EL DIARIO DE BOBE

Santiago, 1990


Necesito volver al trabajo. Pero todavía no puedo. Nocaut.


Hoy viernes, primer aterrizaje seguro después de tres noches espantosas.Ya no soportaba seguir durmiendo en el Chevette, dando vueltas de barrio en barrio hasta que amaneciera. De la primera noche ni me acuerdo. Fui de un lado a otro dejando la confusión en cada esquina como un prófugo. Nadie me perseguía, sólo sentía vergüenza de que me vieran aturdido por el dolor. Si descubría a alguien husmeando hacia el interior de la cabina, arrancaba el motor y volvía a salir con la esperanza de un semáforo en rojo para amortiguar el golpe. Luego estacionaba en el siguiente parquímetro vacío y vuelta a empezar. Por la mañana fui a visitar a mi madre y se alegró sin preguntar de dónde venía. Apenas reparó en mi aspecto crapuloso. Sólo estaba contenta de que desayunáramos juntos otra vez. La segunda noche me dio por espiar la casa. Esperé con las luces apagadas del Chevette a que alguien saliera o llegara, pero no pasó nada. Bajé y estuve paseándome fuera sin decidirme a llamar. Si me hubieran preguntado qué hacía allí agazapado como un loco entre las sombras de los plátanos, no habría sabido qué responder.Tampoco ahora tengo palabras, aunque me sirva de ellas. Pero al menos estoy tranquilo, después de la pelea y de llorar como un idiota al lado de Lara, que me consoló y me ofreció esta pieza donde quedarme.Antes de acostarse, me ayudó a bajar la maleta del auto y dijo: bueno, en esta guerra supongo que ya elegí de qué lado estoy.


Sangre

Lara me había estado llamando a la redacción, pero allí le dijeron que yo estaba enfermo.Antes habló con María Julia y ella le confirmó el rumor de que me había ido. Después nos encontramos por casualidad en el local del español ubicado frente a la plaza. ¿Dónde te habías metido?, me dijo Lara.Yo había pasado a comprar cigarrillos y ella estaba sentada con unos tipos que se reían todo el tiempo. Eran cuatro o cinco, amigos de ella y de María Julia, y uno de los grandulones me reconoció. El cornudo, dijo.Yo también lo reconocí. Era el hermano del que se estaba fornicando a mi mujer. Tomé el cigarrillo que fumaba Lara y lo dejé caer en su vaso de cerveza. A ella le pedí que nos fuéramos y los cuatro o cinco tipos se levantaron también como si la invitación los incluyera. El nuevo cuñado de María Julia se despidió diciendo sabís qué más, me cago en ti y en tu hijo, y yo le reventé la mano abierta en la cara, cogí una botella y antes de que pudiera metérsela en la boca me empujaron, Lara se puso a gritar y el cuñado y sus amigos comenzaron a golpear encima mientras el local se agitaba como un remolino sobre mi cabeza, hasta que los mozos intervinieron apartando a los tipos. Me dolía todo. Afuera, afuera, rugía el español. Lara me levantó del piso y me ayudó a salir mientras los mozos sujetaban a los otros como si estuvieran cebados. Me gritaron algo desde el interior, los insulté de vuelta y Lara se enervó, empujándome hacia el estacionamiento, donde encontramos el Chevette y subimos, ella al volante y yo al lado. Recién entonces me di cuenta de que sangraba en la frente. ¿Quieres que te maten?, me dijo. No respondí, pero sabía que estaba en lo correcto. No hay otra forma de enterrar la miseria sentimental. Lara echó marcha atrás y vio la maleta en el asiento con unas ropas tiradas en el piso, pero no hizo comentarios. Me toqué la frente y los dedos quedaron impregnados y pastosos. Parecía pintura de rouge. Huele, le dije. Lara se mantuvo firme, sin correr la cara. Le mojé los labios: ¿qué mierda te pasa?, protestó.Yo quería morirme, lavarme la sangre del cuerpo. Sácame de aquí, le dije. Ella condujo en silencio. Fuimos a su casa. Acababa de arrendar un departamento no muy lejos de allí, en una callecita oscura y silenciosa cerca del ex Pedagógico. Cuando llegamos me eché en el living y ella fue a la cocina y trajo una botella. Me quebré antes del primer trago y lloré sin asco. Soñé toda la noche pero no recordé nada después.


El miércoles volví a la revista.Todos me miraban como si llevara un plátano en la cara. Conversación con Rocha en la sala de dirección. Le expliqué los motivos de mi ausencia, sin abundar en detalles. Me recomendó que pensara en otra cosa y estuve de acuerdo. Mándame a la calle, le dije, ahí me voy a distraer. Muy bien, dijo. Llamó al Gringo Suárez que editaba Magazine y cuando entró a la oficina le pidió que pensara en mí para el reporteo. El Gringo se asustó: ah, vamos a subirnos las mangas. ¿Y las páginas de libros? ¿Y la sección de cultura? Me importan un carajo, le dije: quiero salir y hablar con gente de la que nadie se acuerde al otro día. Los nuevos héroes. Entre Rocha y el Gringo hubo un intercambio de miradas no sé si burlonas o convencidas, pero quedó establecido que no volvería a ocuparme de asuntos de escritorio. ¿Quieres un fotógrafo?, preguntó el Gringo. No, prefiero arreglármelas solo, le dije. Me levanté contento de la reunión y salí. Cuídate ese chichón, me dijo Rocha.


La guerra

Revisé los anuncios con la idea de encontrar un departamento para arrendar y mudarme cerca de Iván, pero fue patético: terminé rondando la casa como un presidiario que pide clemencia para volver a entrar. No hay peor consejero inmobiliario que la nostalgia.Tengo que desistir de ella, cortarle el suministro. El problema es Iván, que en el fondo soy yo. Si lo dejo, me mato; prueba de que la paternidad es una garantía de la especie. La ruptura me lo recordó, abriendo una corriente de sufrimientos y culpas que sangran por el viejo afán de conservar la biografía. Es lo que me impide desaparecer y salvarme con la excusa de haber sido engañado. Al contrario, necesito mantener abierta la llave en el punto exacto para que el agua corra sin dar motivo para nuevas peleas. Cuidar de Iván. Rescatarlo como a una hoja del torrente. Es lo único que podría aliviar mi falta que, con el tiempo y sin él merecerlo, también será la suya. María Julia no debe siquiera adivinarlo: ante ella es urgente fingir calma, incluso desinterés, tener paciencia y evitar una colisión que sólo le daría motivos para tirar del mantel, con mayor sufrimiento como único resultado. Ella conoce la herida que causó, ahí está el inconveniente. Me di cuenta ayer cuando decidimos juntarnos en un lugar neutral a tomar un café y a ponernos de acuerdo en las condiciones de mi salida. Se veía segura de lo que había hecho, incluso dichosa de haberlo logrado. Las mujeres no tienen alma, dice Mahoma en los diarios de Kafka. Por eso pueden llegar a ser auténticas maldiciones vestidas de monja: hay una edad en que sólo piensan tener hijos, pero luego enloquecen de tedio y buscan un amante. Quizá las rutinas del matrimonio funcionaban mejor antes: te engañaban con vigor hasta saberse vengadas, pero hoy es distinto, no hay resarcimiento que valga y la misión es liquidar al macho aburrido en el sofá. El amor después del amor como una lucha a campo traviesa que luego se continúa con batallas irregulares, colina a colina, con tiros que van y vienen en medio de la noche para recordarte que perdiste la posición. María Julia se resiste a admitirlo: de pronto comenzó a gritar en la mesa mientras yo le explicaba todas estas cosas como si apelara en el mejor de los tonos a una leyenda familiar. No tenía fuerzas para sujetar el rencor y ella se escandalizó. Eres un cavernícola, me dijo: no te acerques a mi casa y menos a Iván, entiendes; yo soy su madre, y haya hecho lo que haya hecho te prohíbo que te acerques a él hasta que no cambies de actitud.Y se levantó irritada, que era justo lo que había que evitar en esa primera negociación, mientras la realidad se doblaba hacia un lado donde inevitablemente mi desamor iba tras ella como un drama sin cuerpo sobre el cual descansar. Fui un idiota; el orgullo me traicionó. María Julia aprovechó el descuido con un perfecto paso al costado, renovando la desesperación que causaba. La vi salir caminando rápido del café, como ofendida, y yo volví a la casa de Lara y me puse a revisar los avisos de arriendo todavía con la discusión ardiendo en las orejas. Sólo ahí me di cuenta de lo que estaba haciendo: quería castigarla con una declaración de desprecio total. Propósito mentiroso. Abandoné la idea de la mudanza por el momento.


Encontré este recorte entre las páginas de uno de los pocos libros que saqué de la casa: «Beso sus labios como si curvara un vidrio. Así debería ser siempre, con los ventanales del hotel abiertos para que se cuelen la presencia del mar, la luz y el aire de la bahía. Leer, recorrer su cuerpo, anotar que nada me obliga». Está fechado en enero del 90. Han pasado sólo unos cuantos meses desde entonces, pero es como si hubiera registrado acontecimientos de una vida que viví hace siglos.


Taller Literario I

Leo lo anterior y me enfurezco. No quiero escribir más cartas de amor que nunca enviaré. Ella es la madre de Iván. Punto y aparte.Voy a tomar ese acuerdo interior y dejar que el tiempo purifique mi odio. Tampoco me interesa hacer literatura. Basta con lo que se publica. La literatura se está escribiendo sobre el cadáver de lo que fuimos. Puede que siempre sea así, pero nadie todavía explica qué mancha o culpa ajena nos mandó a quemar los sueños en la pira de una memoria que ni siquiera era la nuestra. Todo eso fue tiempo perdido y escribir para salvarse no tiene mucho sentido. Mejor aprender a morir, porque hoy sólo vale el presente, los hechos que el presente devuelve como una ola turbia llena de huiros y cáscaras y envases de comida. Dije esto mismo o algo parecido en una sesión del taller de Donoso donde me invitaron a leer por iniciativa de Garrafita, que asistía desde hacía meses y me presentó ante el grupo. Tuve la impresión de estar ante una comisión fiscalizadora. Cuando terminé mi auto de fe narrativa hubo carraspeos, torceduras de cuello.Alguien destacó un párrafo lleno de cacofonías, Garrafita habló de pulir la enumeración caótica y casi todos estuvieron de acuerdo en que tenía que seguir trabajando el estilo. El Maestro no dijo nada. Semanas después me lo encontré solo, caminando por Pedro de Valdivia con su impermeable blanco debajo de la lluvia, cerca de su casa donde se hacían las sesiones de taller.Yo iba en sentido contrario y fue él quien me detuvo. Nos saludamos. La lluvia comenzó a caer fuerte y nos protegimos bajo el alerón de un almacén. Eran las siete de la tarde y empezaba a oscurecer.Vamos a tomar un café, me dijo, y nos metimos a la fuente de soda que está en Bilbao.Yo estaba sorprendido pero no intimidado por su confianza. Nunca más fuiste, me dijo, sonriendo con esa ironía efervescente que le subía hasta los ojos y torcía sus gafas. Me excusé pero no me creyó. Hablamos de un libro que transcurría en los sueños del narrador, con personajes sin nombres propios que se buscaban disimulados entre el polvo y la redención. Era una casualidad que coincidiéramos en la misma novela, aunque también era predecible porque había ganado un premio o el elogio de sus colegas. Mientras conversábamos noté su expresión fatigada, distante entre las solapas del impermeable subidas sobre las orejas, como si fuera un jefe de detectives. Luego nos dimos cuenta de que la lluvia amainaba, nos pusimos de pie y eso fue todo. En la puerta le dije que no pensaba volver al taller y él se rió y me dijo que tampoco me pensaba invitar.


Taller Literario II

Convocatoria de La Banda de los Cuatro en Bellavista. Planean un homenaje a Lihn para julio, a dos años de su muerte. Hablan todos a la vez. La voz de mando la lleva Marco, seguido por Elías, seguido por el Chico Cifuentes. Me quedo callado. La idea es hacer pintadas en los muros y una especie de intervención a las puertas de la Biblioteca Nacional. Hay otra gente dispuesta a sumarse. ¿Qué te parece, Bobe?, pregunta Marco.Todos se vuelven a mirar, pero yo digo que no estoy para homenajes, lo siento, y me levanto dejando una cuota para la pintura y los materiales. Un silencio fúnebre me acompaña hasta la puerta del restaurante sin que nadie me reproche la retirada. No puedo evitar el sentimiento de inutilidad, de que todo se desarma alrededor y de que, incluso, es necesario que así ocurra. También La Banda de los Cuatro debiera disolverse, dejar atrás la historia y el mesianismo de realización colectiva, pero no me atrevo a plantearlo. Veníamos reuniéndonos desde los primeros años de fogatas, echando mano a pequeñas conspiraciones anárquicas, meramente distractivas, hasta que algo comenzó a quebrarse entre los confabulados, como si al llegar a este otro lado del puente no fuera posible seguir secuestrados por una misma idea y cada uno tuviera que zafar por su lado.Ahora yo sólo pensaba en la necesidad de romper la continuidad. No era sólo un asunto de fracaso personal con María Julia. Mi único programa consistía en huir del espíritu de normalización como de la misma peste. Despegarse. Finalmente, si aún quedaba algo por compartir, eso era el cansancio que todos resentíamos. Habíamos marchado juntos por defecto, para salvar el pellejo, y la precariedad nos igualó. El castigo se hacía menos humillante si repasábamos la lección en grupo. El propio Lihn comprendió este imperativo de las circunstancias, gastando generosamente sus últimos cartuchos con la pólvora de mi generación, así que de homenajes nada. Más bien un tibio escalofrío por haber compartido en un mismo rincón la dificultad del momento, el imposible soliloquio del individuo. Me acuerdo de que lo visité en el velatorio y allí estaba, con su rostro hinchado y ceroso, con la boca torcida como una burla infinita, desconfiando de los muertos tal como antes había desconfiado de los vivos. Un monstruo que no cabía en la horma de su propia inteligencia.


Me volví caminando hacia la Plaza Italia en medio de la noche y el gentío que ocupaba el barrio como si fuera carnaval. Debo ser el único en Chile que no tiene nada que celebrar.


Taller Literario III

Discutimos con Lara sobre el tema del homenaje. Ella no está de acuerdo, piensa que La Banda sobredimensiona las cosas. Puede que lo diga por el tiempo que pasó fuera. Propuso ir a los textos, y nos lanzamos en una especie de maratón donde ella leía a Teillier, a Cid y a Rojas, recitando casi de memoria qué se ama cuando se ama. Me sorprendió lo bien que conocía a cada uno de sus poetas, como los llama familiarmente. Pero a quién le importan los textos. Luego me invitó a una fiesta en la casa del Toro Salinas. No es un tipo que me agrade, pero Lara insistió. Al parecer tiene algo con él y terminamos yendo en el Chevette hasta La Reina. El Toro Salinas quiere hacer cine y en la fiesta había mucha gente que deseaba lo mismo, así que todos hablaban de sus proyectos de películas, del guión que estaban por escribir, de los contactos con no sé qué productor para financiar el filme. Penoso. La música era estridente y se respiraba un ambiente egótico, espumoso y vacío. Le dije a Lara que me iba y sin pedírselo ella me siguió al auto.Volvimos a la casa en silencio, escuchando la radio donde había un especial de Elvis. Cuando estacioné, ninguno de los dos se movió.Yo quería seguir oyendo la voz que cantaba «Suspicious Minds» y apagué las luces del Chevette. Estábamos en paz, Lara con la cabeza apoyada en el respaldo y yo sin querer moverme y fumando. Esto está mucho mejor que la fiesta del Toro Salinas, le dije. Ella asintió. Me pareció que no era el momento de hacer preguntas. Mentes sospechosas, eso es lo que éramos allí estacionados en la oscuridad de la callecita trasera, y el perfil de Lara se dibujó contra la ventanilla como el de una niña que aguarda que la vengan a buscar, implorando en sordina porque se hace tarde y la vida escapa mientras alguien que no es nadie demora en llegar, porque ese alguien que no está debe saber mirar y oler y tocar hasta estremecerse delante de su espera. Separó los labios buscando seguir la canción u otra cosa, pero no oí nada, era sólo un gesto como una hermosa bienvenida recostada en el asiento, y pensé: es todo lo que quiero hacer, pero en vez de hacerlo apagué la radio, Lara abrió la puerta y bajamos fuera. Una vez que entramos a la casa, cada uno se encerró en su pieza.


Cumpleaños de Lara. Mucha gente que apenas cabe en la casa: La Banda de los Cuatro, el Toro Salinas acompañado de toda la incipiente industria del cine nacional, un grupo de mujeres extraordinariamente enjoyadas, empresarios cincuentones y poetas adolescentes. En un momento, Lara se plantó delante mío con un tipo cogido del brazo: era bajito, perfumado y muy blanco de cara, con la piel gomosa como si viviera de noche y no alcanzara a ver la luz del sol. Él te va a ayudar, me dijo haciendo las presentaciones. El otro sonrió, obsecuente: cuando y como usted lo pida, mi reina. Luego ella nos dejó solos y Diéguez escuchó complacido mi petición. Extraño personaje. Parecía un frasco de colonia dispuesto a encantar con sus aires de cortesano revenido. Prometió introducirme en el mundo de los apostadores profesionales cuando viajara a Viña para escribir sobre el asunto. En cualquier otra situación su presencia habría desentonado, pero nunca allí, como si Lara pusiera a prueba su capacidad para reunir mundos opuestos y descolocarlos. Todos la celebran y tienen una palabra para ella, la anfitriona de las naves que han atracado en el muelle de sus treinta años, aunque a veces da la impresión de que nadie quiere verla.Además, enredarse con Lara sería un problema, entonces también ella prefiere mantener el tipo como una actriz eficiente y jugar el rol de mujer pirata. María Julia se marginó de venir. Sé que está sola desde hace un par de semanas. Era lo obvio, pero ya me mató y ahora la mato yo también. El desamor vivido como una ligazón más violenta y cruel que cualquier otra pasión: Alfa y Beta están unidos por una recta imaginaria, pero entre ellos existe Epsilon, un tercero que sucede o se inventa, el ojo de un búho insidioso al que no se le escapa lo que ocurrió.A partir de allí el vínculo carga con la sospecha de una segunda intención y la rueda del infortunio se echa a andar: cuando tú vienes yo voy.Acercarse a uno es ir demasiado lejos con el otro, que a la vez se hace fuerte en la distancia mientras el primero se debilita en la cercanía. Nadie puede estarse quieto. Lo importante es estar siempre a destiempo, llevar un cálculo milimétrico de los movimientos de aproximación y rechazo para no equivocarse con la expectativa de un reposo perdedor. La ecuación es interminable para los tres términos del problema, que en rigor es uno solo: renovar el deseo y hacerlo arder aun entre cenizas, de modo que ninguna solución amistosa relaje el prestigio de la pasión. Si esto llegara a ocurrir, se abriría un océano alrededor, y Alfa, Beta y Epsilon terminarían extraviados y solos en manos de lo nuevo y lo distinto como María Julia y como yo.


El mundo al instante

El Gringo Suárez quiere que vaya a Rancagua la semana que viene. Un asunto de piernas en una discoteca donde van a elegir a la reina de las cabareteras. Era lo que yo quería, ¿no?, se burló. Según él, sólo se trata de ir la noche final del concurso y traer una nota de costumbres con impresiones propias. Pero empiezo a cansarme de tanto movimiento. Acabo de entregar el artículo sobre los jugadores de ruleta y tuve que censurar la mejor parte, cuando nos emborrachamos con Diéguez y bajamos a apostar al casino. Habíamos acordado reunirnos directamente en el interior del local y cuando llegué él me recibió con una ansiedad que no lograba disimular. Estábamos en el bar, algo achispados ya después de mucho hablar sobre los usos y abusos del juego, cuando el tipo sacó un papel y me enseñó su fórmula para derrotar a la banca.Vi una ensalada de números y gráficos sin entender nada, pero Diéguez insistió. Pensé que quería sacarme plata o que se la prestara, lo típico de los jugadores, y desvié el tema mientras en el escenario tocaba una orquesta de fantasía. Seguimos tomando como si nada, pero luego Diéguez volvió a la carga y me confesó su secreto: había un cuadro de Roberto Matta que le pertenecía y que había dejado en manos de la administración del casino, una especie de consignación para el momento en que se decidiera a apostar. Los cajeros estaban al corriente y él nada más tenía que acercarse a una de las ventanillas para canjear el valor del cuadro por su equivalente en fichas de juego. Quiso que me fijara en la cifra anotada al reverso del papel donde había escrito su fórmula. Obedecí y solté el whisky que tenía en la boca. Ocho millones de pesos en números bien dibujados, con una firma autorizada encima. ¿Quieres verlo?, me dijo.Yo estaba un poco mareado y no reaccioné. Le pregunté a qué se refería. El cuadro, hombre: ¡mi Matta!, se exaltó. Recién entonces entendí que la tela debía estar colgada en uno de los muros del edificio, como una tentación que el consignatario había ordenado colocar para atormentar a su dueño. Fuimos a mirar. Estaba en la pared contigua a las escaleras que bajaban del segundo piso hacia el salón de juego. Me invitó a apreciarlo. El Matta de Diéguez era una constelación de figuras extraterrestres surgidas de un estallido de tonos rojizos. El mundo al instante, dije comentando el título, y Diéguez se me quedó mirando con franca devoción, como si yo acabara de abrir una puerta en el cuadro y lo invitara a pasar. Ven, acompáñame, tú eres quién, me dijo atropelladamente y comenzó a agitarse mientras me empujaba en dirección a las cajas.Yo no sospechaba nada hasta que me pidió que copiara la fórmula en la libreta que cargaba para mis notas periodísticas. Obedecí. Estábamos junto a la ventanilla y cuando terminé, Diéguez me arrancó el pequeño papel de las manos y se lo tendió al cajero. Quedé atónito. El empleado llamó por interfono a un superior y enseguida un segundo hombre apareció detrás del marco ovalado, saludó con un movimiento de cabeza y se puso a escudriñar el vale vista con la firma. Cogió a su vez el interfono e hizo una tercera consulta, dijo ahá, conforme, colgó y levantó las cejas antes de extraer del fondo del recinto numerosas cajas de colores que fue apilando ante la risita nerviosa de Diéguez que comenzaba a frotarse las manos. Luego me palmeó el hombro. Confío en ti, dijo, invitándome con el gesto a recoger los lingotes que el cajero iba deslizando a través de la ventanilla.Yo los tomé bajo el brazo y caminé con ellos como si llevara un cofre de diamantes hacia el salón de juegos. Diéguez caminaba a mi lado, sudando y con los ojos empapados de emoción. Llevaba meses cavilando sobre la ocasión propicia y ahora estaba decidido a ensayar su fórmula, finalmente, espoleado por algo que yo había dicho al pasar. Si buscaba saber cómo funcionaba la cabeza de un jugador, ahí tenía un ejemplar de primera selección. Mi crónica de la suerte ya estaba escrita. A la entrada un guardia me detuvo. No se puede, me dijo. ¡Cómo que no se puede!, saltó Diéguez por detrás mío. Lo siento, aseguró el otro, las normas internas prohíben la entrada al salón para los caballeros que no llevan corbata. Con Diéguez nos miramos con estupor. Era cierto: yo andaba sin corbata. No lo puedo creer; vamos a apostar varios millones de pesos y usted no nos quiere dejar entrar porque nos falta una corbata, acusó Diéguez en tono de reproche. El tipo asintió con la cabeza, imperturbable en su traje de pingüino. Consígame una entonces, se alteró él, pero el mayordomo se mantuvo firme: no podía alejarse del puesto, quizá si preguntaba en la guardarropía, tal vez si se la compraba a alguien, pero yo no iba a ingresar al salón hasta que me anudara una corbata al cuello. Miré a Diéguez. Estaba lívido. Su color de piel cambiaba del rosa a un blanco pálido, quebrantado por todos los malos augurios que habían comenzado a invadirlo con la negativa del portero. Entra tú, me dijo con expresión de pánico, yo te paso mi corbata y juegas siguiendo el plan de apuestas que anotaste en tu libreta. Entendí que Diéguez no pretendía ingresar solo, necesitaba mi presencia para volcar la suerte a su favor, y lo detuve antes de que alcanzara a aflojarse el nudo. Es una locura, nunca he apostado ni un boleto de micro, vamos a comprar una al centro, propuse. No puede ser tan difícil conseguir una corbata en Viña. Diéguez miró su reloj. Faltaban veinte minutos para las dos. El casino cerraba a las tres en temporada baja, pero el ingreso sólo estaba permitido hasta una hora antes para evitar que el horario de juego se extendiera mucho más. Nos quedaban veinte minutos. Acordamos ir al centro y si no encontrábamos lo que buscábamos, yo tomaría un taxi y volaría de vuelta al salón mientras él me esperaría en un café que permanecía abierto hasta la madrugada. Salimos apurados. Devolvimos las cajas y nos guardamos las fichas de colores en los bolsillos de las chaquetas y los pantalones. La noche estaba fresca, con restos de verano. No encontramos ningún vehículo libre y atravesamos el puente casi a la carrera. El viento nos cortaba la cara y me dio un ataque de risa viendo a Diéguez caminar a pasitos cortos y de prisa con la chaqueta cerrada ajustando su talle. Los cincuenta años que le suponía aparecieron de pronto con tonos desesperados bajo las luminarias de la calle, esmirriado como era de porte y avanzando encogido, exhibiendo a pesar suyo un aspecto de vagabundo aristocrático que lo ridiculizaba o enaltecía, no sé exactamente por qué. Cuando llegamos al otro lado del estero, fuimos directo al café del centro y Diéguez se puso a preguntar mesa por mesa si alguien estaba dispuesto a vender su corbata. Los clientes lo rechazaban como si estuviera loco. Reconocí en una de las mesas a uno de los talleristas de Donoso que había venido para la feria de libros que se celebraba en la ciudad. Esto no va a resultar, le dije a Diéguez. Él miró angustiado. La caminata le había revuelto los pelos en torno a la calvicie que asomaba como una piedra blanca en la cresta de un cerro. Recién entonces reparé en que su indumentaria no era la más apropiada para pasearse a esas horas por el bulevar, enfundado en un brilloso terno celeste y con la corbata de lunares negros volando sobre la camisa color fresa. Parecía arrancado de una orgía. No es posible, me dijo, llevo meses esperando este momento. Puede ser un aviso, advertí. Puede ser que alguien te esté avisando para que no pongas todo en una sola noche. Entonces se paró delante y me agarró de los hombros con ambas manos: es que ésta es la única manera, me dijo.Así es como apuesta un jugador, no hay otra forma de ir al frente si quieres ganar. De cerca olía a lavanda barata. Noté sus lagrimales aguados por la conmoción. La suerte le ofrecía una oportunidad inusual de probarse, pero la mala suerte estaba a punto de arruinársela. No podía permitirlo. Desprendí la corbata que colgaba de su camisa. Espérame aquí, le dije, y salí en dirección al casino llevándome los millones del cuadro de Matta dentro de los bolsillos. El portero vestido de pingüino me hizo una venia cuando ingresé al salón. Revisé la libreta de apuntes donde había copiado el gráfico de Diéguez y lo memoricé paseándome entre las mesas de Black Jack y Veintiuno. Luego fui y ordené montones de fichas al pie de la ruleta. Aposté con rabia, casi con dolor, primero a la fila de rojos sabiendo que perdería tres vueltas consecutivas. Luego insistí, reforzando la vertical con medios plenos desde el tres al dieciocho incluido, y cruzando en diagonal con plenos en el veinte, veintidós, veintiséis y treinta. Dejé libre la última horizontal de acuerdo a la instrucción de Diéguez. Luego invertí por completo el procedimiento y comencé a ganar. Al poco rato el croupier dio aviso para que lo sustituyeran.Vino un gordo de corbatín morado, notoriamente más aplomado que el anterior. Empezamos a batallar sin descanso: yo apostaba, él recogía. Diéguez me lo había advertido: te van a perseguir, creerán que eres un novato, un aventurero con un poco de fortuna y tratarán de echarte fuera de la mesa, amedrentarte, pero tú no te vayas, persiste, no retrocedas ni les tengas miedo, vas a liquidarlos. Alguna gente vino a mirar cómo me cazaban y se acopló alrededor del paño, expectante. Mi derrota atrajo un pequeño coro de risas sádicas junto a la mesa. Perdí todo lo que había ganado y un poco más, hasta que cambié la apuesta hacia los laterales y noté que el gordo miraba malhumorado, sin entender.Yo ni sabía lo que estaba haciendo, sólo seguía el instructivo de Diéguez y trataba de no apartarme del plan.Volví a la carga con un pleno en el 17, sobre el centro del paño, y cuando apoyé una torre de cinco fichas cuadradas de a quinientos, todas en las negras, el tipo ya no pudo controlarme. Resignado, pidió un reemplazo pero fue inútil: yo había tomado la iniciativa y recuperaba juego a manos llenas. Quedaban quince minutos para el cierre, y apenas logré divertirme aplicando el resto del gráfico. Estaba agotado, exhausto. Todo había sido obra de Diéguez, yo era sólo el monaguillo que alumbraba los cirios, pero el trabajo estaba bien hecho: él podría descolgar su cuadro de Matta y llegar sin sobresaltos hasta la reapertura de la próxima temporada, en primavera. Recogí todo y pedí un resguardo en la caja a nombre suyo para que lo pudiera cobrar al día siguiente. Insistí en que nadie más tendría derecho a retirarlo salvo él. Para asegurarse, el cajero me pidió una clave que yo le transmitiría a su vez. El mundo al instante, le dije, y el tipo anotó. Cuando terminé, salí a la calle y volví al café del otro lado del estero, pero no logré encontrar a Diéguez. Pregunté a los mozos, di vueltas por la plaza a oscuras y volví al café. Llamé al número de Viña donde me dijo que solía hospedarse, pero tampoco allí respondió nadie. Pedí un trago fuerte y esperé sentado a que amaneciera para dirigirme al rodoviario y volver a Santiago. En el trayecto cabeceé con el sol encima mientras soñaba que Diéguez se reía a gritos de mi hazaña. Me olvidé hasta la noche siguiente, cuando sonó el teléfono y Lara fue a contestar. Desde la pieza oí que decía no te puedo creer, ¿estás segura? Luego vinieron largos silencios rotos por pequeñas interjecciones de incredulidad, hasta que ella se despidió y colgó. Salí de la pieza a preguntar si pasaba algo. Lara se despejó el pelo de la cara y me miró con ojos de conejo, asustada y sorprendida por el foco de una luz que no lograba escabullir. Diéguez se había suicidado esa madrugada que lo dejé sin corbata esperando en el Samoiedo.


Con Lara repasamos las hipótesis posibles: angustiado por mi demora, Diéguez se había creído estafado. O bien pensó que yo había fracasado y su bendita fórmula no era más que una impostura para perderlo todo en una sola noche. En cualquier caso, la larga espera arruinó su paciencia y con los nervios de punta terminó regresando hacia el casino. Sobre el puente la desesperación lo emboscó; se vio a sí mismo cubierto de deudas, solo en el mundo. Un soplo de viento costero hubiese bastado para inclinarlo al vacío. Puede ser, dijo Lara todavía aturdida. En la revista escribí una crónica desabrida sobre las noches de suerte en el casino de Viña y no le conté a nadie lo ocurrido. Luego hablé con Parraguez, que hace notas policiales y parece tener amigos en todas partes. Quería averiguar más sobre su muerte, pero él me tiró por el desvío. Estaba muy ocupado con un periodista inglés que habían encontrado colgado en su habitación del Hotel Carrera. Parecía suicidio. También lo de Diéguez era suicidio. Nunca matan a nadie en Chile, todos se suicidan, le dije. Me miró severo. La única información que podía darme era que el domingo un reconocido apostador y homosexual viñamarino había amanecido aplastado bajo el puente del estero. El cuerpo no exhibía indicios de una acción de terceros, indicó. De todas formas me puso en contacto con el comisario Rodríguez-Bueno, de Homicidios, por si deseaba indagar más sobre el tema. Hoy me aseguré de recopiar la fórmula de Diéguez en otro cuaderno, con los números del gráfico y su orden de disposición tal como él me los había traspasado en el casino. La corbata la colgué en el clóset como si fuera un amuleto.


Reunión de periodistas y editores: Rocha explica que si seguimos así no llegaremos a fin de año. La publicidad contratada es insuficiente y además los pagos están retrasados, por lo que es imprescindible que colaboremos ajustando los despachos a la hora convenida. No más atrasos ni minutos agregados al cierre. De otra forma las multas que aplica la imprenta por cada hora trabajada fuera de horario terminarán comiéndose los pocos recursos de la empresa. Ovando, de Nacional, y el Turco Saavedra, de Política, eran los más castigados por la medida. El resto podía adecuarse.Algunos alegaron que las restricciones afectaban la calidad que los lectores esperaban de estas secciones. En una publicación el puzzle es lo más importante, dijo Rocha para acallar los reclamos. Con esto quiero decir que todos valemos por igual, agregó, y vamos a acomodarnos con lo que tenemos. Garrafita, que lleva las reseñas y no pierde ocasión de sumar puntos a sus habituales tareas de corrector y secretario, dejó que pasara la tormenta sin hacer preguntas. Luego me contó que en verdad el directorio no esperaba mejorar la calidad de la revista, sino que un grupo de judíos se interesara por comprar las deudas y así comenzar a desembarcar.


La guerra

Quiero hablar con Lara. Es ridículo que se aleje de María Julia y se obligue a tomar partido. Con lo hecho ya es suficiente. Además, a estas alturas quién podría reprocharle algo a alguien.Tampoco María Julia es la viuda negra que me describo a mí mismo para denostarla y otorgarme de paso una falsa santidad. No hay culpables cuando fracasa un acto de irresponsabilidad tan notorio como el matrimonio. Quizá por eso la gente necesita respaldar su elección con un artificio legal: así disuade sus disputas con la amenaza de un conflicto a gran escala. Salir es más difícil que entrar. Lo inexplicable en mi caso es haberlo previsto sin oponer resistencia, como si dejara crecer la humedad en los muros para no distraer la entrega sorda del comienzo. Con María Julia la ligereza moldeó el encanto. El deseo nos juntó de un modo casual y la casualidad nos fue empujando sin otra causa que estar juntos, hasta que un buen día quise ser serio, razonable. Eso la enloqueció. No resistía verme ocupado en el trabajo, lleno de frases sobre la cultura verdadera y lo que hay que saber, borracho de importancia profesional. Finalmente la revista se había fundado con ese objetivo: señalar el rumbo, el camino correcto. Todos los diarios y revistas del mundo nacen para corregir a los otros, y ésa era también mi vocación. Pero María Julia no tenía camino, su cuerpo era el único libro de historia y geografía que yo debía leer.Ahora sé que no lo soporté. Comencé a irme con la cobardía propia del que no está seguro de llegar a algún lado. Ella lo notó, me seguía con el rabillo del ojo y se ocupaba de Iván con la dedicación de quien sujeta el último eslabón. Hasta que no pudo más y se adelantó. Reaccioné tarde, pero reaccioné. No entiendo por qué. Hay en el aire corrientes de deseo como hormigas que van y vienen buscando todas el mismo pastel, y de pronto el polo se gasta o se seca y en una fracción de segundo el revés toma su lugar. Cuando María Julia me pidió la baja, yo volví. Había sido enviado a cubrir una reunión en Guadalajara durante cinco días y regresé al tercero, dispuesto a arrodillarme a sus pies, movido por la simple iluminación de su paciencia. La noche aquella entré adivinando mi retraso. No sé; luces apagadas, demasiada quietud, atmósfera de casa expropiada. En el living había unos zapatos tirados que no eran los míos.Y el murmullo del agua que corría en el segundo piso. Subí las escaleras todavía con el llavero en las manos. No vi señas de Iván y entré a la habitación principal deseando seguir por el pasillo para no toparme con la cama en desorden. Encontré unas ropas tiradas, irreconocibles, y avancé hasta la puerta entreabierta del baño que dejaba pasar una nube de vapor caliente. ¿Julia?, llamó alguien desde la ducha, la voz de un tipo que se confundía con el sonido del agua. Fue curiosísimo, porque en algún momento pensé que era yo quien pronunciaba su nombre y ella quien levantaba la cabeza al oír los pasos del otro lado. Descorrí la cortina y de los dos fue él quien se sorprendió más, sin duda.Tenía la cabeza envuelta en champú, con rulos blancos como cachos. Pero el cornudo era yo. Parecía uno de esos chistes gráficos de la Playboy: el dueño de casa con la cortina de la ducha recogida en una mano y el llavero en la otra, mientras el amante desnudo permanece expectante bajo el chorro de agua que estila sobre su cuerpo cubierto de jabón. Lo único que se me ocurrió fue preguntar por Iván. El tipo fue sincero: se encogió de hombros como pidiendo perdón por ignorarlo y balbuceó, circunspecto: María Julia fue a comprar algo de comer, ahora vuelve. Solté la cortina y regresé a la pieza sin hacerme ninguna idea de lo que estaba pasando, casi en estado de shock sentimental, y me puse a hacer la maleta.Ahora que repaso todo, me doy cuenta de que en ningún momento el sujeto intervino ni se asomó desde el baño mientras yo recogía mi ropa del armario. Tomé del velador unas cuantas cosas que iba a necesitar o a echar de menos y bajé las escaleras. Luego me quedé un instante escuchando el zumbido de la casa vacía con el desconocido que comenzaba a moverse a pasos cortos y rápidos en la pieza de arriba, como una rata lista a saltar sobre el terreno despejado. Miré los zapatos tirados en el living, tomé la maleta y salí. Estaba cargando el auto cuando María Julia apareció con unas bolsas del supermercado. Es notable que en circunstancias culpables la gente adopte una posición ofendida para tapar las evidencias de su crimen. Sin que yo protestara siquiera, María Julia me enfrentó con decisión, alteradísima, y comenzó a reprocharme lo que yo estaba a punto de hacer, calificando mi conducta de evasiva mientras yo la escuchaba impávido, medio aturdido todavía por las sorpresas de la bienvenida.Volví a preguntar por Iván. Está con mi madre, dijo ella. Se fue a pasar el fin de semana allá.Ya veo, dije, subí al Chevette y partí. Es tonto pretender que salí ileso. Nadie escapa de su propia creatura. Pensar que el adulterio sólo existe de tu casa para afuera en el siglo del sexo es una muestra de ignorancia, cuando no una falta de sensibilidad. Y sin embargo no hay vuelta atrás. No se puede desoír una evidencia. Sería como transformar la pérdida en un movimiento de conciencia, es decir, de resistencia al dolor. Y sólo el dolor me mantenía en pie. Fue lo que pensé y decidí durante esos tres días con sus noches en que anduve manejando por la ciudad. No tenía ánimo de responder preguntas y el asiento trasero del Chevette me sirvió de cama. Ésa era la realidad. Era fácil reconocerla, porque la realidad siempre castiga. Si hubiese durado sólo unas horas, tal vez habría olvidado. Pero me obstiné. Setenta y dos horas en total, almorzando y comiendo en un local de la plaza Cuarto Centenario, bajo la imagen publicitaria de un cartel del Kentucky Fried Chicken que reproducía los rasgos de un señor parecido a Trotski y ofrecía pollo y papas fritas a bajo precio, pidiendo el baño en las mañanas, curando las heridas frente a los potreros de Macul donde los amateurs jugaban al fútbol. No, María Julia no tenía ninguna responsabilidad en esa travesía lo más lejos posible de la orilla conocida: fui yo quien se esforzó para que las cosas jamás volvieran a ser.


Me quedé hasta tarde en la redacción. A la salida me encontré con Pacull, que a esa hora cerraba las páginas de Cultura. Me preguntó si estaba cómodo con el Gringo Suárez. No sé si lo dijo con cierta burla o desdén por mi nueva sección. Después nos fuimos a comer algo a La Unión Chica.Tomamos unos vinos y me contó su historia. Ahora pienso que su cháchara sólo buscaba convencerme de que regresara a trabajar con él. Me habló con tono de parábola. Años atrás había partido a España, cansado de ver las mismas caras abúlicas y satisfechas del buen pasar en la provincia, hinchadas por la complacencia que arruinaba el carácter y lo moldeaba a la mediocridad. Él no quería resignarse. Sin ser ningún loco, ansiaba convertirse en poeta. Incluso había escrito y publicado un libro al egresar de la universidad. Había tenido buena acogida y desde entonces se recriminaba por dejar sus mejores años trabajando para los demás. Un día se decidió y partió en viaje exploratorio con la idea de evaluar en terreno una mudanza definitiva. Estuvo dos meses. Unos amigos lo convidaron a compartir el piso donde vivían en Madrid, cerca del centro. Al mes ya no le quedaba dinero y, lo peor, tampoco reconocía las motivaciones para estar allí. Se había perdido. Fue, me dijo, como si los límites de una realidad soñada cedieran a la angustia que le provocaba ese esfuerzo por escapar del terruño familiar. Se entregó entonces a caminatas sin rumbo fijo durante semanas enteras. En algún momento creyó que se había convertido en lo que anhelaba, pero el miedo a que fuera cierto y él no supiera cómo enfrentarlo, venció su determinación inicial. Ser poeta era mucho más difícil de lo que pensaba. Por último, sus amigos lo encontraron semidesnudo una noche en el departamento, solo y sumergido en una tina de vómitos expelidos en medio de una violenta crisis de pánico. Decidieron meterlo en un avión de vuelta a Chile. Llegó en estado calamitoso, pero luego se había restablecido.Ahora vivía tranquilo. Ingería disciplinadamente sus dosis de litio cuando le pataleaba un poco el cerebro y no conservaba de aquella experiencia más que una imagen vaga, incluso indescifrable, donde se veía encerrado una noche en un hotel sin poder reconocer dónde estaba, asomado a una ventana desde la cual se adivinaba el mar y veía, un poco apartadas hacia el este, las luces sembradas de un aeropuerto. Ahí quedaba su intento de saltar la montaña, cambiar de vida, perforar la costumbre, porque la imagen del hotel volvía a aparecérsele cada tanto y él no podía asegurar si estaba haciendo escala y esperaba la mañana para volver a tomar el avión, o era que simplemente no existía ninguna situación de tránsito y él estaba allí como depositado y soñando que lo iban a recoger en cualquier momento para llevarlo a la ciudad. ¿Había una ciudad cerca?, pregunté. Sí, me dijo, o es la idea que yo tengo. La nostalgia de un sitio, agregó. Un sitio como cualquier otro. Se rió y comentó que por eso le gustaba quedarse hasta tarde en la redacción. Desde entonces el trabajo cumplía para él la función del último cigarrillo en el paquete. Lo más asombroso es que con el tiempo Pacull había descubierto que su experiencia era un calco del destino chileno, un lugar común del paisaje humano que lo rodeaba. Nunca se lo habría imaginado. Por eso también estábamos ahora en La Unión Chica, como lo estuvieron nuestros padres y lo estarán nuestros hijos, afirmó, aunque mañana el bar lleve otro nombre que todavía ni tú ni yo conocemos. Salú Pacull, fue el único consuelo que se me ocurrió.


Encontrado en Arthur Schnitzler, a propósito de lo que me contó Pacull: «Si uno pudiera imaginarse la muerte, la vida sería imposible.Y lo mismo sucede con el fin, la separación, el sufrimiento. Lo que normalmente se denomina imaginación es recuerdo, y no recuerdo de hechos sino memoria de palabras y de imágenes. El que todo lo que existe se haga ya recuerdo al momento siguiente es lo que hace posible su existencia». En el fondo, la renuncia radical de Pacull obedece a un sufrimiento demasiado intenso.Ya que se sabe muerto en vida mientras persista esa imagen suya que lo aplasta, transforma el daño sufrido en una fantasía para seguir existiendo. Siguiendo este razonamiento, Schnitzler formula una conclusión a favor del arte, que incluye el horror de Pacull a expresarlo a través de una vía distinta a la borrachera en el bar: «Muchas cosas que nosotros tildamos de locura no son más que una capacidad, provocada por la intensidad innata o adquirida del afecto, para captar el momento sin dejarlo pasar inmediatamente al recuerdo.Y fantasía en su máxima expresión no significa otra cosa más que la fijación de un gran momento; en otras palabras: sentir lo pasado, y en muchos casos lo futuro, como presente». El problema de la locura sería de esta forma la soberanía absoluta de la fantasía. Considerar la separación amorosa bajo esta óptica. Forzarla a ir más allá de la ruptura.


Reliquias

El Toro Salinas pasó a recoger a Lara. Otra fiesta de cineastas. Ella quería sumarme y que los acompañara. Insistió pero me negué. Estaba hastiado de tocarle el violín.Al fin salieron y Lara se despidió con un beso demorado en la mejilla, bajo la oreja, curioso, como si borrara la costumbre de vernos todos los días en su departamento y yo empezara a merecer una atención particular.Ya era hora. Nos habíamos conocido a comienzos de los años ochenta, poco antes de que ella ingresara a la universidad, durante una de esas tantas peregrinaciones que se hacían a Isla Negra con la esperanza de renovar los votos de la poesía militante entre las jóvenes promesas de la literatura nacional. Recuerdo que se distinguió de inmediato: subida arriba de una roca para ver y que la vieran mejor, sin esperar a que la llamaran al ruedo de los que apurábamos cielos en voz baja, Lara se encaramó en nuestras retinas como una adolescente furiosa sobre la raleada manifestación que se agrupaba en la playa a escuchar canciones de invierno para el aniversario del poeta. Entonces ya parecía llevar marcada a fuego la impaciencia de una herida que no cerraba. Luego me di cuenta de que eso la enemistaba con su talento. No soportaba mucho rato quieta, como una joven lagarta perseguida por el sol. En las reuniones exageraba sus posibilidades, moldeando su cabeza al reglamento de la causa política con la misma facilidad con que se ceñía las faldas cortas y las blusas estrechas a su cuerpo de colegiala. En honor a su voluntariosa iniciación, las miradas se obligaban a recorrerla cuando pasaba, y hasta el Roto García interrumpía sus recitaciones proféticas en los patios del Pedagógico para seguirla al casino o a la biblioteca pretextando alguna excusa. Yo aguantaba la respiración. Luego el encanto se retrajo, cuando nos sorprendieron tirando panfletos y ella se culpó en parte de lo sucedido. Pero Lara seguía siendo una niña todavía; ante nosotros sólo cometió esa imprudencia. Formábamos un pequeño núcleo de suicidas potenciales, cortos de años y largos de ideas, y ella se nos unió sin que fuera necesario instruirla. Sabía de sobra lo que había que hacer y lo demostró la misma tarde que llegó a la cita previa en la casa de Marfán, vistiendo un gastado jumper que resultaba ideal para levantar barreras y desviar las miradas de los guardias que custodiaban la entrada del campus. Nos convenció a todos, y de inmediato hizo uso de una crudeza de palabra que no calzaba con el delicado promontorio de su boca, una boca que al hablar se separaba del resto de la cara como atraída por el aire y la pesadez carnosa de los labios cortados por pequeñas estrías donde la imaginación naufragaba. Era difícil no distraerse. Todos llevábamos chapas según nuestras iniciales (Marfán era Pablo Mármol; el Roto García, Gibraltar, y a mí me calzaba Brigitte Bardot), pero Lara quiso ser Lara, la heroína de Pasternak. Durante la reunión, su mirada iba y venía con la fijeza de una pequeña fiera recostada junto a la estufa. O quizá no era tan así. En esa época todavía leíamos a Cortázar y recitábamos de memoria la parrafada inicial del capítulo siete donde Oliveira se extasiaba con la lengua de la Maga. Mi idea de invitarla a participar no era descabellada: sólo tenía que silbar desde la ventana del último piso de Filosofía para alertarnos y despejar a tiempo el patio donde le cortaríamos la cabeza al dictador con nuestras proclamas. Ella haría de luminaria acompañada de uno de nosotros para fingir una escena amorosa y evitar las sospechas. Me acuerdo que Marfán ganó el quién vive y se propuso primero. Con el Roto cruzamos miradas y dijimos sí, bueno; pero era mentira. En verdad hubiésemos querido tomar su lugar. Hicimos sendas simulaciones preparatorias y para el día acordado Marfán ya estaba completamente enamorado. Fue incapaz de contenerse. Cualquiera hubiera hecho lo mismo, éramos todos unos irresponsables vocacionales. La actividad de resistencia, como la llamábamos para levantarnos el ánimo, se realizó con impecable destreza de parte de todos los involucrados, incluidos Marfán y Lara que interpretaron la escena con tanto celo que olvidaron el motivo central del libreto. Lamentable por nosotros, por el Roto y por mí, pero esa boca no estaba hecha para servir de alarma ni de campana de alerta, y parecía más bien destinada a otros usos, ávida como estaba de besar y desparramarse sobre todos los miedos que apretaba contra sí, palpitando detrás de ese velo que Marfán había tomado por asalto y descorrido apenas tibiamente para su felicidad y posterior desgracia. La boca de Lara, la increíble boca de Lara que a través de ese beso teatralizado en el último piso de Filosofía había cambiado nuestras vidas para siempre. Nos echaron a todos, claro; pero incluso así me resulta difícil atribuirle responsabilidad causal a los hechos que alguna vez creímos protagonizar, porque luego la existencia de cada uno penetró en su propio banco de niebla. Era cosa de hacer balance: después de unas cuantas semanas de hospital, Marfán viajó a la casa de unos parientes en México donde algo se curó y olvidó, mientras Lara cumplía su condena relegada en el norte. Meses después ella lo siguió al DF, aceptando una invitación a la felicidad que Marfán le hizo llegar. En México se casaron y algunos —muchos en verdad— quisieron ver en esa pareja recobrada un orgullo colectivo, la idealidad realizada que salvaba el sueño de todos. En los patios y cafés se hablaba de Marfán y Lara como de la vigencia de una causa, que era la causa de la belleza antes que nada y seguía siendo bella porque ellos lo eran, a pesar de la adversidad que a unos los encerraba patéticamente en la historia y a otros los dispersaba en la sobrevivencia y la confusión. Pero al cabo tampoco México prosperó y, pasado el primer momento de idilio, que se extendió hasta el cierre definitivo del campus, también Marfán y Lara se separaron, dejaron la ciudad y durante un tiempo ella vivió entre un lugar y otro sin que nadie pudiera seguirle la pista de manera clara. En cuanto al resto del equipo, fue todo más simple y directo: el Roto arrancó hacia su propia angustia y allí enloqueció, mientras yo concluía mi temporada en el infierno con una confesión de responsabilidad limitada. Al salir fui reincorporado en forma condicional a otra Facultad antes de ponerme a trabajar.Todos íbamos a ser reinas, y Lara la primera, pero en los ochenta un buen día nos convertimos en reliquias sin apenas un intermedio de gloria.


La guerra

¿Qué pretende?, dije queriendo mofarme, pero soné herido, humillado por las noticias que Lara traía de la calle. Fue vaciando la botella con el tercio que quedaba y me ofreció su vaso. Un clavo saca otro clavo, advirtió sin mirarme, como si disculpara a María Julia y a la vez ofreciera un método de resarcimiento. Estábamos sentados en la cocina y después de comer ella me fue contando lo que sabía. Quizá María Julia se lo había pedido expresamente: avísale que ahora estoy con Marco, a ver si mantiene arriba la bandera del orgullo. La muy perra sabía dónde golpear. No contenta con la primera deslealtad, buscaba excitar mis celos demostrando que era libre de elegir un segundo y hasta un tercer y cuarto marido como y cuando se le antojara. Así quedaba demostrada la insignificancia del vínculo que yo creía representar. Mi ascendencia en el tiempo y la historia no valían nada.Yo tendría que trabajar duro y seducirla a igualdad de condiciones que el resto de los gavilanes si acaso deseaba recuperarla. Más incluso, porque mi debilidad por Iván podía interpretarse como el fondo último de la cuestión, y ella no iba aceptar una reconquista de inconfesables motivaciones familiares. Yo debía sudar la gota por ella hasta que saliera todo el pus de la herida infligida. Era lo que buscaba con ese nuevo lance que me dedicaba: sostenerme en la órbita de sus pasiones, renovar mediante nuevas traiciones el contrato original del deseo, roto por las rutinas que ella detestaba. Calculaba bien que sólo manteniéndome en la condición de hombre engañado evitaría que me alejara. Por eso me había expulsado. La desesperación que mostré de golpe corroboró ante sus ojos el escaso entusiasmo sexual que despertaba en mí durante el último tiempo que estuvimos juntos. Estaba en su carácter exigirme el pago, y mi gran error había sido quedar atado al recuento de las ocasiones perdidas. Desde ese mismo instante decidió que yo rendiría mejor tributo a la devoción que le debía manteniéndome fuera de su cama antes que distraído con un libro de noche mientras dormía. Mi deseo debía someterse a un examen especial para calificar. Era la rebelión total, y por supuesto el desequilibrado era yo por el simple hecho de seguir prendado, y esto a pesar de que me abandonara al papel de autoridad sin mando, pronto a merecer la guillotina por los actos del pasado.Ahora no me daría respiro. Lo peor era que yo mismo empezaba a considerar su comportamiento bajo una cierta lógica, perversa pero lógica al fin.A rey muerto, rey puesto. Era lo que acababa de decir Lara con un simple consejo de hermana. Pero, ¿importaba acaso que Marco fuera el nuevo inquilino del trono? En absoluto; por más que se esforzara, ningún actor sería capaz de cambiar el argumento ni salvar su propia suerte colocada de antemano al servicio de un premio mayor, y que no era otro que mi derrota incondicional: soy todo tuyo, haz lo que quieras conmigo, seré tu esclavo y cantaré kri-kri-kri como un gallo en la madrugada, mi bella, mi demonio, mi Ángel Azul. Estaba en mí permitirlo o no, y sólo ignoraba el precio de una u otra elección. De modo que lo que quiere es más sangre, dije al cabo del largo devaneo mientras vaciaba el tinto en la garganta, encendía un cigarrillo y esperaba que María Julia apareciera a golpear la puerta.Y agregué, sin que Lara cambiara su actitud de atenta mensajera: por ese camino se va a quedar sola como una ciega. No hables así, me reconvino ella. Entonces explícame tanta provocación, protesté, barruntando en silencio: no va a poder volver, esa ruta donde se exhibe arrolladora tiene la dificultad de extraviar para siempre los senderos interiores que le permitirían sincerarse o serenar los entusiasmos y disfraces que la alejan.Y cuando quiera descansar, será demasiado tarde y sólo tendrá la duda para apoyarse como consuelo, después de haber tentado la suerte con desgraciada contumacia. La rebelión terminará sin saber cómo se inició ni por qué motivos, pero con la certeza de los campos arrasados a uno y otro lado de la frontera. Entonces, y sólo entonces, quizá nos tranquilicemos todos, y yo pueda volver a mirarla sin el dolor que hoy me sofoca mientras contengo las ganas de correr tras ella. Miré a Lara que me observaba en silencio. ¿De veras crees que está viviendo una segunda primavera?, insistí, y ella se levantó y fue a buscar otra botella a la despensa. El estado en que te encuentras es la mejor prueba, dijo sin voltearse, con los brazos levantados y dejando a la vista su cintura abreviada por una palidez arenosa. Luego agregó, como si quisiera sumar evidencias: si quieres que te sea sincera, mejor desconfía de la vanidad que cargas encima. ¿De dónde sacas, si no, que todo lo que hace María Julia es para llamar tu atención? Me estaba fusilando con la mirada, y continuó, implacable: puede que al principio haya sido así, pero ya no, al menos no después de conocer tu egoísmo. Eso te lo aseguro. Si te vio escapar aterrorizado, me parece a mí que ahora está empezando a abandonarte en serio: por Marco, por otro, por ella misma en último término.Yo que tú la dejaba ir, y ándate tú también, Bobe, aunque estés pensando que las paralelas se junten algún día. Carpe Diem, concluyó. Qué asco de película, alegué, recordando al irritante geniecillo que fungía de profesor poeta en un colegio para gerentes generales. Semanas atrás habíamos ido juntos al cine y a la salida no logramos ponernos de acuerdo: ella quedó encantada y yo molesto. Carpe Diem, remedé hostigado, mientras Lara se afanaba sosteniendo el corcho de la botella junto a mí, de pie a un lado de la mesa. El marfil de sus manos me hizo pensar por un momento que se trataba de una enfermera que me tenía a su cuidado bajo un régimen de privilegios especiales. La idea me agradó. Lo que trato de decirte, insistió ella, es que aproveches la oportunidad.Yo creo en la rendición, Bobe, pero si no eres capaz de hacerlo, si entre las alternativas posibles no contemplas bajar a besarle los pies a tu dueña, entonces despídete, ni siquiera te acerques, porque te vas a ensartar. Comienzo a sospechar que eso es lo que me está ocurriendo, dije sin creerlo, sólo para que Lara lo retuviera. Conserva el orgullo o entrégalo todo, ése es mi lema, advirtió ella, sin soltar la presa: si alguien te chupa el músculo del alma, ahora dale tu alma para que muera contigo. Es un tema de disposición, observó displicente. El predicamento me dejó mudo. Ella vertió un poco de vino en los vasos, tomó el suyo y lo hizo chocar suavemente con el que había quedado en la mesa. Suena razonable, admití al fin. Claro que sí, dijo ella yendo hacia la sala y excusándose: me voy a la cama, no puedo más.También yo me levanté: así de sencilla es la cosa. Se había metido en su pieza y la seguí hasta el vano de la puerta. ¿Qué dices?, volteó a mirar. Tenía las manos sujetas sobre la hechura del pantalón que había quedado a medio camino, con la correa del cinturón suelta y el bluyín todavía abrochado alrededor de la cintura, a punto de resbalar entre los muslos. Me demoré un segundo más de lo aconsejable. Digo: ¿eso es lo que te tiene así de escurridiza? ¿Por eso tampoco hay chance de subir la apuesta contigo? La vi sonreír con los labios húmedos. Yo ya tengo mi muerto a los pies, dijo. Lo que quiero es sacudírmelo, pero se me pega. ¿Y por eso tienes que bajar la cortina?, reaccioné, sin adivinar a lo que se refería. No puedo creerlo: tan temprano y cerrando el negocio, Lara. Se te ocurre algo mejor, observó ella.Tomé aire como un cobarde. Bueno, acompáñame el viernes a Rancagua, van a premiar a la reina de las noches y podrías ayudarme a elegir. ¿Es para la revista?, preguntó haciéndose a la idea. No, es para mí, bromeé.A ver si ese clavo saca a este otro, dije. Por qué no, dijo ella, una pizca desafiante. Di un golpecito en la puerta dando por cerrado el trato y me di la vuelta yo también para dejarla ir.


Me quedé largo rato en la pieza a oscuras. Mi mente oscilaba, ocupada por unas ansias vergonzosas. Lara tenía razón; era yo el que zigzagueaba detrás de María Julia intentando aferrarla. Sólo deseaba tenerla quieta un instante a mi lado y luego ligar mi suerte a lo que ella decidiera. Pero me pregunto si María Julia todavía es recuperable y hasta dónde llegar en el intento. Me pregunto dónde estoy con respecto a su inconstancia, y si hay algo más que coquetería detrás de la puerta entornada de mi vecina. Estoy para un manual. Es peligroso: Lara y María Julia han vuelto a ser amigas luego del breve cortocircuito que provoqué al refugiarme aquí. Este lugar me expone demasiado ante ellas. Quizá por eso estoy atento. Confundirse podría acarrear una catástrofe. ¿Puedo avanzar un centímetro más sin riesgo de alterar los géneros de acercamiento? ¿Golpear un clavo para que asome otro? ¿Qué consecuencias equívocas podrían derivarse de esto? Lo que se busca nunca coincide con aquello que se encuentra. ¡Ah, Príncipe! La de cosas que ha de hacer el fantasma de tu padre para llegar hasta ti. ¡Oh, Hamlet, mi querido Iván!, ésa es la única cuestión.


Angosturas

Está decidido, tengo que mudarme. Las cosas sucedieron así: llegamos hacia las once y media a Rancagua. La disco estaba casi sobre la autopista, a la entrada de la ciudad. Estacioné y Lara me ofreció un trago antes de bajar. Había cargado su petaca de aluminio y no dejó de probar durante todo el viaje de ida.Acepté.Traía unos pantalones oscuros apretados a la piel, con relieves de flores y pétalos que brillaban al peinar las pequeñas incrustaciones de raso. No pude evitar el halago. Esos dibujos en tus piernas me marean, querida, le dije sin despegarle los ojos cuando bajamos. Ella me empujó cariñosamente hacia la entrada del local y no protestó cuando la abracé de la cintura y nos paramos a mirar. Presenté la invitación junto con la credencial y nos hicieron pasar a un recinto vasto como un anfiteatro, donde un mozo nos recibió y escoltó hacia una especie de puente en baja altura que rodeaba el escenario central. Tomamos asiento junto a unos vasos de plástico que alguien dispuso de inmediato mientras nos acomodaban. El local estaba atiborrado y hediondo, con gente que fumaba y aplaudía sentada en las mesas distribuidas a todo lo largo y ancho de la platea. Al frente nuestro una de las concursantes realizaba una rutina de saltos, acompañada de diez o doce tipos que hacían mímicas africanas al ritmo de una música de tambores. Pedí algunos datos. Luego vino el turno de una recreación tropical. Las presentaciones continuaron. Cada rutina demoraba entre cinco y diez minutos, hasta que un locutor flaco y jorobado anunció que el jurado se reunía a deliberar. Lara comenzó a apostar. La tahitiana, dos puntos; la tecno, cuatro.Así. En un momento me pareció que se divertía bautizando a las candidatas según sus arreglos. El jurado proclamó a las ganadoras empezando por Divina Day, una chica de pelo rubio y revuelto, no completamente teñido, que subió al escenario a recibir el tercer premio y dio inicio a un número erótico bastante banal, pero gracioso: bailaba ella sola un play back de Madonna y con las luces bajas el cuerpo dibujaba estelas como pequeñas llamas de fuego que salían de las extremidades. Había sido una de las primeras en subir al escenario, antes de que llegásemos. Por eso no la recordaba. Decidí acercarme y la encontré a la salida de los camarines, ya vestida, después de que agradeciera al jurado y cuando ya todo había acabado, mientras el público, las demás concursantes y los organizadores abandonaban la etiqueta de pacotilla y se arremolinaban en la pista de baile. Expliqué que estaba haciendo un reportaje y ella aceptó ir a sentarse con nosotros unos minutos. Le sobraban argumentos para llevarse el primer premio, pero igual estaba contenta.Aquí el desnudo fuerte no se usa mucho, me dijo, pero tomé el riesgo porque es lo que me gusta hacer. Lo mío es mostrar. Lara escuchaba en silencio. Cada tanto robaba una pitada del cigarrillo que la mujer, en verdad casi una chiquilla, sostenía entre sus dedos. Le pedí una cita para entrevistarla. Trabajaba en el Emmanuelle. Saqué la libreta y anoté sus datos junto al nombre de Divina Day y un par de jeroglíficos que me ayudaran a describir el asunto cuando volviera a la redacción. Quedamos de vernos en la semana. Lara la siguió con los ojos cuando ella se alejó. La mini dibujaba pequeñas ondulaciones sobre las curvas del trasero, como una laguna temblorosa bajo la sombra de la melena que caía a sus espaldas. El talle era fino y la polera sin mangas, pegada al cuerpo, se traslucía con el sudor de la piel. ¿Qué miras tanto?, le dije. Ella se sonrió. La Chica Material, diez puntos, sentenció. Nos sumamos a la fiesta y en un momento nos confundimos apretando los cuerpos al ritmo nervioso de la noche. Eran más de las cuatro cuando salimos. En la autopista una neblina densa y tenaz cayó sobre nosotros. Lara se estiró en el asiento y extrajo la petaca con lo que quedaba de licor. Anda despacio, pidió. Tranquila, le dije, evitando distraerme. Reduje la velocidad al mínimo, avanzando a la vuelta de la rueda y con la vista fija sobre la línea discontinua que dividía en dos la ruta, hasta que también las franjas del pavimento quedaron envueltas en una nube sin fondo. De pronto sólo distinguía oleadas de algodón que atacaban de frente y nos sumergían en un universo blanco y amenazador. Bajé un poco la ventanilla. Lara sintonizó la radio y tuvo la suerte de encontrar un especial de Cohen en un programa de madrugada. El locutor presentaba los temas salpicando trozos de biografía con un exagerado dominio del inglés al pronunciar los títulos. Era extraña esa conjunción de la voz aguardentosa y el camino ciego. Sabemos dónde estamos, me dijo ella.Yendo por la carretera equivocada, repuse. Pero vamos a llegar igual. «So long, Marianne», agregué siguiendo la cadencia del coro. Lara subió el volumen.Al interior de la cabina el tributo a Cohen era lo único que volaba a un centímetro del piso. Estábamos en una isla, y eso ayudó a que ocurriera. Dejé caer al desliz una mano sobre su rodilla y le dije cuéntame algo o me voy a quedar dormido, pero antes de retirarla ella aflojó levemente la cintura y recostó la pierna en ademán encubridor. Ni siquiera nos miramos. Enseguida el muslo subió y bajó envuelto en la funda del pantalón. Puedes seguir así hasta Santiago, me dijo.Voy a tratar, respondí. Ella se sonrió. Echó la cabeza a un lado y cubrió el dorso de mi mano con la suya. Sentí el raso con el relieve de los pétalos pegados a la piel. Bonitas flores, observé. ¿Te gustan?, giró un poco sobre el asiento para mostrarme el dibujo completo. Siempre han sido tuyas, Bobe, acusó. No te hagas el tonto.A ver, dije y deslicé torpemente una caricia hacia el costado. Recogí el cierre y lo arrastré lentamente hacia abajo, hasta el extremo inferior de la costura. Un resplandor de carne saltó bajo el ángulo abierto del pantalón. Era como descubrir a una criatura hambrienta que sólo esperaba a que le dieran de comer. Me escabullí dentro de la piel tibia, y Lara no me escondió la cara ni el regodeo de sus labios cuando deslicé una caricia por la comba del vientre hacia el calzón.Tuve necesidad de decir algo, cualquier cosa con tal de no soltar el volante. Estamos llegando al punto más estrecho del territorio, informé. De veras, preguntó. Sí, en esta zona el mar y la montaña se juntan sobre una muy delgada franja de tierra, haciendo que el país se hunda como un valle.Aah, suspiró ella, y yo insistí, entre risas ahogadas: en serio, imagínate la montaña por un lado y el océano por el otro: entre esos dos límites estamos nosotros, como una rama sujeta a las profundidades por los misterios de la geología. Aquí Chile no tiene salida; por eso lo llaman El Paso de Angostura, concluí. La excitación me hacía improvisar, como si el hecho de hablarle distraídamente aumentara la deliciosa temperatura del contacto. Y la niebla, ¿tiene algo que ver?, jugueteó Lara. Supongo que la zona se presta para los microclimas, dije, pero no estoy seguro. ¿Y el lugar más abierto?, preguntó. Antofagasta, dije, o quizá Parinacota, en el norte de todas maneras, y ella tiró del pantalón hacia abajo para poder entrar con una mano tomada sobre la mía, mientras sus piernas desfallecían en cámara lenta sobre el asiento. Nuestras caricias se juntaron sobre el borde de un quejido. Ella balbuceó una súplica y su mano se retrajo contra el vientre para dejarme incursionar con descaro. No me había equivocado: era como alimentar a un cachorro hambriento. Sus labios me chupaban en un éxtasis remolón. Empezó a morder y a gemir, uy conchetumadre, qué bueno, y yo aceleré como si su fruición activara la velocidad del deseo y nos impulsara a un cielo de tormenta, cortado por bocanadas de aire caliente. Lara tensó la postura del cuerpo y oí que reclamaba entre dientes: cuidado, huevón, nos vamos a sacar la mierda. Mejor así, le dije, y ella respiró fuerte, oscilando con las caderas tenuemente levantadas. Un remolino ahogó la poca vergüenza que nos quedaba. De pronto Lara se arqueó, jubilosa en el asiento, como partida por un rayo que desataba y rompía su cuerpo en partes desiguales. Eso me enloqueció. Renuncié a recoger la humedad de su lengua que huía inalcanzable y traté de aflojarme el cinturón sin soltar el volante, mientras ella sustituía mis caricias con sus dos manos tomadas en un vaivén apenas cubierto por la superficie del calzón, sobre la arenosa iluminación de sus piernas. Liberé el sexo por completo y ella lo miró con ojos hambrientos, golosos, fijos sobre la carne tiesa en la empuñadura, y dijo, imploró casi: acelera, acelera, mientras yo obedecía con el pie hundido en el pedal y la muerte, queriendo atravesar el estrechísimo paso que impedía que nos tocáramos porque esa excitación no poseía medios para lograrlo, parecía formada por una materia distinta y refractaria a los orificios de rutina. La carrocería del Chevette comenzó a temblar, estremecida como una galleta a punto de romperse por el esfuerzo, y sentí que ella se iba con la vibración, lamiendo la acidez del aire cuando capturé de refilón el radiador del camión que pasaba en dirección contraria, haciendo sonar el trombón de la bocina encima nuestro. El marcador de velocidad pestañeaba en ciento diez, sobre el margen rojo, a la derecha del tablero. ¡Vamos a chocar!, chilló ella con una risotada nerviosa, y no pude más: estaba incomodísimo y solté el pedal justo cuando el acoplado pasaba bufando por el costado, a centímetros del caparazón del Chevette. Un tufo de advertencia, sibilino y envolvente como un escalofrío en la niebla, trepó sobre la carrocería y nos encogió al interior de la cabina. Lara exhaló, apoyada contra el vidrio del copiloto y yo relajé los brazos, dejando que el vuelo nos impulsara hasta un lugar donde estacionar. Me arreglé los pantalones como pude y encendí los intermitentes. Ella se abrochó, cogió un cigarrillo y abrió su ventanilla. Necesito aire, dijo, y los dos bajamos al frío de la madrugada. Estiré las piernas. La neblina comenzaba a disiparse alrededor. Pero habíamos pasado una línea. O peor: estábamos sobre la línea, arriba de un cable que nos hormigueaba en la planta de los pies.Volvimos al auto y al costado del camino comenzaron a surgir anuncios de posadas y moteles, señal de que nos acercábamos a Santiago. ¿Quieres que paremos? No, mejor vamos a la casa, dijo ella. Después nos metimos cada uno en su pieza sin molestarnos, rígidos por la temible expectativa de amanecer mezclados.


En la mañana desayunamos fingiendo ignorancia, como dos animales intimidados por una nevazón. Pensé que había sido un error invitarla a Rancagua. Pero el lunes volvimos a salir. Creo que ya sabíamos para qué. Apenas nos emborrachamos un poco partimos abrazados al auto. No sé qué pasa que ando tan caliente, me dijo riendo sobre mi oreja al salir del bar. Yo te voy a ayudar, le contesté. Tomamos Bilbao y luego por Seminario hacia Plaza Italia. En Bellavista enfrentamos una punta de diamante y casi estrellamos el Chevette contra una micro estacionada bajo los árboles.


Tengo que poner distancia o después se volverá demasiado dulce para evitarla.También Lara espera que me vaya antes de que comencemos a odiarnos. El sábado aterrizamos en un hotel de mala muerte. Nos contamos historias cochinas durante toda la noche, buscando extáticos la comparecencia del otro mientras nos empapábamos. El sexo socrático, con el placer dilatado hasta desfallecer. De vuelta, pasamos tres semáforos en rojo sin que sucediera nada.


Nunca digas mi nombre

Fui al club a entrevistar a Divina Day. Me hicieron esperar un rato en la barra y luego ella apareció vestida de calle, con pantalones blancos y un chaquetín de gamuza cortado en la cintura, estilo rubia del viejo oeste. El local olía a taberna de vaqueros, además, con un deje de perfume rancio pegado a las alfombras y los sillones. Me invitó a que nos sentáramos en un extremo del largo mesón, donde podríamos conversar tranquilos. Algunas parejas bailaban en el centro a la espera del show de trasnoche. Otra gente entraba y salía por unas puertas de vaivén instaladas al fondo, donde el humo se volvía más denso y untuoso bajo el calor de los focos. Le advertí que usaría un grabador y ella no se opuso.Yo quería poner a prueba su vanidad desde el comienzo, tratarla como a una estrella, pero respondió con una complacencia serena, informada. Adelante, dijo: conozco a los periodistas, y sonrió sin zalamería, poniendo distancia, porque preguntó cuándo y en qué sección saldría publicada la conversación. Eso me asombró. Es una crónica de ambiente, aclaré; con distintos testimonios de las niñas que bailan. Y guardé el grabador de modo ostensible. ¿No lo vas a usar?, preguntó, usando un tuteo agradable al oído. Negué con la cabeza. Cambié de idea; mejor memorizo lo que sea cierto, dije. Ella soltó una risa y su cuello se aclaró al torcerse hacia atrás. Luego empujó la silla para acercar el cuerpo a la mesa y se acomodó. Sus ojos despedían breves destellos color tabaco, no del todo claros. Entendí que me sondeaba y retrocedía, poniendo a prueba la temperatura interior.Antes de que me percatara, ya estábamos mar adentro, solos en una burbuja entibiada por el sol. Hablamos de su carrera. Me contó que llevaba un par de años en el oficio. Adoraba lo que hacía. Bailar era como un test para ella, un modo de conocer a los hombres y saber hasta dónde podía ir con ellos. Los probaba sin tocarlos, dijo sonriendo con picardía. ¿Como ahora?, pregunté.Tú estás trabajando, me atajó. Asentí y volvimos a ser serios. Ella no se contaba cuentos con la noche, afirmó. Deseaba estar lejos, en otra vida, cuando le llegara la hora del retiro, aunque ese día aún no asomaba en su horizonte, o eso creía, porque el cuerpo estaba firme y daba para rato. Mientras, confiaba en reunir dinero suficiente y partir a España con su hija pequeña que vivía en el norte con los abuelos. De momento no tenía prisa. Incluso un cliente europeo le había pedido matrimonio, pero ella no estaba para compromisos. Menos con un extranjero. Sabía que su show había sido tildado de provocador en el ambiente, y lo consideraba un mérito. Los celos y las venganzas formaban parte del negocio. Su religión era que no existía nada gratis y menos una mujer, cobrara lo que cobrara, y esto en un sentido absoluto.Todas las demás ya habían obtenido lo que buscaban o se habían convertido en madres, incluida ella misma que tenía a Tamara y esperaba poder educarla fuera. Pensé en el vivo retrato de una amazona. En un momento dejé la libreta a un lado y le pregunté si se iba a la cama con todos los reporteros que la buscaban para hacerle una nota. Ella se me quedó mirando, soberana desde las hebras esfumadas de los ojos, por sobre la música disco que llenaba el audio del local. Tú qué crees, dijo sin ofenderse por la impertinencia. Me alcé de hombros. Sonreía, pero había un matiz de burla que la diferenciaba, como si no fuera posible tratarla sin riesgo de descubrir el pasaje a un mundo distinto del que ofrecía. Los contactos privados se hacen por afuera, me advirtió. Acá funcionamos así. Interesante, dije: qué requisitos se deben cumplir. Uno solo, repuso: nunca digas mi nombre. Giró hacia el barman y pidió algo con un guiño rápido y los dedos en el aire. El tipo rebuscó junto a la caja registradora y extrajo una tarjeta de visita que me alcanzó discretamente. La tomé y me la guardé en el bolsillo sin leerla. Mi falta de curiosidad la desarmó un instante. Llama y pide una cita, dijo. Hice chocar mi vaso en la copita de licor que ella sostenía. Podemos bailar, pregunté. Podemos, repuso, y abrió los brazos con cierta delicadeza infantil para que yo la guiara. Sentí las miradas de las demás chicas que pasaban por el lado. Divina Day se apretó contra mí.Aspiré intensamente la menta del pelo que envolvía sus hombros. No te preocupes, dijo muy cerca con la boca pegada al oído. Aquí cada una mata a su toro.


Escribí la crónica de Rancagua y me guardé la mejor parte, como siempre. El Gringo quedó contento con el resultado. Se burló de que quisiera publicarla con una dedicatoria. Así que incursionando en el periodismo de autor, me lanzó de refilón. No hice caso y apuré las correcciones. Es inútil tratar de justificar la inclusión de Lara, sólo yo sé lo que nombro al invocarla. Sin ella la crónica hubiese sido otra.


Finalmente encontré donde mudarme. La covacha queda cerca de Irarrázaval. Es limpia, cómoda y apartada de amigos y parientes. Inaccesible al pasado.


Tercera oreja

Última noche con Lara. Comimos y tomamos con la abundancia que merecía la despedida. Terminamos tarde. Después ninguno de los dos lograba dormirse. Hablamos un rato de una pieza a otra como en una alocución radial grabada para una tercera persona que no estaba. Esa persona ausente era nuestra perversión particular, la mascota del hogar por así decirlo; la habíamos criado como un oyente atento a las noches locas con que cruzábamos los semáforos de la ciudad, y ahora se removía ansiosa en el estrecho corredor donde la dejábamos quieta y amarrada al entrar, quizá porque no nos convenía invitarla a pasar más allá. De haberlo permitido, se habría interpretado como una desmesura, en el límite de lo acordado. Era el viejo problema con Lara: cada uno representaba un primer plano de realidad para el otro, estábamos demasiado cerca para soñarnos. Eso nos llevaba recto a la pornografía. Saturados por la proximidad física, evitábamos la posesión al mismo tiempo que nos dábamos todas las licencias para enviciarnos. Enamorarse en esas circunstancias resultaba demasiado incómodo, además, y cada vez más acobardados por el compromiso, habíamos dejado escapar la oportunidad de agotar en nosotros mismos y a puertas cerradas el deseo que llamaba. Huíamos todo el tiempo, como ahora que habíamos quedado en silencio y yo la oía removerse inquieta entre las sábanas, encender un cigarrillo en la oscuridad y exhalar largamente cada bocanada de fatiga.Todavía te quedan ganas de fumar, le dije, sólo para que supiera que aún seguía despierto. Se aclaró la garganta como respuesta y siguió callada. Pensé que deseaba dar la noche por cerrada. Me gustó tu crónica, dijo al fin, y la imaginé apoyada contra el respaldo de la cama, con las piernas recogidas y los brazos tomados sobre las rodillas. No estaba mal, aunque tuve que censurarme el festín de la carretera, repuse.Y ella, me dijo Lara: ¿valía la pena? Todavía no sé, dije: recién empiezo a olfatearla. ¿Te da miedo que sea puta?, preguntó. No más que las santas, le dije.Tienes que atreverte, me incitó.Yo si fuera hombre no me lo pensaría dos veces. ¿De veras?, dije. ¿Y si fueras mujer? También, por qué no —sonó segura, alegre—: con ese culito me la llevaría a la cama sin preguntarle siquiera, le bajaría los calzones y la pondría boca abajo hasta hacerla chillar de placer. ¿Incluso pagando?, le dije. Sobre todo pagando, dijo ella. La temperatura había subido de golpe y oí que respiraba un punto más agitada. Ella también lo advirtió. Las cosas que tengo que escuchar, dije: por favor sigue. ¿Quieres saber cómo lo hago? Me encantaría, acepté. Oí que su cuerpo se acomodaba como si inflara el aire alrededor. No debía llevar más que una blusa para dormir, sin nada debajo, y fijé su imagen en la oscuridad sin entender qué me impedía hacerlo a lo largo de la cama con la luz de los cuerpos encima. ¿Qué haces?, pregunté. Imagínate, me desafió ella. Un aleteo de sábanas y sombras enturbiaban la audición. Esto es como la tercera oreja, dije: ¿escuchaste alguna vez el programa? Nunca, dijo ella. Era increíble: uno podía seguir la escena como en un teatro. ¿Y?, preguntó. No eran más que voces y efectos, pero te quemaba las pilas, expliqué. Había un narrador y las historias eran siempre entre ingenuas y calentonas, no mucho: lo suficiente como para que uno se imaginara lo que estaba pasando. Incluso me acuerdo de un capítulo con dos burguesitas en la playa que se encerraban en una pieza y comenzaban a disfrazarse y a probarse ropas mientras los maridos no estaban, pero entre sacarse y ponerse era claro que se estaban manoseando.Y todo ocurría en la tercera oreja, dijo ella. Sí, porque nadie más lo sabía, dije. Era un secreto.Te lo contaban al oído mientras sonaba una juguera de efectos especiales en el estudio. Mentira, la tercera oreja nunca fue así.Ya sé, pero igual te gusta oír porquerías. Sí, dijo. Cuando estoy en la cama.Así son los secretos, dije.Y ellas qué hacían, preguntó. Se toqueteaban y atracaban como quien no quiere la cosa. ¿Nada más? Adivina, dije yo. Suena como tu mina, vaciló ella. Como Divina Day, insistió. ¿Te gusta ese nombre? Me gusta, se relamió ella, y fue como si la viera: Qué delicia, Bobe; ¿te has tirado a un hombre alguna vez? No, le dije; pero cuando chico tuve un amigo al que le gustaba mirarme mientras yo me la meneaba. Estaba loco de ganas de que lo masturbara. ¿Y?, su voz era un hilo que se tensaba en la oscuridad. Una tarde se hincó frente a la cama donde yo estaba echado y me la chupó. Después se envició, pero no me gustaba su olor así que lo corté. Dicen que los maricas huelen a vinagre, ¿será cierto? Qué buen amigo el tuyo; por qué no me lo presentas para que venga y me chupe un poquito aquí también. Estoy tan caliente. Su voz llegaba desde lejos, como si estuviese sumergida bajo el agua, en medio del vértigo. ¿Eso te gusta?, le dije. ¿Te gusta correrte con ese olor? Sí, quiero hacer de puta, me provocó. Disfrázate conmigo una noche y nos vamos a putear juntos, Bobe. Me puse de pie, ciego, con el pepino ardiendo como si me quemara en el estuche de las manos. Mi sombra abultó el piso y quedó inmóvil a la entrada de su pieza. Era la despedida, de modo que tenía al menos un justificativo para cruzar el umbral. Quédate ahí, dijo, ahí no más, y yo obedecí, erguido al costado de la cama donde ella se extendía y enroscaba como una serpiente de ojos amarillos clavada en la sombra. Estaba hambrienta, y me pareció que se deslizaba sobre las sábanas para hacerme hueco, pero se detuvo y quedó en un ángulo propicio para tomarme el sexo sin desclavar sus muslos.Adelantó el brazo y con una mano comenzó a bombear de lado como si se tratara de juntar en un espejo dos imágenes desiguales. Así te acuerdas de mí, Brigitte, dijo. Hacía siglos que nadie me llamaba así, desde los tiempos de universidad, la verdad, cuando era necesario un apodo para recordarte lo que había que hacer. La alusión me intimidó y permanecí quieto, con los brazos caídos a los lados mientras ella manipulaba un remolino de calor que subía entre mis piernas. En un momento me soltó y giró para quedar enfrentada y abierta sobre la cama, dejando a la vista el precioso acantilado de su vientre. Pensé que había llegado el instante supremo, pero me equivocaba: con Lara no había instante supremo, sólo aromas y paisajes súbitos de un paraíso que escurría entre los dedos, únicamente los dedos y las bocas para derramar lo que ella no concebía recoger. ¿Qué pasa?, dije cayendo de costado al ver que me atajaba. Nada, tranquilo, me dijo, y empujó acomodando el cuerpo sobre el mío, pero de tal manera que quedé boca arriba, pegado al rosa profundo de su entrepierna. El bocado sabía a algas frescas y miel. Hice silencio, agradecido. Estaba flanqueado y medio aturdido, preso en un acuario de colores tibios, nublado por el sudor. El Paso de Angostura, Lara; qué paisaje increíble tienes aquí, dije medio en broma para relajar la tensión que sentía caer encima. Ella respiró firme, sin oír. La sujeté de los muslos queriendo atraerla un poco más y la cerradura de su cuerpo vaciló, presionado por la amarra que la sostenía. Solté los brazos y levanté los bordes de la blusa hasta descubrir su cintura. Estaba en lo cierto: fuera de la polera no llevaba más que unos calzones para dormir. Los bajé rápido y su magnífico y lechoso culo apareció entre mis manos. Amasé los glúteos, eufórico, y ella enderezó el torso, avanzó sobre mí con las rodillas separadas y quedó hincada y abierta, conmigo tumbado debajo. Un manantial áspero saciaba mi sed. Oí que se afiebraba y maldecía, presa de la excitación mientras mi aliento saltaba a raspar su orificio oscuro con ambas manos sujetas de sus caderas. Era una brasa en la boca.Yo había llegado, por más que aún me negara la entrada. Quise que también ella lo entendiera. Mi lengua recorrió los labios húmedos y se detuvo en un remolino sin centro, inalcanzable, sujetando las paredes crudas del sexo con parsimonia y complacencia, rendido ante la dichosa servidumbre que Lara me ofrecía. Hubo elogios y ruegos, frases que ardían y se multiplicaban en las bocas mientras caíamos sobre el fondo de un cielo aplastado por el sofoco. Nos fuimos despegando en silencio, por partes. Después nos juramentamos con los cuerpos semidesnudos. Que ésta sea la despedida, propuso ella, y yo dije sí: que sea como la luna de todas las noches que pasamos juntos, y sin esperar respuesta salí hacia el cuarto seco como si me retirara a vivir con su fantasma a cuestas.


Anoto para olvidarme. Salgo de la covacha y mi ciudad se llama Libertina. Entonces un auto corre por el frente, oigo una risa a mis espaldas, alguien deja caer una carta al basurero, y en cada ocasión vuelvo a creer que soy el destinatario de la prisa con que ella me derrumba. Hasta el próximo incidente que vendrá para decirme que aún no estoy completamente curado del amor por María Julia.


ZM

La revista no parece ir a ningún lado. Rocha se la pasa reunido con políticos de tercera, historiadores de segunda y farsantes de primera. Todo para atraer dinero fresco a cambio de regalar unas cuantas columnas de opinión. Está convencido de que su filosofía editorial puede interesar a algún empresario.Trabajo perdido. De acuerdo a la versión de Garrafita, los judíos se van a tomar el semanario. Es muy probable.Tú deberías saberlo, observó, mal que mal son tus parientes. Después salimos y me comentó el artículo del concurso en Rancagua, con la semblanza de Divina Day cuyo show yo había querido disfrazar de pasatiempo banal. Según Garrafita, era importante indagar más por ese lado porque había un enorme negocio de prostitución cinco estrellas que estaba prosperando a la sombra de la política y la policía. Sólo te falta la poesía, me burlé. Ni tanto, me dijo: ¿sabes cuáles son las iniciales del amor? Yo no tenía idea y él cogió una hoja, anotó ZM y me la extendió con teatral seriedad. Después contó una historia increíble que él mismo decía haber indagado cuando trabajó como redactor publicitario en una agencia de Buenos Aires, tras escucharla mil veces de boca de su jefe, un escritor con el que solía sentarse a charlar en una confitería de Plaza de Mayo. El asunto se remontaba a los años treinta, cuando fue descubierta y desmantelada una red de prostitutas traídas desde Europa para alimentar el comercio sexual de la ciudad. El negocio era llevado principalmente por macrós franceses venidos de Marsella y judíos que operaban como traficantes hacia las capitales del Cono Sur y Nueva York, los grandes mercados emergentes para la trata de blancas en aquellos tiempos. Los acusados eran grupos de inmigrantes mirados con desconfianza por la población local, anatemizados como anarquistas por las autoridades y discriminados económicamente por los grupos de poder, así que no era raro que en el caso de los judíos vivieran en un mundo aparte, con sus sinagogas y cementerios propios para diferenciarse de la comunidad azkenazi a la que pertenecían, y que los rechazaba por sus inclinaciones prostibularias.Al cabo, y después de ser procesados por la justicia, los acusados lograron reciclarse en las industrias textil y del caucho, proveyendo de uniformes al ejército y de profilácticos a la tropa en general. De ahí habían pasado al millonario negocio de las armas tras la fundación del Estado de Israel. Estás delirando, lo corté, pero Garrafita advirtió muy serio que podíamos estar en presencia de una nueva operación de trata de blancas, aunque esta vez orientada en dirección inversa, es decir, dedicada a la exportación de mujeres nativas para alimentar la prostitución de lujo en la vieja Europa. Bien mirado, explicó sin ahorrar malicia, era un recurso similar al del mercado no tradicional, con frutos y productos naturales como las manzanas o el vino. Había que estar alerta y con los radares encendidos, sobre todo ahora que el grupo Lévy olfateaba la posibilidad de adquirir un porcentaje mayoritario de la revista.


Desperté de madrugada con las siglas del amor pegadas al cerebro, apretándome las sienes. Había guardado el papel donde Garrafita anotó las iniciales ZM y me puse a leer los archivos que recogí de la biblioteca. Efectivamente se trataba de una sociedad de judíos que habían operado como traficantes en Buenos Aires: la Zwi Migdal, fundada por Luis Migdal y entonces conocida en toda la capital argentina por el proceso que había desbaratado a la banda. Revisé los apellidos: Esther Kohn, la millonaria y primera financista de la red; los rufianes Máximo Grosman e Isaac Bedimol, una chica llamada Amalia Lichtenfeld, un tal Salley Brin que llevaba las cuentas, etcétera. Un policía de apellido Fuentes iba tras ellos como un perro agorero del desastre que los barrería de toda Europa. Pero en el Emmanuelle no había judíos —su giro era Los Glaciares Australes S.A.— y Divina Day no sabía de rufianes que la obligaran a marginar porcentajes ni quisieran llevarla engañada a ningún lado. Se bastaba ella sola para escalar hacia otra vida, dueña de sus circunstancias. Me lo demostraba en cada cita. Charlábamos, se dejaba invitar, y luego llegaba la hora de partir a trabajar. Hace unas noches nos quedamos juntos por primera vez y hubo un momento de vacilación y bochorno. No supe si debía comportarme como un cliente más, pero ella me atajó en seco: a ti no te voy a cobrar, me dijo, y agregó riendo: así te cuesta más.


Un mes, casi dos, encerrado con su cuerpo, sólo su cuerpo sin amagues ni rechazos, liviano y transparente, lustroso, agobiante de humedad y dulce furia.Y luego apenas unos minutos de distracción para ver la luz inmóvil, la ciudad, el caserón de la revista, lo que siempre está allí. Hasta que vuelvo a la calle Merced y todo comienza a arder como en un burdel. Ringo, el perro pekinés, ladra por todo el departamento cada vez que me ve. Parece no acostumbrarse, enloquecido por los celos.


Clientes

Hacía semanas que no anotaba nada, pero el lunes volví a quedarme en su departamento y el timbre de la portería sonó cuando ya eran pasadas las once. Por el citófono dijeron que eran detectives. Ella los hizo pasar y yo me encerré en el dormitorio con la puerta entreabierta para escuchar lo que decían. Tenían una orden judicial que entregarle y como durante el día nadie salía a abrir, decidieron venir a esas horas. Oí repetir varias veces el apellido Moyle, y me sonó conocido. Cuando los detectives se retiraron, me paré y fui a la sala. Ella se había quedado pensativa, fumando un cigarrillo tras otro. Le pregunté si estaba en problemas. Levantó los hombros, como una niña que no sabe aún si cometió una falta cuando dos adultos se pelean delante de ella. ¿Puedo ayudar?, pregunté. No sé, dijo, y luego me contó la historia de principio a fin, con el hallazgo del periodista inglés suicidado en una habitación del Hotel Carrera. Me acordé de Diéguez. Le recomendé que fuera donde ese juez y declarara la verdad, sin guardarse nada. Después vas a empezar a recordar otros detalles, le dije. Pero esos me los cuentas a mí nada más. Logré que se relajara. Hablamos un rato de las cosas que había sabido sobre el caso. A la mañana siguiente reproduje toda la historia en un cuaderno de notas guardado entre los libros de la covacha. Marqué el número ocho encima para llevar la cuenta.


La noche del viernes un abogado español, de apellido Almarza, visitó el club. Esperó hasta que terminara el show y luego se presentó ante Divina Day. Se fueron juntos y después estuvieron hablando de la declaración. El hombre venía a entrevistarse con el juez para aclarar la rogatoria recibida en Madrid, a raíz de la comparecencia de dos compatriotas suyos por el mismo caso que había motivado la visita de los detectives la otra noche. Al parecer, ella los había tenido como clientes en más de una ocasión.Almarza dejó el número del hotel y se despidió con una propina generosa. El lunes lo llamé. Le dije que era periodista y estaba enterado de su presencia en Chile para recabar antecedentes a propósito de una investigación judicial. No sé de qué me habla, contestó. Del crimen de Jonathan Moyle, le dije. Me convocó para mañana a mediodía.


Atmósfera enrarecida en la redacción. Debe haber un secreto que guardar. El rumor generalizado es que Rocha cedió al acuerdo de no informar sobre el secuestro de Edwards a cambio de hacer efectiva una promesa de compra. Sería lo lógico: ni Lévy ni cualquier otro grupo está disponible para levantar una empresa enemistada con el medio. Si es cierto, quiere decir entonces que Rocha al fin consiguió visar sus deudas. Hay algunos indignados, pero por ahora no hay peligro de motín ni de desobediencia activa.Adónde van a ir si los dueños de la prensa están por todos lados. Según Garrafita, el acuerdo está en el horno, aunque la expresión no sea la más feliz en este caso. Me dijo que había estado averiguando sobre la sociedad Migdal desde la última vez que hablamos. Se trataba de una de las compañías más poderosas de Israel, dedicada al rubro de los seguros financieros y personales, con ramificaciones y alianzas en toda Europa. Era pionera en la organización de fondos de pensiones privadas, pero lo más interesante era su fecha de fundación: 1934, es decir, poco después de los acontecimientos de Buenos Aires. Hoy era conocido como el Grupo Migdal, y según Garrafita hacía honor al poeta oficial de Israel, Chaim Bialik, quien dejó dicho: «Yo también, como Hitler, creo en el poder de la idea de la sangre».


Hay un solo motivo verdadero por el cual un hombre lleva un Diario: quiere marcar que sigue estando vivo en medio de una situación intolerable o del simple paso del tiempo que lo mantiene en un limbo vacío de acontecimientos. En este caso puede que incluso no tenga con quién irse a la cama.También se trata de la primera señal de vida de la literatura, cuando ésta aún no se malea con el estilo ni adquiere conciencia de sí misma. El Diario visto como un acto de narración salvaje, el primer fuego del náufrago en la playa. Luego viene la forma, el exceso, la gula. Lo verifico antes de embarcarme en la nota que le prometí al Gringo Suárez, donde pretendo reconstituir las últimas horas del periodista inglés.


Madrugada del 31

El episodio no debió durar más de unas cuantas horas, durante la madrugada del 31, luego de que durante la noche Moyle se reuniera con los españoles Antonio Tierol y Juan Trías, invitados a la Feria Internacional de Armas que se realizaba en el parque Cerrillos y quienes también se hospedaban en el Hotel Carrera. Los tres habían quedado de cenar juntos en el restaurante. Se reunieron en el lobby cerca de las nueve. Seguramente Moyle comentó la discusión que había tenido el día anterior con uno de los expositores chilenos de la feria y de paso narró su visita a Punta Arenas, donde había estado durante toda esa larga jornada. Por la mañana partiría a Bolivia en un breve viaje inspectivo.Tierol y Trías pidieron pasta, Moyle se inclinó por un estofado. Los tres celebraron el vino chileno y luego salieron a distraerse un rato.Ya habían estado antes en el club, esa misma semana, y al llegar encontraron libres a Ángela y Nicole. Se encerraron en un privado con las dos niñas —una pelirroja, la otra morena— pero aquello no fue suficiente: los españoles volvían a Madrid al día siguiente y querían festejar a lo grande y en pantuflas, así que las invitaron al hotel, hacia donde regresaron todos en un solo grupo pasadas las tres. Subieron primero a la habitación de Tierol, la 911.Allí retiraron unas botellas y luego se dirigieron a la de Trías, la 1409, cinco pisos más arriba y vecina a la de Moyle, que ocupaba la 1406, es decir, tres puertas más hacia el fondo del pasillo. Las chicas y los españoles se metieron en la 1409, mientras Moyle se retiraba a su cuarto y aprovechaba la diferencia horaria para llamar por teléfono a Inglaterra. Habló con su padre y luego con su novia. Se quejó de la comida del hotel y decidió descansar unas horas antes de subir al avión que lo llevaría a Bolivia. Eran pasadas las seis cuando Ángela y Nicole salieron de la habitación 1409 con instrucciones de caminar hacia el ascensor de servicio y bajar hasta la cocina, donde debían esfumarse hacia la calle. Por esa misma vía, pero en sentido contrario, subió el verdugo como un carro de hielo hasta la habitación de Moyle. Nadie reportó su ingreso al hotel, pero una vez que vio salir a las niñas, tomó el ascensor, ganó el pasillo y caminó los pocos pasos que lo separaban del sitio señalado. Ni siquiera tuvo necesidad de golpear la puerta: pasó por delante de la habitación de Trías, se detuvo ante el cuarto de Moyle, giró la manilla y empujó con suavidad. Aquejado por fuertes dolores de estómago, el periodista inglés había olvidado pasar la cadenita de rigor y yacía tendido en el dormitorio, intentando conciliar el sueño. Cuando el intruso ingresó, Moyle pensó en Tierol o Trías, e incluso en una de las muchachas que venía a darle un beso de despedida. La pesadez le impedía moverse como hubiera deseado. Lo veo levantar la cabeza antes de preguntar en inglés quién es usted, qué hace aquí. Trece días después, el chef del hotel, un tal Villalobos, moría asesinado también.


Marfán estuvo de visita. Desde hace años está instalado en París. Dice que no es ninguna fiesta, pero lo aguanta bien. Nos cuidamos de entrar en infidencias. Me preguntó si acaso me veía con Lara. Sólo cuando pasan la serie de Pablo Mármol en televisión, dije, y él aceptó el chiste, viejo como los años de amistad, cuando su apellido quedó reducido a una voz de caricatura. Me contó que con ella se habían encontrado a tomar algo una noche y luego se habían ido juntos por ahí. Como en los buenos tiempos, dije. ¿Todo bien? Sí, extraño rendez-vous, pero bien, dijo soñador, mezclando idiomas con un énfasis que no era chileno ni francés, una lengua neutra que enaltecía su desarraigo. Según él, Lara estaba menos cambiada de lo que pensaba, pero preferí eludir el tema. Imposible decirle la verdad; por otra parte, no lo entendería. Con ella pasamos semanas sin vernos ni hablarnos, y luego de pronto nos llamamos con el ansia inquieta sangrando en la voz. Es señal suficiente para que organicemos un reencuentro. Paso a recogerla en el Chevette y nos vamos a los bares hasta que llega el momento de salir a rodar por las calles. Hace unas semanas subimos a una chica en la rotonda de Grecia para que nos acompañara. Se llamaba Nancy, y recorrimos el barrio Brasil y luego Recoleta hasta el cerro Blanco, turnándonos en el manejo. El auto se estrujaba en cada giro. Nancy se asustó tanto que en un momento comenzó a insultarnos y a chillar: huevones imbéciles, tarados, enfermos de la cabeza. Para calmarla, decidimos invitarla a tomar algo en el departamento.Tenía unas piernas largas y asombrosas que se enredaban en los velos que Lara dispuso previamentes sobre la cama, antes de desnudarse y tirársela de frente.


Gatos y ratones

La publicación sobre el falso suicidio de Moyle con las resoluciones adoptadas por el juez Solís tuvieron efecto inmediato: Rocha quiere que siga con el tema y me pase a Nacional si es necesario. Las especulaciones se multiplican: quién mandó a matarlo, por qué y con qué fin quisieron darle una apariencia de suicidio. Ratones persiguiendo gatos, me dijo Almarza en tono enigmático a la semana de publicado el artículo. Llamó y quedamos en un café del centro. Lo esperé media hora y cuando ya salía me atajó en la puerta. Había estado husmeando desde lejos para cerciorarse de que andaba solo.Volvía a comportarse de un modo irritante como la primera vez, cuando fui a buscarlo al hotel. Caminamos hacia el Mercado por una calle llena de vendedores de chucherías donde era fácil perderse. Curiosamente, estaba satisfecho.Todo lo que usted escribió es correcto, dijo, pero debe saber qué terreno pisa para no quedar de cabeza. ¿Cuál terreno es ése?, le dije. Nos paramos ante un puesto de frutas. Agucé el oído. La fiscalía de Almarza trabajaba desde hacía años tras la pista de un tráfico de armas que operaba desde España a través de agentes o brokers internacionales. El negocio funcionaba comprando armamento a los fabricantes de Chile y Argentina, para luego vender la mercadería a los clientes que nunca faltaban. Europa estaba repleto de ellos, y operaban indirectamente. Es el mercado más seguro y millonario de este mundo, aclaró. Las guerras no faltan, siempre habrá algún pleito necesitado de nuevas municiones, son como las putas que equilibran y hacen posible la familia. Usted me entiende, ¿no? Dije que sí, pero él insistió en el tema: ¿sabe usted cuál es la segunda profesión más vieja del mundo? Me alcé de hombros. Espía, me dijo. Juntos, un espía y una puta son imposibles, jamás se entenderían, ya sabe a lo que me refiero. La conversación empezaba a enervarme. Nos metimos en la sombra de los puestos de mariscos y caminamos entre truchas abiertas y salmones desventrados hasta que Almarza se paró delante de una pescadería con un lote de periódicos arrumbados junto a la balanza del local. Mire eso, me dijo. Hice amago de revisar los precios escritos en la pizarra. No, me corrigió él: fíjese en los diarios.Yo no entendía. Usted que es periodista, insistió, ¿sabe para qué sirve un periódico? Para envolver pescado, le dije. Correcto, me dijo Almarza: lo mismo piensan los servicios de espionaje del país y del signo que sean: los periódicos sirven para envolver pescado. ¿Me comprende ahora? Cuando algo o alguien ya no les sirve, tenga usted por seguro que lo pondrán a circular en los diarios. Es la última parada de un fusible agotado. Almarza giró hacia el interior y adelantó unos pasos en dirección a la zona de los restaurantes, donde los mozos se agitaban voceando el menú. Esperó a que yo lo alcanzara para seguir el recorrido. Es un hermoso galpón, comentó al desgaire mientras paseaba la mirada por la bóveda del cielo. La información sobre el asesinato de Moyle no es un fusible gastado, le dije yo. En el suelo de la recova había manchas de tripas y cartílagos arrancados. Para los gatos sí que lo es, replicó él devolviendo la vista hacia los puestos, donde las mangueras chorreaban espantando el mosquerío. Ellos entregaron un esqueleto, espero que sepa darse cuenta, advirtió. Dije que sí e insistí en preguntarle quién podía estar detrás. ¿Los que compran o los que venden? ¿Los agentes internacionales o los fabricantes locales? Mientras no se sepa quién lo hizo, dije, alguien seguirá escondiéndose. Almarza se alzó de hombros: hay que esperar, dijo, ya nos vamos a enterar. Cuando un crimen se conoce por su nombre nunca llega solo, agregó. Salimos del Mercado hacia la parada de taxis y en un momento él se paró a considerar el asunto como si estuviera a solas y fantaseara frente al espejo del baño. ¿Quién puede ser?, repitió. Luego olvidó responderse. Me dijo que se quedaría todavía unas semanas más y nos despedimos con un apretón de manos. Bienvenido a la sospecha universal, sentenció.


La guerra

Iván estuvo conmigo en la covacha. Creo que se llevó una impresión de mí mismo y del lugar mejor de la que soy capaz de mostrar. En algún momento tuve deseos de sentarlo en las rodillas y contarle una historia idiota, en clave de fábula, con un padre tortuga que lleva su casa en las espaldas mientras los animales del bosque discuten si debe presentarse de inmediato en el hogar o esperar una temporada más. El padre tortuga había sido desterrado por dormilón y mal educado, así que no había que preocuparse si se demoraba unos cuantos meses o incluso algunos años en volver. Por fortuna llegó la hora de regresarlo antes de soltar la ocurrencia. María Julia no estaba y Marco salió a recibirnos. Iván se despidió en la calle, entró a la casa y con Marco nos quedamos clavados un rato en medio de un intenso intercambio de noticias y novedades que eludían cualquier asomo de intimidad. Las sombras del atardecer bajaban entre los plátanos. Marco ofreció cigarrillos y yo acepté. No había prisa, saber que María Julia no estaba alimentaba una repentina distensión. No nos medíamos desde la frustrada invitación a homenajear a Lihn, y ahora él estaba enganchado queriendo hacer cine. Horrible, le dije yo. Sí, pero apasionante, replicó, y comenzó a enumerar las dificultades de todo tipo que encontraba en su nueva vocación, con las disputas por el financiamiento, las ideas que tenía, los proyectos de coproducción, en fin, esto es la industria, explicó sin que yo interviniera para nada en su relato, oyéndolo contar mientras seguía con la mente puesta en lo que estaría haciendo Iván dentro de la casa, hasta que fue oscureciendo alrededor.Viendo que María Julia no llegaba, Marco me espetó: cómo lo ves tú, Bobe, a ti ya te pasó, así que por eso pregunto, ¿tengo que aguantar o virarme? Aspiró con ansiedad el cigarrillo y miró de refilón por sobre mi hombro, sin duda esperando que ella apareciera. No te hagas el leso; tú la conoces mejor que yo, dijo enseguida. Me volteé desconcertado, como si le hablara a otro ubicado justo detrás de mí, y como no encontrara a nadie comencé a explicarme, a consolarlo casi: tranquilo, tenle un poco de paciencia, se va a arreglar, a todas las parejas les pasa. No, me cortó él: quiere botarme, estoy seguro, la estoy oliendo ya, dime cómo fue que te libraste. Es lo que tendría que hacer, ¿no es cierto? Enfrentarla antes de que ella decida por mí.Yo miraba las luces de la casa donde cada cierto rato Iván atravesaba por la ventana sin echar de menos a nadie, austero en su potestad. Me tengo que ir, Marco, lo siento, comencé a disculparme. ¿No quieres entrar?, dijo él. Ven, tomémonos un trago: acompáñame. No, perdona, otro día quizás, ahora estoy atrasado, saludos a María Julia y despreocúpate, seguro que no es para tanto, le dije. Un trago, insistió, uno solo. Tu hijo está increíble, ¿te lo habían dicho? Ya lo sé, Marco: claro que sí, disculpa pero no puedo acompañarte, para otra vez será.


Versos

Aunque se vuelvan locos serán cuerdos, aunque se hundan en el mar de nuevo surgirán, aunque se pierdan los amantes no se perderá el amor, y la muerte no tendrá dominio. Me lo sabía de memoria, y se lo regalé sin esfuerzo. Habíamos estado dando vueltas y más vueltas con Lara, hablando todo el tiempo de esto y lo otro, hambrientos como cazadores al acecho. En un momento tuve la impresión de que nos habíamos quedado fuera y deambulábamos por los exteriores de una ciudad amurallada, revisando las puertas cerradas a cal y canto, sin hallar un solo sitio donde descansar. ¿Qué pasaría si un día de estos tú y yo nos largáramos a otro lado? ¿Crees que alguien nos echaría de menos?, le dije mientras conducía el Chevette.Ya estábamos borrachos o queriendo parecerlo.Tomamos Irarrázaval y Lara me miró desde el asiento del lado con expresión taciturna. Con seguridad tu hijo lo haría, quizá mis padres, contestó. La avenida se extendía hacia el poniente, solitaria en medio de una sordidez agobiadora, recortada por un campo de luces y sombras como si las farolas marcaran barrios distintos en cada cuadra.También las esquinas tenían ese aspecto de perros cansados. Quiere decir entonces que estamos condenados, que allí adonde vayamos nos seguirá la culpa de nuestro poema favorito, insistí. ¿Cuál es nuestro poema favorito?, preguntó, y yo recité la estrofa de Kavafis que mejor recordaba: no encontrarás nuevos países, no descubrirás nuevos mares. Esta ciudad y esta vida que arruinaste aquí te seguirán adonde vayas, sentencié. Puede ser, dijo ella, y luego la oí estirarse en el asiento. Igual yo me fui de la poesía hace tiempo. Mascaba las palabras como si las eligiera una por una. No sé si se entiende, Bobe, pero para mí eso fue como irse del futuro también.Y agregó: la poesía era lo que yo tenía para hacer, para eso me formé, y resulta que un día todo eso se cayó al suelo como una montura mal amarrada al calendario. No me preguntes cómo, pero así pasó, y la obra, la palabra y todo lo que importaba quedó atrás con el recuerdo de esa vida por delante. ¿Qué sentido tiene seguir ahora? Encendí un cigarrillo para evitar responderle. Lo que dijera estaría mal. El Chevette siguió calle abajo, tomando luego por el parque Bustamante hacia el norte. Íbamos callados, casi rendidos o arruinados como si recorriéramos de vuelta «La ciudad» de Kavafis. La perspectiva era horrible. Pensé: estamos por apagarnos, por eso vamos rápido. ¿Y entonces?, le dije. ¿Se te ocurre dónde podemos ir? Ella negó con la cabeza. Entonces recordé el otro poema, el único que me sabía de principio a fin en realidad. Échate para atrás y escucha, le dije. Desde el país de Gales para ti. Ella obedeció y se recostó en el asiento dejando caer su mirada en las esquinas.Título de la canción: «Y la muerte no tendrá dominio».Autor: Míster Dylan Thomas. Empecé a recitar: aunque se vuelvan locos serán cuerdos…Y atisbé que Lara remedaba los versos murmurando apenas.


En la covacha

Tengo que seguir el consejo de Almarza y desconfiar. Por el momento nadie sabe que a la salida del club Divina Day se viene a dormir a la covacha una o dos veces a la semana, aunque no siempre cumpla con el acuerdo y ponga al pekinés como excusa. Fue ella quien propuso el cambio de domicilio luego de que saliera publicado el artículo, una noche después de enredar su cuerpo contra el mío y advertirme que debíamos abandonar nuestras rutinas en el departamento del parque.Vamos a tener que buscar otro lugar, me dijo. ¿No era éste tu reservado particular?, alegué. Sí, por eso mismo, replicó. Es mejor que nadie lo vea por aquí.Todos saben que fue usted quien escribió la historia de Moyle. Comenzaba a tratarme con esa familiaridad de los matrimonios longevos, y yo había aceptado el cambio, contento de encontrar un lugar en su vocabulario personal. Encendí la luz del velador.Y qué hay con eso, dije: eso no significa que seas tú quien me ayudó.Y por otra parte qué importa que me hayas ayudado. El problema empieza ahora, me dijo: usted es periodista y si lo ven por aquí, se acabó. Eso qué quiere decir, pregunté. Que no voy a poder contarle todo lo que tiene que escuchar, respondió. Su prevención hizo efecto inmediato. Fui a buscar cigarrillos, un cenicero y luego me acomodé. No me vengas con historias, le dije, y volví a decírselo cuando terminó de hablar: de dónde sacaste eso, quién te lo contó. Nadie: yo los conozco, no es la primera vez que los atiendo. La alusión me irritó y ella capturó el motivo: ¿acaso no me cree? Si quiere hasta le puedo averiguar más detalles, insinuó. La firme.Y las fechas de salida. Pero no me lo pida todo de una vez, okey. La tomé de la muñeca y con la otra mano cubrí sus labios. No toleraba seguir oyendo su rendición de cuentas.Apenas quedaban unas horas para que amaneciera, y luego de agotar su preciosa piel entre las manos accedí a la petición. En la covacha no estaríamos en vitrina, me aseguró, y además terminarían las llamadas molestas.Yo le creí, necesitaba hacerlo.


Al principio yo esperaba inquieto, mortificado sólo por los celos, dando vueltas en la cama con el oído alerta, pendiente del sonido de sus tacones aguja en el corredor y luego de la puerta que abriría con sigilo, utilizando las llaves que yo mismo mandé a hacer y le entregué para que mantuviera su independencia. Pero ahora no puedo evitar el sentimiento de agonía, de que las horas se estiren hacia la madrugada y me abandonen mientras una luz de vela comienza a levantarse en las paredes y sobre los tablones del piso. No es únicamente su trabajo el que me irrita; también la certidumbre de que en este preciso momento está ocurriendo. Eso le pasa por ahorrarse la puta, me contestó ella riendo la vez que reclamé. Era estrictamente cierto. Si una mujer enamora en base a estrategias de ilusión, con mayor seguridad logrará volverte loco enfrascada en una orgía. En la prostitución, además, los celos marcan todas las horas en forma simultánea. Es lo que más me enfurece de la nueva situación: haber quedado aislado y solo, sin control sobre los horarios, con la vista en el techo, hediondo a cigarro como un desocupado. En el fondo, la deseo irremisiblemente y pienso todo el tiempo en su noche esclava. La historia con que me expulsó del departamento del parque calzaba con la advertencia de Almarza. Las cosas iban a empezar a revolverse, me había dicho en un momento. Cuando un crimen se conoce por su nombre nunca llega solo. Ella era un hilo de cobre entre el asesinato de Moyle y lo que yo esperaba que sucediera ahora. ¿O era sólo una coartada para justificar a su clientela y mantenerme alejado? Me digo: esto era la angustia, la desesperación, el cuerpo de la muerte que sube a mi almohada en medio del pánico que hormiguea sobre el pecho y me atrapa el cuello. La ansiedad se hace intolerable. Entonces enciendo la luz y vuelvo a ver a Moyle tendido en la cama de la habitación, las manos sobre el estómago mientras pregunta quién es, quién anda ahí, qué hace usted. Con espanto me doy cuenta de que estamos solos en el cuarto, él colgando de la percha con sus preguntas y yo aquí abajo sin las respuestas.


El dinosaurio

Vino hasta la pieza, se quedó erguida al pie de la cama, tiró unas ropas encima mío y dijo que tomara la cámara y fuéramos en auto al aeropuerto, porque al avión lo estaban cargando a un costado de la pista. ¿Y tú?, pregunté. ¿Vas a ir vestida así? Una falda de cuerina ceñía sus piernas hasta un poco más arriba de la rodilla, y se había echado sobre los hombros una chaqueta de pana vieja que la hacía ver más pequeña. Es por si alguien sospecha, explicó. ¿Acaso no tengo facha de estar trabajando? Vamos a trabajar entonces, le dije.Todavía era temprano, ni siquiera medianoche. Salimos excitados, casi felices. En el trayecto me mostró una lista. Guárdesela, dijo: puede servirle para adornar el artículo. Me atreví a preguntarle dónde la había obtenido. Mi vida, respondió con piadosa coquetería, y fue como si dijera: con quién crees que estás bailando. No insistí más. Detuvimos el motor a varios centenares de metros del desvío y el Chevette quedó ladeado sobre un montículo de tierra, junto a una acequia que corría sin verse por el costado del camino. Los focos cayeron sobre los matorrales del alambrado y enseguida cambiaron hasta quedar en baja, sin llamar la atención ni confundirse con las luces del recinto que se extendía del otro lado como una estación planetaria en medio del desierto. Llegamos, dijo ella sacudiéndose con la certeza de reconocer el sitio. La seguí, obediente, guiándome con la luz de la linterna que ella cargaba delante. En un momento sujetó los alambres de la cerca y los levantó para abrir una boca por donde pasar y acercarse a la pista.Al fondo, sobre el costado oriente, dormía un aparato sin bandera comercial. Un ligero vértigo me hizo oler la traición.Apreté el bolso contra la cintura y me olvidé de pensar, mientras extraía la cámara y comenzaba a disparar cambiando de lente para obtener distintos rangos de aproximación. Ella había quedado a mis espaldas, y avancé todavía unos cuantos metros entre la hierba para mejorar el registro. El viento soplaba alrededor. De pronto pensé que estaba solo en un zoológico sin rejas, fotografiando a un dinosaurio mientras roncaba. Un avión despegó a lo lejos, como en la estación imaginaria de Pacull donde era imposible decidirse a volver. Me asusté y miré hacia atrás, buscando el alambrado. La luz de la linterna permanecía quieta, volcada contra la tierra húmeda. Una pulsada nerviosa apuraba la retirada. La faena no duró más de media hora en total, y cuando volvimos al cruce alcanzamos a divisar un patrullero que se acercaba iniciando su ronda habitual por los pastizales. Ella iba muy seria, con las dos manos puestas sobre el volante, y sólo una vez que nos alejamos relajó la posición. Por qué no me haces unas fotos, preguntó al ver que yo revisaba el contador de la cámara. Comencé a disparar sobre ella hasta casi terminar el rollo, subrayando la imprudencia. Nos detuvimos en una gasolinera a comer algo. Bajo la refrigerada y azulina luz del local parecíamos escapados de un presidio, con huellas de barro en los zapatos y briznas de hierba en la ropa y el pelo. Luego nos encerramos en la covacha, furiosos y exasperados por la complicidad, como si tomáramos un pasaje de última hora y dejáramos atrás un arsenal pronto a estallar.


Publiqué el artículo de las armas en dos entregas sucesivas. A pesar del revuelo, es fácil darse cuenta de que otra mucha gente seguía el caso de cerca. Lo raro es que toda la prensa haya destapado el tema a un mismo tiempo y sin acuerdo previo. Es lo que hace sospechosa la información. Intuyo que mi único mérito es la precisión del listado que di a conocer. Con eso Rocha toma la delantera y asegura el crédito que le hacía falta para consolidar su posición. Llovieron las felicitaciones e incluso telefonearon a Rocha de la oficina local de Aeroflot para agradecer la mención a la compañía por negarse a servir de transporte al contrabando. Gané un almuerzo y un tipo alto, bien peinado y de terno impecable que decía llamarse Boris Vera, lugarteniente del máximo representante de la firma en Chile, elogió mis artículos y deslizó la posibilidad de que viajara a Europa aprovechando las vacaciones. De esa forma él podría retribuir mi profesionalismo con una rebaja sustantiva del pasaje. Si le avisaba con tiempo, siempre habría un asiento libre para utilizar. Rocha ya estaba en antecedentes del canje. Puede ser, le dije. Hecho, acotó Vera, y me extendió una tarjeta con sus señas. Incluso podíamos hacer algún negocio juntos en caso de que no me resultara desagradable ir por un par de días a Moscú.


Queso cabeza

Hay que olvidar por un momento los hechos. Los hechos son sólo construcciones más o menos afortunadas al servicio de otros fines que siempre están en movimiento, como un deslizamiento de tierra bajo los pies que nunca cesa de acomodarse por completo. Dirigirlos y manipularlos es todo el esfuerzo de la guerra y la política. Ahora mismo son otros los que están al mando de los hechos. Lo entendí claro la otra tarde, cuando Rocha me mandó a buscar. Estaba reunido bajo reserva absoluta en el privado de su oficina, con Ovando y otra gente que nunca había visto. Me presentó como el reportero a cargo de investigar el caso. Un hombre de bigotitos, con una mancha horizontal y fina que le recorría el promontorio de la frente, estaba sentado en un rincón. Observaba impasible, escuchando atentamente cuanto se decía. Después de que todos hubiesen manifestado su opinión respecto a la necesidad de ser prudentes y no levantar falsas acusaciones, el propio Rocha se dirigió a él con el título de coronel. Como verá, coronel, dijo, aquí todos ponemos lo mejor de nuestra voluntad para que la situación no afecte la honra del Ejército ni la suya propia. Pero eso sí, debemos dar cuenta de los hechos. Hubo una pausa en la que todos esperaron la réplica del hombrecito de bigotes, que al fin habló sin despegar el cuerpo algo enjuto sobre la silla, con los brazos cruzados y avanzando el torso hacia delante para apoyar sus frases, como si arrullara a los presentes con un tono de reposada autoridad.A pesar de ir vestido de civil, daba por supuesto que nadie ignoraba la importancia de su rango, y en un momento se dirigió claramente hacia mí diciendo que desconocía de dónde habíamos obtenido la información, pero que en todo caso era injusta y a todas luces muy incompleta, ya que tanto él como sus subordinados sólo obedecían disposiciones de la autoridad civil. Es una intriga, remató; es claro que buscan enlodarnos como parte de una campaña de difamación. Tras decir esto corrió la vista y la dejó caer sobre el escritorio donde Rocha se había guarecido.Todos miramos hacia allí buscando apoyo, pero él respondió con prudencia extrema: pensé que era importante que todos oyéramos esto, dijo. Por eso también pedí que vinieras, Bobe, considerando lo que está en juego. Alguien carraspeó. No olvidemos que se trata de una institución que también tiene sentimientos al respecto, agregó Rocha. Siguió un pequeño intercambio de preguntas y respuestas rápidas y enseguida la reunión se disolvió. Con Ovando nos retiramos mientras los otros se quedaban hablando. Quién era ése, le pregunté. Uno de los que vendían las armas, me dijo cabizbajo, hablándole al piso. Se llama Huber, y era el responsable de cubrir el negocio por la parte chilena.Ahora se va a tener que ir él mismo por la ventana. ¿Y los demás? Aah, me dijo Ovando mirando al frente, entre burlón y sincero: ésos son los que nos pagan para que no digamos nada.


Almarza llamó para despedirse. Apenas tenía tiempo para tomar algo y quedamos de encontrarnos al lado de la Librería Inglesa, en un cafetín sobre Pedro de Valdivia. Cuando llegué se mostró cauto, casi a la defensiva. Según él, la publicación del listado completo del armamento evidenciaba una gran torpeza de mi parte. Era como encender una bengala en un entierro donde todos llevaban velas, dijo. La figura me hizo gracia. No se ría, advirtió: su chica se está exponiendo demasiado.Y quién es mi chica, pregunté picado. El español resopló, conciliador: hombre, sólo quiero que sepa los riesgos de estar en dos partes a la vez, ¿me explico? Ella está colaborando; con nosotros, con usted. ¿Por qué no ayudarla un poco? Sí, por supuesto, afirmé, y él dejó el importe sobre la mesa y se levantó para irse.Yo lo imité y caminamos un rato en silencio. Son los mismos, me dijo al cabo, antes de llegar a la siguiente esquina: los que echaron a pique el negocio son los mismos que mataron a Moyle. Quiénes, le dije. Almarza desvió la mirada hacia el oriente, donde la montaña alzaba un límite infranqueable a la imaginación. Especular no nos va a ayudar en nada, dijo. Evidentemente no creía apropiado divulgar sus averiguaciones ni que yo las considerara, y comprendí que sólo buscaba compartir una prevención. Estaba ansioso de hacerme saber un soplo, acaso para evitarme algún error antes de partir. Me tendió la mano al despedirse.Ya tiene todos mis datos en Madrid; ahora es usted quien debe cuidar de ella, me dijo. La frase me quedó sonando, pero no estoy seguro de haber entendido bien a lo que se refería.


Este Diario tiende hacia la flagelación. Pero quizá se trate de la naturaleza del género. Si uno habla solo y sólo consigo mismo, terminará golpeándose la cabeza contra el muro tarde o temprano. En el fondo, todos los diarios personales tienden en esto hacia el suicidio, que entre paréntesis anoche asomó por primera vez su nariz purulenta en la línea del horizonte, como una idea no del todo ajena ni absurda, y luego como una acción, una medida de fuerza ante el excesivo descontrol de las voces que todo el tiempo me están hablando en las orejas, esos enanos verdes que se pasean hasta altas horas de la noche por mi cerebro soplándome una intriga espantosa. No podía dormir pensando en esto cuando sobrevino el ataque —porque la idea del suicidio, como posibilidad y luego como recurso, se me apareció bajo la forma de un ataque— asociado a la escena del cuarto de Moyle, o más bien a la de Trías con las dos chicas del Emmanuelle enlazadas y cayendo en la blandura de una cópula infinita. Relacioné la orgía con el uso indiscriminado de los disfraces, y un botón de pánico me tapó la visión. Entonces pensé algo horrible. Pensé: rebajo a mi Musa y enaltezco a mi Puta. Quizá sea éste el único camino que logre llevarme a la salida, al no dolor. Me masturbé y luego me sentí completamente enfermo. Hastiado, podrido. Ahora apenas tengo fuerzas para tomar el lápiz y anotar cómo todo se dispersa alrededor. Fue entonces que la idea del suicidio emergió, pura y nítida, como una uña encarnada en la pupila. Después medité que si insistía en esa dirección terminaría realmente convertido en lo peor. Un paso más y me convertiría en un escritor.


Mosquitas muertas

Parece claro que Rocha contaba con mi ansiedad como un factor que podía utilizar en su provecho. En el fondo me tiró un hueso sabiendo que yo correría tras él, deseoso como estaba de morder e hincar el diente sobre la realidad, sobre cualquier realidad ajena de la cual yo pudiera apropiarme tras mi ruptura con María Julia. Todos los indicios apuntan a confirmarlo. De otra forma no se entiende que me haya pedido seguir con la investigación y que luego cancelara el interés de publicar una nueva entrada. Encargó a Ovando un refrito de lo publicado y de paso me dejó esperando como un morfinómano mi dosis de hechos prestados para organizar una versión creíble. Pero es difícil resistirse y guardar distancias; ya estoy pegado al caso y logro identificar con claridad el interés de muchos por dejar las aguas quietas a la espera de que la situación se recomponga. Para Rocha lo importante es representar una comunidad de propósitos ante los nuevos dueños. Eso es suficiente para sentirse victorioso. El resto son cartas de cambio, comodines que entran y salen de su infalible amplitud de juego.Tendría que haberlo previsto. No quiere revolver el gallinero más de lo que está hoy. Cuando le propuse seguir la pista con los datos que me dejó Almarza, se negó de plano. Se hallaba reunido con uno de los delegados del nuevo directorio, un tipo de apellido Floyd que había desembarcado en las reuniones de pauta al producirse el cambio de propiedad. Desde entonces era como tener a una suegra arrogante y venenosa alojada en la casa, mal disimulada detrás de la afectación amistosa que dejaba flotar como una dádiva sobre los redactores, a quienes íntimamente consideraba ganapanes al servicio de su alta investidura, mientras se paseaba dando sabios consejos perfumados por un PhD obtenido en el extranjero. Su función era olisquear aquí o allá y acusar si correspondía, aumentando su triste influencia con intrigas domésticas que pusieran su rol en un lugar estelar. Probablemente su objetivo no era otro que hacerse indispensable para, al cabo de tanta celebridad, volver convertido en eminencia gris a las páginas editoriales de El Mercurio, desde donde había sido corrido por desleal. Manejaba muchas fichas simultáneas, y su prestigio residía en estar siempre del lado de lo que era bien visto pensar, aunque actuara en sentido inversamente proporcional. Tampoco esta vez fue la excepción, aunque yo hubiera preferido no encontrármelo en la oficina de dirección al momento de entrar.Tal como veía su papel de delegado, se hizo el valiente delante de Rocha y no dudó en darme su apoyo cuando expuse el tema: la revista necesitaba dar golpes y hacerse atractiva ante el mercado, aconsejó en voz baja, sibilino, acotando desde la sombra del privado con una pipa apretada entre las manos. Estaba sentado en diagonal, justo donde había estado antes el coronel, y Rocha hizo un gesto de molestia desde el escritorio. No estoy tan convencido, dijo secamente, hundiendo la cara en la preocupación. El PhD Floyd reparó en su falta de tino y se levantó para salir con una excusa cualquiera. Quedamos solos y Rocha habló: ¿qué pretendes?, me dijo. Hace una semana entraron a mi casa y dieron vuelta todos mis papeles mientras yo no estaba, y tú insistes en llamar la atención sobre este asunto. Olvídalo, aunque tengas la confesión del mismísimo director de la industria militar no voy a darte leña para ese fuego. Nos quemaríamos aquí dentro, y otros que no son precisamente nuestros mejores amigos terminarían sentados en esta silla, así que mejor tápate las orejas y tómate un descanso si es lo que necesitas. Aprovecha el verano para ir a las playas y traer notas de ocio, que eso te gusta.Yo lo escuchaba atónito: habían registrado su casa, ¿quiénes?, ¿buscando qué? Una olla de grillos me zumbaba alrededor. Cálmate, me dijo, no es nada terrible. Pero te pido que no me hagas trabajar más de la cuenta. Asentí, obediente, y salí de la oficina dispuesto a anotar en mis cuadernos las novedades que el caso registraba. En la sala de redacción la figura algo encorvada de Floyd reapareció con una oferta extravagante: puedo llamarte por teléfono a tu casa, preguntó. Claro, le dije.Y le alcancé el número. Ovando pasó cerca nuestro y miró de soslayo. Muy bien, se sonrió Floyd, y desapareció. Hace un momento nada más llamó. Quería hablarme justamente de mi propuesta de artículo, que había alcanzado a escuchar al comienzo de la reunión. Según él, Rocha tenía innumerables dificultades y yo debía saberlas en mi condición de periodista estrella, ése fue el término que utilizó para halagarme. El caso era que las presiones a la dirección de la revista eran tremendas, obligada como estaba a mostrar resultados ante los nuevos dueños. Floyd apreciaba sinceramente al director, pero reconocía que tenía los días contados, y por lo mismo yo no debía permitir censuras a la investigación que realizaba, a fin de cuentas la única fidelidad auténtica en este oficio es la que le debemos a la verdad, supongo que estarás de acuerdo, observó. Me ofreció seguridades: no es que él quisiera alinearme con los que estaban de este lado, pero yo tenía que abrir los ojos y optar antes de que fuera demasiado tarde. Rocha ya es un cadáver como director, me dijo. O se derrumba o lo sacan, no va a poder resistir mucho más, agregó. Sus precauciones están hundiendo a la revista. ¿Qué quieres que haga?, pregunté. Necesitamos un parteaguas, afirmó: algo que desate la crisis y deje en claro sus limitaciones para ejercer la dirección. Es ahora o nunca; hay que quitarle el control. Quise cortarle pero me contuve. El muy necio saltaba de una piedra a otra llevando escrita sobre la frente la conspiración. Comprendí que la batalla por apropiarse de los hechos estaba declarada.A partir de ahí, la victoria quedaría en manos de quien se sirviera de las palabras adecuadas en cada ocasión. ¿Por qué me estás diciendo todo esto?, pregunté de sopetón, ¿quién te dijo que confiaras en mí? Hubo un silencio en la línea. Luego la voz nasal de Floyd bajó en medio tono: Garrafita puso las manos al fuego por ti, aclaró.


Encontraron su auto abandonado en una quebrada, al lado del río. En la foto que distribuyeron se veía más joven, con lentes oscuros y facha de ropero dispuesto a desenfundar. El diario traía en un recuadro algunos datos útiles que desmentían el aspecto casi bonachón del coronel que Rocha había invitado a parlamentar en el privado de su oficina un par de semanas atrás. Pero era él mismo, innegablemente. Puse la información sobre el escritorio de Ovando: qué te parece, le dije. Él levantó la cabeza y me miró como si llevara mucho tiempo tratando de explicarse. ¿Tienes ganas de salir a buscarlo?, dijo. No sería una mala idea, repuse. Ovando soltó un chasquido de compasión y meneó el cuello. De inmediato supe que debía desistir, o al menos no comunicar mis intenciones en voz alta. La foto del diario correspondía a la del coronel Gerardo Huber, ex agente de la Dina, experto en explosivos y hombre de influencia en la jerarquía del Ejército hasta el día en que se descubrió el contrabando de armas. Ahora estaba desaparecido, con síntomas claros de violencia en el auto encontrado junto al río. Decidí telefonear a Homicidios para indagar con Rodríguez-Bueno cuánto había de cierto en los antecedentes que la prensa estaba difundiendo. A él no lo veía desde el intimidante ofrecimiento que me dejó caer en la terraza del Villa Real, y aceptó recibirme en su propia oficina de Condell para hablar en confianza. El comisario no necesitó precisiones; estaba al tanto de las novedades y podía ayudarme. Como se trataba del caso de un coronel activo, me contó que los militares se habían hecho cargo de la investigación, cuestión que él lamentaba pero que yo debía agradecer en mi fuero interno, ya que siendo así él podía explayarse a sus anchas y especular sin reserva alguna, salvo la de incluir su nombre en mi reportaje. Estuve de acuerdo y evité utilizar el grabador. Lo primero es que el tipo ya está muerto, comenzó diciendo él. ¿Se va a suicidar igual que Moyle?, le espeté con sorna. El comisario tensó la quijada.Ya en nuestro primer encuentro, a instancias de Parraguez que cubría Policiales, Rodríguez-Bueno había demostrado poca tolerancia hacia las asociaciones libres. Ahora insistía en su estrictez: se echó para atrás, observó por sobre mi hombro la puerta del despacho bien cerrada y luego se inclinó con los dos brazos apoyados sobre el escritorio: si nosotros redactamos el informe de Moyle diciendo que se había suicidado, aclaró con pedagógica lentitud, es porque nosotros lo encontramos, ¿se entiende? Aquí el que encuentra el cuerpo elige la manera, y a veces hasta el arma que se utilizó. Después que el juez indague y diga lo que quiera, para eso se toma su tiempo.Y lo mismo corre para los funcionarios públicos, los políticos y la prensa. ¿Quieres que siga o prefieres echar a perder una buena conversación por la mala conciencia que te causa? Por favor, dije, y luego de escucharlo largo rato se me ocurrió preguntarle por Diéguez. La verdad, propuse, no el cuento chino que despacharon desde la oficina de comunicaciones. Rodríguez-Bueno sopesó la acusación, abrió una gaveta del escritorio y extrajo una cajita de pañuelos. Se limpió las narices y volvió a guardarla como si fuera un reloj de arena para ganar tiempo. Esto no sale de aquí, dijo.Aun si quisiera publicarlo no me dejarían, lo tranquilicé. Él asintió, satisfecho. Estábamos con Diéguez, le dije, insistente. Sí, claro, Rodríguez-Bueno tomó y soltó con una exhalación el aire sombrío de la oficina. Era un proveedor, explicó. Un chulo de zapatos blancos que visitaba regularmente los concursos de la noche donde seleccionaba niñas para su plantel. Empezó de abajo, haciendo notas de piluchas como riflero en un periódico de provincia. Se fue sofisticando con el correr del tiempo. Incluso adquirió cierto prestigio cuando se trasladó a Santiago, entre las amistades que recogía y los datos que traficaba en los diarios. Tenía gustos raros. El comisario despejó sus narices ruidosamente, primero un lado y luego otro, antes de continuar. Un rufián de los clásicos, dijo. Se especializó llevando carne fresca a los salones y las fiestas privadas, hasta que se fue de lengua por unas citas con tipos que manejaban mucho dinero. No le pagaron y se desesperó.Todo lo que obtenía del negocio se lo gastaba en idioteces: objetos de arte, juegos de casino, muchachitos.


Madrugada del 31

Desperté angustiado, con la garganta apretada y manoteando en medio del pánico y la noche. Los gestos huían fuera de la cámara del sueño.Traté de recordarlos sin modificar la composición inicial, formando un dibujo quebrado y como si desbordaran los márgenes de una escena sin fondo. La foto de Moyle, añeja y granulosa, cruzó por mi mente con su apellido en los labios. El cuarto donde yacía estaba despejado y un leve rumor se oía en la habitación del fondo. Daba unos pasos hacia allá y me asomaba. De espaldas al vano de la puerta y erguida contra la cabecera de la cama, una mujer cabalgaba desnuda sobre el cuerpo tendido en las sábanas. El tronco y la cabeza del hombre permanecían invisibles y casi por completo cubiertos. Sólo las piernas que emergían semiabiertas de entre las colchas daban noticia de su presencia. Pero era él, Moyle, y la melena revuelta de la mujer formaba una pantalla de luz mientras sostenía el vaivén con la cintura pegada a las sábanas. La pupila se dilataba viéndola crecer como una diosa entre uno y otro balanceo. Algo faltaba, sin embargo, y sólo al encaramarme en puntillas desde el umbral lograba distinguir los brazos de él abiertos hacia los lados, dispuesto al sacrificio, mientras ella rebotaba en su sitio con las extremidades ocultas como si fuese un tronco sin brazos visto de espaldas. Pero no era tal. Al acercarme, descubría por sobre su hombro que las manos ajustaban, invisibles, el cuello de Moyle. Me horroricé. Unos dibujos de pintas de colores se cerraban contra la carne detrás de cada súplica. Estaba ahogándome. De pronto empujé los hombros y quedé sentado en la cama, oyendo el repiqueteo del teléfono que sonaba en la sala. Miré la hora en el velador: eran cerca de las cuatro y media de la madrugada. No era momento para hacer pitanzas. Me puse de pie y fui a contestar. Respiré largo junto al auricular esperando que alguien saliera y se identificara primero. Al cabo de unos segundos, colgaron sin hablar. Pensé en los métodos de Rodríguez-Bueno para intimidar a los testigos inconvenientes. Después fui al clóset y revolví todo buscando la corbata de Diéguez. Me sudaban las manos.


En Palacio

La prensa no es inocente, nunca lo ha sido. Me digo esto después de acompañar a Rocha a una audiencia en La Moneda con el subsecretario de Interior.Yo pensaba que íbamos a tratar el tema de mi conversación con Rodríguez-Bueno, seguramente filtrada a la autoridad política desde la oficina del propio comisario.Antes de que intentásemos salir con un trascendido sobre Huber y los negocios de prostitución asociados al tráfico, sería el ministerio público quien pondría en línea al director de la revista. Era el procedimiento acostumbrado; no había otra explicación para que Rocha me incluyera en su cita con la gente de Interior.Yo debía tomar nota de un compromiso de embargo y callarme la boca sin más. Iba a ser presentado como parte de un acuerdo. Nunca antes había ingresado a La Moneda, y fue raro, casi exótico, penetrar su existencia doméstica, como si se tratara de un edificio distinto al de la leyenda. En rigor, lo era: el espíritu de normalización exigía el desprendimiento de los lastres épicos, y si la historia se había desangrado disputando su derecho a ocuparla, ahora el aspecto de cartón piedra daba a la supuesta importancia del Palacio la exacta palidez que adquiría como expresión de una república minimalista. Cuando ingresamos con Rocha por la puerta que daba hacia la plaza de la Constitución, divisamos a unos cuantos metros un séquito de reporteros que se arremolinaba en torno a una figura indistinguible, cubierta por los flashes de las cámaras y los micrófonos tendidos sobre las cabezas como cañas de pesca lanzadas todas a un mismo sitio de la laguna. El grupo de prensa avanzaba con su botín en los dientes en medio de una gran dificultad, moviéndose entre empujones y órdenes hacia uno de los salones ceremoniales de la planta principal. Con Rocha nos detuvimos a observar el revuelo desde las escaleras que subían al segundo piso. El Rey, me dijo Rocha, burlón, empujándome a seguirlo. La escena parecía digna del arribo de un monarca. Bien mirada, era una coincidencia lamentable pisar por una vez La Moneda la misma tarde que Pinochet paseaba por sus patios. Era también la primera oportunidad que tenía de cruzármelo en carne y hueso, y me pregunté qué podía estar haciendo allí, aunque en rigor debía formular la cuestión a la inversa: qué hacía yo visitando ese lugar de nadie, inmóvil a mitad de las escaleras de un edificio estucado con paletadas de falso decoro, tan parecido a un set de película antigua que incluso el principal figurante se lucía firmando autógrafos en el plató central. Rocha siguió escaleras arriba y quedé rezagado un instante, todavía fascinado por la impresión de irrealidad que provocaba ese encuentro casual con la bestia negra de mi difícil juventud, invadido ya no por los odios a los que me devolvía su nombre sino por la humillante comprobación de que esos odios no tenían por objeto sino un hombre de edad avanzada que seguía allí de pie, blanco y aplacado por las nuevas sombras del edificio que él había destruido. Rocha llamó y lo seguí con un sentimiento parecido al de la inutilidad.Arriba, la mesa estaba puesta para cinco. Era pequeña, redonda, cubierta por un mantel blanco y con cestas de panecillos y servicio de té dispuesto para los visitantes. Nuestro anfitrión salió a recibirnos en camisa. Se mostró afable, amistoso desde el comienzo, y nos invitó a tomar asiento con ademanes generosos. Era notorio que con Rocha se conocían: hablaron de gente común mientras dos mozos vertían agua humeante en las tazas y se retiraban discretamente.Yo seguía algo nervioso, intimidado, con las manos sobre el mantel para no derribar ningún artefacto de los muchos que se acumulaban en la mesa. Esperaba ser objeto de una reconvención indirecta en cualquier momento, y seguí con oído atento las incidencias del diálogo como un secretario de actas confiado a su memoria, testigo privilegiado de un acuerdo no escrito que tendría que digerir a solas como humilde empleado de la redacción cuando nos hubiésemos marchado. Sin embargo, nada de eso aconteció. El jefe de gabinete nos acompañaba, junto a un tipo de vestimenta impecable y mandíbula prominente que permanecía sentado en silencio, rehusando merendar lo que se ofrecía, como si aquello excediera a sus funciones. Había sido presentado como importante funcionario de una oficina dependiente de Interior y no retuve su apellido o quizá nadie lo pronunció. Lo que fuera, al rato caí en la cuenta de que la conversación dibujaba trazos invisibles, serpenteaba un camino sinuoso, se detenía, permanecía en vilo, enfilaba en una dirección distinta y volvía a retomar el paso, apartando el follaje y avanzando entre espinas por las novedades de la política y el periodismo. Un tráfico intangible reducía hombres y cosas, capturándolos en un léxico de acero. El diálogo estaba salpicado de observaciones frívolas sobre el color de las corbatas y los calcetines de hilo. Luego la conversación volvía a su cauce. A veces era Rocha quien adelantaba un comentario pertinente a los cambios ocurridos en algunos puestos de gobierno y la policía, y en otras era el subsecretario quien evaluaba con un término preciso la situación de la revista, mentando al sesgo el porcentaje minoritario que Rocha conservaba en la propiedad. Entre ambos dibujaban un mapa intrincado y simple a la vez, con barreras, puntos de descanso, territorios contaminados y cielos vírgenes donde preservar la vieja amistad. Cuando nos levantamos de la mesa y nos despedimos, los patios estaban vacíos de reporteros y escoltas. Sólo la guardia del edificio se mantenía en su lugar. Salimos y tuve la impresión de emerger a la calle por la puerta de un castillo de juguete. Cogimos un taxi y una vez en la cabina quise despejar la duda.Todavía no entiendo para qué me trajiste, le dije a Rocha. Estuvimos como dos horas y aparte de aburrirme no entendí nada. Él se rió con vivacidad.Vinimos a negociar, Bobe, por si no te diste cuenta. Si te sientas con ellos, tienes menos posibilidades de que te revisen la casa y den vuelta tu escritorio. Supongo que sí, acoté con timidez. Alguien me está meando por detrás, resumió Rocha con seguridad, casi fastidiado. No sé quién es, pero convenció a esta gente de una intriga que podría perjudicarlos, así que voy a seguirles el juego como si existiera una amenaza, aunque no sea así. Por eso te traje. Es pura transa, me tranquilizó: no hay de qué asustarse. Para eso sirve la política. Para usar a los amigos, dije, disconforme y todavía un poco aturdido por lo que oía. Rocha sonrió, ufano ante una réplica que debió sonarle escolar. ¿Te fijaste en Pinochet?, me dijo al cabo.Tiene al gobierno a sus pies, pero es porque conserva el crédito de la fuerza, y con eso le basta.Ahora todos trabajan para él, aunque algunos se crean más listos y piensen que es al revés. No se trata de estar del lado del bien o del mal, sino de que todos hemos aprendido más de este país con ese huaso de cuartel que si nos hubiésemos pasado toda una vida estudiando para ser presidentes. Estamos en Chile, Bobe. Es lo que nunca van a poder entender los intelectuales de Oxford y Harvard como Floyd, por más que se los explique. Rocha miró distraído las calles correr al otro lado de la ventana del taxi. Había bajado el vidrio y apoyaba el cuerpo contra la puerta, dejando un brazo fuera de la cabina para refrescarse. Se volvió, dispuesto a dar por cerrado ese momento de infidencias maquiavélicas. Los ideales que defiende la gente son sus miserias, dijo. No hay más.Yo estaba mudo y él giró la vista, siguiendo al pasar un ajetreo de mudanza en el edificio de Defensa. Se volvió y sonrió. Hazme caso, Bobe: sin la política nunca vas a poder llegar adonde quieres ir, y con ella no vas a necesitar hacerlo porque otros lo harán por ti. ¿Y si uno se niega a la compañía?, dije. Sería un error, advirtió.Y hasta donde sé, tú ya te equivocaste una vez.


El Diario de Bobe

A retener: «La verdad emerge más bien del error que de la confusión», anotado por Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas. Ergo: despejar la confusión y dejar a la vista únicamente el error. Eliminar todo lo accesorio, empezando por este Diario y su tendencia a dispersarse en muchos comienzos y versiones de sí mismo. No están los tiempos para una novela por entregas, además.Tampoco las distintas piezas que acumulo consiguen armar un conjunto coherente, como si mis notas fueran entradas falsas o una forma de publicidad engañosa, inherente al periodismo cuando pretende hacerse cargo de toda la realidad. Caso contrario, ¿puedo confiar en el equívoco? ¿Qué hay de valioso afuera, en el espesor de la contingencia que se tragó a Moyle y a Huber y que valga la pena recuperar en solitario? Y además, ¿por qué este imperativo a buscar retazos de la verdad en los hechos? ¿Para informar? ¿Informar de qué? ¿Contrabando de almas en el embarque de armas? No tengo respuestas, estoy en ascuas. Tendría que hacer como Garrafita; validar la arbitrariedad con sentimientos y personajes de novela, que es lo que hace él cuando asiste al taller del Maestro y corre a incorporarse como un integrante más del camino correcto. Pero sólo los buenos ahorristas y calmos de espíritu se enamoran del camino correcto, mientras yo en cambio veo demasiado claramente la intención que representa ese servicio, las ansias irrefrenables de ser aceptado y convertirse al espíritu de la normalidad. Herencia del miedo y la muerte, quizás, o apego desmedido al saldo que dejó, por otra parte, aunque los colegas de la prensa tampoco lo hacen mejor cuando insisten en vestir el traje del hijo mayor, arrepentidos como están de sus locuras juveniles y ahora obsesionados con la responsabilidad, buscando ser ellos mismos la mano que aprieta mientras echan de menos a papá. ¡Ah, sí; mis hermanos de la prensa!, preciosos espías y desertores que un día se fugaron de casa para luego volver armados con su propio ejército de ocupación, pasando por alto que sólo las visiones de origen importan a esa verdad. Por eso en la revista desconfiamos y callamos, y por eso yo armo y levanto mi trinchera a partir de este Diario bobo anotado al pasar, porque él es mi retaguardia y mi guarida frente a la neutralidad profesional, a la disciplina de los que por vocación se portan mal fisgoneando con una grabadora a los demás. A la vez, mis apuntes son como un estilete de cirujano con el cual separar y diferenciar el lenguaje de los hechos, esos hechos donde estamos todos y no hay nadie al mismo tiempo, y ante los cuales sin embargo me inclino solícito, buscando con delirante precisión el sentido de la propia vida que no volverá. El Diario de Bobe donde escribo y sueño este error que es mi argumento.


Fuimos hasta el terminal norte, donde esperamos la salida del bus en silencio. El pekinés saltaba a su lado cogido de una correa mientras los pasajeros se giraban a mirar su cintura realzada por unos bluyín a la moda. Me sentí como un rufián de la Zwi Migdal. La idea era que se alejara unas semanas y aprovechara de visitar a sus padres.Al principio ella no estuvo de acuerdo, pero cedió ante la posibilidad de ver a la niña con el pasaje de ida y vuelta que le obsequié. Supongo que estaba tan asustada como yo por lo que pudiera deducirse de la publicación.Ya podíamos oír a los sabuesos del Maipo ladrar sobre sus talones la siguiente noche en el club. En esas condiciones era demasiado riesgoso continuar como si nada. Reparé en esto después de despachar el artículo. Ovando se encerró a leerlo y después me llamó.Tenía una expresión consternada. Esto no vamos a poder publicarlo, dijo. Pero es lo que sucedió, repliqué. Aun cuando no lo respaldara con fuentes ni me apoyara en una versión particular, mi relato se apegaba a los hechos. Ovando se levantó, hizo una fotocopia que guardó en su gaveta y luego llevó el texto a la dirección. Me quedé tranquilo.Al día siguiente me mostró los cortes en los que había estado trabajando hasta tarde.Tuvo la delicadeza de someterlos a mi consideración. Discutimos el asunto de la plana militar: desde mi punto de vista, si quedaba omitido el tema de quien llevaba la responsabilidad en la investigación, tal y como me lo había explicado Rodríguez-Bueno, la sospecha de una confabulación interna se derrumbaba. Pero si ni siquiera lo han encontrado, protestó Ovando.Ya, dije, pero acuérdate de esto: lo van a sacar del río hecho un fiambre y va a ser suicidio seguro. ¿Y si no aparece?, replicó él. Su cautela era razonable. Forcejeamos hasta acordar un punto medio: Huber era el primer desaparecido de la democracia, un militar al que le habían aplicado la ley de fuga o se había escapado él mismo, pero que en ningún caso se mandaba solo. Con eso al menos quedaba abierto el pasillo institucional. El lunes la revista salió a los kioscos y comenzaron las llamadas. Esa misma tarde fui a comprarle un pasaje a Copiapó. Ayer jueves, antes de partir a la estación, ella puso su agenda en mis manos y me pidió que la cuidara. Es precisamente lo que estoy haciendo, dije.


Premios

Finalmente la hipótesis se confirma. Despaché un nuevo artículo con el recuento del caso y me entretuve desarmando la explicación oficial, intercalando dos o tres nombres importantes que había encontrado en la agenda de Divina Day. Al rato Rocha me mandó a llamar. Tenía el texto sobre su escritorio, junto a un montón de papeles repartidos sobre la mesa. Lo noté abrumado. Me invitó a tomar asiento. Comenzó a revolver documentos mientras hablaba al descuido: yo era un hombre con suerte, qué no daría él por estar en mi situación, sólo esperaba que algún día dimensionara los privilegios que me acordaba su infinita generosidad. Pensé que aludía a los artículos sobre Huber. Abrió la gaveta haciendo hueco para despejar el desorden. Al fin, dijo con una pequeña exclamación de victoria. Extrajo un estuche de plástico y me lo alcanzó. Revisa las fechas, aconsejó: entiendo que tu vuelo sale en diez días. El pasaje es ida y vuelta por un mes, así que vas a tener tiempo de traer un par de notas que valgan la pena. Abrí el estuche sin creer lo que me contaba. En su interior, una cartulina más bien tosca con el logotipo de Aeroflot sobre su costado derecho confirmaba el anuncio de Rocha. ¿Y esto?, pregunté. Parece que te lo ganaste, advirtió. Regalo de ese tipo, Boris Vera, el mismo que llamó agradecido para comentarnos tu reportaje del embarque de armas. Hace un rato telefoneó advirtiendo que me lo enviaba a mí para que te lo entregara. Debe creer que nos regimos por un sistema de premios como en el Politburó. Pero si yo nunca pedí esto, dije en tono de disculpa, temeroso de que Rocha me creyera parte de un acuerdo con fines personales. Entonces entendió mal, o tomó la iniciativa dando por descontado que ibas a aceptar. ¿Y?, pregunté. Estas invitaciones no se rechazan, Bobe, me dijo. Por mí, puedes irte tranquilo si quieres.Tienes tus vacaciones pendientes.Volví a mirar el ticket aéreo.Tenía fecha de embarque para dentro de dos semanas.Aparentemente, el ruso había tomado a firme lo conversado únicamente de pasada: el itinerario señalaba Santiago-Moscú, con permanencia de dos días en la capital del frío para luego seguir viaje a París. En principio no había nada de malo en aceptar un obsequio y dejarme caer a los pies de la Torre Eiffel. Sería una oportunidad para hablar largamente con Marfán por todo lo que no lo habíamos hecho aquí. Tendré que pagar algo, dije. Eso arréglalo tú con él, dijo Rocha, y agregó: a mí me dio la impresión de que no era dinero lo que esperaba. Lo voy a llamar, prometí, y me puse de pie con el pasaje en la mano. Rocha asintió desde el escritorio. Ni siquiera me acordé de preguntarle qué le había parecido el artículo. Después telefoneé a Boris Vera a la agencia para agradecerle. Me pidió que nos reuniéramos la semana siguiente para afinar detalles de la estadía en Moscú.


Acordamos que se trasladaría a la covacha hasta mi regreso. Ella estuvo de acuerdo.Trajo sus cosas en un maletín deportivo que vació y guardó en el clóset, mientras Ringo daba vueltas olfateando alrededor.Yo la miraba ordenar y limpiar los cajones como si fuera a quedarse mucho más de lo convenido. En un momento reparó en la corbata de Diéguez tirada entre las ropas y quedó atónita mientras la observaba. ¿La reconoces?, pregunté. Negó con un gesto de extrañeza mientras alisaba la prenda entre las manos. Era de un amigo jugador, dije: decidí quedármela después de una noche de farra. Ella dejó la corbata a un lado y se escabulló. La retuve de los hombros. ¿Qué pasa?, dije. ¿Se te apareció un demonio? Ella forcejeó: suéltame, me estás haciendo daño. Su enojo tenía la virtud de devolverme el tuteo. Relajé la presión y de un envión se escabulló a la cocina. La seguí hasta allí: no peleemos, le dije, sólo te pido saber la verdad. No te quiero acusar. ¿La verdad?, reaccionó, alerta y mostrando la cara. Usted se va a ir en un par de días y yo me voy a quedar acá, ésa es la única verdad. ¿Qué más quiere que haga? Me apoyé en el lavaplatos por si me abofeteaba: imagínate que soy un cliente, dije. Me conformo con saber qué servicio le dabas a Diéguez: con quiénes te llevaba. Ella cerró la llave y bajó la cabeza, ofendida, mientras apoyaba el brazo en el tubo de agua. Negó sin apuro, dos veces y sin mirarme, como si lamentara todo desde el comienzo. No quise presionarla más y salí a disipar el mal humor.Tenía los nervios de punta. Cuando volví a la covacha, se había ido con el pekinés. En una nota anunciaba que se quedaría en el departamento del parque hasta mi partida. Era preferible así.


La Quinta Crónica

El viaje es mi único entusiasmo. Sólo las tareas asociadas a él cobran sentido. Puede que en esto influya la facilidad con que Boris me despachó, colgando un par de direcciones y teléfonos en Moscú luego de instruirme para recoger la visa en la embajada. Cuando fui, tuve que esperar a que atendieran a un grupo de chilenos que iban en misión exportadora. Luego presenté mi pasaporte, un funcionario se comunicó con su superior, los dos se perdieron de vista y diez o quince minutos después regresaron con un cartoncito estampado con la hoz y el martillo y la autorización firmada con un membrete de la embajada encima. Pero el pasaporte había quedado intacto. Luego me puse a revisar lo que llevaría.Tuve dudas con el Diario y me senté a pasar páginas. La impostura saltaba a la vista. Era como cargar un almacén, un bazar que ofrecía de todo en un espacio demasiado pequeño. Tuve ganas de tirarlo lejos. Luego reflexioné que lo mejor sería empacarlo junto a los cuadernos y negativos de fotos para resolver con más calma en París. Con ellos haría una quema de Judas que resarciera a Marfán de su exilio. Si decidía ser totalmente honesto, incluso podía rescatar los hechos que me ocultaban para organizar un relato a medias verídico, a medias testimonial, a medias mentiroso. El doble exacto de mi crónica sobre Divina Day. Cogí el maletín. Llevaría mi guerra portátil allá donde fuera. Llamé a París y anuncié mi llegada. Ahora sólo quiero partir.


Barry White

Llamé al departamento del parque y esperé sin resultado a que ella contestara. Estaba arrepentido pero no quería equivocarme. Me faltaba un consejo, así que tomé el Chevette y partí a Macul para ver a Lara. Urgía una aclaración de su parte, además. Después de hablar con el comisario yo había sido explícito en preguntarle sobre su relación con Diéguez, pero no logré sacarle nada en limpio aparte de los bailables en una boîte del puerto donde se habían cruzado por primera vez hace muchos años. Lara siempre lo había tenido por un pájaro raro, de los muchos que coleccionaba en su repertorio, y eso era todo lo que podía decirme. La explicación no me convenció entonces y decidí insistir, aprovechando que deseaba verme y entregarme unas cartas para Marfán antes de abordar el avión. Me recibió con un voluminoso sobre en las manos, sellado con una doble tira de scotch para evitar tentaciones.Volviste al fantasma, me burlé, recibiendo el encargo. Cada cual con sus secretos, replicó ella, clavándome una mirada tenaz. Estás celosa, le dije. ¿De quién?, me contestó. ¿De Divina Day?, y se rió como si escondiera su nombre otra vez. No, ella no es nadie: una fantasía que baila, dije.Y agregué de sopetón: yo hablo de Daniela, de tu amiga Daniela Casas, la que te llamó una noche para avisarte que Diéguez estaba muerto. Hice una pausa. Lara me observaba impasible, distante, con los labios ligeramente abiertos como si murmurara un recuerdo. Estábamos en la cocina de su departamento, sentados donde tantas veces nos habíamos dado cita sin acuerdo previo, esperanzados y anhelantes en el fondo ante la perspectiva de encontrar al otro fumando al regresar de noche, conteniendo una oportunidad que parecía cada vez más lejana. Sólo ahora estaba en condiciones de entender la razón.Te la tenías guardada, acusé. Ella confirmó despacio, sonrió en silencio, encendió un cigarrillo, se echó a la boca lo que quedaba de cerveza y dijo: cada cosa se comparte en su momento, Bobe.Te lo iba a decir en el auto aquella vez que volvíamos de Rancagua y la encontramos en la disco, pero en el camino nos fuimos por el Paso de Angostura, ¿te acuerdas? Después te vi tan entusiasmado con ella que preferí no intervenir.Ya te enterarías tú mismo si la cosa continuaba.Y continuó, agregué yo. Hubo una nueva pausa, incómoda, pero noté el alivio. Me sentía de pronto más ligero y despejado, libre de piedras y errores sobre las espaldas, mientras Lara comenzaba a tomarle gusto a la brusca intromisión de sinceridad. Es increíble, pero hemos compartido todo, Bobe, reflexionó con elocuencia: los amigos, la universidad, los libros, los matrimonios y las separaciones, el departamento, las mujeres. Faltan los viajes, bromeó. Sí, pero antes de subirme al avión quiero que me cuentes la verdad sobre Daniela, le dije: ¿Diéguez te la presentó o ella a él? Un asombro auténtico abrió sus ojos.Te estás enamorando, dijo. Milagro. Se atajó un segundo y luego agregó: lo que sea que tengas que saber, vas a averiguarlo de todas formas. Los hombres necesitan el control, aunque no exista. Es la ley del más débil. ¿Todo esto lo vamos a compartir también?, pregunté yendo al grano. Puso los codos sobre la mesa y cruzó los brazos, absorbiendo la situación: a ti qué te parece, dijo. Siempre es mejor de a dos que solos.Yo asentí. El consejo estaba dado. Me puse de pie con el sobre para Marfán en las manos. ¿Adónde vas?, preguntó ella.Al Emmanuelle, dije.Al rato estacionaba el auto en el club. Era tarde.Ahora le avisan, me dijo el sujeto que atendía la barra cuando me senté a esperar. Era viernes y el local estaba completo. Un montón de gente reunida en torno a la pista se apretaba a mirar el show, mientras las parejas llenaban los pasillos y pasaban tomadas de la mano hacia el centro del salón, bajo el estrabismo de las luces que alteraban la visión. El hombre de la barra me miró y se acercó. Se llamaba Javier y las niñas lo llamaban Javi. Puso un trago delante y apoyó el brazo para intimar. ¿Todo bien? Me limité a sonreírle mientras rumiaba palabras y excusas a Daniela que empezaban a desdibujarse. Una de las niñas se acercó. Hola, me besó en la mejilla. Olía a mentol y cigarro.Tú eres el periodista, ¿cierto?, dijo apoyando el cuerpo a un lado. Llevaba una telita de ropa ligera que la cubría hasta medio muslo y le dejaba los brazos libres, con unos llamativos sostenes ligeramente asomados sobre el pecho. Asentí con un vaivén. Ella indicó con un gesto y Javi le sirvió una bebida espumosa de color naranjo: ¿me invitas? Dije que sí otra vez y chocamos los vasos en plan amistoso. Las luces quebradas hacían difícil distinguir la penumbra a dos metros de distancia. Comenzamos a beber en silencio. Estás enojado, dijo ella, sin apartarse. Uno de sus muslos se columpiaba distraído junto a la barra. Más o menos, repuse. Es tu mina; tienes todo el derecho, insistió. Me volví a mirarla. La cara redonda abultaba engañosamente su papada, aunque el atractivo quedaba subrayado por un cintillo negro que le rodeaba el cuello como una soga bajo los ojos firmes y oscuros. Es la mina de todos, repuse. Ella azotó la cabeza riendo y el peinado onduló hacia atrás como un arbusto sobre sus hombros. Si cada mujer es una proposición, ella era una profesional. Bonito pelo, Morena, dije por darle un nombre. Me puso una mano en la rodilla: todas tenemos que trabajar, niño. Supongo que sí, admití. Javi llenó nuevamente los vasos y comencé a perder la cuenta. En minutos aceptaría ser su cliente. El muslo dejó de balancearse y se pegó a mi lado. Los hombres son la mar de lunáticos, dijo ella. El comentario invitaba a pasar, y nos quedamos algo indecisos mirando la pista. Creo que acaricié su pierna. Me está dando envidia, murmuró. Mejor voy a buscar un reemplazo. La retuve ofreciéndole otro trago. En realidad nunca he sabido quién es, me oí decir como si de pronto la viera de lejos. Por esto te gusta tanto, sugirió. Puede ser, dije. ¿A eso viniste? En parte, contesté. Permanecimos templados, a la expectativa, y me repasó con manos de sastre cuando Daniela apareció y saludó casi ajena, enfundada en una minúscula faldita que le levantaba el trasero.Ya venía puesta y un poco alocada. ¿Te estás divirtiendo?, me dijo. No parecía irritada de verme y yo ya no deseaba pedirle excusas. Más bien ansiaba borrar la modestia que me regalaba en privado. Javi colocó un tercer posavasos en la barra y evité su indolencia diciendo que quería ir al baño. Indícale dónde es, negra, dijo Daniela. Se veía a sus anchas, como si hubiera vuelto a tomar las riendas de una casa que siempre había sido suya. La chica del cintillo negro en el cuello se adelantó y me condujo hacia el fondo por un corredor lateral, vadeando las sombras excitadas y el sudor pegado a los muros. Antes de que alcanzáramos el baño, Morena volteó y se detuvo. ¿Quieres que me vaya?, dijo. Estoy un poco borracho, no veo nada, mentí. El volumen de la música subió a mis espaldas cuando me indicó la puerta. Pasé y antes de que cerrara ella me siguió detrás. No hice amago de expulsarla. Me embolsó el sexo colocándose a un lado y lo extrajo con vivacidad. Una pulsera bailaba en su muñeca. Se te puso duro al tiro, me dijo. Sorpréndeme, dije sintiendo su cuerpo lleno a través del vestido. Qué pico más rico, fantaseó ella bombeando de costado. Apretaba los pechos tibios contra mí. Busqué su boca y empezamos a besarnos. Su lengua hervía. Aguántate, dijo. Mi amor. Cielo. Palabras que ya nadie decía. Una voz asomó por encima del hombro: escondidos en el baño los tontitos. Daniela apoyaba el cuerpo sobre las espaldas de Morena mientras yo me volteaba. La abrazó sin apuro, pasando las manos por debajo de la gasa y recogiendo los sostenes por la base. Convídame un poco, negra: estái más rica que una torta. ¿Cierto?, levantó hacia mí los ojos con mirada de loba. Hola, dije. Bienvenida. El niño tiene hambre, dijo Morena. Hay que darle de comer entonces. Con la lengua, guachita. Sus bocas se aclararon.Ya, mami. Nos movimos los tres hacia el pasillo. Trastabillé y me abroché. Usted venga para acá. Morena empujó hacia el fondo. Aquí es más tranquilo. Pasamos a un laberinto estrecho y de piso mullido con puertas a los lados, apretándonos entre sucesivas paradas y vueltas de enredadera. Era como estar dentro de una ola que no acababa de reventar. Las crunets te van a gustar, dijo Morena. ¿Sabes lo que son las crunets? Tomó mi mano, se abrió una puerta y caímos bajo una sombra violácea sin que yo alcanzara a saber donde estábamos. Por acá, dijo Daniela. Había más gente, humo y cuerpos que se trenzaban en la luz escasa y quejosa contra los muros del reservado, pero aquel murmullo también podía provenir de los cuartos contiguos. No estoy seguro. Un tema ambiental de Barry White sonaba desde los parlantes empotrados en alguna parte. Síncopes y voz de alcoba. Vamos a portarnos mal, pensé.Vamos a jugar a Divina Day. Quedamos arrinconados junto a un sofá: ¿te gusta sapear?, dijo Morena a mi oído. No era una pregunta. A mí también me gusta que me sapeen. Sus manos me tomaron la cara y se inclinó con la boca plantada encima, horneada y húmeda. Me soltó: ¿no erís celoso, cierto?, dijo mientras Daniela la tomaba de un brazo y la apartaba un poco. Huevona golosa. Las dos se rieron.Venga conmigo, no ve que él ya está mojado y se va resfriar. Mejor toque por aquí. No sabe lo que son las crunets, dijo Morena. Mostrémosle, ¿ya, rucia? Las vocalistas. Retrocedieron. Iba a seguirlas pero me empujaron de vuelta sobre el sofá. Había una mesa con tragos y una cubeta de hielo al lado. Obedecí, pero estaba indeciso, nervioso y como embotado por la sombra en medio de las atenciones que se prodigaban, abrazadas una contra la otra mientras bailaban. Me resigné a elogiarlas desde el rincón que servía de butaca. Casi en broma al principio, con rabia, pasando por alto el estímulo básico y aplaudiendo el lance como ante una prueba de infelicidad, pidiendo otro, ahora el erótico, hagan el erótico, cada vez más desajustado, hasta que la escena se tornó ineludible, sin trazos de la puerilidad conocida. La cadencia cambió de golpe y no hubo más verbos que la suave trenza de los cuerpos amarrados a un eje invisible, como si se apartaran a un lado para evitar la exposición. Las caricias bajaban y se perdían en una secuencia discontinua que exigía más monedas para seguir adelante. Guachita mía, dijo ella con las manos tomadas detrás del cintillo. Morena escondió la cara en su hombro y con una maniobra hábil destrabó el broche de la pollera minúscula que cayó al piso en una ejecución sumaria. Sin perder tiempo, apartó un poco el cuerpo y recogió el cierre de la faldita con los dedos arañando los flancos al sacarla. Quedaron en calzones y un abanico de mimos y goces desnudos se abrió entre las dos.Yo apenas respiraba. Juntaron las tetas y de pronto el aire se cortó sobre las puntas que engordaban entre besos. No aguanté más. Me puse en movimiento, de pie y sujetando por detrás el cuerpo pujante que se arqueó y me enlazó con los brazos tomados por detrás de la nuca, dócil y rendida mientras se dejaba acariciar sin remilgos. Era toda fruta tibia y dura. Era nadie, era otra, y su carne vibraba, erecta y trémula al solo contacto del aliento.Yo quería para mí las dos gotas calientes de sus pezones. Sabía que arderían como diamantes recién extraídos de un filón oscuro. Me abrí camino. Los hinché y tiré frotándolos hasta que me devolvió una expresión deshecha. Ésta era Daniela cuando no era, pensé en medio del fogonazo que me ofrecía.Aquí era donde yo quería ir. Hundí la cara en una marea de pelos y sudores. Ella apretó y aflojó las caderas con impecable desvergüenza, recogiendo el culo una y otra vez en medio del frenesí que la partía, eufórica, piel contra piel mientras Morena sujetaba sus muslos para liberarla del calzón y enseguida se aplicaba de rodillas para recoger la deliciosa espuma que le empapaba los labios. Su lengua soltó un remadre: la concha, la puta, y creí que nos observaban, pero no me importó. La corriente nos apretaba en un centro que iba de una en otra, y sentí que un animal ardiente, guardado bajo siete llaves, salía huyendo de su refugio y escurría sobre el piso. Comenzaron las quejas, los ruegos, y en la confusión que siguió me oí murmurar sobre sus bocas los nombres de Ángela, Nicole, excitándolas con urgencia.


Después caímos como en cámara lenta y rodamos hasta quedar sin habla, agobiados por la conmoción de las carnes recién caladas, interminables. En un momento ella encajó mi sexo y Morena alivió sus pechos colocada a horcajadas y de espaldas sobre mí. Era como estar en un quirófano, sumergido en un tubo de respiración.Yo quería vivir allí: flotaba, ebrio de placer y bastante borracho también. Un brasero estalló encima, pero había perdido el control de la situación cuando me dejaron de lado. Quedé solo en el reservado, o eso parecía. Oía gemidos, palabras entrecortadas, ahogos que quedaban suspendidos y atravesaban ilocalizables el espacio entero. En un cuarto vecino alguien se gustaba silbando vulgaridades. Me afirmé en un muro y traté de alcanzar la puerta. Los objetos bailaban en una nube lacrimógena. Llegué hasta el pasillo con el pulso alterado por los requiebros y lamentos que atravesaban la pared, pero no las encontré. Quizá me había equivocado y estaban en el salón, trabajando, o se habían metido al baño, quién sabe.Yo no tenía ya fuerzas para ir tras ellas. Las sombras extenuaban la perspectiva del corredor.Volví al reservado y me tiré en el sofá. Debieron pasar horas, porque desperté revuelto, echado de espaldas y con la cabeza embotada. No se oía un alma y traté de recordar los últimos estertores de la noche para entender cómo había llegado hasta allí. Miré la hora y volví a derrumbarme con la vista ida en el cielo del cuarto, estragado por la orgía. Las orejas me ardían. Súplicas. Quejidos. Un río de semen corría en un lugar cercano. Una puerta vaciló. Quise abrir los ojos y pensé: el crimen, la locura, el chantaje están aquí, al alcance de la mano, atraídos por las pisadas que yo mismo he ido dejando. Serénate, me dije; debes conservar la calma. Sólo un esfuerzo más y sabré lo que tengo que hacer. Percibía suaves vientos de borrasca. Quién es, balbuceé. Quién anda ahí. En un segundo ella flanqueó mi cuerpo y quedó sentada encima, cabalgando sobre mi cintura, tal como debió quedar la madrugada del 31 cuando subió a despedirse de Moyle. ¡Ah, Divina Day! ¡Divina Day!, celebré, calmo al fin, sosteniendo su aparición en un hilo de conciencia. Eres tú. Dónde estabas, te andaba buscando. Qué es ese cintillo que traes ahí.


Domingo

Mañana me voy. Creo que hasta entonces no voy a lograr dormir. Me aseguré de meter los discos de respaldo en el maletín junto a los demás papeles con la intención de llevármelo todo, y luego estuve dándole vueltas al asunto sin encontrar respuestas. Después me tendí un rato a descansar. Pero no lograba sustraerme, mi cabeza hervía entre chispazos y cortocircuitos mentales. No podía pensar, estaba sin ideas, demasiado alterado para vincular nombres con situaciones en un conjunto plausible. Me había quedado afuera, y en un momento lo vi claro, igual a un personaje surgido de la insidia y la niebla, abandonándola para siempre o confundiéndose con ella en repentino silencio. Me estaba yendo de la biografía. En la calle hacía frío y yo debía resignarme a caminar por el mundo con la mitad vacía. Comprendí que la guerra fuera mi Musa. Ella era la única diosa ante la cual podía inclinarme a implorar por el rostro que faltaba completar. Pensé que aún así María Julia no aparecería, y sentí lástima. Nada justificaba renunciar a Iván. Ya en la tarde, cuando pasé a recogerlo, me había sentido preso de un malentendido gigantesco. Quería despedirme llevándolo a los juegos de comida rápida instalados en el local donde me había refugiado a lavar las heridas durante los primeros días de la separación. Salimos de la casa y noté el cielo bajo, cubierto con una densa y oscura colcha de nubes. En el auto abroché su vestón y partimos al local de los toboganes y columpios, con una rueda al aire libre que daba vueltas en círculos sobre un eje de metal. Había poca gente, seguramente debido al frío que penetraba por los cristales y helaba los dedos. Comimos unas hamburguesas y luego Iván partió a los juegos, mientras yo lo observaba desde la butaca, a través de la mampara principal. Estaba solo y parecía feliz, disfrutando de la ausencia de otros niños que con ese clima estarían guardados en sus casas, y mientras hacía gestos y saludaba hacia la mampara yo pensaba en lo que estaba roto, en su pequeña vida sin excusas y alerta, dispuesto a repeler cualquier nueva emboscada. Por mi cabeza pasó veloz una película del oeste. Evoqué un paisaje desértico, agreste, que bajaba recto entre unas montañas filudas que yo desconocía a pesar de identificar el peligro que representaban. Pero no había nadie alrededor, sólo viento y piedras que acompañaban el descenso. Quizá nunca había habido nadie alrededor, ningún hecho relacionado salvo la inquietud que este pensamiento provocaba. Era extraordinario, y lo era precisamente porque de golpe ya no tuve miedo de que Iván descubriera en mi desaforada contingencia los motivos de la ruptura con María Julia. Fue un instante de iluminación nada más, y tuvo el poder de situar a Iván en medio del torbellino de la partida. Un impulso protector me hizo pegar la cara contra el cristal, como si quisiera alcanzarlo a la distancia con un solo gesto, mientras él giraba sentado sobre el redondel de madera y con las manos apoyadas en la tubería balanceaba el cuerpo hacia delante y atrás. Me sorprendí pensando en su felicidad, que podía ser la mía si acaso renovaba con cotidiana obstinación el lazo paterno, cuando de pronto Iván dejó de empujarse con los pies para darse vuelo y en cambio quedó quieto, con el cuerpo inclinado y la vista fija en el cielo.Traté de seguir la dirección de su mirada desde donde me hallaba, pero no descubrí nada, salvo la cenicienta nubosidad que aplastaba los techos y jardines del barrio. Entonces ocurrió. Comenzó a nevar con una intensidad brusca y contundente, casi intimidante, tanto que los copos comenzaron a cubrir la cabeza de Iván de forma instantánea, y en medio del bullicio que se armó dentro del local, en un momento me distraje por completo y fue como perderlo, pero perderlo de verdad, físicamente, entre la nieve y el blanco alboroto que cubría el espacio de los juegos. Pegué el cuerpo contra el cristal y miré hacia los lados. Un vértigo indecible, horroroso, se apoderó de mí, y corrí fuera gritando hacia Iván, mientras él agitaba los brazos llamándome, ajeno a toda alucinación. Caminé hacia él con el pulso alterado y unos copos cruzaron sobre mi cabeza. Me paré y abrí las manos: sí, nevaba copiosamente.Y agregaría también: nevaba un hielo interior. Procuré tranquilizarme. Mi desesperación había durado sólo segundos, pero duró. Luego lo abracé con fuerza y estuvimos juntos hasta que se hizo noche.Volví a dejarlo donde María Julia y regresé a la covacha queriendo esconder la visión continua de ese pavor. Una y mil veces repasé con el insomnio a cuestas el instante que frisaba la locura. Hasta que de golpe lo vi, como un empujón que prolongaba el blanco olvido que caía sin fin. Hacia allá me dirigía. Esa tarde me aprontaba para no volver.