El feminismo es la idea radical de que las mujeres son personas.
MARIE SHEAR
Un evento complejo que involucra un grupo de olas de gran energía y de tamaño variable que se producen cuando algún fenómeno extraordinario desplaza verticalmente una gran masa de agua. Así, como un tsunami, ha aparecido el feminismo en las primeras décadas del siglo XXI. El «fenómeno extraordinario» es el hartazgo de millones de mujeres en el mundo que han reaccionado de manera impresionante frente a la violencia, la opresión y la discriminación. Dice la geofísica que este tipo de olas remueven una cantidad de agua muy superior a las olas superficiales producidas por el viento y las mareas. Así, la cuarta ola del feminismo, alimentada por las tres anteriores, las redes sociales y la toma de conciencia de las generaciones más jóvenes, está removiendo los cimientos patriarcales como nunca. En el interior de ese gran «evento complejo» también crecen las contradicciones y los discursos que mezclados con los vientos de la posmodernidad plantean nuevos conceptos, nuevas preguntas, nuevas reclamaciones. ¿Conseguirá el tsunami feminista de la cuarta ola arrasar definitivamente con el patriarcado? Feministas del norte y del sur están dispuestas a que así sea tras haber conseguido un movimiento global con el que hace ya trescientos años comenzaron a soñar.
La metáfora del tsunami no es casual. La historia del feminismo se estructura en olas, quizá porque el concepto indica, mucho mejor que un período o una época, que se trata de un movimiento social y político de largo recorrido, conformado por distintos acontecimientos, buena parte de ellos vividos de manera simultánea en distintos lugares del mundo y que tiene su desarrollo según la sociedad en la que nos situemos. Relatar la historia del feminismo a partir de oleadas que se producen en determinados contextos históricos describe el feminismo a la perfección como el movimiento arrollador por la fuerza desatada en torno a la idea de igualdad. La metáfora también es adecuada para explicar las reacciones patriarcales que surgen ante cada progreso feminista. Cada vez que las mujeres avanzamos, una potente reacción patriarcal se afana en parar o en hacer retroceder esas conquistas. Como dice la filósofa Alicia Miyares, toda ola tiene en su interior un reflujo, una resaca, una reacción; es decir, un movimiento que antes de que se llegue a esa igualdad, va horadando, lastrando y restándole fuerza.[1]
El «feminismo como idea» es mucho más antiguo que el movimiento político.[2] Podemos surfear sobre ese «pensamiento» desde la oradora romana Hortensia, famosa por su discurso, en el año 42 antes de nuestra era, contra el pago de impuestos femeninos en el foro de Roma hasta encontrarnos con Hipatia, astrónoma, matemática, música y filósofa asesinada por una turba de fanáticos cristianos en la culta Alejandría. Son solo dos ejemplos. Entre los siglos V al XIV alzan su voz, entre otras muchas, Teodora, esposa del emperador Justiniano de Bizancio, quien consigue prohibir la prostitución forzada, y también Hildegarda de Bingen (1098-1179), física, filósofa, naturalista, compositora, poetisa y lingüista del medievo, autora de uno de los repertorios de música medieval más extensos, del Libro de medicina compuesta, considerado el libro base de la medicina, y de una reflexión para no desdeñar: «Cuando Adán miró a Eva quedó lleno de sabiduría». En 1405, Christine de Pizan publica La ciudad de las damas, libro en el que defiende la imagen positiva del cuerpo femenino y asegura que otra habría sido la historia de las mujeres si no hubiesen sido educadas por hombres. En su obra elogia la vida independiente y aborda temas como la violación o el acceso de las mujeres al conocimiento. Ya en su época, se la consideró la primera mujer que se atrevió a rebatir los argumentos misóginos en defensa de los derechos de las mujeres. En 1609, la partera Louyse Bourgeois publica Observaciones diversas sobre la esterilidad, el aborto, la fertilidad, el parto y enfermedades de la mujer y los recién nacidos, tratado en el que plasmó su experiencia de casi dos mil partos en cincuenta capítulos y que se convirtió en una obra imprescindible para la práctica de la obstetricia.[3] La introducción de la física en el campo del conocimiento científico se dio con el libro Institutions, escrito por Emilie de Breteuil, marquesa de Châtelet (1706-1749), gran matemática y filósofa.
Gracias al trabajo que las historiadoras feministas han hecho en los últimos años, día a día se van engrosando las listas de mujeres relevantes; nuevos nombres van emergiendo de los agujeros negros en los que habían quedado atrapadas, borradas de los libros y de la memoria; conocemos más sobre su vida, sus obras y también sobre sus relaciones, como la que mantuvieron Mary Somerville y Ada Lovelace. La primera, conocida como «la reina de las ciencias del siglo XIX», matemática, astrónoma y científica autodidacta, fue además tutora y mentora de la segunda, Ada Lovelace, matemática considerada la primera programadora de ordenadores gracias a su trabajo sobre el primer algoritmo destinado a ser procesado por una máquina. Recuperar para la historia las relaciones entre mujeres no es baladí, porque en el borrado sistemático de nuestra memoria, aquellas mujeres que por cualquier extraordinaria circunstancia habían conseguido mantenerse y llegar a nuestros días aparecían como islotes en medio de un mar de sumisión y mediocridad femenina, como seres únicos, raros. Fijar en el imaginario colectivo la soledad de las desobedientes, incluso la rivalidad y competencia entre mujeres, ha sido una argucia patriarcal combatida por el feminismo desde sus inicios. Es precisamente cuando las mujeres comienzan a articular un «nosotras», femenino plural, cuando comienzan a organizarse y a tomar conciencia de género, cuando aparece el feminismo como teoría política y movimiento social, aparece el feminismo como un proyecto colectivo y emancipador. El «nosotras» femenino plural se transforma en feminismo plural. «La hermandad de las mujeres es poderosa», repetían las feministas radicales.
El término «feminismo», en realidad, no comenzó a usarse hasta el siglo XIX. Frente a la idea, durante mucho tiempo aceptada, de que el primero en utilizarla fue Fourier, Geneviève Fraisse, en su libro Musa de la razón, deshace este error al aducir que la palabra aparece por vez primera en 1871 en la tesis de medicina Sobre el feminismo y el infantilismo en los tuberculosos de Ferdinand-Valère Faneau de la Cour,[4] quien la emplea para significar una «detención del desarrollo» en un varón enfermo, lo que atenúa su virilización. No deja de ser curioso que el término surja ligado al sujeto varón y además como efecto patológico. Cuando se traslada por primera vez al ámbito social mantiene ambas características. Alexandre Dumas hijo la utiliza en 1872 en su panfleto antifeminista L’Homme-Femme, donde ridiculizaba el movimiento sufragista, debatía sobre el adulterio y atacaba el divorcio. En el texto, de forma irónica, afirma: «Las feministas, perdón por el neologismo, dicen: todo lo malo viene del hecho de que no se quiere reconocer que la mujer es igual al varón, que hay que darle la misma educación y los mismos derechos que al varón».[5] Ante, para él, tamaño despropósito, desprecia a todos aquellos varones que pudieran apoyar estas ideas que pasarían, inmediatamente, a sufrir un proceso de feminización similar al de los tuberculosos. Así, el adjetivo «feminista» se popularizó con un sentido peyorativo, hasta que la sufragista Hubertine Auclert lo resignificó y convirtió en bandera. Un proceso de reapropiación similar al que años después se realizaría con las denominaciones black (Black Power en los movimientos en pro de los derechos de la comunidad afrodescendiente) o queer, inicialmente, «torcido», «raro», «marginal», y actualmente convertido en teoría y motivo de orgullo.[6]
De esta manera, en el contexto europeo, la primera autoproclamada feminista fue la francesa Hubertine Auclert, quien a partir de 1882 usó el término «feminismo» en su periódico La Citoyenne («La Ciudadana») para describirse a sí misma y a sus compañeras. Hacia 1894-1895, los términos «feminismo» y «feminista» habían cruzado el Canal de la Mancha hacia Gran Bretaña, de tal modo que ya en 1900 no solo aparecían en publicaciones belgas, francesas, españolas, italianas, alemanas, griegas y rusas,[7] sino que ya se habían convertido en términos normativos que se usaban en la calle y en la prensa. De hecho, ese mismo año, en París, aprovechando la Exposición Universal, se celebró un Congreso Feminista al que por cierto acudió Emilia Pardo Bazán, aunque salió bastante decepcionada y enfadada, según escribió posteriormente en un artículo en el que afirmaba que «En los elementos avanzados del Congreso existía una corriente adversa a conceder a la mujer derechos políticos. La imposición política es funesta y extravía hasta los feministas más resueltos».[8]
En España, probablemente fue la maestra Concepción Saiz quien primero usó el término «feminismo» en dos artículos de La escuela moderna a lo largo de 1897, ambos titulados «El feminismo en España», aunque quien realmente lo popularizó fue Adolfo Posada con la publicación, en 1899, de su libro Feminismo. Posada fue un prestigioso jurista y sociólogo —la historiadora Mary Nash incluso lo califica como el John Stuart Mill español—, que popularizó el término en un contexto cultural estructuralmente patriarcal y misógino, y en medio del cual se muestra como un decidido partidario de la coeducación y del derecho al voto de las mujeres.[9]
Es realmente difícil resistirse a reproducir parte del prólogo de ese libro pionero que el autor dedica a la Corporación de Antiguos Alumnos de la Institución Libre de Enseñanza:
Los estudios sobre feminismo[10] que forman el presente libro, se publicaron primeramente, como artículos independientes [...] en varios números de La España Moderna.[11] Escritos, pues, bajo el influjo de lecturas del momento, y con propósito muy circunstancial, los dos que forman las dos primeras partes, sobre todo, al reunirlos para hacer este libro, fue necesario corregirlos con gran cuidado, adicionarlos o modificarlos en no pocos sitios, y suprimir algunos pasajes que ahora resultarían totalmente inoportunos. En rigor, revisados como van los tres estudios publicados en La España Moderna, pueden considerarse como una obra casi enteramente nueva. De no haber hecho esto, los trabajos de la revista citada, resultarían en verdad anticuados. Y eso que el más antiguo es de 1896. Pero la marcha que sigue en todas partes el llamado movimiento feminista es de tal naturaleza, que apenas pasa un día sin que se produzca, o una manifestación doctrinal que debe tomarse en cuenta si se quieren apreciar con la exactitud debida las tendencias del feminismo moderno, o bien una disposición legal, en la cual se consagra alguna modificación de la condición tradicional de la mujer, o bien por último, una institución dedicada a la propaganda del feminismo o a procurar a la mujer nuevos medios de regeneración educativa, política o social.
El feminismo, puede afirmarse esto con entera seguridad, es una de las cuestiones del día, hace muchos años, en todos los países cultos. Podrán censurarse muchas de las manifestaciones que, con el nombre de feminismo, se presentan en las doctrinas radicales de ciertos espíritus apasionados o excéntricos o, si se quiere, desequilibrados; podrán estimarse como perjudiciales, según muchos feministas declaran, para la misma causa de la justicia que sostiene el feminismo prudente no pocas soluciones mantenidas en Congresos, revistas y libros, por numerosa representación de los partidos ultra-extremos. Pero esto nada importa, para que procediendo imparcialmente, haya que reconocer, que una de las revoluciones más grandes que en este siglo ha empezado a cumplirse, es la que el cambio de la condición política, doméstica, económica, educativa y moral de la mujer, supone. Ni importa tampoco, para que admitamos el hecho inconcluso, del interés que el problema de la mujer despierta en todos los campos, en las clases sociales todas de todos los países civilizados, y el no menos evidente del sin número de reformas efectuadas en el sentido aconsejado por el feminismo.
Y es que la cuestión femenina, aparte de la multitud de problemas que abarca y cuya solución difícil, pide tanta prudencia, tanta habilidad, tan alto espíritu de justicia y tan gran libertad de juicio, en el fondo viene a ser una cuestión de vida o muerte para una porción numerosísima de seres humanos; cuestión de tener o no tener qué comer, de ganarse la vida en suma. Las mujeres satisfechas, es decir, las mujeres que, por medio de una herencia o por un matrimonio ventajoso, tienen lo que económicamente necesitan, pueden quizá no reclamar con energía ningún cambio de condición social. Pero, como advierte M. Eduardo Rod, ¿y las que no se casan? Esas imponen en todas partes y en forma que no admite espera, el problema feminista, y lo resuelven de cualquier manera, por aquello de que lo primero es vivir.
Y hago punto con esto. Sirvan las indicaciones hechas para explicar cómo se ha formado este libro, y tómelas el lector como justificación de por qué lo publico; pues no puede a mi ver, parecer inoportuno, llamar entre nosotros una vez más la atención de las gentes, hacia un asunto, que por modo tal apasiona en todos los pueblos cultos, y que tanto se estudia en todas partes.
ADOLFO POSADA
Oviedo, 6 de febrero 1899[12]
El feminismo era, a juicio de Adolfo Posada, a finales del siglo XIX, «una de las cuestiones del día, hace muchos años, en todos los países cultos». Además, si seguimos al convencido autor, ya en ese momento la metáfora de las olas estaba de alguna manera presente, pues arranca su libro con una reflexión de M. Garrett Fawcet en la que esta, además, alude a dos características presentes en el feminismo desde sus inicios; su vocación internacional y su carácter pacífico:
Uno de los movimientos sociales más notables de cuantos se han producido en la historia es el que gradualmente se desarrolla a la vista de la generación presente. No se halla este circunscrito a un país determinado, antes bien se manifiesta en todas las naciones sometidas al influjo de la civilización occidental. Trátase de una revolución, pero de una revolución sin violencias, o, como decía uno de nuestros amigos, de una revolución sin «R». Las fuerzas que la impulsan son de tres clases: físicas, morales y económicas; pero las fuerzas físicas que aquí obran no son las que levantan barricadas o hacen estallar cartuchos de dinamita; sería más propio compararlas con el impulso silencioso e irresistible de la marea que sube [...] ya se comprenderá que la revolución pacífica de que hablamos es la que poco a poco modifica la condición política, educativa e industrial de la mujer en la sociedad.[13]
Aunque, como decíamos, el feminismo como «idea» es mucho más antiguo que el movimiento político, para la mayor parte de las teóricas en Europa y América Latina, los inicios del feminismo político se ubican a finales del siglo XVIII, con el nacimiento de la Ilustración y al calor de los debates de la Revolución francesa. Por primera vez en la historia aparece el principio de igualdad y las mujeres muestran su estupor al ver como las nuevas ideas y los grandes principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad se reducían a los hombres excluyendo a todas las mujeres sin excepción. Frente a las tan revolucionarias como misóginas ideas de Rousseau y demás filósofos del momento se alzaron Los Cuadernos de Quejas de las mujeres y especialmente dos textos fundamentales: la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, de Olympe de Gouges, en 1791, y, al año siguiente, la publicación de Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, considerada la obra fundacional del feminismo. El debate feminista ilustrado afirmó la igualdad entre hombres y mujeres, criticó la supremacía masculina, llamó privilegio al poder que siempre habían ejercido los hombres sobre las mujeres como si se tratara de algo «natural», identificó los mecanismos sociales y culturales que influían en la construcción de la subordinación femenina y elaboró estrategias para conseguir la emancipación de las mujeres. «Los textos fundacionales del feminismo ilustrado avanzaron haciendo énfasis en la idea acerca de la cual las relaciones de poder masculino sobre las mujeres ya no se podían atribuir a un designio divino ni a la naturaleza, sino que eran el resultado de una construcción social. [...] Al apelar al reconocimiento de los derechos de las mujeres como tales, situaron las demandas feministas en la lógica de los derechos.»[14]
Sin embargo, el poder masculino reaccionó con saña. En 1793, las mujeres son excluidas de los derechos políticos recién estrenados. En octubre se ordena que se disuelvan los clubes femeninos. No pueden reunirse en la calle más de cinco mujeres. En noviembre Olympe de Gouges es guillotinada.[15] Muchas mujeres son encarceladas. En 1795 se prohíbe a las mujeres asistir a las asambleas políticas. Aquellas que se habían significado políticamente, dio igual desde qué ideología, fueron llevadas a la guillotina o al exilio. Quince años más tarde, el Código de Napoleón, imitado después por toda Europa, convierte de nuevo el matrimonio en un contrato desigual, exigiendo en su artículo 321 la obediencia de la mujer al marido y concediéndole el divorcio solo en el caso de que este llevara a su concubina al domicilio conyugal.
Al siglo XIX le corresponde la segunda ola, que concluye con la gran Simone de Beauvoir y su Segundo sexo (1949). El pistoletazo de salida se dio con la «Declaración de Seneca Falls» o «Declaración de Sentimientos», texto fundacional del sufragismo norteamericano y fruto de la Convención sobre los Derechos de la Mujer que se celebró los días 19 y 20 de julio de 1848 en una capilla metodista del pueblecito de Seneca Falls, en el estado de Nueva York. El sufragismo fue un movimiento de agitación internacional presente en todas las sociedades donde la Revolución industrial y las ideas ilustradas se habían implantado, que tomó dos objetivos concretos —el derecho al voto y los derechos educativos— y consiguió ambos en un período de ochenta años, lo que supone tres generaciones militantes empeñadas en el mismo proyecto.[16] Harriet Taylor (1807-1856) y John Stuart Mill (1806-1873) pusieron las bases de la teoría política en la que creció y se movió el sufragismo, especialmente con el libro La sujeción de la mujer (1869). Además del sufragismo, en la segunda ola aparece y se desarrolla el feminismo de clase —marxista, socialista, anarquista—, en el que es ineludible, entre otras figuras destacadas, subrayar el trabajo de Flora Tristán (1803-1844), Clara Zetkin (1857-1933), Alexandra Kollontai (1872-1952) o Emma Goldman (1869-1940).
Las inglesas consiguieron el voto tras la Primera Guerra Mundial (1914-1917). En ese mismo año comienza la Revolución rusa (1917). Cuando acabó la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), en la mayoría de las naciones desarrolladas y en las que se habían dado los procesos de descolonización, el voto de las mujeres era una realidad. El período de entreguerras está marcado por la decadencia del feminismo, que «moría de éxito» tras haber conseguido los objetivos en buena parte del mundo. La segunda ola estaba concluyendo. Fue Simone de Beauvoir (1908-1986), con la publicación de El segundo sexo, quien puso la base teórica para una nueva etapa.
El siglo XX verá nacer la tercera ola cuando Betty Friedan escribe La mística de la feminidad (1963) bautizando lo que hasta entonces se conocía como «el problema que no tiene nombre», es decir, la domesticidad obligatoria que estaba arrasando con la vida de millones de mujeres. Una tercera ola que llega a su esplendor con el feminismo radical (1967-1975) y todo lo provoca, inspira y plantea,[17] con dos obras fundamentales: Política sexual, de Kate Millett, publicada en 1969 y La dialéctica del sexo, de Sulamith Firestone, editada al año siguiente. Fue Sulamith Firestone quien formuló el feminismo como un proyecto radical, en el sentido marxista de tomar las cosas por la raíz y, por lo tanto, las radicales irían a la raíz misma de la opresión.
En estas obras el patriarcado se define como un sistema de dominación sexual que es, además, el sistema básico de dominación sobre el que se levantan el resto, como las de clase y raza; aparece el concepto de género como una categoría de análisis que expresa la construcción social de la feminidad y también conceptualizan la idea de casta sexual refiriéndose con ella a la experiencia común de opresión vivida por todas las mujeres. El interés por la sexualidad diferencia al feminismo radical tanto de las feministas de la primera y segunda ola como de las liberales, y con el eslogan de «lo personal es político» las radicales identificaron como centros de dominación áreas de la vida que hasta entonces se consideraban «privadas» y revolucionaron la teoría política al analizar las relaciones de poder que estructuran la familia y las relaciones afectivas.
La mayor parte de las teóricas anglosajonas, sin embargo, no contemplan la primera ola europea y comienzan la historia con el sufragismo, en el siglo XIX, de manera que, para ellas, al siglo XX le corresponde la segunda ola tras los textos de Simone de Beauvoir y Betty Friedan, y a partir de los años ochenta del siglo XX comenzaría la tercera ola. Así que, curiosamente, hecho el relato de una u otra manera, es decir, considerando que la primera ola nace con la Ilustración o, por el contrario, nace con el sufragismo, la cuestión que se debate actualmente, y sobre la cual aún no hay consenso, es si estamos o no en la cuarta ola del feminismo y, si es así, ¿en qué consiste?, ¿qué la diferencia de las anteriores?, ¿cuál es su agenda? A esta cuestión dedicaremos el capítulo tres de este libro, pero antes hagamos una pequeña parada en los últimos años del siglo XX.
A partir de los años ochenta del siglo pasado, el feminismo se puso a sí mismo patas arriba. No quedó idea, concepto, relato o genealogía que no fuese cuestionada, revisada o directamente invalidada, como veremos en el capítulo siguiente. De esa «macrorrevisión» tampoco se libró el modelo de las «olas». A esta forma de explicar la historia se le ha criticado que la simplifica en exceso y también que generaliza demasiado, incluso que es una narración discontinua que oscurece la verdadera continuidad del activismo feminista, que no se ha detenido en ningún momento. Por ejemplo, entre El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y La mística de la feminidad, de Betty Friedan, transcurrieron catorce años en los que si bien el feminismo vivió horas bajas, no desapareció, ni el movimiento ni el activismo.[18]
Escribe Marina Garcés un relato que bien podría aplicársele al feminismo, aunque ella no lo hace con esa intención:
Entiendo la ilustración como el combate contra la credulidad y sus correspondientes efectos de dominación. En el giro del siglo XVII al XVIII se dio en Europa un amplio movimiento ilustrado que no se definió por un proyecto común sino por su común rechazo al autoritarismo bajo sus diferentes formas (política, religiosa, moral...). Que la Europa moderna estuviera atravesada por este movimiento no implica, sin embargo, que la ilustración sea un patrimonio vinculado a una identidad cultural, la europea, ni a un período histórico, la modernidad. De hecho, podríamos hacer una historia de la humanidad resiguiendo y tejiendo los hijos de las diversas ilustraciones, muchas de ellas nunca escuchadas, en diversos tiempos y partes del mundo. La ilustración no es el combate de la ciencia contra la religión o de la razón contra la fe. Lo que la ilustración radical exige es poder ejercer la libertad de someter cualquier saber y cualquier creencia a examen, venga de donde venga, la formule quien la formule, sin presupuestos ni argumentos de autoridad. Este examen necesario, sobre la palabra de los otros, y, especialmente, sobre el pensamiento propio, es a lo que empiezan a llamar entonces, de manera genérica, la crítica.[19]
Amelia Valcárcel se refiere de hecho al feminismo como «un hijo no querido de la Ilustración» y también se lo cataloga como una teoría crítica que además, desde sus inicios, se ha caracterizado por ser un movimiento no dirigido y escasamente, por no decir nada jerarquizado, como señaló Jo Freeman en su artículo, convertido ya en un clásico, La tiranía de la falta de estructuras, en el que reflexiona sobre los experimentos del movimiento feminista al resistir la idea de líderes e incluso descartar cualquier estructura o división del trabajo. Tampoco el feminismo se ajusta al modelo clásico masculino de movimiento filosófico o corriente teórica; como señala Deborah Cameron,[20] no se centra en las obras de un canon consensuado de «Grandes Pensadoras». Hay algunos textos teóricos que son indudablemente reconocidos, como Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft (1792), El segundo sexo, de Simone de Beauvoir o Política sexual, de Kate Millett, pero sería difícil hacer una lista consensuada entre todas las feministas.
Malditas es un gran ejemplo. El libro que Itziar Ziga publica en 2014 está dedicado precisamente a una «estirpe transfeminista», al reconocimiento de todas las feministas negras, anarquistas, transexuales, bolleras, prostitutas, pobres... que se la han jugado por una lucha feminista radical para combatir todas las opresiones que atraviesan sus vidas y las nuestras a la vez.[21] Ziga inicia su libro con un texto de presentación con el título «Yo no soy hija de Betty Friedan»,[22] para subrayar que el inmenso movimiento feminista occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial lo emprendieron una multitud de mujeres al mismo tiempo, mujeres privilegiadas por educación y posición en el mundo junto a mujeres olvidadas incluso por la propia historia del feminismo. Ziga se pregunta: Mientras Betty Friedan escribía La mística de la feminidad, ¿qué hacían entretanto las obreras, las lesbianas, las negras, las chicanas, las putas, las transexuales, las madres solteras, las monjas, las desempleadas?, ¿no luchaban contra su propia y específica opresión?, ¿no aportaron nada al feminismo?[23] No hay duda de que Ziga tiene razón, especialmente cuando cita a Sayak Valencia: «El feminismo no es uno, sino que en su composición puede ser comparado con una gota de mercurio que estalla y se pluraliza, pero que guarda dentro de sí una composición que le permite multiplicarse, separarse y volver a unirse por medio de alianzas», y también cuando apela a los feminismos para que trabajen juntos contra un enemigo común a favor de todas las agendas y reivindicaciones.
Adrienne Rich reflexionaba sobre esta facilidad con la que se borran datos y nombres de las genealogías feministas en el prólogo de Sobre mentiras, secretos y silencios: «Toda la historia de la lucha de las mujeres por su autodeterminación ha quedado sepultada bajo el silencio una y otra vez. Un grave obstáculo cultural con el que se topa cualquier autora feminista es la tendencia a recibir cada obra feminista como si surgiera de la nada; como si cada una de nosotras hubiera vivido, pensado y trabajado sin un pasado histórico y sin el contexto de un presente. Este es uno de los procedimientos por los que las obras y el pensamiento de las mujeres se han presentado como algo esporádico, accidental, huérfano de tradición propia».[24]
Parece entonces que en este punto sí hay consenso. Necesitamos acabar de reconstruir una gran genealogía feminista, sin papeles secundarios, en la que no olvidemos a nadie, tampoco a Betty Friedan. Aunque si ya Adolfo Posada se quejaba, a finales del siglo XIX, de lo difícil que era seguir la «marcha» al movimiento feminista de entonces, en este momento se trata de una tarea inmensa, sin duda, pero tan colosal como imprescindible y urgente.
El sufragio en Nueva Zelanda sería un gran ejemplo de los que se lamentaba Rich. A menudo, en el relato del éxito del sufragismo, el feminismo se limita a poner la lista de los países en los que se consiguió el derecho al voto para las mujeres junto a la fecha de la conquista y ordenados cronológicamente. El primero es Nueva Zelanda, pero resulta difícil encontrar la explicación. ¿Qué ocurrió para que un país en principio no central en la lucha sufragista consiguiera el derecho al voto antes que ningún otro? Eduardo Montagut hace el relato subrayando la figura de otra «olvidada», Kate Sheppard (1847-1934).
El reconocimiento del voto a las mujeres de Nueva Zelanda es fruto, como siempre en la historia de los derechos, del esfuerzo y la lucha. En este caso las protagonistas fueron las sufragistas neozelandesas, especialmente Kate Sheppard. Nacida en Liverpool, de padres escoceses, vivió en distintos lugares de Gran Bretaña y en Irlanda hasta que a la muerte del padre la familia se trasladó a Nueva Zelanda en el año 1868. Se instalaron en Christchurch, donde ya vivía una de sus hermanas. En 1885, Sheppard fue una de las fundadoras de la Unión Cristiana de Mujeres por la Templanza de Nueva Zelanda (WCTU), una organización que se había creado en 1874 en Cleveland (Ohio) y que se fue extendiendo por distintos lugares del mundo. Los folletos que editaba la WCTU fueron enviados al Parlamento en 1891. La petición por el sufragio fue presentada por sir John Hall, con apoyos importantes como el del propio primer ministro John Ballance, pero fue rechazada. Nueva Zelanda disfrutaba de una gran autonomía política por su especial estatus colonial. En 1852 se había creado un gobierno representativo y en ese mismo año Londres aprobaba la Ley Constitucional de Nueva Zelanda. Dos años después, se reunía el primer Parlamento. En 1856 se alcanzaba la autonomía. Tras el rechazo de la petición presentada en 1891, las sufragistas continuaron su lucha otorgando especial importancia a la prensa con el objetivo de ganarse a la opinión pública. Lo consiguieron. Dos años más tarde, en 1893, se elaboró una nueva petición, apoyada por la firma de 32.000 personas, que se convirtió en un documento clave en la historia, tanto como que en 1997 fue incluida en el Registro de la Memoria del Mundo de la Unesco. La organización sufragista estaba formada por unos cientos de activistas, pero el trabajo fue de tal envergadura que la opinión pública neozelandesa terminó siendo claramente favorable al reconocimiento del sufragio femenino. Así, el 19 de septiembre de 1893 se aprobaba en Nueva Zelanda el primer sufragio femenino sin restricciones en el que se incluía también a las mujeres maoríes. Esta nueva y revolucionaria circunstancia permitía a las mujeres de todas las etnias votar, aunque no presentarse a elecciones. A partir de 1919, las mujeres de Nueva Zelanda obtuvieron el derecho a obtener un cargo político.[25]
A modo de resumen, la primera ola en el siglo XVIII nació con la destrucción del Antiguo Régimen y una nueva manera de entender el poder político. Por primera vez se define un discurso feminista, así como unas prácticas políticas propias. En esencia, el feminismo reivindica el acceso a la ciudadanía para las mujeres, completamente excluidas de ella, y no tuvo un movimiento de masas que lo secundara. La segunda ola, ya en el siglo XIX, nace al ritmo de la Revolución industrial, la cristalización de las democracias con los cambios subsiguientes en los modos de vida. Con el sufragismo, aparece por primera vez el feminismo como un movimiento de masas en la reivindicación del voto para las mujeres, del sufragio universal, y aunque esta fue la principal demanda, también se reclama el derecho a la educación, a la propiedad, así como el acceso al empleo y a sus ingresos. Al siglo XX le corresponde la tercera ola, nacida tras la Segunda Guerra Mundial, y la sacudida en todos los órdenes que esta supuso, entre otras cuestiones, la aparición del Estado del bienestar y las políticas públicas de igualdad. Por fin, las mujeres acceden a la educación superior de manera normalizada en buena parte del mundo[26] y el feminismo con el lema de «lo personal es político» entra de lleno en lo que se consideraba el ámbito privado, especialmente la esfera de la familia y la sexualidad. Por segunda vez en la historia, el feminismo se convierte en un movimiento de masas gracias a las movilizaciones protagonizadas por el feminismo radical.
Tras una época fructífera para los derechos y las libertades de las mujeres, sigue, sistemáticamente, una virulenta reacción patriarcal —o, más exactamente, la reacción nace en el momento mismo en que las mujeres comienzan a defender sus derechos; toda ola nace con un reflujo en su interior—. Contra el nacimiento del feminismo en la Revolución francesa, se alzaron la guillotina y el Código Napoleónico; frente a la victoria, tan trabajada, de las sufragistas y la obtención del derecho al voto y por lo tanto la expansión de la democracia con el sufragio universal, se alzó la mística de la feminidad con toda su parafernalia, y tras la sacudida del feminismo radical se alzó la reacción conservadora de los años ochenta liderada por Ronald Reagan (presidente de Estados Unidos entre 1981 y 1989) y Margaret Thatcher (primera ministra de Reino Unido entre los años 1979 y 1990) que tan brillante y exhaustivamente relató Susan Faludi en su libro Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna (1991). La última reacción patriarcal, la dirigida contra el feminismo radical, ha sido tan potente que, por un lado, todavía vivimos sus consecuencias y, por otro, ha generado una reacción feminista de tal calibre que ha provocado toda la reflexión sobre el nacimiento de la cuarta ola feminista.
Pero igual que hoy podemos decir que en todos los tiempos, en todas las culturas, ha habido mujeres participando activamente y enfrentándose al poder, también podemos rastrear reacciones patriarcales desde mucho antes de la aparición del feminismo. Sin duda, la más violenta y determinante fue la quema de brujas, millones de mujeres —probablemente la cifra exacta no la sabremos jamás— quemadas en la hoguera entre los siglos XV y XVII en Europa y algunos países de América Latina, fenómeno que la mayoría de los historiadores y la Historia —con mayúsculas— han silenciado.
Relata Mona Chollet que la primera feminista en desenterrar la historia de las brujas y reclamar ese título para sí misma fue la estadounidense Matilda Joslyn (1826-1898), sufragista comprometida también con los derechos de los nativos americanos y la abolición de la esclavitud, condenada, de hecho, por ayudar a escapar a esclavos fugitivos. En Woman, Church and State (1893), Matilda Joslyn abordó una lectura feminista de la caza de brujas: «Cuando en lugar de “brujas”, decidimos leer “mujeres”, comprendemos mejor las atrocidades cometidas por la Iglesia contra esa porción de la humanidad». Ella inspiró el personaje de Glinda en El mago de Oz, escrito por Lyman Frank Baum, su yerno. Al adaptar la novela al cine, en 1939, Victor Fleming dio origen a la primera bruja buena de la cultura popular.[27]
La historia del movimiento feminista también recuerda el activismo y la audacia de WITCH, el provocador grupo nacido en 1967 que reclamaba la palabra para utilizarla como acrónimo de Conspiración Terrorista Internacional de las Mujeres del Infierno y que al calor del feminismo radical utilizaban el activismo callejero con teatro provocador, acciones imprevistas, manifestaciones, toda una guerrilla feminista precursora de las Guerrilla Girls[28] cuyas armas eran el arte feminista y la acción directa. Con ellas comenzaron las reivindicaciones de la memoria de las mujeres quemadas en la hoguera que aún hoy resuenan en las manifestaciones feministas: «Cuando te enfrentas a una de nosotras, te enfrentas a todas. Pasa la palabra, hermana» o «Somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar».
Pero, sin duda, quien ha conseguido la toma de conciencia del movimiento feminista sobre lo que supuso la quema de brujas ha sido Silvia Federici con su libro Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (2004).[29] Nacida en Parma en 1942, militante feminista desde la década de 1960, durante los ochenta trabajó varios años como profesora en Nigeria y actualmente es profesora emérita de la Hofstra University de Nueva York. Federici afirma que esta página de la historia fue determinante tanto para eliminar la autonomía que las mujeres habían conseguido hasta ese momento, especialmente sobre la reproducción, generando así un régimen patriarcal más opresivo, como para poner las bases del capitalismo gracias al desarrollo de una nueva división sexual del trabajo que confinó a las mujeres al ámbito doméstico. La quema de brujas fue una guerra para degradar, demonizar y destruir el poder social de las mujeres. En las cámaras de tortura y en las hogueras se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad. Fue un ataque a la resistencia que las mujeres opusieron a la difusión de las relaciones capitalistas y al poder que habían obtenido en virtud de su sexualidad, su control sobre la reproducción y su capacidad de curar.[30]
Siguiendo los pasos de Federici, Chollet ahonda en cuatro aspectos de la persecución de las brujas. En primer lugar, lo que supuso de castigo a la independencia femenina. Entre las acusadas de brujería se encuentra una gran mayoría de solteras y viudas, es decir, de todas aquellas que no estaban subordinadas a un hombre. En aquella época se privaba a las mujeres de ocupar un puesto de trabajo. Las expulsaban de los gremios, se formalizaba el aprendizaje de los oficios y se les prohibía el acceso. La mujer sola, en especial, sufría una presión económica insostenible.
En segundo lugar, la época de las persecuciones de brujas se tradujo en la criminalización del aborto y de la contracepción. En Francia, una ley promulgada en 1556 obligaba a toda mujer embarazada a declarar su embarazo y a disponer de un testigo en el momento del parto. Entre las acusaciones presentadas a las brujas, a menudo figuraba la de hacer que los niños murieran. En realidad, muchas de las acusadas eran sanadoras que desempeñaban el papel de mujeres sabias, pero que también ayudaban a las mujeres deseosas de impedir o interrumpir un embarazo.[31]
El tercer aspecto que subraya Chollet es que en las persecuciones de las brujas se atacaba especialmente a las mujeres de más edad. Se las consideraba tanto repugnantes por su aspecto como especialmente peligrosas por su experiencia y conocimiento. Ellas fueron las víctimas favoritas de las persecuciones. Las mujeres eran más longevas que los varones y —siguiendo las tesis de Federici— dependían más de las tierras comunales para su alimentación y sustento. Al comenzar la privatización de las tierras antes compartidas, al producirse la acumulación primitiva que preparó la llegada del capitalismo, se penalizó especialmente a esas mujeres. Ellas dependían, al tener prohibido en muchos casos acceder al trabajo remunerado, de las tierras comunales donde era posible llevar a pastar a las vacas, recoger leña o recolectar hierbas. La privatización de las tierras coartó su independencia a la vez que reducía a la mendicidad a las más viejas, cuando no podían contar con el apoyo de sus hijos.
Por último, el sometimiento de las mujeres a través de las brujas, con su correspondiente marginación, para poner en marcha el sistema capitalista fue de la mano del sometimiento de los pueblos declarados «inferiores», esclavos y colonizables, proveedores de recursos y de mano de obra gratuitos y lo legitimó, pero también se acompañó de la explotación de la naturaleza y de la instauración de una nueva concepción del saber. El resultado fue una ciencia arrogante, alimentada por el desprecio a lo femenino, que se asociaba con lo irracional, con la naturaleza que se trataba de dominar. La medicina moderna, en particular, se construyó sobre ese modelo, y la caza de brujas permitió a los médicos oficiales de la época eliminar la competencia de las sanadoras.[32]
Asegura Federici que con Calibán y la bruja ha pretendido «revivir entre las generaciones jóvenes la memoria de una larga historia de resistencia que hoy corre el peligro de ser borrada».[33] Una memoria fundamental en la reconstrucción de la historia, de la genealogía y también de las brutales reacciones patriarcales, porque las persecuciones de brujas y todas las reacciones posteriores han contribuido a modelar el mundo del siglo XXI y algunas pautas se repiten. Por ejemplo, a menudo, las persecuciones de brujas se atribuyen a un fanatismo religioso encarnado en los crueles inquisidores. Sin embargo, la Inquisición persiguió muy poco a las brujas, una aplastante mayoría de las condenas las dictaron tribunales civiles. En cuestiones de brujería, los jueces laicos resultaron ser igual de crueles y fanáticos que los religiosos. No fueron los antiguos, fueron los «modernos».
La persecución de las brujas se da precisamente en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna y la protagonizaron los mismos que defendían la revolución científica, la razón (con mayúsculas), el humanismo y el estado moderno. Fue un Renacimiento, sí, de la misoginia, que dejó a las mujeres en peores condiciones que en la Edad Media y que cesó cuando los «modernos» dejaron de necesitarlo, cuando consiguieron afianzar —gracias a una «auténtica guerra contra las mujeres», como denomina Federici a la caza de brujas— un nuevo ideal de feminidad y domesticidad, puesto que la guerra también fue simbólica y en ella las mujeres fueron sistemáticamente degradadas y demonizadas. Ahí queda, para la historia, el arte de Francisco de Goya puesto a disposición de la caza de brujas. Casi una cuarta parte de la colección de grabados de Los Caprichos está dedicada a la brujería, así como la serie de los seis cuadros Asuntos de Brujas, realizada por el «liberal e ilustrado» artista entre 1797 y 1798 para decorar los salones de la duquesa, en el palacio de El Capricho, por encargo de los duques de Osuna.
También señala Chollet un aspecto nada despreciable sobre el nacimiento del mito de la bruja, el hecho de que coincida más o menos con el de la imprenta, en 1454, la cual desempeñó un papel esencial en la propagación de una ideología misógina y cruel. Según el historiador Guy Bechtel, podemos hablar de una auténtica «operación mediática» que «utiliza todos los vectores de información de la época»: «los libros para quienes leían, los sermones para los demás, grandes cantidades de representaciones para todos». Obra de dos inquisidores, el alsaciano Henri Institoris y el suizo Jakob Sprenger, el libro El martillo de las brujas, publicado en 1487, puede compararse con el Mein Kampf (Mi lucha) de Adolf Hitler. Reeditado más de quince veces, se distribuyeron treinta mil ejemplares por toda Europa durante las grandes persecuciones y su influencia generó un auténtico filón editorial en la época.[34]
Un tercer aspecto por el que no conviene olvidar la historia de las reacciones patriarcales es cómo las persecuciones de brujas ilustran el empecinamiento de las sociedades en encontrar regularmente un chivo expiatorio para todos sus males y en encerrarse en una espiral de irracionalidad inaccesible a toda argumentación sensata, hasta que la acumulación de discursos de odio y una hostilidad obsesiva justifican pasar a la violencia física, percibida como una legítima defensa del cuerpo social.[35] Y, como ocurre a menudo, la designación de ese chivo expiatorio no procede del pueblo, sino de las clases cultivadas, lo que en el siglo XXI podríamos traducir en las clases que detentan el poder simbólico, aquellas que marcan los temas de interés, aquellas que tienen no solo el poder sino también la autoridad de designar qué cuestiones son las que de verdad importan y dónde poner el foco mediático para construir los relatos de odio que en una sociedad globalizada recorren el mundo.
Frente a tanta brutalidad, la reflexión del siglo XXI es, parafraseando a Rosa Luxemburgo, «feminismo o barbarie». La historia del feminismo es una historia de éxito porque, como asegura Celia Amorós, el feminismo ha mejorado todas las sociedades en las que se ha implantado. Es la historia de la toma de conciencia de las mujeres que a lo largo de tres siglos trabajan para poner el mundo patas arriba desenmascarando las grandes mentiras con las que se construyó el sistema de dominación que usurpó el poder a las mujeres y colocó al hombre como centro y medida del universo. Una historia que continúa.