Introducción

De lo moderno a lo contemporáneo

El arte contemporáneo tiene sus raíces en el arte moderno o de vanguardia, con el que comparte elementos comunes. Cuando afirmamos que el arte contemporáneo es el arte de nuestro tiempo, se genera siempre algo de confusión debido a la ambigüedad de la propia palabra «contemporáneo», que es caduca por definición. El periodo moderno y el contemporáneo son etapas con una nomenclatura difusa que aluden al mismo tiempo al pasado reciente y al presente actual. Así pues, para salir de este enredo, la historia del arte acota cronológicamente el arte moderno desde la década de 1860 hasta finales de 1960, mientras que el término «contemporáneo» nos remite a la práctica artística más actual y reciente, que comprende el periodo entre la década de 1970 y la actualidad, y hace alusión también a las obras realizadas por artistas aún vivos.

Para hacernos una idea de cómo surgió el arte contemporáneo habría que viajar hasta el final del siglo XIX, momento en el que los artistas empiezan a cuestionarse los principios establecidos. Esta reflexión por parte de diversos autores se vio catalizada por la llegada del convulso siglo XX. La inestabilidad provocada por la Primera Guerra Mundial, y también por el periodo de entreguerras, fue un perfecto caldo de cultivo para el nacimiento de las vanguardias, término que alude a «aquello que va por delante». Estas vanguardias artísticas se enmarcaron dentro de un periodo vinculado con lo moderno que se caracterizó por importantes avances sociales, políticos, tecnológicos y culturales. Así pues, el nuevo arte vino de la mano de la industrialización, las nuevas tecnologías, la urbanización de las ciudades, el ascenso de la clase media y la aparición de la cultura de consumo. Un periodo de cambio que trae consigo un mercado abierto que reemplaza la anterior financiación del arte por mecenazgo y, en consecuencia, una mayor experimentación e innovación por parte de los jóvenes artistas. Las primeras vanguardias históricas se denominaron «ismos» y, bajo un lema de novedad y cambio, se enfrentaron a la tradición y revolucionaron el arte del momento. Por supuesto, la ruptura que supusieron los «ismos» y los nuevos lenguajes estéticos empleados no gustaron al público en sus comienzos. Un público acomodado en los modelos clásicos que no entendía cómo el arte podía ser descontextualizado y deconstruido bajo nuevos parámetros que chocaban abruptamente con lo creado hasta el momento, y es que, como ha sucedido en tantas épocas de la historia…, ¡la llegada de la novedad asusta!

Sin embargo, a pesar de los obstáculos, los «ismos» aparecieron para quedarse y fueron, poco a poco, haciendo mella en los esquemas anteriores para remodelarlos y crear otros nuevos. Aunque encontramos signos de modernidad en algunas obras de arte anteriores, podemos decir que el impresionismo es el primer movimiento radicalmente moderno. Este grupo de pintores lleva su experimentación en oposición al academicismo mucho más lejos de lo que antes se había hecho, algo que provocará un fuerte rechazo por parte del público. Su actitud de oposición ante las normas oficiales hace que abandonen el estudio, se dejen crecer la barba y salgan a pintar al aire libre. En las obras impresionistas comienza a captarse, como su propio nombre indica, la impresión del momento gracias a la pincelada rápida, al interés por los efectos de la luz que desmaterializa las formas del objeto, a la utilización de pinceladas yuxtapuestas que, al ser contempladas a cierta distancia, dejan reconocer las formas, a la búsqueda de los colores más brillantes y luminosos y a la predilección por temas de la vida moderna: cafés, conciertos, jardines, parques, teatros, circos, etcétera. Temas triviales que dejan atrás la ya anticuada fijación por representar escenas religiosas, históricas o mitológicas. Estos pintores del instante, del momento fugaz que se nos escapa, son los precursores de la definitiva ruptura con la tradición y del nacimiento de la modernidad. La influencia del impresionismo y del postimpresionismo será vital en el desarrollo de los siguientes movimientos vanguardistas. Como no podía ser de otra forma, los impresionistas dejaron paso a un grupo de artistas que, más tarde, se denominaron «postimpresionistas» (¡no se rompieron mucho la cabeza con el nombre!). En general, estos autores, al igual que sus predecesores, utilizaron colores vivos, pinceladas densas y temas basados en la vida real, pero dieron un paso más en cuanto a incluir en su pintura emoción y expresión, y mostraron su particular visión subjetiva del mundo. Estamos hablando de nada más y nada menos que de pintores como Cézanne, Van Gogh, Gauguin y Seurat. ¡Seguro que te suenan!

En la segunda mitad del siglo XIX, los avances industriales, tecnológicos y científicos transformaron radicalmente la sociedad. Si tuviéramos que destacar el invento que ayudó más a transformar el arte, este sería la fotografía, ya que no solo supuso una nueva forma de observar la realidad, sino también de representarla de forma mucho más fidedigna de lo que antes había podido hacerlo la pintura. Ahora el arte ya no tenía sentido como imitador de la realidad, eso ya lo conseguía (mucho mejor) la fotografía. De este modo, los artistas impresionistas y sus sucesores dejaban de estar atados a la realidad como fundamento de su trabajo y podían buscar nuevos medios, temas y técnicas. En este momento comienza a importar lo que el propio artista ve y siente, y cómo lo representa. Una vez que la mirada del artista cobra importancia, lo siguiente es la aparición en escena de la subjetividad. Esa subjetividad del creador que explora lo inconsciente, lo simbólico y lo oculto, dando forma a un universo y un lenguaje propios para mostrarlos al público.

DATO CURIOSO

¡Impresión!

El término «impresionismo» no fue ideado por los pintores de este nuevo movimiento, sino que, sorprendentemente, fue tomado de un comentario despectivo del crítico de arte Louis Leroy.

Para darte a conocer como pintor en Francia solo tenías un camino: exponer en el Salón de París. En este conocidísimo salón, un jurado compuesto por pintores miembros de las academias seleccionaba a los participantes que mostraban en su obra un gusto por lo más clásico y tradicional. Ante esto es normal que se creara el Salón de los Rechazados, donde sí se podía mostrar el arte que estaba lejos del encorsetamiento de la academia. Este nuevo salón de artistas independientes supuso un gran ataque contra la férrea tradición y el viejo sistema regulado por la Academia. A partir de ahora los artistas podían realizar sus propias exposiciones al margen del control oficial academicista, y explorar así nuevos esquemas y mostrar su arte sin censura. Así pues, en 1874, en un local cedido por el fotógrafo Nadar, se abre la primera exposición impresionista. Fue un gran éxito de convocatoria, acudieron 3.500 visitantes, pero todo era demasiado moderno para los allí presentes, y las burlas fueron generalizadas. Entre las obras de Camille Pissarro, Alfred Sisley, Pierre-Auguste Renoir, Edgar Degas o Berthe Morisot, destacó una en particular: una vista del puerto de El Havre amaneciendo pintada por Claude Monet. Ante esta obra titulada Impresión, sol naciente, el crítico Louis Leroy escribió en tono de mofa: «Al contemplar la obra pensé que mis gafas estaban sucias. ¿Qué representa esta tela? […] El cuadro no tenía derecho ni revés […] ¡Impresión!, desde luego produce impresión. […] El papel pintado en estado embrionario está más hecho que esta marina». Los autores allí presentes inmediatamente tomaron prestada esta fórmula despectiva para bautizar el nuevo movimiento. Desde ese momento se llamarían, llenos de orgullo e ironía, impresionistas.

La influencia picassiana

La relevancia de Pablo Picasso (Málaga, 1881 – Mougins, 1973) en la historia del arte va mucho más allá de su protagonismo cubista, pues es uno de los artistas que más ha influido en el arte contemporáneo. Es el ejemplo perfecto del artista experimental, que, ligado al pasado, mira hacia el futuro. Y, además, tiene mucha culpa de que el arte contemporáneo sea lo que es.

El trabajo de Picasso no puede encuadrarse en un estilo concreto. Su liberta d estilística lo impulsaba a pasar de un estilo a otro sin transición alguna, con lo que dejó una enorme producción de sus múltiples etapas: azul, rosa, negra, cubismo, surrealismo… Nunca se había visto un artista capaz de producir tantas obras, de técnicas tan diferentes, con materiales tan variados y con esa curiosidad insaciable. La influencia picassiana queda patente en el ámbito del arte contemporáneo más pasional, físico y material. Su figura marcó un antes y un después para las nuevas generaciones de artistas y su influencia puede rastrearse con facilidad en el arte más actual. Artistas como Sigmar Polke, Roy Lichtenstein, Richard Prince o Jeff Koons reinterpretaron sus obras; otros, como Andy Warhol o David Hockney, homenajearon su estilo; fue fuente de inspiración pictórica para Jean-Michel Basquiat; una especie de modelo vital para artistas como Miquel Barceló; y hasta algunas de sus citas fueron convertidas en arte, como «Los malos artistas copian, los buenos roban», de la mano de Banksy. Picasso hizo que muchos autores tuviesen verdaderas ganas de convertirse en artistas, y luego cada uno de ellos escogió su particular manera de acercarse a él y a su inabarcable trabajo. Pero no solo hay pintores influenciados por Picasso. Muchas ramas del arte y la cultura se vieron atraídas por la picassomanía, como, por ejemplo, el cineasta Orson Welles o el arquitecto Frank Gehry. Y es que ya lo decía la madre del artista cuando era pequeño: «Si te haces soldado, llegarás a general; si te haces cura, llegarás a papa». Él quiso ser pintor y llegó a ser Picasso.

Pero volvamos de nuevo a la historia que nos trae aquí. En menos de medio siglo vivimos el nacimiento de una serie de movimientos y grupos en torno a la idea común de la ruptura con el convencionalismo y la transgresión. Entre las vanguardias históricas destacan el fauvismo, el expresionismo, el futurismo, el cubismo, la abstracción, el suprematismo, el neoplasticismo, el dadaísmo y el surrealismo. Estos movimientos, que para nada se suceden linealmente de forma cronológica, no coincidirán estéticamente y su experimentación presentará diferentes formas de investigar con el color, las formas y la composición. Pero, entre sus muchas diferencias, existe un rasgo común que definió a todas estas vanguardias: la búsqueda de un nuevo lenguaje artístico basado en una nueva interpretación de la realidad, fruto del rechazo a las corrientes pasadas. El fauvismo buscará el énfasis expresivo cambiando los colores naturales por tonos vibrantes y enérgicos, que vemos representados en los marcados trazos de Henri Matisse. El expresionismo convierte la vanguardia en pura emoción y muestra los sentimientos de forma desgarradora. Una expresión cargada de simbolismo y violentos colores que, en ocasiones, parece que nos grita, como la obra de Edvard Munch. El futurismo se centró en la representación del movimiento y la velocidad, prueba de ello son los «dinamismos» de Umberto Boccioni. El cubismo quiso plasmar en dos dimensiones la multiplicidad de los puntos de vista de cada objeto, y se apoyó en la geometría y el collage. Los cubistas, con Pablo Picasso a la cabeza, presentan la ruptura definitiva con la pintura tradicional. El arte abstracto expresa las pulsiones más internas, que poco tienen que ver con lo figurativo y reconocible. Formas como las de Kandinsky, que parecen no significar nada y que en realidad lo significan todo. Los suprematistas, encabezados por Kazimir Malévich, evitan cualquier referencia de imitación de la naturaleza y recurren a módulos geométricos: un arte no descriptivo que busca reducir todo el universo a un círculo o un cuadrado. El neoplasticismo intenta destacar la bidimensionalidad de la superficie del lienzo con el fin de expresar su ideal basado en la pureza y el equilibrio. Línea y color unidos en el mismo espacio, sinónimo de arte puro para Piet Mondrian. El dadaísmo representaba la antítesis del racionalismo, un sinsentido que se vale del caos y el azar para lograr la belleza a través de lo imperfecto. Irónicamente, los objetos dadá de Marcel Duchamp se convirtieron en un adelanto de arte conceptual. Los surrealistas viajaron más allá de la realidad visible a través del subconsciente y los sueños, habitados por nuestros miedos y pasiones. Obras como las de Salvador Dalí nos hacen soñar despiertos.

Y como una imagen vale más que mil palabras, mi recomendación es que anotes todos estos nombres de artistas y corrientes, y hagas una búsqueda por internet para hacerte una idea exacta de lo que hablo. Por supuesto, si tienes la oportunidad de ver las obras en directo, ¡mejor que mejor!

Un urinario convertido en arte

El famoso urinario, que el artista francés Marcel Duchamp (Blainville-Crevon, Francia, 1887 – Neuilly-sur-Seine, Francia, 1968) envió a una exposición de Nueva York en 1917, es considerado la obra de arte más revolucionaria e influyente del siglo XX. Este simple urinario de porcelana firmado con el seudónimo R. Mutt, que tenía como título Fuente, evidentemente fue rechazado por el jurado de la exposición (al que Duchamp pertenecía). Pero la «broma» se le fue de las manos, y creó la obra que dio origen al arte conceptual. Con este urinario, Duchamp inició una auténtica revolución en el mundo, pues demostró que cualquier objeto podía considerarse una obra de arte con tan solo ser declarado así por el artista y situado en el contexto adecuado (galería, museos, bienal o feria de arte). Como puedes imaginar, esta Fuente dio mucho juego y ha sido interpretada de infinidad de maneras a lo largo de sus más de cien años de edad. Unos la consideran una alegoría de la situación geopolítica de 1917, hay quien le ve parecido a una Madonna o a un buda, otros afirman que representa el útero de una mujer e incluso algunos ven en ella una nueva versión del mito de la lluvia dorada de Dánae.

Exhibir un urinario como obra de arte es una maniobra que se conoce como «readymade» u «objeto encontrado», un arte realizado con objetos ya existentes que no se consideran artísticos. La idea de que cualquier objeto puede ser arte pone de relieve la importancia de las instituciones en su validación y aleja aún más a un nuevo modelo de artista de la artesanía. Es la primera vez que el artista deja de lado sus habilidades manuales para dar más importancia al trabajo intelectual.

Además, es probable que la Fuente atribuida a Marcel Duchamp no fuera suya, sino que se tratase de un regalo de su autora Elsa von Freytag-Loringhoven (Polonia, 1874 – París, 1927), conocida como la baronesa Dadá. La alarma saltaba en 1982, al encontrarse unas cartas de Duchamp dirigidas a su hermana Suzanne. En ellas escribía: «Una amiga, empleando el seudónimo de Richard Mutt, me envió un urinario de porcelana a modo de escultura para ser expuesto; como no tenía nada de indecente, no había ningún motivo para rechazarlo». Gracias a esta correspondencia, todo hace pensar que el urinario en cuestión fue enviado por la artista polaca para su exhibición. Y que la Fuente, una de las obras de arte más importantes del siglo XX, quizá no es obra de Duchamp, sino de Elsa.

Con el final de la Segunda Guerra Mundial, el arte moderno va dejando paso a una auténtica revolución de nuevos lenguajes y soportes, con lo que comienza el momento del arte contemporáneo. La llegada del desarrollo del capitalismo y el auge de la sociedad de consumo convierten el arte en un objeto más de especulación y el coleccionismo se dispara. El juego del mercado del arte había cambiado. Hasta entonces, para evaluar una obra se tenían en cuenta elementos formales como el color, la perspectiva o el movimiento. Pero ahora las obras requerían otro tipo de preguntas, casi filosóficas. ¿Esto es arte?, ¿cómo podemos saber que es arte? y ¿quién decide que esto es arte? Se había abierto la puerta del «todo vale» en el arte. La idea, la acción, su elección y la experiencia cobraron más importancia que la manufactura de la obra en sí. Ahora crear de cero una obra de arte contemporáneo no supone un valor añadido, y, por el contrario, apropiarse de un objeto y darle un nuevo significado artístico revaloriza la pieza. La belleza queda relegada a un segundo plano, y el arte ya no tiene que ser precisamente bonito: tiene que transmitir. De ahí que requiera una mayor atención por parte del espectador e incluso su participación activa. Y, para que el arte nos haga mover cuerpo y mente, qué mejor que bucear en nuestras emociones interiores y en nuestros deseos incontrolables.

Después de realizar este pequeño recorrido por los antecedentes del nacimiento del arte contemporáneo… ¡ya estamos preparados! Ha llegado el momento de empezar a pecar.