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Tengo la mente clara para explicar lo que me pasa. Sé que estoy esperando una respuesta de los médicos, un diagnóstico. Mi padre ya lo sabe, por eso lo miro. Por eso estoy aquí, para eso he venido. Pero él mantiene el silencio, así deja claro quién manda, se adueña del tiempo, en general, del mío y del de todos, hace suyo lo más preciado que existe. Las enfermedades mentales aportan lucidez al discurso del paciente, las pastillas se la arrebatan, pienso sin quitarle la vista de encima. Aunque esa lucidez será sobre la enfermedad, no sobre la realidad. Si me preguntan si estoy asustado diré que no. Si me preguntan si tengo miedo diré que no. Principalmente porque asocio el miedo con la muerte y ahora no tengo tiempo para pensar en la muerte. En la muerte se piensa cuando la vida lo permite. Aquí miento, lo único que hago es pensar en la muerte, en mi muerte. Vamos a ver, dicen que eres esquizofrénico, contesta finalmente este señor que tengo delante, mi padre. Como tantas otras personas, sigue. Yo no creo en los psicólogos, ni mucho menos en los psiquiatras, pero habrá que probar si sus métodos funcionan contigo, ¿no te parece?, termina. Mentira, no te creo. No me creo que me lo digas así. Esquizofrénico es loco, es estar pirado, le contesto a mi padre. Yo tampoco lo creo, no eres tan peculiar como para estar loco. ¿Cómo quieres que te lo diga?, dice él. Sus ojos, a veces claros, dejan ver sus mentiras. Dejan ver todos sus engaños, sus incoherencias, sus desequilibrios, su prepotencia, sus prejuicios y su miedo. Pero también se le oscurecen disimulando la evidencia, como ahora, cuando añaden: No eres un hombre, nunca serás un hombre. Yo qué sé, con un abrazo o como se digan estas cosas. A vosotros todo os parece normal. ¿Y sería estar esquizofrénico o ser esquizofrénico? Las cosas se dicen así, Saturnino, te vendría bien aprenderlo, la realidad no es poética. Y vocaliza cuando hables, ¿quieres? No serías. Eres, han dicho. Eso suena jodido, le digo. Es menos de lo que parece, dice él. Yo no te veo tan mal, dice mirándome. Yo no me siento tan mal. Ahora entra tú y habla con la doctora. Sabes que me parece una imbécil, el otro día me preguntó si me acostaba con muchas chicas. ¿Qué quiere saber con eso? Mi padre está por encima de mis preocupaciones y por eso me dice: Nos han dicho que es la mejor, a mí no me cuentes tu vida. Claro, ¿qué van a decir? El mundo está lleno de mejores en todo. Y de gente que aplaude cuando la llaman tonta. Bueno, voy. A mis padres les incomodan los sentimientos, no hablan de esas cosas.

Es septiembre en Madrid, es septiembre en todos lados, pero yo estoy en Madrid y aquí están pasándome las cosas. Me han dicho que soy esquizofrénico y que eso conlleva limitaciones extra. El consultorio es bonito, tiene plantas interiores con las hojas abrillantadas y muebles de roble macizo, impecable todo. El suelo de nogal. Es el último piso de un edificio de principios del siglo XX. Se llega en un ascensor de rejas metálicas con un tipo que lo manipula, un ascensorista. Hay dos despachos, el de ella y el de él, además de la sala de espera en la que estoy. Ella sólo administra la medicación y controla a ojo en qué condiciones está cada paciente, él hace terapia. Ella no me gusta, él me cae bien, sin que hayamos hablado. Me toca empezar con ella. Voy en bermudas porque hace calor, llevo una camisa beige remangada y alpargatas gastadas. Debería saber qué estudiar en la universidad. Soy uno del montón, ni útil ni especial, hijo pero no nieto, o sí, pero no ejerzo porque no me quedan abuelos. Soy carne de cañón. Mi padre lo sabe, está abochornado, casi humillado, le perezco ridículo, me lo ha dicho muchas veces. Tengo visiones y oigo voces en otros idiomas. No los reconozco. Los idiomas, digo. Sé que son varios, sé que alguien los habla en sus casas y en las calles. Los primeros días me asusté, mucho, no me quiero hacer el valiente, aluciné un poco, pero se ha ido pasando gracias a las pastillas. Por la ciudad está paseando mucha gente ahora, gente que se resiste a reconocer que el verano ha terminado. Yo me resisto a pensar que estoy enfermo.

Me llamo Saturnino Freixa Santcliment. Siempre he pensado que mi nombre me ha pedido una vida extravagante, oxigenada por el dinero y ávida de reconocimiento. Me he creído un gran heredero, un jugador de rugby francés, un torero malagueño, un esquiador austriaco. Me he creído el principito de mi propio reino, un reino ambulante incapaz de echar raíces. Ambulante en mi cabeza. No sé si he vivido una mentira o una vida real. También he pensado que me hubiera ido mejor con un Nacho García o un Antonio Rodríguez o un fantástico Pedro López. Oficinista, padre, maleable, sin disputas interiores, la mirada apagada pero segura de sí misma llevando a los niños al colegio. El teléfono atado al cinturón. Reciclador de enseñanzas. El que se pone un compilado de los mejores goles de la Premier League en el puente aéreo los martes por la mañana. El mismo que mira hipnotizado a su mujer cuando le dice con la mano: Ven; y con la boca dice: No te escabullas; y con la mente, con el poder de la mente le dice: Haz frente al sueño universal de ser padre. Y él la mira, vestido como un idiota, ve a su mujer con el niño en brazos y lo único que puede pensar es en que su vida no volverá a ser la misma por ceder ante sus padres y sus suegros y sus abuelas y su mujer. Un don nadie que yo nunca podré ser. Lo cierto es que perdí el rumbo antes, incluso, de ser adicto a las drogas. Lo cierto es que no he tenido rumbo y ser esquizofrénico tampoco me va a ayudar.