Capítulo I
No es ningún secreto que la evolución de la gestión de marca y la estrategia publicitaria están estrechamente ligadas a los avances en psicología, desde las seminales propuestas behavioristas o conductistas legadas por John B. Watson —el artículo «Psychology as the behaviorist views it» (1913) es un buen ejemplo— al hilo del popular «reflejo condicionado» de Pavlov, hasta propuestas cognitivistas clásicas como las teorías sobre persuasión en las que Petty y Cacioppo acuñan las rutas central y periférica —teorías contenidas, entre otros, en su trabajo Communication and Persuasion (1986)— en el afán de encontrar la tan ansiada eficacia publicitaria. Durante esta prolífica y estrecha relación teórica y profesional entre branding y psicología —una relación, digamos, poco igualitaria, con un profundo vampirismo del primero sobre la segunda— se han adaptado diferentes escuelas con distinta suerte y obviamente longevidad. De este modo, a principios del siglo xx el conductismo fue la principal aportación psicológica a la publicidad, con figuras, además del citado Watson, como William McDougall, o el llamado «padre de la investigación de mercados» (Samuel, 2015, pág. 19), Paul T. Cherington. En la mitad del siglo pasado comenzaron a llegar a la publicidad ecos del psicoanálisis a través de los llamados «investigadores motivacionales», con Ernest Dichter, Pierre Martineau o Louis Cheskin a la cabeza. Cuando parecía que se agotaban los motivos inconscientes de compra apareció en escena un tercer paradigma, la psicología cognitiva, con teóricos de la talla de Bettman o Holbrook e Hirchsman, acompañando a los ya mencionados Petty y Cacioppo. Y ahora parece ser el turno de las neurociencias, aunque a decir verdad aún no tenemos ningún nombre propio, ni tampoco una teoría de peso, por lo que por el momento solo son reseñables algunas aplicaciones que parecen haber sido exitosas.
No es menos cierto que, en la mayoría de los casos, las excesivas simplificaciones de las teorías o modelos psicológicos que se han utilizado para la gestión de las marcas, o para explicar su funcionamiento, han causado su fracaso, desuso o falta de confianza. Otro motivo que puede justificar los continuos cambios es simplemente la pérdida de novedad. El sector que nos ocupa sitúa la idea de «novedad» como un asunto capital: en el mundo de la comunicación y el branding solo «vende» lo «nuevo», aunque se esté desechando una teoría, metodología o modelo francamente valioso.1 Con todo, y más allá de cuestiones empíricas, hay una justificación teórica de peso en este baile de teorías, escuelas psicológicas o influencias en general en la gestión de las marcas: el brand management tiene una naturaleza dinámica y evolutiva (cfr. Fernández Gómez, 2012), es decir, se asumen progresivamente nuevas teorías, modelos, técnicas o herramientas. En este sentido, es necesario entender el branding como:
«un proceso estratégico y táctico mediante el cual se crea, gestiona y comunica una marca, implementando los diferentes puntos de contacto de la misma con todos los agentes que influyen sobre ella: desde el marketing y la comunicación (comercial y corporativa), hasta la gestión empresarial, transmitiendo de este modo unos valores de marca, por un lado, tangibles y racionales y, por otro lado, intangibles y emocionales, permanentes pero en constante evolución, con el propósito de construir un universo que la marca proyecta y el consumidor experimenta» (Fernández Gómez, 2013, pág. 20).
Esta realidad en la gestión de marca implica una renovación permanente de sus presupuestos teóricos, que, como hemos discutido en otras ocasiones (cfr. Fernández Gómez, 2012), pueden suponer leves matices diferenciales, acusadas variaciones o incluso antagonías entre las diferentes propuestas.
En este contexto, los enfoques de branding cultural —objeto del presente trabajo—, más que dividir, sirven de nexo a teorías de muy diverso signo. En efecto, las influencias teóricas y las bases conceptuales sobre las que se construye el branding cultural son tan ricas y variadas como interesantes. Por ello, no son pocos los profesionales del sector que hace algunos años ya advertían de la necesidad de gestionar las marcas desde un enfoque híbrido: «Una buena estrategia de branding se basa hoy en entender las reglas de juego de la competencia y el sector, integrar el consumidor en la educación, entender los significados culturales, y desarrollar una estrategia en el tiempo según el curso natural del aprendizaje» (Ollé; Riu, 2009, pág. 164).
El branding cultural puede definirse como: «[…] los principios estratégicos que hay tras la creación y gestión de una marca y su modificación en icono. El branding cultural es todo lo que puede hacer la cultura para la creación de valor de marca» (Heding; Knudtzen; Bjerre, 2009, pág. 216. TDA). La comunicación mediática y el arte son elementos clave para esta instrumentalización de la cultura por parte de las marcas. En términos de Holt, Quelch y Taylor, el branding cultural puede enmarcarse en una visión donde:
«[…] para entender cómo perciben los consumidores las marcas globales, las empresas deberían pensar en términos culturales. […] La cultura es creada y preservada principalmente por la comunicación. En las sociedades modernas, la comunicación adopta muchas formas: artículos de periódicos y revistas, transmisiones de radio y televisión, contenido de Internet, libros, películas, música, arte y, por supuesto, publicidad y comunicaciones de marketing» (2003. TDA).
Es importante destacar asimismo que el branding cultural es relativo, ante todo, a cuestiones relacionadas con el significado que adquieren y generan las marcas comerciales. Como señalan Testa, Cova y Cantone (2017, pág. 1492. TDA): «La actividad de dotar a las marcas comerciales de un significado evocador está en la base de la aproximación conocida como branding cultural». En estos términos, el branding cultural es, esencialmente, una actividad de semántica de la marca.
La mencionada relación entre marcas y cultura es tan acusada que incluso en la jerga corporativa se ha creado un concepto denominado «cultura de marca». Esta se puede definir como: «[…] el conjunto de creencias, costumbres, experiencias, hábitos y valores que caracteriza a un grupo humano que, en este caso, se restringe al ámbito de una administración, corporación, empresa, institución, negocio u organización» (Casanoves, 2017, pág. 179). El concepto descansa en una noción de marca como activo intangible que tiene un componente simbólico que gestionar y designa los valores de una organización en un contexto cultural concreto. Aunque pueda resultar un concepto novedoso, Dru, en la década de 1990, en otro de los libros clásicos de la publicidad, Disrupción. Desafiar los convencionalismos y estimular el mercado, sostenía: «En el campo del marketing, el concepto de “cultura de marca” se está generalizando, del mismo modo que todas las agencias han compartido durante los últimos veinte años el de “personalidad de marca”. Se sigue diciendo que las marcas son como las personas, que tienen personalidad. Una personalidad en general estable, mientras que la cultura es fluida, en proceso de reconocimiento y cuestionamiento. Lo que cuenta no es tanto lo que el producto hace, sino cómo “piensa” y las iniciativas que toma, el ámbito de experiencia que establece para sí» (Dru, 1997, pág. 187). En un texto más reciente, Edwards y Day confirman este punto: «Estando con los consumidores, discutiendo sobre la marca como si fuera un trozo de papel en blanco, es fácil olvidar que lo que está detrás es una organización viva con una amalgama de valores, inclinaciones, tradiciones y accidentes que llamamos cultura […]. A medida que las compañías crecen y se dispersan, la cultura supone una fuerza de vital importancia que mantiene a las personas juntas y motivadas» (2005, pág. 35).
Como se puede observar, no es nuevo asociar la comunicación y las marcas con la cultura en que se enmarcan; la novedad radicaría en considerar la cultura en sí misma como una teoría de brand management. Dicho de modo más funcionalista: el gestor de marca puede aprovechar e instrumentalizar los códigos culturales con objeto de producir sentido (cfr. Schroeder, 2005, pág. 1291). La selección de los códigos culturales para generar una semántica de la marca se realiza mediante, al menos, dos mecanismos: a) aprovechar la reserva de símbolos culturales; b) recurrir a un problema o tensión cultural relevante. En ambos casos, que veremos desarrollados en capítulos posteriores de este libro, se opera de la misma forma: acudir a la cultura para obtener los valores intangibles de una marca.
Apostar por lo intangible nos lleva irremediablemente al branding de personalidad, con sus teorías de psicología profunda, las necesidades de naturaleza cultural y las teorías de gestación de dicho activo intangible. Sin embargo, los enfoques culturales presentan un rasgo distintivo que nos hace pensar que estamos ante una versión mejorada de los mecanismos de base motivacional que son el motor del branding de personalidad: su carácter colectivo —asunto que se abordará de forma pormenorizada cuando expliquemos las bases teóricas del branding cultural. Del mismo modo, los enfoques culturales trascienden los modelos asociados al branding de producto, más simples y mecanicistas. En definitiva, podemos afirmar que el branding cultural es un enfoque muy evolucionado que supera paradigmas, modelos o teorías anteriores. En este sentido, Cayla y Arnould entienden que bajo el enfoque cultural «[…] las marcas son parte del tejido de la cultura popular y viven en nuestra mitología moderna; deben ser analizadas como formas culturales, portadoras de significados y artefactos que estructuran el pensamiento y la experiencia […]. La significatividad colectiva de las marcas evita los modelos diádicos de las relaciones firma-cliente que dominan los enfoques psicológicos y económicos del branding» (2008, pág. 105, TDA).
El branding cultural deviene de dos procesos: uno que pasa por la influencia definitiva de la cultura sobre la marca —podemos decir que la cultura construye marca—, y otro proceso simultáneo basado en el impacto que la marca tiene sobre el mercado y la cultura globalizada. Estas teorías conciben a las marcas como elementos capitales en lo que a construcción cultural se refiere. Tal y como establece Batey, algunas marcas «salen de su categoría y se insertan en la cultura. El significado y la importancia que tienen para los consumidores residen menos en el contexto de su categoría, y más en su contexto sociocultural» (2013, pág. 309). En opinión de los brand managers culturalistas, las marcas son poderosos instrumentos que contribuyen a confeccionar el discurso de la cultura dominante.2 De este modo, uno de los principales defensores de estas teorías, Holt, firma un trabajo junto a John Quelch y Earl Taylor para el Harvard Business Review, «How Global Brands Compete» (2004), donde reinvindican la importancia del «branding cultural» como propulsor del concepto de «cultura global». A juicio de los investigadores, el surgimiento de una cultura global no significa que los consumidores compartan los mismos gustos o valores, sino que personas de diferentes naciones, a menudo con puntos de vista opuestos, participan de una misma óptica basándose únicamente en símbolos compartidos. Uno de estos símbolos clave de la conversación entre culturas es la «marca global» (cfr. Holt; Quelch; Taylor, 2004, pág. 70).
Por su parte, Jonathan Schroeder, en «The Artist and the Brand» (2005), entiende que la cultura, y más concretamente las artes visuales, son un referente relevante para que las marcas conecten con los consumidores. A su juicio, si las marcas son capaces de instrumentalizar los códigos culturales, también pueden producir sentido compartido por los usuarios (cfr. 2005, pág. 1291). De este modo, señala que: «las artes visuales son un impresionante sistema referente cultural que los gerentes de marca, directores de arte, y las agencias de publicidad aprovechan para su estrategia de representación del poder» (Schroeder, 2005, pág. 1301. TDA). Schroeder considera que el marketing tiene una ventaja competitiva si instrumentaliza las herramientas que desarrollan la Historia del Arte y los estudios culturales. En su opinión, investigar la poética y política de la marca como un sistema de representación, o explorar las genealogías visuales de la estrategia actual de comunicación de marketing, son mecanismos que el branding no debe desdeñar, pues le aporta alta cultura (cfr. Schroeder, 2005, págs. 1301-1302).
La marca actúa como un artefacto cultural, ampliando el foco de análisis desde un nivel del consumidor individual a un nivel macro sobre el papel que juegan las marcas en la cultura de consumo. Heding, Knudtzen y Bjerre (cfr. 2009, pág. 210) hablan de esta cualidad de la marca como «artefacto cultural» dinámico, al compararlo con una película de Hollywood o un musical. A su juicio, la marca es un narrador, storyteller, por lo que está dotada de un significado dentro de la cultura colectiva. Esto implica entender los proyectos de identidad de los consumidores analizados en un nivel amplio, y no individual, como sucede en el paradigma de «personalidad». Es decir, el consumidor está implicado en la cultura que le rodea e influido por ella, de forma que la creación de un significado de marca colectivo resulta relevante para él.
Otra idea importante en general en el branding cultural es cómo se produce el significado de la marca. Según Hatch y Schultz: «[…] el significado de una marca lo producen y distribuyen entre las personas a las que afecta. […] Una marca que no permita a las personas expresar y simbolizar valores culturales y personales carece de valor económico y, sin embargo, ese valor simbólico de las marcas suele pasarse por alto, lo que a su vez dificulta una comprensión exhaustiva de la marca corporativa» (2010, pág. 50). Así, la marca está sujeta a la dinámica social y cultural, esto es, se ve influida por cambios que se dan en un campo externo al responsable de marketing. Esto significa que dicho responsable no es el único creador de los significados de marca (cfr. Heding, Knudtzen y Bjerre, 2009, pág. 210): todo lo que rodea a la firma genera contenidos de marca. Por consiguiente, y en opinión de estos académicos, estar al corriente de todos los asuntos de actualidad cultural es beneficioso para la marca, que de este modo ganará competitividad al dar al consumidor una red de asociaciones más poderosas. La idea de recurrir a asuntos sociales, políticos, económicos, etc., es, por otro lado, una premisa básica de los trabajos de Holt, como se verá en el capítulo cuarto de este libro.
Las teorías de branding cultural tienen tres principios básicos. El primero es una lectura del «paradigma del consumidor», en el que se enmarcan, más compleja y rica en matices que la de otros enfoques o modelos. Efectivamente, en esta nueva aproximación al brand management se contempla al usuario de forma mucho más implicada y activa en todo lo que se refiere a la marca. A diferencia de teorías como la del posicionamiento o la identidad de marca, en las que el consumidor tiene un papel menor en casi todos los casos —si bien es cierto que progresivamente las teorías van reconociéndolo de forma más amplia y conexa—, el branding cultural eleva la importancia de los usuarios de forma notable. De hecho, esta consideración participativa y proactiva de los clientes es precisamente uno de los puntos de partida de las teorías más vinculadas al activismo del consumidor con las marcas; es decir, las teorías «relacionales», de «culto» o de «comunidades» que cierran el paradigma del branding de consumidor (cfr. Fernández Gómez, 2013). En efecto, estos postulados culturales se configuran como la primera piedra de los enfoques de naturaleza relacional. Podemos decir que bajo esta óptica de branding se empieza a concebir al consumidor como una pieza clave para construir comunicación de marca. Por consiguiente, los enfoques culturales suponen una evolución muy importante en el brand management respecto a los modelos de los paradigmas más arcaicos —como el caso del branding de producto—, e incluso en lo que concierne a otros modelos previos de branding de consumidor —como el posicionamiento o las teorías de identidad.
Partimos de que los enfoques culturales, al hundir sus bases en teorías del branding de personalidad —la investigación motivacional, la jerarquía de necesidades o la transferencia de significado—, suponen un avance teórico notable para el brand management. No solo porque estas influencias lo fortalecen, sino porque los enfoques culturalistas de marca suponen un paso más allá al poner el foco en el colectivo, y no solo en el individuo. En esta hipótesis abunda Teresa Gordillo en su interesante aproximación a las comunidades de marca a partir del interaccionismo simbólico: la investigadora parte de que las marcas entran en el escenario social y cultural, pues se hace cada vez más evidente la necesidad de considerar los estilos de vida de los consumidores y sus deseos de satisfacer necesidades sociales y psicológicas. En este contexto, las marcas llegan a funcionar como verdaderos símbolos culturales e identitarios, superando su concepción como una entidad con personalidad propia para pasar a entenderlas como insignias de modos de ver el mundo. Esta nueva realidad puede estudiarse desde la consideración de las marcas como símbolos culturales capaces de generar comunidades de diversa índole a su alrededor (cfr. Gordillo, 2017, pág. 565). En este sentido, y en la línea de Rosenbaum-Elliott, Percy y Pervan (cfr. 2015, pág. 53), es posible afirmar que el consumo de los significados simbólicos de los productos se entiende como un proceso social que representa las categorías de una cultura que está en constante cambio. Es decir, el significado de los bienes se fundamenta en un contexto social, y su demanda deriva de su papel en el contexto cultural más que de su capacidad para satisfacer necesidades. Por tanto, los bienes de consumo son más que objetos de intercambio económico: son signos que se usan para situarse en la sociedad. Los autores insisten en que el consumo como práctica cultural es una forma de participar en la vida social y sirve como cimiento de las relaciones sociales, asumiendo el sistema de consumo como una expresión de una estructura social; una idea que coincide con la tesis de Gordillo:
«En este sentido, hablar de una marca cultural implica entender que esta es capaz de albergar poderosos contenidos referidos a los elementos definitorios de una determinada organización social. Esto es, se configura como un repositorio de significados colectivos que representan el modo de sentir, pensar y vivir de una comunidad. Estos significados se van formando, desde los principios interaccionistas, a través de la interacción social —entendiendo que la cultura está en continuo movimiento por definición. Por tanto, podemos afirmar que perderían su sentido si no son aceptados de forma colectiva. Es decir, para que una marca pueda establecerse como artefacto cultural, sus significados deben ser compartidos» (2017, pág. 570).
A juicio de Gordillo, el valor de una marca cultural radica en su aceptación colectiva. Con ello, se amplía la dimensión simbólica del consumo para contemplar los significados contenidos en las marcas desde su aprobación grupal. Los valores de marca son cocreados de forma constante por el consumidor, la compañía y la propia cultura como contexto que rodea todo el proceso. Por un lado, como señalan Aitken y Campelo (cfr. 2011, pág. 916), los significados de marca se construyen socialmente y se comparten colectivamente; así, los consumidores participan en la construcción de la marca. Por otro lado, es necesario considerar asimismo el contexto cultural, en la medida en que, como Ollé y Riu advierten: «cualquier cambio cultural, acontecimiento social o movimiento económico puede tener impacto en el contexto de nuestra marca y en los significados que esperamos trabajar en torno a la misma» (2009, pág. 112). Si la cultura está en continuo movimiento por definición, las marcas culturales, al estar integradas en ella, se contagian de este dinamismo y pueden evolucionar como los fenómenos dinámicos que son. Sus significados asociados, al ser creados en la interacción de su entorno cultural, pueden ganar especial relevancia hasta el punto en que, además de sobrepasar el producto, llegan a sobrepasar su propia consideración como firma comercial (cfr. Gordillo, 2017, pág. 572).
La segunda base teórica de los enfoques culturales es que estos irían más allá del cognitivismo psicológico; algo que se asocia estrechamente tanto con el principio que acabamos de exponer como con el tercer principio que estudiaremos a continuación, por lo que funciona como nexo entre ambos. En las teorías enmarcadas en el paradigma de branding de consumidor, la influencia de la psicología cognitiva es muy pronunciada; el enfoque cultural, aunque sigue conservando peso de dicha corriente psicológica —de hecho, el principio de la asociación de ideas es vehicular— es sin embargo más amplio y diverso teóricamente. Así, mantiene la idea de que la marca es una red asociativa: «un sistema en que todo lo conecta» (Franzen y Moriarty, 2009, pág. 265. TDA), pero trasciende al mismo tiempo la base cognitiva: «Cuando hablamos de marcas, las asociaciones tienden a ser vistas solo en el sentido más estrecho de conexiones entre elementos cognitivos, pero de hecho el concepto tiene un significado más amplio: es sobre todo lo que puede estar interconectado en nuestro cerebro, incluyendo las conexiones entre marcas y emociones, actitudes y tendencias comportamentales (hábitos)» (Franzen; Moriarty, 2009, pág. 263. TDA). De hecho, Franzen y Moriarty proponen una teoría que llaman spreading activation theory (teoría de la activación de la extensión) para explicar el presente enfoque (cfr. 2009, pág. 270). La spreading activation theory describe cómo es el proceso de «asociación» que tiene lugar después de la evocación de una señal; según los autores se basa en la neurobiología y se refiere a las oportunidades que tiene una marca de activarse en la fase de «evocación», dependiendo de la fuerza de sus conexiones con los criterios de búsqueda. En nuestra opinión, el modelo conectaría los enfoques cognitivistas con la investigación motivacional y otras teorías del paradigma de branding de personalidad. De hecho, se representa gráficamente mediante una metáfora visual que nos recuerda a la que plantea Aaker para su «modelo de planificación de identidad» (2001). En palabras de los propios autores: «Podemos imaginar una marca metafóricamente como un espacio esférico en el que las asociaciones básicas están situadas en el centro, rodeadas por un espacio con asociaciones que decrecen en intensidad» (Franzen y Moriarty, 2009, pág. 272. TDA). Los académicos (cfr. 2009, pág. 272) señalan que el núcleo de esa esfera incluye asociaciones básicas como el nombre, el logo, la tipografía, y lo primero que el consumidor piensa de una marca (una imagen, una propiedad, etc.). Otras asociaciones parten de este núcleo, y dependen de la situación en que se encuentre el consumidor. El valor de una marca y las actitudes que los consumidores desarrollan hacia ella parten de estas asociaciones básicas (core associations). En este sentido, algunas de ellas, directamente vinculadas con la psicología cognitiva, como puede ser el posicionamiento, tienen una gran importancia. No obstante, otros tipos de asociaciones más experienciales y afectivas son igualmente trascendentes y no se cobijan en esta corriente psicológica.
La tercera base teórica del branding cultural es su vinculación con teorías y mecanismos de comunicación del paradigma de «personalidad». Estos postulados continúan en cierta forma la relación que ya se establece en el identity approach —en Keller (cfr. 1993) o Aaker (cfr. 2001), y en mayor medida en Kapferer (cfr. 1992)—, pero acentuándolo. La estrecha asociación con el «branding de personalidad» supone, por un lado, una ruptura con el cognitivismo imperante en todas las teorías del paradigma del «consumidor» hasta la fecha, y, por otro, un regreso a planteamientos psicológicos más profundos e inconscientes: los psicoanalíticos y motivacionales. En efecto, el branding cultural, de forma más explícita que las teorías de «identidad», apuesta por el self-concept, la autorrealización y el consumo simbólico. De hecho, quizá la base epistemológica más acusada de estas teorías sea la introducción de la antropología en su sentido más amplio.3 En este sentido, las teorías culturales de las marcas parten del «imaginario colectivo» de Jung, de la arquetípica como retrato universal y sintético, de los relatos y narraciones que contienen de forma atractiva y renovada tales arquetipos —a través del concepto de «mitema» de Durand— o ideas colectivas y, por supuesto, de la mitología como fuente de inspiración y madre de todas las historias. El branding cultural entiende que el consumidor demanda historias que le ayudan a ser él mismo y que lo proyectan respecto a los demás.
La participación activa o cocreación del usuario en el universo de las marcas es la base misma de la teoría del branding cultural, y el nexo más directo y claro con las teorías relacionales. Precisamente, el enfoque cultural se asocia directamente con los modelos relacionales, en tanto en cuanto las propuestas motivacionales que estudiaremos en el siguiente capítulo —enmarcadas en el paradigma de personalidad— se centran en exclusiva en el individuo, mientras que los modelos culturales abren el foco a los grupos de personas —ampliando por tanto la óptica a áreas como la sociología o la antropología—, objetivo que los imbrican estrechamente con las propuestas de branding relacional antes esbozadas.
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1. En un trabajo anterior discutíamos la necesidad de las empresas de comunicación de presentar novedades como estrategia comercial. Es decir, algunas teorías, metodologías, técnicas creativas o mecanismos estratégicos publicitarios están vacíos de contenido, teniendo detrás un ánimo desmedido por vender a la agencia (cfr. Fernández Gómez, 2014, págs. 22-23). Asimismo, se advierte que no es algo precisamente actual: «Esa vacuidad pretendida no es algo achacable únicamente a los nuevos tiempos, muy al contrario es un rasgo que viene de lejos y es intrínseco a un sector como el nuestro, donde prima ante todo la novedad y que tiene una necesidad imperiosa de diferenciación sobre la base de nuevas filosofías, roles profesionales, metodologías de trabajo, etc., para justificar una propuesta intangible y compleja de evaluar y valorar desde el enfoque económico, como es el “producto” publicitario. Dicho con otras palabras, la búsqueda de la diferenciación como herramienta comercial es una constante en el sector de la comunicación. Y estás fórmulas de las que hablamos “venden”» (Fernández Gómez, 2014, pág. 23). Valga como ejemplo de esto la moda de las teorías neurocientíficas que desde hace algunos años pululan entre la literatura divulgativa a modo de best sellers, en el plano teórico, y los institutos de investigación, desde la esfera profesional, bajo la eufónica etiqueta de «neuromarketing».
2. El rol de las marcas como generadoras de contenido cultural es una de las razones más pronunciadas por las que fenómenos como el «Nologo» son implacables en su batalla contra las marcas.
3. Es interesante advertir que desde la investigación motivacional se abre una puerta a la cultura cuando la Motivation Research entra en fase de madurez. De hecho, teóricos de la psicología motivacional como Martineau ya advirtieron del giro abrupto que dio, por ejemplo, Dichter a la antropología cultural en su última etapa (cfr. Samuel, 2015, pág. 291). Del mismo modo, algunos institutos de investigación motivacionales de la segunda hornada, como el Social Research Inc. (SRI), estaban enfocados a conductas grupales, entendiendo «a los consumidores como parte de un organismo cultural más grande» (Samuel, 2015, pág. 122). No obstante, son quizás las teorías de «códigos culturales» (2006) de Clotaire Rapaille las que sirven de nexo entre los estudios motivacionales —la inspiración dichteriana de Rapaille es innegable— y la antropología.