Gaming & Watching

El hombre solo juega cuando es libre en el pleno sentido de la palabra, y solo es plenamente hombre cuando juega.

Friedrich von Schiller

All is but toys.

Macbeth, William Shakespeare

El cartel de Super Mario Bros. (Annabel Jankel, Rocky Morton, 1993) marcaba las distancias con su original anunciando que «esto no es un juego», por si las diferencias no eran obvias y alguien se plantaba en la sala con un mando. La frase, con variaciones, se repitió en otra adaptación igual de terrible, Double Dragon (James Yukich, 1994) —«It’s not just a game anymore»— y había aparecido antes en cintas como El campeón del videojuego (The Wizard, Todd Holland, 1989) —«It’s more than a game… It’s the chance of a lifetime»— o Juegos de guerra (War Games, John Badham, 1983) —«Is it a game… or is it real?»; mucho más directa en la versión española: «¿Es un juego de niños… o es el comienzo de la guerra nuclear?». También la hemos podido ver recientemente en cintas como El juego de Ender (Enders Game, Gavin Hood, 2013) o Noche de juegos (Game Night, John Francis Daley, Jonathan Goldstein, 2018), un cuarto de siglo después de que Hollywood adaptase la mascota de Nintendo. Como truco de marketing es sencillo, memorable y con la pomposidad que tanto gusta a la industria americana, pero además apunta a un subtexto enraizado: el juego pertenece al entretenimiento desechable, mientras que el cine es cosa seria, importante, un par de peldaños por encima en la escalera de la legitimidad cultural. Incluso cuando Bob Hoskins se pone un peto rojo y tira bombas a dinosaurios.

La cuestión es similar desde el otro lado: en su conferencia de 1933 «De lo lúdico y lo serio», el filósofo e historiador Johan Huizinga reivindica el papel de lo primero, concediéndole un carácter elevado y afirmando que el juego en sí es más antiguo que la lengua y la cultura. Para Huizinga, el juego es refinamiento, libertad y encuentro, y el ser humano es ante todo homo ludens —expresión que dará título a su seminal libro en 1938. Todo es juego o todo viene de él, y en todo podemos jugar y encontrar el mundo y a nosotros mismos. «La sociedad se salva, se redime, gracias al juego», llega a escribir. En aquella temprana conferencia, Huizinga mira al cine por un momento y se limita a dedicarle un par de líneas con cierto desdén: «Me parece que lo lúdico está poco menos que ausente en las obras cinematográficas, aunque quizá me equivoque». El cine no es un juego... pero porque no es digno de serlo.

Y, sin embargo, aquí está este libro, prestando atención no solo a las veces que se han llevado juegos, videojuegos y juguetes a la pantalla, sino a cuanto de lúdico tiene el cine. Algo que, por otra parte, ya sabe todo aquel que ha visitado museos de los orígenes del medio, con sus lámparas mágicas y sus zootropos, o ha crecido proyectando en la pared de su cuarto con un Cinexin.

El cine como artefacto está cerca del autómata y del juguete; y como medio de comunicación, del juego y el videojuego. Cuando vemos una película, como ante cualquier ficción, jugamos a creérnosla, actuamos como si todo en ella fuera verdad; y eso solo es el principio. Si Huizinga hubiera prestado atención, ese mismo 1933 podría haber visto películas tan lúdicas como King Kong (Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsak) y su sinvergüenza parodia japonesa Wasei Kingu Kongu (Torajiro Saito), Sopa de ganso (Duck Soup, Leo McCarey) o La mascota (Fétiche, Vladislav Starévich), protagonizada esta última, precisamente, por un juguete que cobra vida. Si la mayoría de películas que adaptan videojuegos fracasan, de Super Mario Bros. a Assassin’s Creed (Justin Kurzel, 2016), no es solo porque ignoran lo que hizo funcionar a sus originales, sino porque también se olvidan de jugar con el propio medio. «Esto sí es un juego», debería rezar el tagline de estas versiones, «solo que de otro tipo».

Claro que, si quisiera ser honesto, el departamento de marketing en cuestión tendría que enfrentarse antes a una de las preguntas que más dolores de cabeza ha provocado a expertos de varios campos: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de juego?

El juego de las definiciones

La pregunta no tiene una respuesta fácil. Pese a que todos creemos tener una idea clara de lo que es, las certezas se derrumban en cuanto intentamos precisar. Ni siquiera conseguimos saber qué tipo de realidad estamos definiendo: al hablar de juegos lo hacemos alternativamente de objetos, actividades, características —lo lúdico como adjetivo que modifica— e incluso actitudes: no vamos en serio, «estamos jugando».

La etimología complica el embrollo: de iocus derivan juego y el francés jeu, pero también joke y jocoso, e incluso juglar; ludus, la otra palabra del latín para juego, se vincula a los deportes y la competición; del inglés antiguo plegian derivan tanto play como el alemán pflegen preocuparse por, cuidar, atender’— y el danés plejecuidar’—; game parece venir del inglés antiguo gamen un encuentro alegre’—; y el alemán spieljuego, actuación’— proviene del alemán antiguo spil movimiento feliz, danza’. Sabemos, pues, que el juego tiene algo en común con el humor, lo felizmente inútil, la música y el teatro, además de con lo festivo, lo social e incluso el cuidado, pero aún no podemos afirmar qué es.

Durante el siglo XX, la filosofía se dedicó con regularidad a esta pregunta. Es conocido que Wittgenstein utilizaba el concepto de juego para ilustrar los límites del lenguaje. Según él, no podemos marcar los límites exactos de esta idea, solo aproximarnos a su uso común. Dicho de otro modo, no existen atributos esenciales del juego, sino definiciones nominales, consensos del habla entre miembros de una comunidad. Este mecanismo del lenguaje se ilustra de forma clara en el experimento jugable Something Something Soup Something (Stefano Gualeni, 2017), creado por filósofos y diseñadores del Instituto del Juego Digital de la Universidad de Malta. En él, se nos presentan diferentes combinaciones —«rocas con ostras y mejillones servidos en un sombrero con palillos», «un líquido con pilas y albóndigas en una taza con una cuchara»— y debemos decidir si los consideramos sopa o no. Al final de la partida se nos presentan los requisitos necesarios para que algo sea una sopa según nuestras decisiones: ha de ser líquido, se puede tomar con cualquier cubierto, no puede contener nada que la haga incomestible... De manera práctica, hemos iluminado el funcionamiento de los juegos del lenguaje.

Siguiendo esta lógica, Wittgenstein resolvió en sus Investigaciones filosóficas (1953) quedarse con un parecido familiar que englobara las diferentes actividades que suelen llamarse juego, sin fijar una esencia. El problema es que no explicó cuál era ese parecido; si juego son todas las cosas que se parecen a nuestra idea de juego, seguimos sin avanzar demasiado. Esto no se le escapó a la filósofa Mary Midgley, que en su artículo de 1974 «The Game Game» define al ser humano como «un animal que juega» y argumenta a favor de seguir buscando un principio de unidad subyacente al concepto. Quizá no fuera una esencia, pero algo había de existir que le hiciera ser lo que es. Jacques Henriot, en Le jeu (1969), advierte de manera similar contra una doble tentación: por una lado, considerar que el juego no tiene una realidad intrínseca; por el otro, extenderlo a todos los aspectos de nuestra cultura. Algo de lo que, si somos honestos, se puede culpar a los pasajes más libres de Homo Ludens.

En su estudio del juego, Huizinga se dedica más a enumerar rasgos que a delimitarlo como objeto. Resulta más un cómo es que un qué es. Así, en la citada conferencia de 1933, el juego se opone a lo serio sin dejar de ser serio, representa algo sin confundirse con la realidad y enlaza y desenlaza a sus participantes. Tiene algo de ritual, pero sin trascender al mundo real. Hace único al hombre, pero existe antes del hombre. Lo lúdico es para Huizinga una característica, aunque en Homo Ludens acota más la definición y entiende el juego como una actividad. Una actividad, en concreto, con límites fijos de acuerdo a reglas «libremente aceptadas pero absolutamente vinculantes» que tiene su objetivo en sí misma y que se diferencia de la vida ordinaria.

Aparece ya una idea clave: jugamos por jugar, nunca por otros motivos. Si nos obligan, ya no es un juego. Jugar, además, no tiene consecuencias fuera de su duración, o como matiza más tarde Bob Black en La abolición del trabajo (1986), sus consecuencias siempre son gratuitas, superfluas. Siempre estaremos dispuestos a aceptar el castigo que nos toque por perder. Y este castigo, como la victoria, derivará de unas reglas que aceptamos por voluntad propia, pero que respetamos como absolutas. En su texto de 1967 «What Is A Game?», el filósofo Bernard Suits incide en ello: jugar es implicarse en una actividad que busca crear un estado específico de las cosas usando solo los medios permitidos por las reglas, y la única razón para aceptarlas es hacer posible esta misma actividad. Jugamos para jugar.

El juego se construye a partir de reglas, y el problema de estas es que son una explicación demasiado buena. De hecho, quien esto firma suele trabajar con dos definiciones que las ubican en el centro del asunto: «Movimiento libre dentro de una estructura más rígida», según Katie Salen y Eric Zimmerman, y «una experiencia creada por reglas», según Anna Anthropy. Es libre pero con límites, voluntario pero vinculante, impredecible e improductivo, y para ser todo eso necesita ser articulado por reglas... pero su razón de ser, no lo perdamos de vista, no son las reglas. Las instrucciones del ajedrez no son el ajedrez en sí, como tampoco lo es el tablero. Para entender el juego, nos hará falta algo más que definirlo.

Play: Jugar es una actitud

Volvamos a Suits: la única razón para aceptar las reglas es hacer posible el juego. En The Grasshopper: Games, Life and Utopia (1978), Suits define esta condición como la actitud lusoria, una posición psicológica que da origen al jugar. Así, el juego sería, antes que un reglamento, la actitud o el modo de pensamiento que decide aceptarlo y que reinterpreta el mundo según esos nuevos parámetros. Es un tipo de quehacer mental, un ejercicio de la imaginación. Jugar es una manera de imaginar.

Además de autónomo y voluntario, el juego es inextinguible. Suits lo ve como el bien más alto y el centro de la más humana utopía que puede pensarse, pues si tuviéramos todos nuestros problemas cubiertos, solo nos quedaría dedicarnos a jugar. Eso, y no tanto la precisión conceptual, es lo que hace que su definición sea tan provocadora y estimulante. Hagamos lo que hagamos, le demos importancia o creamos estar por encima de él, lo lúdico nunca desaparece de nuestras vidas. Así lo muestra el documental Moments of Play (1986), en el que Jørgen Leth viaja por el mundo observando el ocio de gentes muy diferentes. Ocupa nuestra infancia y, más tarde, la edad adulta lo maquilla y canaliza hacia otras vías para no abochornarse, como bromas, competiciones o aplicaciones de móvil sin utilidad alguna. Incluso en los guetos judíos de la Alemania nazi, niños y mayores seguían jugando. Como la narrativa, otro vuelo de la imaginación con el que tiene mucho en común, jugar es un placer en sí mismo que no necesita justificaciones ni cálculo. Importa no por lo que produce, sino por su carácter universal, por ser una constante de nuestra naturaleza humana. Hasta los Baining, una tribu de Papúa Nueva Guinea cuyo credo es «somos humanos porque trabajamos» y que el antropólogo británico Gregory Bateson clasificó como «inestudiables» por aburridos, reservan espacio para danzas y permiten a regañadientes que sus niños jueguen, como han matizado después investigadoras como Jane Fajans y Gail Pool. Aun así, pese a esta sana autonomía de lo lúdico, no faltan argumentos que intentan legitimarlo o explotarlo, aireando las etiquetas del arte, la educación o la industria, y buscándole usos útiles que puedan aplicarse a otros campos.

Nada de eso tendría sentido sin lo playful. También Henriot acaba hablando de una actitud de juego, y de forma más reciente lo han hecho especialistas como Miguel Sicart, cuyo Play Matters (2014) propone dejar de centrarse en la esencia de los juegos y estudiar la posición mental que los mueve. Entra aquí una distinción lingüística que no tenemos en nuestro idioma: la diferencia entre play y game. Roger Caillois, otro de los pioneros del campo, ya los distinguía en 1958 como paidia y ludus, o una actitud libre, improductiva y sin finalidad, como la que pueden tener los niños en su recreo, el primero; y una serie de restricciones —también libres e improductivas— que establecen metas y herramientas para alcanzarlas, el segundo. Jugar a indios y vaqueros, o a superhéroes, es play o paidia; mientras que el ajedrez y las cartas son ludus. Para Sicart, el play está antes y más allá del game, es un modo de ser, una manera de entender el mundo. El play es carnavalesco, disruptivo y creativo, se apropia de espacios, objetos y sentidos, y los convierte en otra cosa, y siempre es libre y personal, sin más objetivo que ser disfrutado. Chris Bateman, diseñador y filósofo, define el play como actitud que adoptamos hacia la incertidumbre, y el game como los procesos que usan esa disposición. Sin play no hay game, mientras que lo contrario no solo es posible, sino frecuente.

Una última referencia: Hans Georg Gadamer, el maestro de la hermenéutica, ubica el juego y la fiesta como bases antropológicas de la experiencia artística. Así lo explora en Verdad y método (1960) y La actualidad de lo bello (1977). El espectador de una obra de arte, para Gadamer, es más que un simple observador: interpretarla es un trabajo activo, un juego de preguntas y respuestas en el que la obra deja un espacio lúdico que el receptor tiene que rellenar. Al aceptar estas preguntas, entramos en diálogo. El juego, así, va más allá de la pura subjetividad; jugar es siempre ser jugado y jugar con, un acto comunicativo en el que el juego, como movimiento libre, supera a los sujetos. En otras palabras, al jugar aceptamos que no estamos nunca por completo al mando.

Hemos llegado, si no a una esencia, a algo parecido a una explicación —enhorabuena, hemos atravesado el desierto de las definiciones, desbloqueas el logro lo real y lo nominal y ganas 10 puntos de experiencia—: jugar es en primer lugar una disposición mental, un ejercicio de la imaginación libre, personal y creativo que cambia —para el jugador y de forma temporal— las reglas de la realidad y que acepta someterse a nuevos límites para ponerse, y ponernos, a prueba. La actitud lúdica, que en inglés llamamos playfulness, está en la raíz de todo. Esta nueva capa que disfraza al mundo, que nos disfraza, nos acaba trascendiendo, incluso cuando la hemos inventado nosotros mismos: en el juego partimos de nuestra subjetividad para someternos a algo externo, a una realidad imaginaria que tiene voluntad y efectos reales mientras aceptemos seguir jugando. Jugar es aceptar tanto la posibilidad de otros mundos como la existencia del otro.

El juego como representación y voluntad

En esto último, y no tanto en una esencia definida bajo microscopio, está la clave del meollo. Jugar es reconfigurar y reconfigurarnos. Eso es lo que hace importante al juego, y de ahí podemos irnos a algo así como una teoría incompleta de la imaginación lúdica: al jugar, estamos relacionándonos de una forma nueva y única con el mundo, y todavía más, con la idea misma de voluntad. Lo que daba por hecho sobre mi entorno, sobre los que me rodean y sobre mí mismo cambia por un momento para ampliar mis horizontes. Claro que jugando aprendemos, y claro que diseñar un juego o jugarlo puede ser un acto de expresión personal, e incluso parece evidente que los mamíferos avanzados jugamos para ensayar la vida en un entorno seguro, pero eso son subproductos felices —o tal vez la zanahoria que la evolución nos ha puesto delante, lo que a efectos prácticos viene a ser lo mismo— de una mente que puede ir más allá de lo inmediato y disfruta de ello. En esto, de nuevo, el juego es pariente cercano de la narrativa.

El juego, sea de mesa, digital o incluso mental, crea mundos de ficción, escenarios imposibles a los que viajar y en los que perdernos. No es casualidad que la palabra japonesa para juego —asobi o 遊び— utilice un símbolo que en el original chino —, que se pronuncia yóu— significa caminar, viajar o vagar. El progreso de la tecnología parece dar la razón a los que temen el escapismo: la promesa fundacional de la realidad virtual es llevarnos a otros mundos. Y, sin embargo, como ya se ha señalado arriba, el juego también nos acerca al mundo, pues permite crear réplicas que lo condensan y lo hacen manejable y seguro, donde adelantamos peligros reales en una situación de riesgo controlado. Más allá de ese entrenamiento, en los mundos lúdicos también se representa y metaforiza el nuestro, se subrayan estructuras ocultas y se entretejen sistemas ideológicos completos. El mancala, uno de los juegos más antiguos que se conocen, es un espejo de la siembra y la cosecha. El ajedrez y el go suponen dos maneras de entender el enfrentamiento muy diferentes. El Monopoly empezó como The Landlord’s Game, y fue diseñado por Elizabeth Magie a principios del siglo XX para criticar la especulación inmobiliaria. Y no olvidemos que Donald Trump tuvo un juego de mesa en 1989, llamado Trump: The Game, que ya adelantaba su obsesión con ganar a cualquier precio.

El juego crea mundos, representa el nuestro y, todavía más, puede transformarlo de forma directa. El Suelo Es Lava nos obliga a subirnos en alto, una bola de papel y un par de palos convierten cualquier espacio en un campo de fútbol improvisado y la realidad aumentada de Pokémon Go (Niantic, Inc., 2016) hace de nuestras calles escondrijos para criaturas ocultas. Jugar superpone realidades encima de otras, las mezcla y contamina, y enfrenta reglamentos y lógicas en un mismo espacio. Antonio Planells, por ejemplo, habla de los mundos ludoficcionales como un sistema de mundos concatenados que nos permite pasar de la ficción al juego sin rupturas, de modo que nos vemos obligados a conciliar perspectivas distintas. Un jugador pasa de la dicotomía o lo uno o lo otro a un pensamiento de tanto lo uno como lo otro.

¿Y qué pasa con la voluntad del jugador? El tópico nos dice que jugamos para ganar, que nuestro objetivo es siempre imponernos y que por ello el sistema está a nuestro servicio. El juego nos da las satisfacciones que la vida real nos niega, y por eso nos refugiamos en él. Esto no es verdad, o solo es verdad a medias: a los placeres de la victoria y la diversión lo lúdico añade el deleite estético, los afectos y emociones, la aceptación de la fantasía, el compañerismo, la adopción de nuevos roles, el descubrimiento, la exploración, el vértigo, la expresión personal… Pero hay otra lectura que lo contradice, y con implicaciones más siniestras: jugar, como ya adelantaba Gadamer, no es imponer nuestra voluntad, sino dejar que el juego se imponga en nosotros. Marshall McLuhan, pelín más determinista, escribió que «un juego es una máquina que puede entrar en acción solo si los jugadores consienten convertirse en marionetas por un tiempo». Es la regla del juego que ponía Renoir como motor de la sociedad de su película (La règle du jeu, 1939), algo superior, impersonal, casi antropomórfico, un maestro de juegos invisible al que todos debemos obediencia.

En estas interpretaciones, el juego sirve de metáfora o excusa al destino, a la colectividad, al mercado o a cualquier otra forma de coexistencia con normas fijadas de antemano, y a los sociópatas que se escudan en ellas. «Las mismas reglas se aplican para todo», repite el protagonista de Filth, el sucio (Filth, Jon S. Baird, 2013) cada vez que abusa de sus conocidos. Es el juego, amigo.

Por otro lado, es indudable que en el juego experimentamos formas propias de libertad, incluso de liberación. Para el psicólogo Gustav Bally, autor de El juego como expresión de libertad (1945), los animales que juegan ya se han alejado un paso de los automatismos del instinto. Si llevamos todo el capítulo diciendo que el juego es personal, voluntario y activo, ¿cómo puede mandar él? ¿Cuál de las dos explicaciones sobre la voluntad es correcta? Si atendemos al teórico del juego Brian Sutton-Smith, autor de The Ambiguity of Play (1970), ambas. El juego se ha entendido de maneras diferentes a lo largo de la historia; algunas de estas concepciones pertenecen a una cosmovisión antigua con un orden superior, otras responden a una moderna que pone al individuo en el centro de todo. En las primeras, el juego tiene que ver con la lucha de poder, la pertenencia a una comunidad y la manifestación del destino, mientras que en las segundas es una expresión del progreso, del yo y de la imaginación propia.

En la pugna entre juego como sistema de reglas y juego como actividad lúdica, el diseñador y pensador Bernie De Koven hacía una distinción similar: en una comunidad de game, las reglas deciden si los jugadores son lo suficientemente buenos para jugar; si no, cambian de jugadores. En una comunidad de play, los jugadores deciden si el juego es suficientemente divertido; si no, cambian las reglas. Pero también, en el fondo, admitía que game y play no son fáciles de separar y que incluso el play más libre tiene una estructura que aceptamos autoimponernos, y que a veces el play puede servir para cambiar al menos nuestra relación con la obligación: «Para cada camino existe una forma de seguir ese camino que es divertida».

En ninguna forma de juego desaparece la subjetividad voluntaria y activa del que lo juega, como tampoco desaparece nunca el mundo —o la confluencia de mundos— en el que jugamos. Nunca, por muy en solitario que juguemos, dejamos de relacionarnos con las ideas de otros, con el juego hecho otro, con nosotros mismos desdoblados en otros. Por ello, podría entenderse el jugar como una libertad dirigida, un dejarse ordenar por otras fuerzas simbólicas que nos permiten elegir y actuar con sentido, como en la aparente contradicción de Cicerón: «Seamos esclavos de las leyes para poder ser libres». Así, en el juego se nos revelan y reconcilian dos verdades centrales de nuestra existencia: estamos obligados a ser libres y al mismo tiempo existimos dentro de los márgenes de una realidad de la que no podemos escapar.

A qué juega este libro

Ya tenemos una idea del juego y de su importancia. Lo que se propone a continuación es que, al igual que, según Wittgenstein, podría escribirse un trabajo filosófico exclusivamente con chistes, el cine puede recorrerse con un mapa compuesto al completo de juegos. Hablamos de juguetes y tableros, de rol y videojuegos, de laberintos y acertijos, de puzles y rompecabezas, de parques temáticos y realidades virtuales, pero también de surrealismo y juegos creativos, de disfraces y teatros improvisados, de relatos con senderos que se bifurcan. El cine ludens es un cine sobre juegos, pero, ante todo, un cine que juega, un cine de libertades y creatividad, de giros y piruetas sobre unas normas que acepta solo como punto de partida de sus experimentos.

En los márgenes quedarán los deportes, la teoría de juegos matemática y, en especial, todo lo vinculado al mundo de los casinos y las apuestas; en parte por acotar conceptos, en parte porque han desarrollado géneros y tradiciones tan característicos y amplios que bien merecen sus propios libros. El mapa es ya suficientemente extenso: nos permitirá pasar por obras primigenias, grandes clásicos, cintas menores con méritos mayores, diferentes supermedios —animación, documental, ficción en imagen real—, múltiples géneros —comedia, terror, fantástico, drama, detectivesco, musical—, numerosos países, autores clave… En todas partes se juega y en todos sus espacios el cine ha jugado.

Estas son las constantes que nos guiarán en nuestro recorrido cinéfilo-lúdico: el juguete, el juego de mesa, el videojuego, las adaptaciones de estos tres, las culturas e individuos lúdicos, el dark play o juego forzado, el cine como juego —que deriva en propuestas como el mind game film—, los espacios lúdicos —parques de atracciones, mundos virtuales, laberintos y escape rooms— y las películas interactivas.

El juguete. Buzz Lightyear y Woody son iconos del cine, pero también Chucky y su novia Tiffany. Desde sus inicios, el medio ha dado vida a decenas de juguetes que amar y temer, siguiendo sueños que venían de largo: ya en 1838 Hans Christian Andersen fantaseaba con la vida privada de los juguetes en El soldadito de plomo. Vladislav Starévich (La petite parade, 1928) y Ub Iwerks (The Brave Tin Soldier, 1934) adaptaron este cuento cuando el cine lo permitió, y el pionero de la animación Émile Cohl animó a esos soldaditos antes que ellos en Le petit soldat qui devient Dieu (1908). De las marionetas de Karel Zeman a los peluches vivientes de Winnie the Pooh, de Pinocho al David de A.I. Inteligencia artificial (A.I. Artificial Intelligence, Steven Spielberg, 2001), el cine ha servido durante décadas como hada azul que despierta compañeros infantiles. Y es que en nuestra relación con los juguetes, con los que son nuestros de verdad, ya intuimos de niños una chispa que nos esquiva por los pelos, un alma que intentamos despabilar al jugar con ellos. Son objetos que contemplamos, pero también seres con los que nos relacionamos, dobleces —máscaras imaginativas, los llamaba Walter Benjamin— con las que adquirir nuevos ojos.

Benjamin, coleccionista entusiasta de juguetes, les dedicó numerosos textos, viendo en ellos una pieza central de la cultura. Por ello los jugueteros, como el que interpreta Robin Williams en Toys: Fabricando ilusiones (Toys, Barry Levinson, 1992), se nos muestran en el cine como personajes poderosos. En sus manos están las llaves de toda una generación. Este poder tiene un reverso siniestro, como el juguetero loco de Halloween III: El día de la bruja (Halloween III: Season of the Witch, Tommy Lee Wallace, 1983), un moderno flautista de Hamelín con intenciones terribles. Igual de siniestro es el niño que juega, pues esa esquiva chispa vital en el juguete nos hace sospechar que lo está esclavizando. Por ello resultan tan incómodas, a pesar de su tono familiar, las comedias El juguete (Le jouet, Francis Veber, 1976) y su remake americano Su juguete preferido (The Toy, Richard Donner, 1982), en las que el hijo de un millonario contrata como juguete privado a un pobre diablo. Y quizá de ahí surjan las fantasías de muñecos que cobran vida para atacar a sus dueños o —como se verá más adelante— de muñecas sexuales que los rechazan.

El juego de mesa. En la reciente Noche de juegos, un grupo de amigos se reúne cada semana alrededor de juegos de mesa, hasta que la cosa se desmadra y pasa al juego forzado. De forma similar, los organizadores de Locuras de medianoche (Midnight Madness, Michael Nankin y David Wechter, 1980) convierten toda una ciudad en el tablero de su partida. En la argentina El inventor de juegos (Juan Pablo Buscarini, 2014), la creación de propuestas lúdicas es la puerta a la aventura, y en su compatriota Rompecabezas (Natalia Smirnoff, 2009), los puzles permiten a la protagonista recomponer su vida. Otro juego de mesa de fama mundial, la güija —basado en las mesas parlantes de los espiritistas e impulsado en los sesenta por la juguetera Parker Brothers—, ha aparecido en cintas de terror como El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), Witchboard (Juego diabólico) (Kevin Tenney, 1986) o Ouija: El origen del mal (Ouija: Origin of Evil, Mike Flanagan, 2016), elevando esa voluntad antropomórfica que muchas veces le intuimos al juego, también reflejada en la india Ludo (Quashiq Mukherjee y Nikon, 2015) —de la que cuanto menos se diga, mejor. Sea del tipo que sea, el juego de mesa, presente en la cultura humana desde hace milenios y en plena forma hoy en día, ha sido y es una fuente constante de ideas para el cine. Y eso sin hablar todavía, como sí se hará en este libro, del rol, el ajedrez y el go.

El videojuego. Tras décadas de un pánico moral que todavía colea, el videojuego vive hoy la hipérbole contraria, una celebración milagrosa. Este viraje se puede seguir en su representación en el cine. Durante años fue un signo de lo nerd, y sus primeras apariciones, como hobby de los protagonistas —Joysticks (Greydon Clark, 1983)— o como puerta a otro mundo —Pesadillas (Nightmares, Joseph Sargent, 1983)—, están protagonizadas por jóvenes más o menos impopulares y retraídos. Ahora, lo nerd es un marcador de modernidad, y el videojuego es explotado con gusto por las industrias pop, además de tener grietas —el juego móvil, el nuevo underground, algunos experimentos narrativos— que rompen al fin la imagen monolítica del gamer hipermotivado. Ahora que todos somos nerds, los héroes de ficción pueden ser jugadores como los de Ready Player One (Steven Spielberg, 2018), aunque en el fondo los veteranos del medio sospechamos que no nos hemos alejado tanto del mezquino George Costanza, capaz de jugarse la vida en Seinfeld (1989-1998) por no perder su récord de Frogger (Konami, 1981).

La representación del videojuego en el cine tiene rarezas más llamativas, como Kung-Fu Master (Agnès Varda, 1988), donde el juego original sirve para destacar la diferencia de edad entre la mujer protagonista y el joven del que se enamora, o Ben X (Nic Balthazar, 2007), en la que un joven autista se relaciona con el mundo gracias a un juego de rol online. La transición del videojuego al cine también ha empezado a guionizar su historia y crear sus propios mitos, como el enfrentamiento entre Rockstar Games, creadores de la saga Grand Theft Auto (1997-2013), y el abogado moralista Jack Thompson, narrado —sin mucha gracia— en The Gamechangers (Owen Harris, 2015).

Más provocador es el uso del videojuego como tecnología para crear películas, pariente de las prácticas machinima. Se rescatan en este libro un par de obras oscuras en esta línea.

Adaptaciones. Podría escribirse un libro dedicado por entero a las adaptaciones de juegos, juguetes y videojuegos, pero sería uno que pocos querríamos leer. De entrada, perdería gran parte de su carácter lúdico, pues muchas de estas cintas usan poco más que la marca y se empeñan en volverla seria —«esto no es un juego»—; por no hablar de los resultados, entre mediocres y atroces. No hace falta recordarle al que las haya sufrido el mal trago que suponen Assassin’s Creed, Alone in the Dark (Uwe Boll, 2005) o Prince of Persia: Las arenas del tiempo (Prince of Persia: The Sands of Time, Mike Newell, 2010).

Es una verdad popular que las adaptaciones de videojuegos son proyectos malditos, y cabría añadir que más por dejadez y cinismo que por falta de potencial. Tampoco el juguete ha corrido mejor suerte, como prueban las decenas de cintas directas a vídeo de Barbie y las versiones en imagen real de Transformers; y lo mismo puede decirse del juego de mesa, como la adaptación de Hundir la flota, que parece hecha para humillar a Rihanna. Pese a ello, se han rescatado aquí algunas obras —cinco sobre videojuegos, dos de juguetes y una de juegos de mesa— que rompen con el tópico y dejan lugar a la esperanza.

Culturas e individuos lúdicos. Aunque todos juguemos, hay maneras de vivir que dan más importancia al juego que otras, y personajes que se protegen de la sociedad mediante el juego o se esfuerzan por hacerla más lúdica. De entre estos homo ludens a tiempo completo se rinde aquí homenaje a dos: Momo, la niña protagonista del libro homónimo de Michael Ende (1973) y de la película que lo adapta (Johannes Schaaf, 1986), y el actor Bill Murray. De ambos podemos aprender a jugar y a vivir. El segundo, además, posee un estilo de interpretación playful sin igual que ha dado vida a multitud de protagonistas lúdicos que darían para todo un mapa alternativo del cine ludens. Artur Skweres ha estudiado a fondo a Phil Connors —Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993)— como jugador total en su Homo Ludens as a Comic Character in Selected American Films (2017), y aquí veremos un personaje menor, Wallace Ritchie —El hombre que no sabía nada (The Man Who Knew Too Little, Jon Amiel, 1997)—, que sin embargo refleja a la perfección su concepción de la vida como patio de juegos.

Más allá de los individuos, las (sub)culturas lúdicas se han explorado y ensalzado en los últimos años en documentales como Darkon (Luke Meyer y Andrew Neel, 2006), dedicado al rol en vivo; Man vs Snake: The Long and Twisted Tale of Nibbler (Tim Kinzy y Andrew Seklir, 2016), sobre retrogaming competitivo; o World of Darkness: El documental (World of Darkness, Giles Alderson, 2017), donde se sigue a las comunidades creadas alrededor de Mundo de Tinieblas, serie de juegos de rol iniciada con Vampiro: La mascarada. La mayoría de estas cintas, aunque informativas, acaban por abusar de la misma fórmula: gente con demasiada pasión por lo suyo que al final nos convence de que aquello que es su pasión lo merece. Mucho más iluminador es prestar atención a los espectadores lúdicos, esos que van a las salas del cine de culto y a las midnight movies a participar, gritar y bailar.

Dark play o juego forzado. El reverso tenebroso de lo expuesto arriba es el juego forzado, que explica bien el filósofo Bión de Borístenes (recogido por Plutarco): «Aunque los niños tiren piedras a las ranas por deporte, las ranas no mueren por deporte, sino de verdad». Si nos obligan a jugar, ya no es un juego, aunque para nuestro compañero de juego sí lo sea.

El juego real añade drama, conflicto y riesgo, y por ello ayuda a los relatos sobre juegos a superar su principal obstáculo: si el juego es voluntario y en cualquier momento podemos abandonarlo, sus protagonistas no están encerrados. ¿Quién en su sano juicio jugaría por voluntad propia a Los juegos del hambre (The Hunger Games, Gary Ross, 2012)? Las coacciones de 31 (Rob Zombie, 2016), Gamer (Mark Neveldine y Brian Taylor, 2009) o Zathura, una aventura espacial (Zathura: A Space Adventure, Jon Favreau, 2005) añaden consecuencias reales a la partida, aunque eso haga que lo que vemos ya no sean juegos en sentido estricto, o que solo lo sean para los que están al mando.

Así, gran parte de las películas incluidas en este libro tienen algún grado de juego forzado, aunque el dark play literal sugiere aquellas situaciones en que alguien obtiene placer en obligar a otros a participar en sus propios juegos, normalmente macabros. Estos secuestros lúdicos pueden ser a nivel individual —Funny Games (Michael Haneke, 1997)—, a gran escala —Battle Royale (Kinji Fukasaku, 2000)— o en prisiones-juego —Saw (James Wan, 2004)—, y con ellos hablamos de torturas, cacerías humanas y otras pesadillas a las que nadie querría jugar.

Películas interactivas. Este es el híbrido soñado, la eterna promesa que nadie ha pedido y sin embargo no dejamos de perseguir. Casi siempre explorado desde el videojuego, el formato le debe mucho a Dragon’s Lair (Cinematronics, 1983), que lo reformuló como una cadena de inputs que prueban los reflejos del jugador. Ahí encontramos la base de los llamados juegos FMV, que gracias al CD pasaron de las recreativas al espacio doméstico, con una incursión fallida en el VHS mediante máquinas con el Action Max VHS o el View-Master Interactive Vision.

Nunca se ha ido del todo y ahora pueden encontrarse propuestas que intentan dignificarlo, como Late Shift (Tobias Weber, 2016), aunque mucho más estimulante es el uso que hace de la imagen real Her Story (Sam Barlow, 2015), liberándose de las convenciones de ambos medios y creando algo nuevo más allá de ellos. Aquí veremos los orígenes de este híbrido desde un lado atípico: el del cine.

Espacios lúdicos. Los parques de atracciones son lugares creados para el juego en los que, según el cine, es posible cruzarse con niños ninja —3 ninjas en el parque de atracciones (3 Ninjas: High Noon At Mega Mountain, Sean McNamara, 1998)—, comediantes de cine mudo —Fatty en la feria (Coney Island, Roscoe Fatty Arbuckle, 1917)—, jóvenes que trabajan por cuatro duros mientras viven el verano de sus vidas —Adventureland (Greg Mottola, 2009)— o incluso con Eddie Murphy intentando recuperar el lustre de éxitos pasados —Superdetective en Hollywood III (Beverly Hills Cop III, John Landis, 1994). También con cadenas de casualidades que acaban en masacre —Destino final 3 (Final Destination 3, James Wong, 2006).

Pero no son los únicos espacios de este tipo que el cine ha explotado. Vemos parques acuáticos en El camino de vuelta (The Way Way Back, Nat Faxon y Jim Rash, 2013) o Piraña 2 (Piranha 3DD, John Gulager, 2012), entornos virtuales en Summer Wars (Mamoru Hosoda, 2009) o El congreso (The Congress, Ari Folman, 2013), y laberintos en Dentro del laberinto (Labyrinth, Jim Henson, 1986) o El corredor del laberinto (The Maze Runner, Wes Ball, 2014), además de todo un aluvión de cintas de terror recientes sobre escape rooms convertidas en trampas mortales: 60 minutos para morir (Escape Room, Will Wernick, 2017), Escape Room (Peter Dukes, 2017), No Escape Room (Alex Merkin, 2018) y The Escape Room (Adam Robitel, 2019). Con ellas se cierra el círculo, pues estas salas le deben mucho en primer lugar a las retorcidas pruebas de Cube (Vincenzo Natali, 1997) o Saw.

El cine como juego. «Alguien ha cometido un asesinato. ¿Puedes adivinar quién se esconde detrás del disfraz? Cinco grandes estrellas te retan a adivinar los papeles que interpretan.» Así se presentaba El último de la lista (The List of Adrian Messenger, John Huston, 1963), suerte de Quién es quién fílmico que adelantaba el carnaval de las Wachowski y Tom Tykwer en su genial El atlas de las nubes (Cloud Atlas, 2012). Reconocer y fingir que no reconocemos es el juego básico detrás de todo star system y de la suspensión de incredulidad misma. También las expectativas son cuestión de reglas y movimientos. «El cine es un juego jugado por la gente que hace películas con la gente que las ve», dice Gaspar Noé.

No son las únicas preguntas-juego que el cine nos lanza. Vera Dika, en su libro Games of Terror: Halloween, Friday the 13th, and the Films of the Stalker Cycle (1990), estudia cómo el slasher pone al espectador, mediante el uso de puntos de vista cambiantes, el fuera de campo y la opacidad formal, en la posición de un jugador que se pregunta constantemente dónde está el asesino y cuándo atacará. Recordemos también que el detectivesco está tan dominado por una pregunta central que esta se ha acabado convirtiendo en sinónimo del género: whodunit?

Estas preguntas lúdicas se llevan al extremo en los actuales mindgame films y puzzle films, obras fragmentadas que obligan al espectador no solo a seguirlas, sino a interpretar su presentación, forma y estructura. Cintas como Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch, 1997) o Memento (Christopher Nolan, 2000) nos plantean rompecabezas de diferentes tipos, jugando con la narrativa o incluso la percepción, y podríamos rastrear su origen hasta los juegos conceptuales y metaficcionales de Céline y Julia van en barco (Céline et Julie vont en bateau, Jacques Rivette, 1974) o La montaña sagrada (Alejandro Jodorowsky, 1973).

Son juegos creativos que muchas veces empiezan con la idea del propio autor como jugador, a veces sometido a reglas autoimpuestas como las del cadáver exquisito surrealista, a veces simplemente entendiendo su medio como un juego. El cineasta Nicolás Pereda lo describe como «un juego de representación» que, como cualquier otro, tiene reglas autoimpuestas. «Cuando salimos del marco de las reglas con sutileza y precisión, podemos sorprendernos. Este proceso expande el marco y hace el juego más complejo.» El cine crece jugando consigo mismo.

En esta línea, no nos podemos olvidar de las películas que se han animado a jugar remediando formas del videojuego sin adaptarlo directamente. Desde la citada Atrapado en el tiempo, por ejemplo, no faltan bucles temporales explorados como misiones videolúdicas. Snowpiercer (Bong Joon-ho, 2013) usa una puesta en escena lateral y lineal para una estructura por niveles de videojuego clásico, y las mejores ideas de la fallida pero voluntariosa Sucker Punch (Zack Snyder, 2011) vienen de esta transferencia entre medios.

Ética y estética del cine ludens

Queda claro que, aunque las adaptaciones lúdicas sigan chocando contra un techo creativo, el cine ha prestado atención al juego y ha jugado desde sus inicios, desde que sus pioneros descubrieran trucos, como el paso de manivela, que hacían de la cámara un juguete. Más aún, el cine ha sido, es y será siempre un juego, en el que creadores y espectadores jugamos a reinventarnos y a reinventar el mundo, en el que nos liberamos tanto como nos descubrimos dependientes de la realidad. Como la ficción y el humor, el juego nos sirve para tomar distancia y ver el mundo con una perspectiva más amplia, más flexible; más fecundo en posibilidades.

El cine ludens es un buen recordatorio de ese espíritu libre, de esa anarquía que define sus propios márgenes, de esa imaginación que nos hace ser humanos y nos redime. Conviene recordarlo en estos tiempos en que el juego está de moda y nos lo encontramos por todas partes, vinculado a usos que prometen cambiar el mundo de raíz. Se ha dicho que el siglo XXI es el siglo lúdico, pero ya el matemático Daniel Bernoulli dijo lo mismo del XVIII. Cuidado con las revoluciones que pretenden entregarnos un fuego que ya llevamos dentro. El filósofo Simon Critchley advierte contra la diversión estructurada de nuestros tiempos, que nos acerca al trabajo y nos distrae de la meditación, impuesta siempre desde arriba como un imperativo —¡diviértete!— para devolvernos al redil, cómplice del estrés que critica Peter Sloterdijk.

Esté atento el lector a ese falso e inhumano juego y recuerde siempre que el juego verdadero nos exige equilibrar orden y caos, lo apolíneo y lo dionisíaco, tradición e individualidad. Si este mapa del cine ludens nos sirve para detectar las reglas de los juegos en los que estamos participando y, a partir de ahí, jugar con ellas para expandirlas, habrá merecido la pena escribirlo. Porque el juego que no se examina no merece ser jugado.

Seamos, pues, auténticamente lúdicos hasta nuestros créditos finales.