobre los judíos se entrelazaban con el sistema moral del cristianismo, que en las sociedades cristianas sustenta al orden moral más amplio, y con el que más o menos ha confinado a lo largo de gran parte de la historia occidental. Así pues, las creencias acerca de los judíos no cambian necesariamente con más facilidad que los preceptos cristianos que han ayudado y siguen ayudando a la gente a definir y manejar el mundo social. Lo cierto es que, en ciertos aspectos, el antisemitismo se ha revelado más duradero. Durante gran parte de la historia occidental, era prácticamente imposible ser cristiano sin ser antisemita de una u otra índole, sin pensar mal del pueblo que rechazó y sigue rechazando a Jesús y, por lo tanto, el orden moral del mundo derivado de sus enseñanzas, de sus palabras reveladas. Tal es sobre todo el caso desde que los cristianos consideran a los judíos responsables de la muerte de Jesús.
El hecho de que una antipatía extremada hacia los judíos formara parte integrante del orden moral de la sociedad explica no sólo por qué el antisemitismo ha persistido durante tanto tiempo y ha tenido una carga emocional tan grande, sino también a qué se debe su notable naturaleza proteica. La necesidad subyacente de pensar mal de los judíos, de odiarlos y extraer significado de esta actitud emocional, entrelazada con el tejido mismo del cristianismo, junto con la idea derivada de que los judíos se oponen al orden moral cristiano definido, despejan el camino, si no crean una disposición, para creer que los judíos son capaces de toda clase de actos horrendos. Todas las acusaciones contra los judíos resultan plausibles[36]. ¿De qué no son capaces los judíos, los asesinos de Jesús cuyas enseñanzas rechazan constantemente? ¿Qué emoción, temor, inquietud, frustración o fantasía no podría ser proyectada verosímilmente sobre los judíos? Y puesto que la antipatía subyacente hacia los judíos ha ido unida históricamente a la definición del orden moral, cuando las formas culturales, sociales, económicas y políticas han sufrido cambios, privando de su resonancia a algunas de las acusaciones existentes contra los judíos, nuevas acusaciones antisemitas han sustituido fácilmente a las antiguas. Así ocurrió, por ejemplo, en toda Europa occidental en el siglo XIX, cuando el antisemitismo prescindió de gran parte de su atuendo religioso medieval y adoptó un atavío nuevo y secular. El antisemitismo ha tenido una adaptabilidad peculiar, una capacidad insólita de modernizarse, de estar a la altura de los tiempos. Así pues, cuando la existencia del diablo en su forma corpórea y tangible dejó de impresionar cada vez a un mayor número de personas, el judío en su aspecto de agente del diablo fue fácilmente sustituido por un judío no menos peligroso y malévolo que llevaba un disfraz secular.
No cabe duda de que la definición del orden moral como cristiano, del que los judíos son sus enemigos jurados, ha sido la causa más eficaz del antisemitismo endémico, por lo menos hasta tiempos recientes, en el mundo cristiano. Y esto ha tenido el refuerzo de otras dos causas permanentes que sólo se mencionan aquí. En primer lugar, las funciones sociales y psicológicas que el odio a los judíos, una vez asentado, realiza en las economías mentales de la gente refuerza al mismo antisemitismo, pues para abandonarlo sería necesaria una nueva e inquietante conceptualización del orden social. En segundo lugar, desde los puntos de vista político y social, los judíos han sido históricamente blancos seguros del odio y la agresión verbal y física, y el precio que ha de pagar el antisemita por sus acciones es inferior al que le costarían los ataques a otros grupos o instituciones de la sociedad[37]. Estas dos causas han apuntalado la causa cristiana fundacional, produciendo un odio profundo y perdurable, absolutamente desproporcionado con cualquier objetivo material o conflicto social, de una clase que no puede compararse con cualquier otro odio colectivo en la historia occidental.
Este estudio se inspira en una tercera idea principal que, si bien es distinta de la segunda, puede considerarse como su corolario. En el transcurso de los años, el antisemitismo (compuesto por una serie de creencias y modelos cognitivos con una metáfora original estable y la comprensión del supuesto carácter pernicioso de los judíos) no aparece, desaparece y reaparece en una sociedad determinada. Siempre presente, el antisemitismo se manifiesta más o menos. Su prominencia cognitiva, su intensidad emocional y su expresión aumenta o disminuye[38]. Los caprichos de la política y las condiciones sociales explican sobradamente estos vaivenes. En la historia alemana y europea se han dado oleadas de expresión antisemita, las cuales se describen habitualmente como la consecuencia del crecimiento del antisemitismo (de que personas hasta entonces no afectadas por el fenómeno se vuelven de repente antisemitas) debido a tal o cual causa. Y cuando la oleada remite, se entiende que la disminución de los denuestos antisemitas se ha debido a la disminución o desaparición de la creencia y el sentimiento antisemitas. Esta explicación del antisemitismo es errónea. Lo que se observa, en lugar de los altibajos del antisemitismo, es su expresión diferencial[39]. Así, la difundida exhibición de antisemitismo en cualquier momento en un período histórico determinado se entiende apropiadamente como prueba de su existencia, aunque sólo sea en estado latente, en toda esa era.
No es posible dar ninguna explicación teórica adecuada de los accesos periódicos de expresión antisemítica causantes de que el antisemitismo aparezca y desaparezca en una sociedad. ¿Qué pruebas existen de que las creencias subyacentes a las acciones expresivas y de otro tipo se han desvanecido? Como sucede en primer lugar con la génesis de la acción de una persona, ésta podría dejar de actuar de determinada manera por muchas razones, dejando de lado la desaparición de las creencias que prefiguran esas acciones. Un hombre que sigue creyendo en Dios, puede dejar de ir a la iglesia por una variedad de razones independientes de su creencia inmutable. Tal vez no le guste el nuevo pastor, quizá haya actuado de cierta manera y no quiere mostrar su cara ante la comunidad, puede que necesite (debido a un percance económico, por ejemplo) emplear su tiempo en otras actividades, y así por el estilo. Suponer sin más, como hacen tantas personas, que en el caso del antisemitismo la acción y la creencia son sinónimas, que la desaparición de la primera significa la desaparición de la segunda, no está justificado.
Si las creencias antisemitas se hubieran evaporado realmente, ¿de dónde volverían a surgir? ¿De la nada? Es característico que la expresión antisemítica que emerge de nuevo emplee imágenes, creencias y acusaciones que fueron esenciales en ocasiones anteriores[40]. ¿Cómo podría ser así si hubieran desaparecido realmente? En especial cuando las creencias, como sucede con frecuencia, contienen elementos alucinantes (sostener que los judíos poseen poderes mágicos y malignos, imperceptibles a simple vista)... ¿Cómo podrían tales creencias extravagantes volver a materializarse íntegras, en forma casi idéntica, si se hubieran disipado por completo? En el período de meses o años entre estallidos de odio apasionado, ¿creen los antisemitas de antaño que los judíos son buenos vecinos, ciudadanos y personas? ¿Desarrollan unos sentimientos positivos hacia los judíos? ¿Aprenden a considerarlos favorablemente como sus hermanos y hermanas del mismo país? ¿Presentan siquiera mínimamente una actitud de neutralidad estricta hacia ellos, hacia su carácter judío, el cual todavía consideran que es el rasgo definitorio de los judíos? Y si se da la circunstancia improbable de que los antiguos antisemitas cambian nuevamente de parecer, ¿comprenden entonces de súbito (todos ellos a la vez) que sus criterios positivos sobre los judíos eran erróneos y que sus odios iniciales habían sido correctos desde el principio? No existe ninguna prueba de esta clase de oscilaciones, tanto con respecto a individuos como a colectividades.
Así pues, si abordamos la explicación más frecuente del antisemitismo, quienes argumentan que las crisis económicas son la causa del fenómeno han perdido de vista lo esencial. Ésta es la explicación que considera a los judíos como «chivos expiatorios», y tiene numerosos defectos empíricos y teóricos, entre ellos el de no darse cuenta de que no era posible movilizar a la plebe contra cualquier persona o grupo. No es ningún accidente que, al margen del verdadero carácter de su situación económica o de sus acciones, incluso cuando la abrumadora mayoría de los judíos de un país son pobres, los judíos se convierten rutinariamente en el objeto de frustración y agresión debido a los problemas económicos. En efecto, para la mayoría de la gente el antisemitismo está ya integrado en su visión del mundo antes de que se produzca una crisis, aunque en estado latente. Las crisis económicas hacen que el antisemitismo de la gente sea más manifiesto y lo activan en forma de expresión abierta. Las creencias preexistentes de la gente canalizan su infortunio, frustración e inquietud en dirección a las personas a quienes ya desprecian: los judíos.
La notable maleabilidad del antisemitismo, que ya hemos señalado, constituye una prueba de su constancia. Que llegue y se vaya, encuentre diferentes formas de expresión, surja de nuevo cuando parece que ya no existe en el seno de una sociedad... todo esto nos corrobora que está siempre ahí, a la espera de que lo despierten y revelen. Que se manifieste más en un momento determinado y menos en otro no debe considerarse como una señal de que el antisemitismo viene y se va, sino, como sucede con tantas creencias, que su carácter central para los individuos y la voluntad que tienen éstos de darle expresión varían con las condiciones sociales y políticas.
A modo de breve comparación, otra ideología, junto con las emociones que subyacen en ella, que da la impresión de aparecer y desaparecer una y otra vez ha sido el nacionalismo, similar al antisemitismo y consistente en las profundas creencias y emociones vinculadas al hecho de considerar a la nación como la categoría política suprema y objeto de lealtad. El nacionalismo no se ha materializado y desvanecido repetidas veces, pero sí que lo han hecho el carácter central que tiene en las ideas de la gente y su expresión. Las creencias y las emociones nacionalistas permanecen en estado latente y, como el antisemitismo, es posible activarlas con facilidad, rapidez y, a menudo, con unas consecuencias devastadoras, cuando se dan unas condiciones sociales o políticas que las provocan. Es importante que tengamos presente la rápida activación[41] del sentimiento nacionalista que se ha producido repetidas veces, incluso recientemente, en la historia europea y alemana[42], en especial durante el período nazi, y no sólo porque es paralela a la explicación del antisemitismo que presentamos aquí. Históricamente, la expresión del nacionalismo, sobre todo en Alemania, ha ido de la mano con la expresión del antisemitismo, puesto que la nación se definió, en parte, con una distinción por contraste de los judíos. En Alemania y otros países, el nacionalismo y el antisemitismo eran ideologías entrelazadas, y encajaban como la mano en el guante[43].
El estudio de los alemanes y su antisemitismo antes del período nazi y durante el mismo debe abordarse como lo haría un antropólogo al estudiar a un pueblo primitivo hasta ahora desconocido y sus creencias, abandonando sobre todo la idea preconcebida de que los alemanes eran en todos los dominios del pensamiento iguales a las nociones ideales que tenemos de nosotros mismos. Así pues, una de las tareas principales es la de desentrañar los modelos cognitivos que subyacían en el pensamiento de los alemanes (y lo informaban) acerca del mundo social y la política, en particular acerca de los judíos.
La formación de tales modelos es ante todo social y, tanto lingüística como simbólicamente, proceden de la conversación que tiene lugar en la sociedad y que es también su medio de difusión. La conversación de una sociedad define y forma gran parte de la comprensión que un individuo tiene del mundo. Cuando creencias e imágenes no son objeto de debate, o incluso tan sólo son dominantes en una sociedad determinada, habitualmente los individuos llegan a aceptarlas como verdades evidentes por sí mismas. De la misma manera que hoy se acepta que la tierra gira alrededor del sol y en el pasado se aceptaba que el sol giraba alrededor de la tierra, así también muchas personas han aceptado las imágenes de los judíos culturalmente ubicuas. La capacidad que tiene un individuo para divergir de los modelos cognitivos imperantes se reduce todavía más debido a que tales modelos figuran entre los componentes básicos de la comprensión del individuo y están incorporados a las estructuras de su mente con tanta naturalidad como la gramática de su lengua. El individuo aprende los modelos cognitivos de su cultura, como la gramática, con seguridad y sin esfuerzo. A menos que, en el caso de los modelos cognitivos culturales, el individuo obre en algún momento para configurarlos de nuevo, estos componentes básicos guían la comprensión y producción de formas que dependen de ellos, en el caso de la gramática contribuyen a la generación de frases y significado y, en el caso de los modelos cognitivos, de las percepciones del mundo social y las creencias sobre éste claramente expresadas.
Dentro de una sociedad, los portadores más importantes de la conversación general son sus instituciones, y entre ellas la familia tiene un carácter crucial. En sus instituciones en general, y especialmente en las que son básicas para la adaptación al medio social de los niños y adolescentes, es donde los sistemas de creencias y los modelos cognitivos, con inclusión de los que se refieren a los judíos, se imparten a los individuos. Sin alguna clase de apoyo institucional, a los individuos les resulta extremadamente difícil adoptar ideas contrarias a las que predominan en la sociedad, o mantenerlas a pesar de la desaprobación generalizada, y no digamos casi unánime, en los aspectos social, simbólico y lingüístico.
Puesto que, por regla general, la inercia pulimentadora de una sociedad reproduce sus axiomas y sus modelos cognitivos básicos[44], es de suponer que la falta de pruebas de que se produjera un cambio en los modelos cognitivos de Alemania acerca de los judíos debería llevarnos a considerar como muy probable que esos modelos y las complejas creencias que dependen de ellos se reprodujeron y siguieron existiendo. Esta perspectiva difiere de la suposición habitual de que si no se encuentran unas pruebas (difíciles de obtener, por cierto) de la presencia continuada de modelos cognitivos que en el pasado estuvieron generalizados, entonces tales modelos, en este caso sobre los judíos, han sido abandonados. Por último, los modelos cognitivos sobre los judíos se consideran aquí como fundamentales para la generación de las clases de «soluciones» que los alemanes abrigaron para el «problema judío» y las acciones que realmente emprendieron.
En estas páginas presentamos una sociología del conocimiento, un marco analítico para estudiar el antisemitismo (concretando sus tres dimensiones de origen, carácter pernicioso y manifestación) y algunas nociones fundamentales sobre el carácter del antisemitismo, porque estos elementos, tanto si se expresan como si no, dan forma a las conclusiones de todo estudio de este fenómeno. La importancia de exponer el enfoque empleado en el estudio del antisemitismo es todavía mayor porque los datos que aportan la base de las conclusiones no son precisamente ideales en una serie de aspectos. En consecuencia, hay que defender las conclusiones no sólo sobre la base de los datos y el uso que se hace de ellos, sino también sobre la base del enfoque general adoptado para comprender las creencias y cogniciones, y el antisemitismo.
Es preciso recalcar que el análisis realizado aquí no puede ser definitivo, porque los datos apropiados sencillamente no existen. La deficiencia de los datos es tanto más evidente cuanto que nuestro propósito no es el de investigar el carácter del antisemitismo tan sólo entre las élites políticas y culturales, sino calibrar su naturaleza y alcance entre todas las capas de la sociedad alemana. Incluso las encuestas de opinión mediocres, a pesar de todos sus defectos, serían iluminadoras, una espléndida adición a los datos existentes. El análisis que presentamos aquí sólo delinea ciertos aspectos del antisemitismo e indica el alcance probable que éste tenía dentro de la sociedad en la que se daba. Se concentra en las tendencias principales del antisemitismo alemán, y lo hace así no sólo porque los datos son limitados, sino también por la convicción de que aquello que debemos iluminar es el hilo cognitivo dominante con el que se formó el tapiz, complejamente tejido, pero de una nitidez convincente y bien centrado, de las acciones antijudías. Centrarnos en las excepciones a la regla, que en su conjunto no fueron más que aspectos secundarios o terciarios de las opiniones que tenían los alemanes de los judíos, sería hacer un mal servicio, porque desviaría la atención de las tendencias centrales del antisemitismo alemán tal como se desarrolló. Nuestro análisis también dedica menos atención a un análisis del contenido del antisemitismo alemán de lo que es habitual, porque tales análisis son fácilmente accesibles y porque es mejor dedicar el espacio de que disponemos a delimitar las dimensiones del antisemitismo, su alcance y su potencia como una fuente de la acción.
En los dos capítulos siguientes se replantea nuestra comprensión del antisemitismo moderno alemán, aplicando las prescripciones generales teóricas y metodológicas que hemos enunciado, incluido el marco dimensional, para dar paso a un análisis específico de la historia del antisemitismo en Alemania anterior al período nazi y luego a un análisis del mismo fenómeno durante el período nazi. El relato histórico es necesario a fin de clarificar por qué razón el pueblo alemán aceptó con tanta facilidad los dogmas del antisemitismo nazi y respaldó las políticas antijudías de los nazis. A la luz de la naturaleza problemática de los datos, la exposición que aquí efectuamos surge, entre otras cosas, de la estrategia de investigar casos «críticos», a saber, los de aquellas personas o grupos que, según otros criterios, serían quienes con menor probabilidad responderían a las interpretaciones y explicaciones que presentamos aquí. Si fuese posible mostrar que incluso los «amigos» de los judíos coincidieron con los antisemitas alemanes en aspectos esenciales de su manera de comprender la naturaleza de los judíos, debido en gran medida a que su pensamiento procedía de unos modelos cognitivos similares acerca de los judíos, entonces sería difícil creer cualquier cosa excepto que ese antisemitismo era endémico en la cultura y la sociedad alemanas. Cuando se ha completado el análisis de la naturaleza y la extensión del antisemitismo alemán, el análisis dimensional se amplía, a fin de demostrar los vínculos existentes entre el antisemitismo y la acción antijudía. La exposición concluye con un análisis de la relación del antisemitismo alemán durante el período nazi con las medidas que los alemanes tomaron contra los judíos.
La conclusión de estos capítulos es que en Alemania, durante el período nazi, existió una conceptualización de los judíos que casi todo el mundo compartía y que constituía lo que podríamos denominar una ideología «eliminadora», a saber, la creencia de que la influencia judía, destructiva por naturaleza, debía ser eliminada irrevocablemente de la sociedad. Durante el período nazi, todas las iniciativas de acción que tomaban los alemanes y prácticamente todas sus medidas importantes hacia los judíos, por diferentes en naturaleza y grado como manifiestamente parecen serlo, estaban en la práctica al servicio del deseo de los alemanes, de la necesidad que los alemanes percibían de tener éxito en la empresa eliminadora, y eran en verdad expresiones simbólicamente equivalentes de ese deseo.